Читать книгу El juego de las élites - Javier Vasserot - Страница 10

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Pasaba Bernardo sus primeros años de moderna esclavitud forjando su futuro entre opíparas comidas y cenas a base de sándwiches y pizza, poco dormir y mucho calentar silla, incluyendo por descontado los fines de semanas y fiestas de guardar. Rodeado siempre de otros desdichados y estajanovistas jóvenes entregados a su suerte. Al menos esa que ellos involuntaria o temerariamente habían escogido.

Mientras redactaba la innumerable certificación de la enésima reunión del consejo de administración de alguna sociedad, la otra mitad de «Los Chaquetas» entró como un torbellino en su despacho.

–Gordo, ¡eres el séptimo, cabrón!

–¿El séptimo qué, Álvaro?

–¿Es que no miras los mails? –le reprendió Álvaro con una mezcla de asombro y fastidio provocada por los celos–.

¡Séptimo en la clasificación de horas facturables del año pasado!

Pues para ser sinceros, no, no miraba los mails internos. Es que no le daba tiempo. Bastante tenía con los de trabajo.

Ahora bien, ¿el séptimo? No se podía creer que hubiera otros seis colegas aún más pringados que él. ¿Cómo era posible que seis abogados hubieran facturado más de 2.714 horas en un año? En cierto modo también le fastidiaba. Si al menos ese inhumano ritmo de trabajo le hubiera catapultado al primer puesto… Y lo peor era que esa barbaridad de tiempo facturado, duramente trabajado, no iba a tener impacto alguno en su remuneración en forma de bonus. Tendría que darse como mucho por satisfecho con pasar de ser abogado de segundo año a abogado de tercer año, salvando de esa manera el riesgo de perder el sitio tras las rotaciones y ser despedido por la firma.

Al menos eso era lo que a don Ramón le gustaba que temieran todos y cada uno de sus asociados, pues era la mejor receta para evitar molestas reivindicaciones salariales. La permanente sensación de estar en deuda con el patrón producía un efecto paralizante incluso en las muy desarrolladas y preparadas mentes de esos abogados que podrían encontrar acomodo en cualquier otro bufete o empresa y por más dinero del que les ofrecía El Gran Bufete. Se trataba sin duda de un sistema brillante, especialmente teniendo en cuenta que ni siquiera eran empleados, sino que mantenían una relación mercantil con el despacho de abogados. Bajo la romántica excusa de que eran en realidad profesionales liberales que mantenían la independencia, lo que se escondía era la pérdida de cualquiera de los derechos que, como la pensión, el subsidio por desempleo o el simple derecho a disfrutar de vacaciones, llevaban décadas adornando las condiciones salariales de cualquier empleado por cuenta ajena teóricamente mucho menos capaz e inteligente que ellos.

Así que, ¿un bonus? ¿En que estaría pensando? Suficiente era seguir vivo en ese campo de batalla a pesar de los tremendos y frecuentes errores que aún cometería pese a acumular ya dos intensos años de experiencia. Esos dobles espacios entre palabras, esas comas mal ubicadas, todos ellos graves atentados contra el grueso manual de house style del Gran Bufete. Como para encima pensar en medallas.

–Oye, Álvaro, ¿te has dado cuenta de que con el dinero que El Gran Bufete cobra por las horas que he trabajado este año se podría pagar más de diez veces mi sueldo? –le preguntó divertido a su amigo mientras levantaba la vista de la certificación.

Álvaro hizo el cálculo rápidamente en su cabeza.

–No es bueno pensar en esas cosas, gordo, que bastante suerte tenemos de seguir aquí –contestó el interpelado a su compañero evitando que su cabeza se intoxicara con tales pensamientos impuros que no podían llevarle a ninguna parte.

Pensar demasiado no llevaba a nada bueno. Bernardo no acababa de entender ni de compartir esos miedos atávicos, pero lo que realmente lo descorazonaba era que cada vez que encontraba la manera de acercarse a ese ideal iniciático que tanto lo cautivó al incorporarse dos años atrás al mundo profesional, a esa aspiración avivada por don Ramón de convertirse en un innovador jurista-asesor-abogado, el frontal rechazo que experimentaba lo sumía en el más profundo de los desánimos.

Todavía tenía fresca en su mente aquella ocasión, meses después de la operación de Gasística. «Henry» se encontraba por aquel entonces inmerso en el asesoramiento de una complicadísima Oferta Pública de Adquisición (las denominadas OPAs en la jerga empresarial, adquisiciones de grandes cantidades de acciones de una sociedad cotizada que implicaban la toma de control de la misma) que lo llevaban de cabeza a él y a don Ramón. Miguel Stravssen, una de las mayores fortunas de la Nación, les había realizado el encargo de asesorarle en la adquisición de un importante paquete accionarial de determinada sociedad cotizada eludiendo la obligación de formular una OPA, si es que esto era factible. Pese a las reticencias que en «Henry» despertaba el díscolo Bernardo, a quien Tomás había aconsejado probar en su equipo, apreciaba su capacidad de razonamiento diferente, por lo que, aunque dudara de la solidez de sus conocimientos, le había pedido darle al cocumen para tratar de encontrar la manera de realizar la compra de esas acciones evitando pasar por la temida OPA. Bernardo sintió que se le abrían las puertas del cielo de par en par. El socio más joven de la historia del Gran Bufete le había pedido nada menos que a él que idease una solución a un delicado problema jurídico, ¡encima en relación con una de las operaciones de más relumbrón de la temporada empresarial! Se trataba de hallar una manera de estructurar la adquisición que consiguiera convencer al regulador del mercado de valores de que la operación no implicaba en realidad un cambio en el control de la compañía.

Bernardo se puso manos a la obra, revisando todos los informes, dictámenes, memoranda y precedentes, tanto nacionales como del resto de Europa, todo lo escrito en español, inglés, italiano, alemán y francés, hasta corroborar que la estructura que había ideado tenía un sustento basado en otros entramados jurídicos previamente testados y que habían resultado aprobados por los respectivos supervisores de cada uno de esos mercados. Dedicó semanas al estudio, concentrado al máximo, totalmente motivado ante la idea de ser capaz de encontrar la manera de desbloquear la operación, hasta que finalmente completó la redacción de un extremadamente complejo informe de Derecho Comparado. Treinta densas páginas de razonamiento jurídico del que el propio Karl Popper se habría sentido orgulloso, planteando una hipótesis, poniéndola a prueba con otra contra-hipótesis, para finalmente de esa manera ir matizándola y acabar logrando un pleno acomodo jurídico.

