Читать книгу Seducción temeraria - Jayne Bauling - Страница 6
Capítulo 2
ОглавлениеNO HAY una palabra para esto? –le preguntó Challis a Serle Orchard–. Ya sabes, para cuando ves a una persona por primera vez y luego no paras de encontrarte con ella. El otro día conocí a Richard Dovale y ahí está de nuevo. Me preguntó qué estará haciendo aquí. La mujer que lo acompaña me resulta vagamente familiar.
Era sábado por la noche y Challis había aceptado una invitación a la fiesta de una productora musical. Serle trabajaba para la competencia, de modo que se alegró de poder acompañar a Challis, para espiar.
Richard lucía un traje. Su compañera era de una belleza clásica, iba de negro, el tipo de mujer que le pegaba, decidió Challis.
–Es Julia Keverne –dijo Serle tras localizar a la pareja–. La familia tiene una mina de oro y ella es la hija, la heredera creo.
–Diamantes y oro, qué apropiado –Challis rió–. Puede que sea una de esas parejas en las que los dos se necesitan; como son tan distinguidos, no podrían relacionarse con nadie más.
–Tal vez –repuso Serle–. Creo que ya sé qué hacen aquí: me parece que la familia de ella ha aportado una buena suma de dinero para promocionar a un grupo de esta compañía.
–Un gesto filantrópico –comentó Challis de buen grado.
Pero Serle no parecía tener la más mínima simpatía por la pareja, que en esos momentos hablaba con un poeta famoso. Challis suspiró. Llevaba dos meses saliendo con él y empezaba a darse cuenta de lo gruñón que era… aparte de resentido y codicioso. Al principio se había sentido halagada por los piropos que Serle le había dedicado, ¿pero era eso todo lo que la atraía? En tal caso, quizá fuera hora de replantearse aquella relación.
Además, ni siquiera le parecía ya tan atractivo. Challis buscó a Richard Dovale con la mirada: él sí que era atractivo. Incluso a pesar de la distancia que los separaba, notó un cosquilleo en el estómago al ver a aquel hombre tan sensual… ¡Ojalá pudiera encontrar a alguien así que perteneciese a su mundo!
No era que necesitara a un hombre en su vida, pero siempre era agradable tener un compañero, y empezaba a cansarse de Serle.
Sin embargo, don Diamantes Dovale sería un error todavía mayor, pues era un hombre muy serio, responsable en gran medida de la economía del país, ya que su empresa minera proporcionaba trabajo a un sector enorme de la población.
Al verlo separado de su pareja, y dado que Serle se había acercado a hablar con un conocido, se rindió a un impulso y fue a saludarlo:
–Delicioso, ¿no te parece? –dijo Challis, en referencia a los platos que se servían en la mesa del buffet–. Espero que tengan bolsas de plástico; voy a ver si me llevo unas cuantas cosas y así no cocinaré en una semana –añadió.
–¿Estás trabajando? –le preguntó Richard sin rodeos, mientras le lanzaba una mirada abrasadora que se detuvo en su maquillaje, en el lápiz de labios, en las uñas pintadas, en su cabello negro y azul…
–Entre otras cosas –respondió Challis, la cual se preguntó si no había sido demasiado atrevida acercándose a él.
–¿Sabes? No me extraña que tu programa funcione tan bien y que tú tengas tantos admiradores –comentó Richard después de mirar la chaqueta roja de ella, a juego con un top con cuello redondo y en combinación con una minifalda negra–. Tal y como vistes…
–¿Acaso tengo la culpa de que la gente prefiera llevar ropa triste?
–No era una crítica –aclaró Richard, sonriente–. Cualquier hombre medio vivo giraría la cabeza para disfrutar de una visión semejante –añadió con una voz ronca que la excitó.
–¿Hasta tú? –lo desafió ésta.
–Hasta yo… si me permitiera olvidar lo que sé –respondió Richard.
De nuevo la sorprendió su franqueza, aunque Challis no tenía muy claro a qué se refería él con eso de olvidar lo que sabía. En cualquier caso, nunca lo habría imaginado capaz de reconocer que se sentía atraído hacia alguien como ella.
–En cualquier caso, has venido acompañado –le recordó Challis.
