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Capítulo 1

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CHALLIS Fox estaba sentada en una cafetería, apoyaba un codo sobre una mesa y descansaba la barbilla sobre la mano. Miraba con la vista perdida hacia sus botas negras… Miles se estaba retrasando. Le había prometido llegar diez minutos antes de la hora a la que esperaban a Kel Sheridan.

De pronto, intuyó la presencia de alguien junto a ella. Dado que llevaba traje, no podía tratarse de Miles, ni del personal de la cafetería, ni de Sheridan. Elevó la cabeza bastante, pues estaba frente a un hombre muy alto, y descubrió que éste había estado observándola.

Lo que no era extraño, considerando su atuendo: un vestido de tela con transparencias y una chaqueta de terciopelo negro, a juego con el collar que había heredado de su bisabuela. No era la indumentaria que solía llevar a esas horas de la mañana, en las que solía estar en la cama por regla general, ni reflejaban su gusto a ninguna otra hora del día. Pero era presentadora de un programa en la emisora de radio Sounds FM y, después de encontrarse con Sheridan, debía asistir a una comida con los representantes de una discográfica estadounidense, y la moda de ese mes, o de esa semana al menos, exigía ir vestida de esa forma tan alternativa.

Cuando el hombre la miró a los ojos, Challis esbozó una sonrisa brillante, dispuesta siempre a mostrarse amable. Tenía tendencia a confiar en los demás, a pesar de que su fama le había enseñado a tener cierta cautela. En cualquier caso, no podía correr peligro en un sitio público, donde la conocían todos los camareros, como sucedía en la mayoría de los restaurantes y pubs de Rosebank, Johannesburgo.

Y, sin embargo, no se sentía segura. ¿De qué color eran sus ojos?, ¿ambarinos quizá? Daba igual. Eran unos ojos lujuriosos, como lujuriosa era también su boca. Sintió una excitación inesperada y decidió que estaba perdiendo el juicio. Aquel hombre de traje, camisa y corbata impecables, no podía suponer ningún riesgo para su integridad.

–Perdón, me he despertado demasiado pronto esta mañana –se disculpó Challis al notar que él seguía mirándola, creyéndolo un admirador en busca de un autógrafo.

–Entonces es por eso, ¿no? Todavía no habías abierto bien los ojos cuando abriste el armario… ¿Me permites? –preguntó él.

Se sentó frente a Challis, la cual no salía de su asombro. Un hombre tan atractivo como ése no podía fijarse en ella; un hombre con un traje así, y con ese reloj en la muñeca, no iba pidiendo autógrafos a una presentadora de radio.

–Lo siento, estoy esperando a alguien –murmuró con suavidad.

–¿A Kel Sheridan? No va a venir –repuso con voz profunda y sugerente.

–Entiendo –dijo Challis, esbozando una segunda sonrisa, no tan espontánea como la anterior–. Eres su padre y no le das tu consentimiento.

–¿Cuántos años crees que tengo? –preguntó él, con un destello provocativo en los ojos.

–Vaya, no quería ofenderte –se disculpó Challis–. Parece que mi cerebro no funciona bien a estas horas de la mañana… No tengo ni idea de cuántos años tienes, aunque está claro que eres demasiado joven para ser su padre. Está bien, déjame que vuelva a intentarlo. ¿Su hermano mayor?

–Su tío –aclaró él después de una pausa–. Richard Dovale –añadió al notar su mirada curiosa.

–¡El de los diamantes! –exclamó Challis cuando por fin lo identificó. Los ojos, azul oscuro, le brillaron como las joyas de aquel hombre, presidente y director ejecutivo de la empresa Diamantes Dovale. Hasta había visto una foto pequeña de él, en blanco y negro, en una revista de mujeres que lo había designado como uno de los solteros más codiciados de Sudáfrica. Y lo habría visto en algún otro sitio más, probablemente, en la sección de economía del periódico o en algún programa televisivo sobre finanzas.

Richard estaba sonriendo, pero se trataba de un gesto cínico.

–Te falta tacto –bromeó éste–. La mayoría de las mujeres fingen no saber nada de mí, como si los diamantes fuera lo último en lo que piensan y no significaran nada para ellas.

La estaba mirando con descaro, deslizando la vista por su piel delicada y su boca, por su cabello negro, con un mechón azul, que le caía sobre la cara, más que nada porque no se había molestado apenas en peinarse después de salir de la ducha.