Tras revisarlo una y mil veces, no fuera a ser que tanto trabajo se viera empañado por un par de espacios seguidos imprevistos, un sangrado mal justificado o una enumeración con números árabes y no romanos, dejó el informe sobre la mesa de «Henry» con las hojas impresas a una cara y unidas con un clip por la esquina superior izquierda, sin grapar, como se estilaba en las normas de presentación del Gran Bufete, el famoso house style. En el pequeño adhesivo amarillo pegado sobre la primera página puso, como era la costumbre, un breve mensaje para «Henry», tras dedicar casi media hora a pensar con detenimiento un texto que fuera una perfecta mezcla de contenido, asepsia e información no confidencial:

PARA: Enrique Garmendia

DE: Bernardo Fernández Pinto

Te dejo el informe sobre toma de control. Cuando lo hayas podido revisar me avisas.

Le parecía que había realizado un trabajo concienzudo. Y, además, había conseguido dar con una estructura que solucionaba el problema y desbloqueaba la operación. «Henry» iba a estar encantado. Ahora solo faltaba esperar a que lo revisara e hiciera sus comentarios. Bernardo estaba expectante por conocer la reacción del socio.

A los pocos días recibió una llamada de la extensión 1723. Era el número directo de «Henry». No le había llamado a través de su secretario. Buena señal. Eso es que le había realmente gustado el informe, se ilusionó Bernardo.

–Bernardo, ¿puedes bajar a mi despacho, por favor?

–Enseguida, «Henry» –contestó saltándose de la emoción su regla de no llamar por su apelativo apocopado a Enrique. Bajó de dos en dos los escalones hasta la primera planta, corrió hacia el despacho de «Henry» y… se encontró la puerta cerrada. Prudente, se dirigió a la mesa de Gabriel Martín, su secretario, y le preguntó:

–¡Hola, Gabriel! Había bajado a ver a «Henry» pero tiene la puerta cerrada, ¿sabes si está hablando por teléfono? –extremó la prudencia.

Gabriel miró al teléfono y vio la luz de la extensión de «Henry» apagada.

–No, no está hablando. Y no he visto entrar a nadie, así que puedes pasar. Llama antes, por favor.

Así lo hizo Bernardo. Llamó a la puerta con la fuerza precisa para que se oyera bien pero al mismo tiempo sin denotar la ansiedad que lo inundaba.

–Pasa, pasa, Bernardo, y siéntate.

Muy seco, pensó el aludido, que prefirió no darle muchas más vueltas y sentarse enfrente de la mesa de «Henry», tal y como éste le había indicado. Y ahí estaba, inquieto, a punto de preguntarle al socio qué le había parecido el informe cuando, de un rápido vistazo a la mesa del socio, se percató de que ni siquiera le había quitado el adhesivo amarillo.

Siguió sentado en silencio mientras «Henry» retiraba el adhesivo y comenzaba parsimoniosamente a leer la primera página del documento preparado con tanto esmero por Bernardo, quien no podía evitar una sensación extraña. Eso de revisar su trabajo delante de él le parecía extremadamente peculiar. ¿Acaso se iba a leer las treinta páginas con él presente? ¿Y le iba a ir haciendo preguntas a medida que le fueran surgiendo dudas?

Al cabo de pocos minutos, levantó la vista del papel, miró al horizonte con los ojos entornados como tratando de buscar una referencia, volvió al papel, de nuevo vista al horizonte. Bernardo estaba comenzando a desesperarse. Le parecía todo muy teatral. Pero la función no había hecho más que comenzar. De sopetón, el brillante y joven socio se levantó de su silla dando un golpe en la mesa y lanzó el informe en dirección a donde estaba Bernardo, que sintió cómo súbitamente le temblaban las manos mientras la boca se le iba secando progresivamente. Era increíble la sensación de desasosiego que podía llegar a experimentarse sin motivo alguno, tan solo a raíz de un simple gesto y sin que hubiera nada realmente que a uno se le pudiera reprochar. Edad adulta le llaman. Esa en la que la correlación entre mérito, esfuerzo y recompensa se ve turbada por el sesgo de la autoridad mal ejercida, los intereses creados, las envidias, los recelos, o sencillamente, la maldad. Esa clase de maldad en apariencia inocua que poco a poco se va instalando en el alma de todos y cada uno de nosotros, en muchas ocasiones fruto involuntario de cicatrices del pasado.

–«No existen en apariencia motivos sólidos que debieran impedir la adquisición pretendida» –leyó en voz alta «Henry» tras recoger de nuevo el informe mientras miraba fijamente al joven abogado apoyado en su retorcida sonrisa–. ¿Tú qué crees que pensará Miguel Stravssen cuando lea esto? ¿Qué va a pensar un importante hombre de negocios como él, que pone en manos del Gran Bufete su futuro empresarial, esa tarde otoñal al hojear este informe?

Bernardo no sabía qué contestar. «Joder, imagino que al menos antes de opinar se lo habría leído entero, no como tú», pensó.

–Así, de sopetón, un grandísimo problema jurídico se resuelve de un plumazo ¡en la primera línea de un informe! Cientos de miles gastados en asesores para concluir que «en apariencia» no existen impedimentos –continuó su furibundo ataque «Henry».

–Bueno, podemos eliminar esa frase y ponerla de otra manera en el apartado de conclusiones. Yo tan solo quería adelantar que existe una manera de…

–¡¡Ya está bien!! –le interrumpió «Henry» dando un segundo manotazo sobre la mesa con la cara teatralmente descompuesta por la ira.

–¡Acompáñame! –ordenó a Bernardo, que ya estaba bastante acojonado, mientras se dirigía en dirección a la puerta de su despacho empujando al júnior levemente con la mano derecha sobre su espalda.

Salieron juntos al pasillo, donde «Henry» le señaló el pequeño cartelito a la izquierda del marco de la puerta en el que aparecía en letras grandes el nombre del socio que lo ocupaba: Enrique Garmendia.