–Igual que tú.
–Así que no podemos estar juntos.
–Por cierto, el hombre con el que has venido…
–Serle Orchard –lo informó Challis.
–Sí, Julia… Julia Keverne me estaba diciendo quién es.
–¡Qué casualidad! Serle me estaba contando quién era ella. Sólo la había visto en fotos hasta ahora. ¿Es tu novia?
–Me ha invitado a venir con ella. Su familia está interesada por algunos de los artistas de esta productora.
–No sueltas prenda, ¿eh? –repuso Challis–. ¿Es que piensas que, si admites algún tipo de relación con esa mujer, iría corriendo a la prensa para publicarlo?
–¿Lo harías? –preguntó Richard–. Mi vida privada es privada. Y dado que tú ni siquiera eres una amiga de confianza…
El resto lo dejó en el aire, pero Challis se sintió dolida por aquel rechazo.
–¿Cómo puedes privar a los periódicos de un titular tan bueno? –lo provocó, forzando una sonrisa alegre–. ¡El señor de los diamantes emparejado con la heredera de las joyas! –fantaseó.
–Sabía que no tardarías en llamarme ricachón –comentó Richard, incómodo.
–Es que lo eres –apuntó ella–. Con todos esos diamantes… por cierto, por aquí hay bastantes minas de oro; ¿cómo es que vives en Johannesburgo?
–Es más lógico vivir en la capital comercial, ¿no te parece? – replicó Richard con ironía–. ¿O acaso pensabas que trabajo en las minas?
–¿Por qué no? –repuso Challis–. En mi programa de radio yo lo hago todo: desde descubrir nuevos talentos hasta elegir la música de cada emisión.
–¡Qué anticuada!, ¿no sabes lo que es delegar en los demás?
–¿Anticuada yo? –repitió ella–. Bueno, reconozco que no estoy acostumbrada a que alguien que me saca tanta edad como tú trate de coquetear conmigo.
–Eres imposible –espetó Richard, visiblemente enfadado–. No hay forma de hablar contigo. Te iba a contar lo que Julia me ha dicho sobre tu novio, pero seguro que ya sabes que tanto su empresa como él, en particular, son famosos por sus estrategias de competencia desleal. Pensaba que debía advertirte en agradecimiento por tu decisión de dejar a Kel en paz, pero puede que esa falta de moralidad sea lo que te atrae de Serle Orchard; sois tal para cual y sería estúpido si creyese en la promesa que hiciste el otro día, con lo vaga que fue.
–¡Gracias a Dios que no somos parientes! Me compadezco de Kel. Puede que creas que tienes derecho a interferir en su vida, pero no tienes derecho a interferir en la mía, así que deja que juzgue a Serle por mí misma, ¡gracias!
Luego se retiró sin volver la vista atrás y, en medio de la multitud, se rozó con Julia Keverne, la cual tenía unos ojos de color azul grisáceo muy bonitos.
–¡Oye! –le reprochó Serle–. Estaba a punto de acercarme para que me presentaras a Dovale. Un contacto así puede tener mucho valor.
Sus palabras la decidieron… y no por la advertencia que le había hecho Richard.
–No estoy segura de qué quieres decir con lo de «mucho valor», Serle –arrancó Challis–. ¿Significa lo mismo para ti que para mí? Creo que deberíamos discutirlo.
–¡Genial! Empezaba a pensar que nunca iríamos al grano. He soltado muchas indirectas, pero tú no me dabas ninguna pista –contestó Serle con crudeza–. Pues… por ejemplo, no vendría mal que tu emisora le diera un empujón al disco que nuestro chico va a sacar la semana que viene: eso tendría valor para mí –añadió animado.
Challis lo miró y supo que su relación había concluido, y que no debía haber empezado siquiera.
–¿Lo dices por el cantante ese de la guitarra acústica? Lo siento, no podemos incluirlo en nuestra lista. Pusimos algunas canciones de su anterior disco y la audiencia lo rechazó.
–No me refiero a esa maldita lista de éxitos –contestó Serle de mala manera–. En tu programa de noche pones lo que te apetece, ¿no?
–Pongo música alternativa –dijo Challis con orgullo–. Tu chico no encaja…
–¿Pues qué es lo quieres? –la interrumpió Serle.