–¿Por qué iba a tener tacto? –replicó Challis–. Quiero decir… ¡diamantes!, ¡me encantan los diamantes! Tengo uno pequeño en un pendiente… bueno, seguro que tú se lo darías al primero que se te cruzara. Es muy sencillo y para ti no tendrá valor.

–Tengo una empresa minera, no una joyería –dijo Richard mientras tomaba nota de la plata que adornaba la oreja izquierda de Challis, y el aro que colgaba de la derecha–. Parece que te gusta parlotear; pero he retrasado una reunión para venir aquí. No puedo perder el tiempo –añadió con un tono hostil al que no estaba acostumbrada la locutora.

–Bueno, ¿a qué has venido? –le preguntó ésta con insolencia, más violenta de lo que acostumbraba a mostrarse–. ¿Cómo sabías que me iba a reunir con Kel?

–Comprobé los mensajes de su contestador antes de salir esta mañana.

–¿Vive contigo?, ¿es tu familiar pobre o algo así? –preguntó Challis. Luego frunció el ceño–. ¡Pero él tiene su propio número! –exclamó entonces.

–Nuestra relación familiar no te incumbe, pero sí puedo decirte que lo he mandado con su madre a que pase unos días en las islas Mauricio.

Challis estuvo a punto de responder en el mismo tono insolente en que le había hablado Richard, pero su camarero favorito apareció justo en ese momento… El que faltaba era Miles, aunque tampoco lo necesitaba. Podía arreglárselas a solas perfectamente. Dado que servían desayunos hasta las doce y sólo eran las diez de la mañana, pidió una taza de café y una tostada de mermelada. Don Diamantes Dovale también pidió café, por puro formalismo, supuso Challis, pues lo consideraba demasiado convencional como para estar sentado en una cafetería y no tomar nada.

Aprovechó la oportunidad para examinarlo, mientras Richard se fijaba en el camarero, y la extrañó comprobar que el traje no restaba ni un ápice de aire seductor a aquel hombre. Por eso estaba tan pendiente de él y corría por sus venas una excitación desconocida que la impulsaba a coquetear, a retarlo, aunque sólo fuera para ver cómo reaccionaría. De pronto, recordó haber leído que tenía treinta y tres años, lo cual explicaba su enfado ante la errada suposición de que él pudiera ser el padre de Kel. En cualquier caso, era diez años mayor que ella… Entonces, ¿por qué se fijaba tanto en lo alto y fuerte que era? Y también le gustaban su nariz, sus pómulos, el mentón, el color cálido de sus ojos, el bronceado de su piel, la densa mata de cabello negro y, sobre todo, la sensualidad de su boca… Se obligó a no mirarle las manos, porque las manos eran importantes para Challis y de ser tan perfectas como el resto…

La sorprendió observándolo cuando el camarero se hubo retirado, y enarcó las cejas en señal de pregunta. Challis rió con naturalidad:

–No es nada. Es que me extrañaba una cosa.

–Pues a mí me ha extrañado tu mensaje a Kel –repuso Richard, que no parecía interesado por lo que pudiera haber intrigado a Challis–. Si os conocéis tanto como para que él ya te haya demostrado que es buenísimo, realmente bueno, no me parece lógico que hayas tenido que dejar tu apellido para identificarte.

Challis lo miró atónita, estupefacta por lo que Richard estaba dando a entender. ¿Qué mensaje le había dejado en el contestador?

¿Kel? Soy Challis Fox. Eres bueno, realmente bueno. Estoy impresionada, me rindo. Quedamos mañana para desayunar: martes a las diez en Amakofikofi…

Algo así había sido. Estaba segura de haber dicho estoy, en vez de estamos, aunque Miles Logan también se había quedado impresionado con la maqueta que el joven les había enviado a la emisora. Eso sí, ella había sido la primera en escuchar la cinta, pues habían mandado el paquete a su nombre…

Richard Dovale la contemplaba con intensidad. Le brillaban los ojos ambarinos y, sin duda, debía de pensar que ella había seducido a su sobrino.

–No imagino cuántos ceros puede poner un hombre como tú en un cheque –se burló Challis–. ¿Cómo te llaman?, ¿magnate? ¿Por qué no has enviado a algún secuaz en vez de venir tú y mancharte tus propias manos hablando con una simple locutora de radio? Supongo que querías asegurarte de que este escándalo familiar no se hiciera de dominio público, ¿no? ¿Cuánto dinero estás dispuesto a ofrecerme?

–¿Cuánto quieres? –preguntó él con dureza, sin advertir que Challis lo estaba provocando adrede.