–Mira, Bernardo, no sabes la suerte que tienes. Si en este cartelito, en vez de Enrique Garmendia pusiera Tomás Cantalapiedra ya te habrían follado.

A Bernardo le parecía todo tan absurdo e irreal que se quedó sin palabras. Por un momento las lágrimas se le agolparon en los ojos, luchando por brotar, pero era más por rabia que por temor o vergüenza. ¡Si tan solo se había leído los primeros dos párrafos de un informe de treinta páginas! Había dedicado semanas a diseñar una solución que ni siquiera se dignaba a leer. Entonces, ¿para qué le había pedido el memorándum?

No supo qué decir. Ni tampoco llegó nunca a saber cómo consiguió «Henry» resolver el problema y lograr que finalmente Miguel Stravssen se saliera con la suya.

Bernardo tardaría aún unos años en volver a ver su informe. Buscando monografías para prepararse para otra OPA encontró una en apariencia muy sugerente de la Editorial Roman Law. En el capítulo seis aparecía un caso de estudio:

«Toma indirecta de control de sociedad cotizada: Derecho Comparado». Se trataba de la estructura diseñada por él años atrás para el Gran Bufete. Su autor: Enrique Garmendia.

* * *

Tanto a Bernardo como a Álvaro les acabarían finalmente promocionando de abogados de segundo a abogados de tercer año, como no podía ser menos por mucho que quisieran hacerles creer lo contrario. Habían trabajado como mulas y los clientes estaban satisfechos con su trabajo. Incluso algunos los llamaban a ellos directamente para pequeños nuevos encargos. Ese era un indicativo claro de estar haciendo las cosas bien.

Por supuesto, de bonus ni hablar. Aunque se movieran cómodamente entre los abogados que más horas facturaban al año. La sensación que los socios les trasladaban en las evaluaciones era que no podían confiarse lo más mínimo porque allí había otros jóvenes tan buenos o mejores que ellos. Que no habían ascendido, sino que más bien habían sobrevivido. Que iban raspados y seguían cometiendo errores imperdonables que los realmente buenos (¿quiénes serían esos?) nunca cometían. Así que vete tú a pedir un bonus.

Aun así, en definitiva se trataba de una promoción importante porque significaba el fin de las rotaciones y la asignación definitiva a un departamento. Al incorporarse al Gran Bufete, los novatos pasaban sus primeros dos años rotando durante estancias de ocho meses por diversos departamentos. Era como un período de prueba en el que El Gran Bufete podía valorar sus capacidades y en qué áreas del Derecho serían más útiles, y ellos mismos decidir qué materias eran las que más los atraían. Era una buena manera de aterrizar en el mundo laboral. Al final de cada una de las tres rotaciones el socio responsable del área en que había trabajado el júnior cumplimentaba una evaluación escrita en la que valoraba las capacidades del tutelado. Allí se juzgaba todo, desde los conocimientos técnicos hasta el aspecto físico. Con puntuaciones del uno al diez.

ORGANIZACIÓN DEL ESPACIO DE TRABAJO: 9

- Comentario del evaluador: Mesa de trabajo extremadamente ordenada, pero no etiqueta los códigos legislativos de acuerdo con las normas de house style del Gran Bufete.

- Comentario del evaluado: No me llegaron a tiempo las etiquetas y no pude ponerlas. En cuanto lleguen las coloco. Mis disculpas por ello.

Y así todos los apartados. Al final de la evaluación había una última casilla en la que el evaluador indicaba si, una vez completados los dos años de rotaciones, deseaba que le asignasen al abogado evaluado. Las opciones eran tres: SÍ, NO y NO DECIDIDO. Lo ideal era tener tres SÍ, aunque algún NO DECIDIDO no influía demasiado. Sin embargo, lo que provocaba la inmediata salida del joven abogado de la firma era recabar un NO por parte de alguno de los tres socios evaluadores.

Álvaro recibió el tercero de sus tres SÍ y llamó raudo a Bernardo, que acababa de terminar su tercera rotación con Pier Águila, uno de los socios recién nombrados en la última Junta anual del Gran Bufete.

–¿Qué pasa, gordo? ¿Te han hecho ya la evaluación? A mí me la acaba de hacer «Henry».

–Pues todavía no. Me ha citado Pier para dármela esta tarde. ¿Qué tal te ha ido?

–Muy bien. También me ha puesto un SÍ. Prueba superada. Ya estoy a salvo. A esperar ahora a ver dónde me asignan.

Al recabar tres SÍ Álvaro sabía que había superado el período de prueba y que formaba parte de ese cincuenta por ciento de la promoción que conseguía seguir en El Gran Bufete tras las rotaciones. Ahora solo le tocaba esperar a saber con qué socio lo asignaban finalmente para continuar su carrera profesional.

–¡Qué bien! ¡Enhorabuena!

–Gracias, gordo. Seguro que a ti Pier también te pone un SÍ. Con eso pasas el corte seguro.

Y es que Bernardo por el momento llevaba un SÍ de Tomás y un NO DECIDIDO de «Henry». Sabía tan bien como Álvaro que estaba al borde. Con un NO estaba fuera, aunque era imposible que Pier le pusiera un NO. El riesgo era que en lugar del SÍ, en la última casilla de su evaluación apareciera un NO DECIDIDO. Eso le dejaría al límite, en la frontera de los que pasan el filtro y los que no. Así que esa tarde, cuando recibió el formulario de evaluación de Pier, lo primero que hizo fue ir a la última página con el corazón acelerado. Cuando vio el deseado SÍ respiró tranquilo.

No solo le había dado su SÍ. Además de eso Pier había pedido expresamente que le asignasen a Bernardo, como finalmente ocurrió. Él habría preferido haber acabado en el departamento de Tomás, que era la gran estrella del Gran Bufete. Además, eso le habría permitido trabajar cerca de Álvaro, que finalmente había sido asignado a Henry, que había visto en él a un buen y dócil soldado. Sin embargo, Bernardo disfrutó así de su etapa más tranquila y cómoda en El Gran Bufete.