–¿Todavía no te has enterado? –replicó ella–. He hecho todo lo posible por fingir que no me daba cuenta de que intentabas chantajearme y sacar partido de mi posición en la radio. No quiero que vuelvas a acercarte a mí –sentenció Challis.
–¡Vaya con doña Moralidad! –trató de mofarse Serle–. Y yo que pensaba que eras ambiciosa. Nunca llegarás a ningún sitio; no tienes ni idea de cómo funcionan las cosas en este mundo.
Challis no estaba dispuesta a prestar atención a Serle, de modo que se dio media vuelta y echó a andar hasta que dejó de oír los insultos que su ex novio le estaba dedicando.
Por suerte, el enfado sólo le duró un par de minutos y en seguida experimentó una extraordinaria sensación de libertad; se desplazó por la sala con una sonrisa amplia y ojos brillantes, bebió champán, se sirvió cuanto quiso del buffet, escuchó un poco de música y resolvió regresar a casa.
Los alrededores del centro en que se celebraba la fiesta eran muy bonitos. Challis abrió una de las puertas y sacó su teléfono móvil:
–¿Qué haces? –le preguntó Richard de repente.
–Busco un sitio un poco tranquilo para llamar a un taxi –repuso con el corazón acelerado… por el susto, se dijo Challis.
–¿No te lleva a casa tu novio?
–Acabamos de romper –reconoció ella, a la que no le gustó la expresión del rostro de Richard–. Pero no por nada de lo que me has dicho antes, así que deja de mirarme así. Serle es un miserable; empezaba a sospecharlo antes de que me lo advirtieras y acaba de confirmármelo.
–Y no has perdido ni un segundo en cortar con él –comentó Richard con satisfacción–. Nosotros te acercaremos a casa.
–¿Tú y la princesa de las joyas?
Richard rió y Challis sintió que se le ponía la carne de gallina.
–No sé si lo de «princesa» le parecerá demasiado bajo para ella. Quizá «reina»… –bromeó él–. Bueno, ¿estás lista?
Challis consideró la propuesta unos segundos y aceptó por mera curiosidad. Ese hombre era diferente a todos los que había conocido hasta entonces. La fascinaba. Y su curiosidad se extendía hasta su novia, prometida, amante o lo que quiera que Julia Keverne fuese. Se moría por saber qué clase de mujer podía atraer a un hombre tan sensual y masculino; qué clase de mujer podía convertir la calidez de sus ojos en una llama fogosa.
–Sí –respondió por fin.
–¿Dónde vives? –le preguntó Richard, después de que éste le presentara a Julia.
–En Rosebank, cerca de la cafetería donde nos conocimos.
–Entonces será mejor que me dejes a mí primero, Richard –sugirió Julia con sencillez.
–Es más lógico, sí –convino él.
De modo que no iban a pasar la noche juntos, pensó Challis, algo avergonzada por lo que había imaginado. A no ser que regresara con Julia después de dejarla a ella en casa.
Su coche era, tal como había esperado, lujoso, compacto y de diseño conservador.
–Así que trabajas para Sounds FM, ¿no, Challis? –le preguntó Julia desde el asiento del copiloto–. Creo que en tu emisora suenan algunos de los artistas que mis padres y yo patrocinamos. Me temo que no la he oído mucho, aunque creo que el estilo de Kel encaja con Sounds, ¿verdad, Richard?
–Encaja demasiado –contestó él con sarcasmo.
–Debe de ser muy entretenido tener un programa orientado a los jóvenes –prosiguió Julia–. Seguro que te diviertes mucho. ¿Qué piensas hacer más adelante?
–¿Después de perder el tiempo con mi programa? –contestó a la defensiva–. Me gustaría reemplazar a Miles Logan al mando de la emisora –añadió.
–Sí que eres ambiciosa –comentó Julia con sincera simpatía–. Ya hemos llegado –añadió a continuación.
Julia seguía viviendo en la casa de sus padres, la cual estaba protegida por un gran sistema de seguridad y varios guardias uniformados.
–En seguida vuelvo –le dijo Richard a Challis, después de que éste y Julia hubieran salido del coche–. Ponte delante mientras tanto – añadió.