–No podrías pagarme ni con un saco de tus mejores diamantes –repuso ella, disgustada porque de veras la creyese una extorsionadora.

–¿Crees que podrás sacar más provecho a la larga, si sigues siendo una amenaza para Kel? –inquirió Richard Dovale, con más desprecio del que jamás había usado nadie para dirigirse a ella.

–No, porque yo no supongo ninguna amenaza para tu sobrino –respondió Challis, decidida a decirle que no había hablado en serio al comentar lo del número de ceros del cheque.

–Sólo tiene dieciocho años –comentó Richard.

–Era justo lo que iba a decir yo –replicó ella con sequedad.

–¿Entonces?, ¿cuántos años tienes tú?

–Veintitrés.

–La última mujer con la que se lió tenía veintiséis –la informó.

–Más tonta era ella.

–No, el tonto fue Kel, porque estuvo a punto de caer en la trampa –Richard hizo una pausa–. No es que sea un chico ingenuo, pero se abandona al placer, y su juventud no lo deja pensar.

–¿Y? –preguntó Challis, haciéndose la inocente–. Porque no creo que me estés advirtiendo de sus defectos para protegerme, ¿verdad?

Se produjo un silencio mientras Richard la miraba y, de nuevo, Challis notó un calor interior, provocado por la energía sensual que emanaba de aquel hombre.

–No creo que necesites ninguna protección –respondió Richard por fin, sonriente–. Aunque es difícil que la gente no se fije en ti – añadió.

–¿Otra vez mi ropa? –preguntó Challis con tono resignado.

–No, eres tú. Pareces brillante, segura de ti misma; pero tienes la piel más delicada que jamás he visto.

Challis se quedó asombrada. No había esperado un comentario tan franco de un hombre así; de hecho, tampoco era un comentario habitual entre los hombres que sí hablaban de su aspecto.

–Suena como si no te gustaran las contradicciones –contestó ella.

–Y no me gustan.

–¿Porque te hacen pensar?

–Porque me hacen sospechar –matizó Richard, el cual se calló mientras el camarero les servía el café–. Pero no quiero perder el tiempo… y tú estás perdiendo el tuyo persiguiendo a mi sobrino, cualquiera que sea tu motivo. Y si no es por mero interés económico, la verdad es que no entiendo qué puedes ver en un chico como él.

–¿De nuevo lo de la diferencia de edad? –lo provocó Challis, la cual se complacía en intentar adivinar las reacciones de Richard–. Eres demasiado convencional. ¿Por qué tiene que tener más años el hombre en todas las relaciones?, ¿nunca has estado con una mujer mayor? Deberías probarlo. Es evidente que las mujeres maduramos mucho antes que vosotros, así como también es verdad que nuestra libido alcanza su cenit después que la de los hombres –comentó en tono desenfadado.

–Entonces a ti te queda todavía mucho –replicó Richard con sarcasmo–. A los veintitrés años no se es madura.

–Pero, aun así, soy demasiado vieja para un chaval de dieciocho, ¿no? Si te digo la verdad, ya tengo novio –aclaró Challis.

–No lo niego; pero en el mundo en que te desenvuelves, me pregunto si se trata de una pareja estable.

–Todavía no lo sé –contestó con sinceridad. Si su relación con Serle estaba avanzando, daba la impresión de que no lo hacía en la dirección adecuada.

–También me pregunto si te basta con tener los novios de uno en uno y si ese chico del que hablas es tan joven como mi sobrino.

–Pues no, es mayor que Kel, aunque sin llegar a tu edad –dijo Challis con veneno. Luego dejó que el camarero le sirviera la tostada y, después, se cubrió un bostezo con la mano–. Perdona, trabajo por la noche –se disculpó.

–Lo sé.

–¿Cómo? No encajas con el perfil de nuestros oyentes –Challis rió–. ¿Sabes? Por un momento pensé que me estabas llamando prostituta – añadió, al ver que Richard daba como cosa natural que ella trabajase de noche.

–Te aseguro que no ha sido mi intención. Que yo sepa, eres un modelo de integridad como profesional… aunque en tu vida privada intentes cazar a chicos como Kel. ¿Te habló mucho de nuestra familia? Supongo que no, ya que no sabías quién era yo; pero sí lo suficiente como para intuir que teníamos dinero, ¿verdad? Eres muy inteligente, así que estoy seguro de que entiendes que estoy aquí para evitar que puedas hacer daño a mi familia.