Su tercer año, el primero tras la asignación, su primero completo con Pier, le iba a permitir encontrar poco a poco su papel como segundo de a bordo de un socio. Con un rotante a su disposición. Y sin sobresaltos. Trabajando tan intensamente como antes pero sin tener la espada de Damocles de las evaluaciones permanentemente sobre la cabeza.

Fue uno de sus mejores años. Trabajó en multitud de medianas operaciones de M&A en las que pudo operar de facto como responsable del asesoramiento, al mismo tiempo que participaba codo con codo con Pier en un puñado de grandes transacciones en las que lo acompañaba haciendo las funciones de mano derecha. Pier era mucho más tranquilo y mucho menos estresado que Tomás. Además, confiaba en Bernardo y le daba cancha. No lo agobiaba con estupideces. Le dejaba volar solo y así él comenzar a tener sus propios clientes, pero al mismo tiempo le enseñaba la profesión. Bernardo se iba dando cuenta con el transcurso de los meses de que no era tan torpe como le habían intentado hacer creer. Le faltaba todavía mucha experiencia, aunque al acercarse al final de su tercer año en El Gran Bufete ya era consciente de que tenía las cualidades necesarias para dedicarse a esa profesión. Por fin comenzaba a tener claros sus objetivos. Aspiraba a acabar por ser él quien liderase el asesoramiento de las grandes operaciones, con una lista de clientes deseosos de recibir su sagaz asesoramiento. Ese era sueño, ser un abogado de campanillas. El nuevo Tomás.

* * *

La camada de abogados de tercer año, entre los que aún se contaban Álvaro y Bernardo, iba adelgazando progresivamente. De una forma lenta pero segura. Por una u otra razón, a esas alturas eran escasos los abogados que resistían y conseguían llegar al cuarto año. Algo menos de la cuarta parte de los que comenzaron juntos esa aventura. Y no necesariamente los mejores. Quizá sí los más preparados para aguantar esa mezcla de ritmo inhumano de trabajo y excelencia, aunque por supuesto siempre lo suficientemente cualificados. En El Gran Bufete nadie sobrevivía sin ser un excelente abogado, de eso no cabía ninguna duda.

Álvaro no estaba teniendo problema alguno en seguir en esa intensa carrera. Las cualidades requeridas, resiliencia y solidez jurídica, las poseía de sobra. Pero es que además atesoraba las virtudes de la alienación y la discreción. No desentonaba en absoluto en el grupo ni generaba ninguna desconfianza en sus mayores. Por eso había logrado ser asignado al equipo de «Henry». Álvaro era feliz quemando poco a poco las etapas hasta llegar a socio. Cada vez estaba más mimetizado con su entorno y más integrado en El Gran Bufete. Esto era evidente para cualquiera menos para su colega, la otra mitad de «Los Chaquetas», que una mañana de septiembre, recién superada por los dos la barrera del tercer año en El Gran Bufete y conculcando las más elementales normas de la prudencia, rompió una de los principios más básicos del Arte de la Guerra: «Nunca desveles tus intenciones».

–Gordo, ¿has visto que Templeton & Smith va a abrir oficina en la Nación, no? –disparó Álvaro sin previo aviso.

A Bernardo una descarga le sacudió el espinazo.

–¡Y dicen que se llevan a un socio del Gran Bufete como socio director! –añadió.

Por supuesto que lo sabía. Lo primero porque había salido en toda la prensa especializada. El desembarco de los bufetes ingleses en la Nación. En particular, el más grande de los radicados en Londres. Lo segundo porque Pablo Pastor, socio del área de Derecho Mercantil del Gran Bufete, se lo había confirmado días atrás en persona, cuando se reunió con él en una discreta y céntrica cafetería para proponerle su incorporación a Templeton & Smith como primer (y único por el momento) asociado de la flamante nueva oficina en la Gran Capital del gigante anglosajón.

–Sí, ya lo sabía –replicó Bernardo de manera lo suficientemente confusa como para levantar las sospechas de Álvaro, logrando que le hiciese la pregunta que, en el fondo, estaba deseando escuchar.

–¿Cómo que lo sabías, perro? Vaciló un momento.

–¿No me jodas que te han llamado para irte con ellos? ¿Y no me has contado nada?

Bernardo puso cara de póker. O al menos lo intentó.

Torpemente.

–Es un despacho cojonudo, las grandes ligas… ¡Qué cabrón eres!

Álvaro lo presionaba sin quitarle la mirada de encima.

–Bueno, todavía no he aceptado la oferta, es un proceso largo –confesó finalmente Bernardo lleno de orgullo.

–Joder, ¿y no podríamos irnos los dos? Sería increíble.

Sería como empezar nuestro propio despacho de cero.

–Se lo puedo preguntar a Pablo si quieres.

–Claro que quiero, gordo. Díselo enseguida –le pidió a Bernardo mientras le pasaba el brazo por encima del hombro dándole unas palmadas sonoras–. ¡Vamos a ser los putos amos!

Estas eran las cosas que María no alcanzaba a comprender. Tras tres años de noviazgo con Bernardo y estando ya formalmente comprometidos para casarse a finales de año, todavía había momentos en que la dejaban perpleja las pocas luces de su prometido. ¿Seguro que era tan inteligente?

María y Bernardo se habían conocido al mes de incorporarse este al Gran Bufete. Fue en la primera cena de despedida de un abogado que abandonaba la firma a la que acudía Bernardo. Era la primera ocasión en la que iba a socializar con sus nuevos compañeros de trabajo fuera del despacho. Llegó tarde a la cena puesto que ser el nuevo implicaba irse el último de la oficina, así que no tuvo más remedio que sentarse en el único espacio que quedaba libre en la larga mesa. No conocía prácticamente a nadie. Frente a él había un asiento vacío. Al parecer alguien iba a llegar todavía más tarde que él. Era María. Se había tomado las vacaciones el mes de julio e iba a llegar tarde a la cena pues venía directa-mente del aeropuerto. Estaban aún con los entrantes y Bernardo no tenía con quién hablar. Entre que a izquierda y derecha tenía a dos perfectos desconocidos y la silla que tenía enfrente estaba vacía, su aburrimiento, unido al cansancio del día, le estaba provocando un intenso sopor.