Decidió que les daría cinco minutos y, si para entonces no había regresado Richard, llamaría a un taxi. Pero Richard no tardó en volver.
–Esa mujer necesita poner un poco de alegría en su vida –se atrevió a comentar Challis mientras se ponían el cinturón de seguridad.
–Lo dices en serio, ¿verdad? –contestó Richard–. Sí, tienes razón. Necesita divertirse más.
–Y tú no puedes ayudarla porque a ti te pasa lo mismo –lo pinchó ella.
–Divertirse no es siempre… posible –contestó Richard en tono enigmático.
–¿Porque eres empresario? ¿Es un lastre la responsabilidad de ser tan rico? Serle dice que Julia es la heredera de los Keverne.
–Parece que nos tienes muy bien encasillados –contestó Richard tras una breve pausa–. ¿Por eso estás siendo tan comprensiva? ¿Tienes la esperanza de librarnos de nuestros lastres económicos?
–Y la peor de las cargas es que el dinero te hace ser desconfiado –fue la respuesta de Challis, disgustada por la insinuación de Richard–. ¿Se puede saber cuándo te he dado motivos para que pienses así de mí?
–Intentaste enganchar a Kel –contestó Richard con frialdad.
–Ya te lo expliqué. Él fue quién me persiguió, ¿es que no me crees! –preguntó irritada–. Además, no he vuelto a ponerme en contacto con él.
–Cierto –reconoció Richard mientras salían de la mansión de los Keverne–. Perdona, confieso que me cuesta confiar en los demás. Tú hablas de todo con mucha ligereza y yo me tomo las cosas demasiado en serio…
–No deja de asombrarme tu sinceridad –comentó Challis, conmovida por el tono vulnerable que había advertido en la voz de Richard–. Puede que yo debiera ser igual de sincera conmigo misma, pero es que nunca me he parado a pensar demasiado cómo soy… Quizá pueda empezar diciendo que no pretendo hacer daño a nadie.
–Es un buen comienzo… ¿Pero qué pasa con Miles Logan? Dijiste que tenías su consentimiento para fichar a Kel, ¿pero sabe también que quieres reemplazarlo al mando de la emisora?
–¡Por supuesto! Él quiere que lo sustituya –le aseguró Challis–. Las emisoras pequeñas sufren cambios constantemente. Son un trampolín para conseguir contactos; por ejemplo, a Miles le gustaría dirigir un canal de televisión. Él me ha elegido como su sucesora y la productora está de acuerdo en formalizar la situación con un nuevo contrato.
–¿Y ésa es tu máxima ambición?, ¿dirigir la emisora?
–No estoy segura. Lo más probable es que luego me cambiara a algún otro sitio, o que aceptara doblar más documentales y anuncios… si es que no me da por tener algún niño –bromeó Challis–. Pero, aunque lo tuviera, estoy segura de que podría hacerlo compatible.
–Estoy convencido.
–El único problema es que estar a cargo de Sounds puede ser muy tentador: ya sabes, sentirse el tiburón de una pecera pequeña – prosiguió ella–. Por otra parte, reconozco mis limitaciones.
–Eso sí que es una sorpresa –rió Richard.
–No sé, procuro ser realista. Creo que tengo lo que hace falta para hablar en la radio.
–Seguro que no tendrás problemas para hablar; pero puede que seas demasiado subjetiva –observó él.
–¿Me crees incapaz de ser objetiva? –preguntó, dispuesta a discutírselo.
–Para mí, la objetividad es algo que se adquiere con la madurez.
–¿Y estás seguro de que eres lo suficientemente mayor como para saberlo? –atacó entonces ella.
–Pensaba que me tomabas por un anciano.
–Sí, puede que haya sugerido algo así; pero ahora estoy siendo objetiva. En realidad, no eres tan viejo… Y no creo que la objetividad tenga que ver con la edad.
–Yo sí –insistió Richard–. Por ejemplo, hace unos años, me habría formado una opinión de ti muy subjetiva y me habría quedado con ella sin intentar descubrir cómo eres en realidad.
–¿Y ahora que has crecido me ves con total objetividad? –preguntó Challis.
–Lo intento –respondió Richard tras una pausa.
–¿Pero no lo consigues?