–¿Daño? –repitió Challis, indignada–. Déjame que te diga que tu querido sobrino ha sido el que se ha acercado a mí. Nunca he quedado con él, pero los de seguridad me han dicho que me ha esperado más de un día a la salida del trabajo… ¿Por qué me miras así?, ¿acaso te he ofendido? ¿Es que ningún miembro de tu maravillosa familia puede interesarse por alguien como yo? Pues créeme: ha intentado ponerse en contacto conmigo por Internet; me llama cuando dejo que los oyentes entren en mi programa; me manda faxes, me deja mensajes en el contestador… Me persigue. Y nunca ha ocultado su identidad ni la familia a la que pertenece: en eso tenías razón… Pero entérate, Richard, mi interés por Kel es meramente profesional –espetó molesta.

–Si está tan obsesionado contigo como dices, entonces no es tan profesional que le des ánimos –repuso Richard con voz neutra.

–Es que resulta que el interés de Kel por mí también es profesional. En cualquier caso, ¿quién eres tú para decirme lo que está bien y lo que está mal?

–¿Te cuesta mucho discernir entre ambos extremos? –replicó Richard.

–Para ti es pan comido, ¿verdad? –replicó Challis enojada–. Supongo que tienes reglas para todas las circunstancias de la vida –añadió.

Richard no contestó en seguida, distraído en la contemplación de Challis, cuyos ojos azul oscuro destellaron furiosos.

–Pero a veces las rompo –contestó él por fin–. Bueno, ¿me vas a decir por qué estás tan interesada en mi sobrino, de verdad?

–¡Porque es un genio! –exclamó ella. Challis nunca permanecía enfadada mucho tiempo, y aprovechó la ocasión para explicarle el talento de Kel–. Me mandó una maqueta y es fantástica. Se la dejé escuchar al productor de la emisora y quiere que lo contratemos.

–Imposible –zanjó Richard con rotundidad.

–¿Por qué no? Somos una emisora muy buena –aseguró Challis–. Y si no lo contratamos nosotros, se lo llevará alguna competidora.

–Kel no va a trabajar en la radio.

–¿Y eso por qué? –exigió saber Challis–. Tiene dieciocho años, es mayor de edad y puede decidir a qué dedicarse. Mira, no le daríamos un programa de inmediato; estaría a prueba durante seis meses, con alguna aparición en una franja horaria de poca audiencia hasta que adquiera experiencia –explicó.

–Estás perdiendo tu tiempo y me lo estás haciendo perder a mí – repitió Richard.

–¿Y qué pasa con Kel? Éste podría ser un primer paso para triunfar en la radio… Todos necesitamos trabajar y nuestra emisora le ofrece la oportunidad de meter la cabeza en este mundo; le servirá para formarse y, en el futuro, podrá trabajar en otros medios de comunicación.

–Medios de entretenimiento –matizó Richard–. No vuelvas a ponerte en contacto con mi sobrino –zanjó tras una pausa.

–Supongo que has borrado el mensaje que le dejé, ¿verdad? –preguntó Challis, sin hacerle ninguna promesa.

–¿Tú qué crees?

–¿Que qué creo? Creo que te obsesiona tenerlo todo bajo control – respondió–. Conozco a los de tu clase.

–A mí me pasa lo mismo –Richard sonrió con cinismo–. Yo conozco a los de la tuya.

–¿Entonces qué haces aquí, sentado a esta mesa delante de un montón de personas que nos están mirando y probablemente nos habrán reconocido? –repuso Challis–. Me sorprende que te hayas arriesgado tanto.

–¿Por qué? –preguntó él.

–Bueno, a mi manera, yo soy famosa en esta ciudad.

–¡Cierto, cierto!, ¡eres toda una celebridad! –se burló Richard–. Pero sigue.

–Pues eso, ¿no te avergonzaría que nos reconocieran?

–¿Por lo joven que eres y la ropa que llevas? –preguntó Richard.

–Y por lo mayor y convencional que eres tú –contraatacó Challis–. De hecho, estoy pensando que podría perder credibilidad entre mis oyentes si descubren que voy hablando con alguien tan convencional como tú –insistió.

–De modo que si tú y yo decidiéramos tener una aventura, tendría que ser un secreto, ¿no? –comentó él con un destello de humor en los ojos.

La pilló desprevenida. Jamás había imaginado que un hombre como Richard pudiera sugerir tal posibilidad; sobre todo, cuando acababan de conocerse y el encuentro no estaba siendo en absoluto distendido. Lo miró a la cara. Se había sentido atraída hacia él desde el primer momento, pero no se le había ocurrido que Richard pudiera verla como algo más que una amenaza para su sobrino.