Prácticamente ni se dio cuenta del momento en que María llegaba azorada y se sentaba frente a él. Hasta que levantó la mirada. Desde el primer momento en que la vio supo que iba a ser la mujer de su vida. Morena de piel, pecosa con un pelo zaíno recogido en un moño alto, iluminaban su cara dos grandes ojos verdes que parecían no tener fin ni dudas. Aunque sentada, Bernardo podía vislumbrar su cuerpo menudo, femeninamente coqueto, embutido en un escotado y veraniego vestido blanco corto. El contraste entre el moreno y el blanco era tremendo. La miró a los ojos y ella le devolvió la mirada. Intensa y confiada. Los dos estaban pensando lo mismo. Bernardo quiso preguntarle cómo se llamaba, quién era, por qué no la había visto antes en El Gran Bufete, en qué departamento trabajaba, desde cuándo, qué hacía. Pero no se atrevió. Ni le dio tiempo.

–Me llamo María. Tú debes de ser Bernardo, uno de los nuevos, ¿verdad?

Su voz acabó de subyugar a Bernardo. Dulce, pausada, producía el efecto embriagador de decelerar el paso del tiempo.

El idilio fue inevitable.

Tras unos meses comenzaron a salir, conculcando la norma no escrita del Gran Bufete de no tolerar las relaciones entre miembros de la firma, hasta que, al poco tiempo, María aceptó una oferta de Gran Telecom.

Así que ella conocía bien los resortes del Gran Bufete. Y, por supuesto, también conocía muy bien a Álvaro, en parte a través de Bernardo y en parte a través de sus antiguos colegas del despacho. Sobre todo gozaba de esa intuición, de esa innata inteligencia de la que solo disfrutan algunas mujeres. Un sexto sentido que siempre le había advertido claramente de las intenciones de la otra mitad de «Los Chaquetas».

–Hoy he estado hablando con Álvaro, peque.

–¿Con Álvaro? ¿De qué?

María se estaba temiendo lo peor.

–De Templeton. Se quiere venir, ¿sabes? Sería estupendo arrancar los dos de cero desde allí. Como un equipo. Con todo el camino por delante.

María dudaba de si trasladar o no sus temores a Bernardo, pues sabía que pese esa externa apariencia de extrema autoconfianza se escondía una enfermiza necesidad de aprobación. Y nada podía certificar de mejor manera el acierto de dejar El Gran Bufete que el hecho de que Álvaro decidiera acompañarlo. Así que, muy a su pesar, decidió no decir nada y dejar que siguiera fluyendo el curso natural de los acontecimientos, lo que llevaba a gala como filosofía de vida.

De todas formas, Bernardo tampoco acababa de estar convencido del todo del cambio de aires. Al fin y al cabo El Gran Bufete era el mejor despacho de abogados de la Nación. Y haber llegado a abogado de cuarto año era un indudable mérito que nadie podía negarle. Estaba totalmente encauzado en su carrera trabajando para Pier. Llevaba ya varias operaciones en que había ido ganándose la confianza del joven socio y con ello cada vez más independencia en operaciones relativamente importantes.

Paradójicamente, sería Pier quien terminaría de manera involuntaria, lo que acabó por ayudar a decidirse a Bernardo.

–Bernardo, campeón, pásate por mi despacho –le ordenó telefónicamente Pier, pese a que los despachos de ambos colindaban y lo más sencillo habría sido asomar la cabeza por la puerta.

–Voy enseguida, que estoy acabando de rellenar las hojas de tiempos.

Pasó al despacho de Pier sin llamar a la puerta; la camaradería tras casi dos años juntos lo permitía de sobra.

–Dime, Pier, ¿qué necesitas?

–¿Cómo vas de lío?

«Joder, ya estamos», se dijo Bernardo.

–Pues la verdad es que bastante hasta arriba. Tengo que acabar el informe de due diligence de la compra de Ingeniería Pequeña por Ingeniería Grande. Y además estoy preparando el calendario para la OPV de Energética.

–No te preocupes, campeón, que para eso se ha inventado la clonación.

«Qué gracioso», pensó Bernardo, que no sabía si se trataba de una mala gracia o de un intento de inculcar disciplina castrense.

Pier era un reputado experto en una rama poco común del Derecho Mercantil, el Derecho Logístico, sector regulado concerniente a las empresas que se dedicaban al comercio internacional de mercancías. Tras muchas operaciones de modesta dimensión, Logística USA le había confiado a Pier el asesoramiento de la adquisición de un porcentaje relevante en el capital de Logística de la Nación, sociedad de titularidad estatal que ostentaba el monopolio de la distribución logística del país y que el Gobierno de la Nación había decidido privatizar parcialmente.

–¿Te suena Proyecto Cargo?

Esta vez Bernardo, aunque sabía perfectamente de qué iba la operación, no pensaba volver a picar como con Átomo.

–No me suena de nada.

–¿Cómo no te va a sonar de nada, campeón? Si llevo tres meses sepultado en el Ministerio de Industria y viajando a Estados Unidos cada semana…

–Ni idea, Pier, de verdad, yo a lo mío.

«Este chico no es malo, pero a veces parece tonto», pensó Pier.

–Pues nada, Bernardo, te lo contaré. Se trata de la compra del 10% de Logística de la Nación por parte de Logística USA, nuestro cliente. La Nación va a privatizar parcialmente la compañía mediante la venta de ese 10% para posteriormente sacar a Bolsa el resto.

–Entendido, Pier. ¿Y tú estás negociando para Logística USA el contrato de compraventa con el Gobierno?

–Eso es, pero de manera muy limitada, porque las restricciones son muchas y el poder negociador de nuestro cliente no es grande. De hecho, ahora mismo estamos discutiendo qué garantías nos dan de que finalmente efectivamente salga a Bolsa Logística de la Nación, porque, como comprenderás, quedarse de minoritario y con un valor ilíquido mataría totalmente el valor de la inversión.

–Vale. ¿Y en qué te puedo ayudar?

–Pues mira, campeón, la cosa es que me ausento dos semanas de vacaciones y necesito que me cubras.

–¿Que te cubra? No entiendo.

–Pues que me sustituyas estas dos semanas. Léete los borradores de los contratos que te acabo de imprimir; mañana los vemos juntos y te llevo a la reunión que tenemos por la tarde con los abogados del Gobierno y con nuestro cliente y te presento a todo el mundo.

Así de fácil. Tomar los mandos de una negociación con el Gobierno para una privatización parcial que llevaba en marcha tres meses. Y encima en un sector tremendamente regulado, en el que era casi imposible encontrar resquicios para llegar a acuerdos sin colidir con algún impedimento legal. Bernardo no sabía si sentirse halagado, asustado o abrumado. Lo que seguro que estaba era totalmente descolocado, inquieto por si sería capaz de aterrizar en un asunto tan importante sin tener conocimiento previo de la materia, ni de la operación y ni tan siquiera haber hablado en su vida con el cliente.

–Es que yo no tengo ni idea de Derecho Logístico, ni he estado nunca involucrado en una privatización –se quejó.

–Pues estudia. Me tienes que echar una mano, campeón. Andamos desbordados de trabajo y escasos de socios. Además, tú tranquilo, que te aseguro que estas dos semanas no va a ocurrir gran cosa.

Para Pier los pros eran siempre mucho mayores que los contras. Si Bernardo, como ya le había demostrado en el pasado, era capaz de dar la talla ese tiempo, ningún otro socio tendría la posibilidad de meter las narices en la operación y quitarle esa presa, ese preciado tombstone y las no menos jugosas horas facturables. Y si pasaba algo gordo, ya lo localizaría Bernardo.

Así que, como estaba previsto, se lo llevó al día siguiente al Ministerio de Industria a continuar la negociación. Lo presentó a todos como su segundo, alguien que había estado todo el tiempo trabajando con él en la sombra y que naturalmente era plenamente capaz de tomar el testigo esas dos semanas.

Al cabo de dos días, con Pier ya de viaje, allí apareció Bernardo solo, como si fuera lo más normal del mundo. Tanto los clientes como los abogados de la Nación pensaron todos lo mismo, sin embargo no dijeron nada como voto de confianza al recién llegado (era El Gran Bufete, a fin de cuentas, quien lo enviaba) y por pura deferencia profesional. Y también, por qué no reconocerlo, por un algo de compasión.

Bernardo se había preparado a conciencia los puntos que quedaban abiertos, pero sobre todo era consciente de que él no estaba ahí para cerrar nada sino para cubrirle las espaldas a Pier esas dos largas semanas. Había que hacer lo posible por pasar desapercibido.

No iba a resultar tan sencillo. Precisamente tenía que reabrirse uno de los puntos más delicados del contrato y que justamente era el que Pier acababa de dejar cerrado, o eso creía él: el compromiso por parte de la Nación de votar a favor de la salida a Bolsa transcurridos tres años. Dicha obligación se iba a instrumentar a través de una norma con rango de ley, mediante un procedimiento cuya validez Bernardo, tras haberlo estudiado en profundidad, había confirmado a Logística USA.

Obviamente los ejecutivos estadounidenses necesitaban algo más que la confirmación por parte del que a sus ojos no era más que un niño, por lo que le habían pedido con urgencia a Bernardo la ratificación de su opinión por parte de algún otro socio de El Gran Bufete, pues eran conscientes de que a Pier le faltaba una semana para volver y estaba incomunicado. Para empeorar las cosas, Bernardo ni siquiera se encontraba en la Gran Capital de la Nación, sino a seiscientos kilómetros de distancia, encerrado en una notaría de provincias firmando la compra de Ingeniería Pequeña por Ingeniería Grande.

Así que, en medio de la ceremonia de firma y tras recibir tres llamadas del General Counsel de Logística USA, no tuvo más remedio que llamar a Gabriel Martín, secretario de «Henry». No se le ocurría otra manera para poder dar rápidamente con un socio de primer nivel. Gabriel era el salvoconducto para localizar a cualquiera.

–Gabriel, soy Bernardo. Perdona que te llame así pero es que estoy en una firma en Ciudad de Provincias y necesito urgentemente hablar con un socio experto en Mercado de Capitales.

–¿De qué se trata? No puedo pasarte con nadie así por las buenas.

–Se trata de Project Cargo. Me está llamando con urgencia el cliente para que un socio le confirme la opinión que le he dado sobre la validez de un borrador de proyecto de ley.

–¿Y por qué no preguntas al socio que lleva Cargo? Es Pier, ¿no?

–Pier está de vacaciones y sin cobertura. Ya lo he intentado varias veces y el cliente está comenzando a ponerse nervioso.

–¡Pero habrá otro socio que le haya sustituido mientras él está de vacaciones!

–Eh… pues la verdad es que eran solo dos semanas y el tema estaba bastante parado –trató de defender Bernardo a su jefe.

–Pufff. Bueno, te intento pasar con «Henry», que no hay nadie más por aquí.

Joder, ¿y no podía ser otro?, pensó Bernardo.

Pues no, no podía ser otro. «Henry» cogió el teléfono entre divertido y cabreado.

–¡Buenos días, Bernardo! ¿Qué necesitas de mí?

–¡Buenos días, Enrique! Muchas gracias por ponerte al teléfono. Es que estoy fuera de la Gran Capital y me está llamando el General Counsel de Logística USA porque necesita hablar con un socio experto en Mercado de Capitales que le ratifique lo que les he dicho. Es con relación a Cargo –le soltó sin más rodeos; en esta ocasión no había margen para andarse con prudentes circunloquios, aunque pudiera pasarle factura en su cada vez más cercana promoción a abogado sénior.

Obviamente «Henry» no iba a dejar pasar la ocasión.

–¿Pero tú quién te crees que eres? ¿Cómo se te ocurre llamar a un socio del Gran Bufete para que, como si nada, se ponga al teléfono con un cliente?

«Pues lo mismo que he hecho yo», «Henry», pensó Bernardo, al que, encima de haber tenido que encargarse de un asunto que le venía grande durante dos semanas mientras estaba cerrando él solo otra operación y había logrado manejar la situación con Logística USA, le iban a acabar reprendiendo.

–«Henry», los tengo al teléfono. Están muy nerviosos. Necesitan hablar contigo ya. Si no puedes llamo a Tomás.

–Anda, pásamelo. Ya hablaremos con calma. Con alivio, Bernardo le pasó la llamada.