–¿Se supone que debo tomármelo en serio? –preguntó con una sonrisa de incredulidad–. Imposible: venimos de mundos muy diferentes.

–Cierto –dijo Richard–. ¿Dejarás en paz a mi sobrino, Challis? – insistió acto seguido.

Challis lo miró y observó que algo ensombrecía el brillo de sus ojos y tensaba las facciones de Richard.

–Odias estar aquí, haciendo esto, ¿verdad? –comentó ella.

Richard la observó durante varios segundos, desconcertado por que Challis lo hubiera adivinado:

–Sí –admitió por fin.

Le sucedía a menudo: empatizaba con alguien y en seguida se compadecía de él.

–Y si fichamos a Kel, ¿será motivo de problemas familiares?

–Seguro –reconoció con suavidad–. No voy a entrar en detalles, pero no hago esto por Kel. Es por otra persona.

–Está bien, pensaré en ello –concedió Challis.

–¿A qué viene este cambio tan repentino? –desconfió Richard.

–¿Nunca te fías de los demás?

–Nunca he encontrado motivos para hacerlo.

–No es que me rinda –explicó Challis, en cualquier caso–. Pero una familia infeliz… no me gusta causar problemas.

–¿Tengo que darme por satisfecho con esa explicación? Supongo que sí –se respondió Richard mientras miraba el reloj. Luego sacó la cartera y extendió un billete–. Para el desayuno. No puedo quedarme más tiempo –añadió, al tiempo que se ponía de pie. Challis lo imitó y le ofreció una mano.

–¿No me vas a dar la mano? –le preguntó.

Richard la miró y soltó una risa que la conmovió y le puso la piel de gallina.

–No pensé que fueras a darle importancia a un gesto tan convencional.

–Pues se la doy –insistió ella con alegría–. Tiene mucha importancia. Tocar a una persona te permite aprender de ella. No todo, por supuesto, pero da un par de pistas fundamentales.

Además, nunca lograría tener un contacto más íntimo con él. Tal como habían convenido, procedían de mundos muy distintos.

Lo que quizá fuera una pena, pero tal vez fuese mejor, concluyó mientras una mano fuerte apresaba la suya con firmeza. El roce la estremeció, tal como había anticipado, e irradió una miríada de sentimientos cálidos y potentes por todo su cuerpo.

¿Le estaría ocurriendo a él lo mismo? Ahora que estaba de pie, era obvio que Richard la estaba analizando de arriba abajo… y parecía estar tomando buena nota de sus pechos turgentes por primera vez desde que se habían visto; lo cual no era habitual, pues la mayoría de los hombres reparaba al instante en sus pechos y hasta hacía comentarios al respecto. Richard, en cambio, le había hablado de su piel… No era que le importara: sabía que los hombres eran así y ella se sentía orgullosa de sus senos, grandes y bonitos, que armonizaban espectacularmente con su cuerpo esbelto.

La atención de Richard, más que molestarla, la estaba excitando, así que decidió poner punto final a ese encuentro cuanto antes.

–Cumple tu promesa –le recordó él, antes de soltarle la mano.

Challis volvió a sentarse y lo observó salir de la cafetería, justo cuando su jefe, Miles Logan, entró, vestido con sus vaqueros y su camisa de siempre.

–Acabo de ver a Richard Dovale –le dijo Miles a Challis, nada más ocupar el asiento en el que había estado sentado el magnate–. Siento llegar tan tarde, no he podido avisar: me han robado el teléfono en el mismo semáforo en que me birlaron las gafas de sol el mes pasado: ¿puedes creértelo? He tenido que desviarme a la comisaría –se excusó.

–Si condujeras con la capota bajada…

–¿Quién ha pedido este café? –preguntó Miles–. ¿Ha venido Sheridan?

–No, pero sí su tío: Richard Dovale –anunció Challis–. Si lo contratamos, tendremos que pedirle que sea discreto. Ser sobrino de Richard Dovale no encaja con la imagen de nuestra emisora… Y no estoy segura de si debemos ir tras Kel: causaría problemas en su familia.

–De acuerdo, si tú lo crees, nena.

–No me llames «nena» –replicó Challis.

Miles, un hombre de rostro agradable, de veintisiete años, cabello marrón y ojos grises, sonrió. Challis le devolvió la sonrisa a su jefe. Le gustaba su trabajo, y le gustaría aún más cuando ella dirigiese la emisora.

Seducción temeraria

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