Y con alivio también acabó de tomar la decisión que rondaba desde hacía tiempo su cabeza y que cambiaría su futuro profesional. Tras esa conversación decidió que aceptaría la oferta de Templeton.

* * *

Llegó el día señalado. Pero un mes más tarde de lo previsto. Tras sus iniciales conversaciones con Pablo Pastor para incorporarse a Templeton, Bernardo había pedido un tiempo antes de comunicarle su decisión final con la excusa de poder concentrarse en la operación de Logística. En realidad, necesitaba ese último empujón que le habían dado «Henry» y Pier. El primero al recordarle la cara más áspera del Gran Bufete, que durante más de un año Pier había conseguido que olvidase. El segundo, al demostrarle que era capaz de asumir más responsabilidades, cosa que no iba a ocurrir en condiciones normales hasta dentro de unos cuantos años en el Gran Bufete.

Los ritmos en los despachos profesionales de abogados están muy bien medidos por parte de los socios. Una evolución lo suficientemente apreciable como para mantener incentivado al asociado, pero al mismo tiempo lo adecuadamente ralentizada para, por un lado, evitar la saturación en el número de socios como, por otro, permitir disfrutar del trabajo a destajo de brillantes empleados por un salario mucho menor que el del que alcanza la «sociatura». Este sistema de «gestión por tapón» era posible puesto que en el mercado jurídico de la Nación eran pocos los grandes bufetes al no haber desembarcado aún los grandes despachos anglosajones ni americanos, líderes del mercado mundial, y en los que los sueldos de los abogados eran dos o tres veces más altos.

–Pablo, creo que ya he tomado mi decisión. Voy a aceptar vuestra oferta.

–¡Qué gran noticia!

–Me gustaría notificárselo a Pier enseguida. Ahora es un buen momento. Se acaba de firmar Cargo y dentro de una semana es Navidad, por lo que habrá un parón y tendrá tiempo de digerir mi marcha.

–Me temo que vas a tener que esperar un poco. Porque te encantará saber que tu compinche Álvaro también se viene. Tiene todavía pendiente acabar el proceso de selección. En pocas semanas lo habrá completado.

Se lo merecía por tonto.

Así que, finalmente un mes después de lo previsto, llegó el momento de comunicar la salida de ambos del Gran Bufete. Iba a ser todo un bombazo. Nunca antes se había ido nadie relativamente sénior del despacho de manera voluntaria, y a la competencia. Y ahora, en poco tiempo, eran tres. Y todos a Templeton. Por eso era preciso preparar minuciosamente la estrategia de salida. Cómo comunicarlo y a quién. Cuándo hacerlo y, sobre todo, que el mensaje transmitido por Álvaro y Bernardo fuera congruente, que ambos contaran lo mismo, lo cual no era sino la verdad: que los dos habían decidido aceptar la oferta de Templeton porque era la manera más veloz de seguir evolucionando como asesores legales. Que convertirse en los primeros asociados en la Nación del gran despacho inglés era una oportunidad que no podían rechazar. Y no por dinero. De hecho, ni siquiera habían acordado su salario. Era la posibilidad de vivir la apertura de un bufete internacional desde cero lo que los seducía. Un bufete con una lista de clientes por la que incluso El Gran Bufete mataría. Asuntos además de dimensión internacional, con múltiples jurisdicciones involucradas. Y todo ese trabajo no podía sino caer en sus manos, pues no habría más asociados en un primer momento. Estarían metidos en todas las grandes operaciones. Nadie podría aplicarles la «gestión por tapón»… O eso creían ellos.

El plan de acción para el día de autos estaba claro. A las diez en punto de la mañana del viernes, así el fin de semana amortiguaría el impacto de la noticia, Bernardo comunicaría su salida a Pier y, a la misma hora, Álvaro haría lo propio con «Henry». Cada uno a su superior inmediato, al socio con quien trabajaban a diario y al que más podía afectarle su salida. Informados estos, hablarían con Tomás (Bernardo) y don Ramón (Álvaro), en calidad de socios responsables de los departamentos a los que estaban asignados. Finalmente, ambos acudirían a hablar con Olga Gracia, la responsable de asuntos internos del Gran Bufete. Evidentemente a nadie se le ocurría llamar a Olga directora de Recursos Humanos.

Nada salió según lo previsto. Ambos entraron a las 10 en punto en los despachos de «Henry»y Pier. A partir de ahí, cualquier similitud con lo planeado debió de ser pura coincidencia, al menos a ojos de Bernardo.

–Pier, ¿tienes un momento? –le preguntó Bernardo mientras entraba en el despacho del socio.

–Claro, campeón, pasa.

–Pier, tengo que darte una mala noticia, bueno, para mí espero que no. He decidido aceptar la oferta de Templeton para incorporarme a su oficina de la Gran Capital.

–¿Y eso? Acabamos de hacer las evaluaciones de fin de año y te había conseguido un aumento mayor que el del resto de tu promoción –mintió Pier–. ¡Me dejas a los pies de los caballos! ¡Me van a colgar!

–Lo siento, Pier. Yo he trabajado fenomenal contigo, pero se trata de una oportunidad única. Y no es por dinero; de hecho ni sé a ciencia cierta cuánto voy a ganar.

–¿Se lo has dicho a alguien antes que a mí?

–No, Pier.

–No hables con nadie, déjame que gestione la comunicación.

–Pero Pier, eso no es posible…

Bernardo dudó si desvelarle la marcha de Álvaro, pero consideró que no era apropiado hacerlo; de hecho habían acordado no mencionar nada de la salida del otro. Se sabría inmediatamente, pero lo mejor era desvincular la salida de ambos y, en todo caso, que cada uno que hablase solo de lo suyo, sin interferencias.

–¿Por qué no?

–Pues porque para poder dar mi preaviso formalmente he de comunicárselo a Olga.

–¿Cuándo te han dicho que te incorpores?

–Cuanto antes; yo había pensado que dentro de un mes.

–¿Un mes? Te necesito aquí como mínimo tres meses. Hay multitud de asuntos que estás gestionando tú solo.

–A ver qué dice Templeton. Ellos no tienen a nadie y en estos momentos necesitan mucho más a un asociado que El Gran Bufete.

Pier se tomó un momento. La situación era peliaguda.

–Déjame que hable con los socios y te decimos algo hoy mismo.

–Vale, pero al menos querría subir a la tercera a hablar con Tomás.

–Me parece bien; déjame que lo llame antes por teléfono –le pidió Pier mientras marcaba la extensión.

«Pues no ha ido tan mal, se dijo Bernardo», que se sorprendió a sí mismo sudando copiosamente. Ahora a ver a Tomás.

Al llegar al despacho del socio este ya estaba colgando el teléfono.

«Pier se ha dado prisa –reflexionó Bernardo–. Mejor así».

En efecto, Tomás estaba hablando de la salida de Bernardo de El Gran Bufete, pero no con Pier.

–Pasa, Bernardo. ¿Cuántos más os vais? Más directo no podía ser.

–¿Cómo que cuántos más?

–Álvaro, tú ¿y quién más? Me acaba de llamar «Henry» –le aclaró Tomás de manera firme pero todo lo cariñosa que le permitían las circunstancias. Bernardo siempre había sido de su agrado.

–Que yo sepa, Templeton nos ha hecho oferta solo a los dos.

–Bueno, Bernardo, está claro que no hemos conseguido que sientas los colores del Gran Bufete. Espero que te vaya bien. Seguro que sí. No puedo decirte nada más.

–Yo sí, Tomás. Te quería decir que he trabajado muy a gusto contigo. Te echaré de menos. He aprendido mucho de ti.

Tomás sonrió agradecido y le estrechó la mano mientras se dirigía a la puerta de su despacho despidiéndose de manera elegante de su pupilo. Bernardo salió del despacho dudando si por su parte El Gran Bufete habría sentido esos años sus colores. No le parecía un comentario justo. No se trataba más que de una profesión, no de un equipo de fútbol. Por mucha sintonía que uno pudiera sentir con su empleador ninguno de los dos podía esperar sacrificios por parte del otro más allá de lo meramente profesional.

En años venideros Bernardo olvidaría muy a su pesar esa reflexión.

Habían ya transcurrido tres horas desde que anunciaron su marcha y Bernardo estaba agotado, así que decidió irse pronto a comer. Llamó a Álvaro para ir juntos a tomar algo. Era el único con el que podía hablar libremente.

–Álvaro, ¿cómo ha ido, tío? Yo estoy agotado. ¿Comemos juntos y comentamos?

–Todo de puta madre, pero no puedo comer. Ya he quedado. Luego hablamos.

Bernardo se compró un bocata y se fue a un parque cercano a relajarse. Allí sería mucho más fácil no coincidir con nadie. Lo necesitaba. Volvió a primera hora de la tarde y se encontró encima de la mesa del despacho dos cajas vacías de cartón y una nota:

PARA: Bernardo Fernández Pinto

DE: Pier Águila

Ven a verme en cuanto llegues.

Se dirigió raudo al despacho de Pier con un nudo en el estómago. Desde luego, la cosa pintaba mal.

–Buenas tardes, Pier. He visto tu nota (y las cajas). Dime.

–Bernardo, prepárame un informe con todos los temas que estás llevando tú solo para ponerme al día, recoge todas tus cosas inmediatamente y no vuelvas. Tienes de plazo esta tarde.

Bernardo titubeó.

–¡Pero si esta mañana me pediste que me quedase tres meses!

–Eso era esta mañana. Esta es la decisión definitiva de los socios.

–¿Y qué ha pasado desde esta mañana?

–No puedo decirte nada más que tienes que irte esta misma tarde.

–Pues yo no pienso irme deprisa y corriendo sin despedirme de nadie como si hubiera hecho algo malo. No entiendo este cambio de actitud, Pier. Llevo dejándome la piel en beneficio de los socios más de tres años. Es viernes por la tarde y no podré despedirme en persona de mis compañeros. El lunes vuelvo y lo recojo todo.

–Como quieras. Pero podrías haberme dicho que Álvaro se iba contigo.

Ahora entendía lo que había ocurrido.

–¿Cómo que se va conmigo? Querrás decir que nos vamos los dos.

–Pues no es eso lo que me han dicho. Parece que tú le has convencido de que se fuera contigo a Templeton.

–¡¡Eso es totalmente falso!! –gritó Bernardo. En ese instante sonó el teléfono de Pier.

–Lo siento, Bernardo, no tengo tiempo para ti ahora.

Bernardo salió del despacho de Pier y se fue a casa dándole vueltas a la cabeza. Era imposible que su amigo Álvaro hubiera dicho algo así. ¡Pero si era él quien había tenido que esperar un mes entero hasta que él completase su proceso de selección! ¡Si Álvaro le había pedido expresamente que le comunicase su candidatura a Pablo Pastor! Nada más llegar a casa, donde le esperaba inquieta su recién desposada María para que le contase cómo se había desarrollado un día tan importante, cogió el teléfono y llamó sin demora a Álvaro.

–Hola, Álvaro. ¿Qué ha pasado? Me están diciendo que soy yo quien te ha convencido de irte a Templeton.

–Gordo, no sé si ha sido buena idea lo de Templeton. He quedado con «Henry» en darle una vuelta.

–¿Cómo que una vuelta? ¿No has tenido un mes para eso? ¿No ves que de esa manera estás confirmando la sensación de que he sido yo el que te había convencido? ¡Si me habías pedido que te esperase para comunicarlo juntos! Si tenías dudas, haberme dejado irme primero y luego te lo pensabas. ¿Por qué no quedamos a cenar y lo hablamos con calma?

–No puedo, don Ramón me ha pedido que me tome unos días y me he venido a Ciudad Costera con Gadea. Lo siento, gordo.

Y colgó.

María escuchaba desde el fondo del salón, arrepintiéndose de no haber advertido a su inocente marido y haberlo dejado así caer por primera vez.

El lunes Bernardo acudió al Gran Bufete y dedicó cinco horas a imprimir todos los documentos de cada uno de los seis asuntos que llevaba de manera autónoma, junto con una nota explicativa de dos páginas que dejó, junto con los documentos impresos, sobre la mesa de Pier.

Al acabar, allí no había ganas de despedirse de nadie, ni suyas ni del resto de miembros del Gran Bufete.

El juego de las élites

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