–Estábamos hablando de tu futuro –le recordó él de repente, cambiando de conversación con brusquedad.
–No es un tema que me preocupe demasiado –dijo Challis entre risas.
–No te tomas nada en serio, ¿verdad? No hay nada que te preocupe.
–Estoy demasiado ocupada como para preocuparme. Salvo que sea inevitable, no dejo que nada me perturbe –aseguró ella.
–¿Demasiado ocupada divirtiéndote?
–¿Por qué no? Es mi vida y me gusta –respondió.
Le habría gustado poder transmitirle parte de la alegría de la que carecía su vida; pero Richard era diez años mayor que ella y, probablemente, no encontrarían divertidas las mismas actividades.
–Te acompaño –le ofreció él, cuando llegaron al piso de Challis–. Está a punto de empezar a llover –añadió después de que sonara un trueno.
–Basta con que vengas hasta el ascensor –repuso ella con sonrisa pícara–. A no ser que quieras subir un rato –lo tentó.
–No, gracias –rechazó Richard con delicadeza–. Pero te acompañaré hasta la puerta.
Una vez en el portal, un relámpago estalló en el cielo, seguido de un trueno estremecedor, y todo se quedó a oscuras.
–¿Dónde estás? –le preguntó Challis a Richard, asustada. Un nuevo relámpago iluminó la silueta de éste, que estaba mirando hacia la calle.
–El apagón afecta a todo el barrio –comentó Richard.
–¡El ascensor! –exclamó Challis–. Menos mal que vivo en el primero. Si consigo encontrar las escaleras… ¡sí, aquí están!
–¿Tienes alguna linterna arriba?
–No sé… puede que un par de velas –respondió vacilante.
–Subiré contigo.
–De acuerdo –convino Challis–. Aunque tal vez nos rompamos algo. Nunca he subido por las escaleras… ¿Dónde estás?
–Aquí –estaba justo detrás de Challis, la cual notó, un segundo después, que Richard le tocaba la espalda con una mano–. ¿Lista? Adelante entonces –añadió, después de que ella asintiera.
Podía notar cada uno de los dedos de Richard a través del fino tejido de su vestido; ¡era como si fuese desnuda! La respiración se le entrecortó y el corazón se le aceleró aún más cuando él cambió de posición y la tomó por el antebrazo.
–Unos segundos más tarde y nos habríamos quedado encerrados en el ascensor –comentó Challis con una risilla, tratando de distraerse del tacto de Richard.
–Una situación muy sugerente, aunque imagino que demasiado convencional para ti –repuso él.
–¿Eso crees? –preguntó Challis, excitada.
–Sí. Me da que tú eres un tanto… exhibicionista.
–¿Exhibicionista? –repitió con tono divertido–. ¡Qué va!
–Extrovertida en cualquier caso. Y, tal como has dicho antes, nunca te has parado a pensar mucho cómo eres, ¿así que cómo vas a saberlo? –la desafió.
Puede que fuera el esfuerzo de subir las escaleras lo que afectaba a su respiración, trató de engañarse Challis… en vano.
–Ahora hay que girar –lo advirtió ella, al tiempo que un relámpago iluminaba el suelo momentáneamente.
Alcanzaron el piso sin que se produjera ningún desastre.
–¿Dónde tienes las velas? –le preguntó Richard tras entrar en casa.
–No sé, por algún lado.
–¿Es que nunca tomas precauciones para los casos de emergencia? – protestó él.
–Soy optimista –contestó Challis–. Además, ¿para qué quieres una linterna?, ¿no te parecen románticas las velas?
Era consciente de que estaba coqueteando, pero no le pareció arriesgado. Eran demasiado diferentes como para involucrarse sentimentalmente y, aunque lo encontrara atractivo, era una mujer adulta, capaz de controlar sus impulsos sexuales. ¿No?
–Me parecen innecesarias –contestó Richard.
Lo que la hizo sentirse más segura todavía.
–¿Quieres beber algo? –le propuso Challis, dirigiéndose hacia la cocina–. Es lo menos que puedo hacer después de todas las molestias que te has tomado. Aunque no tengo café… No sé qué más habrá. Si te apetece algo de lo que me he llevado del buffet…
–No quiero nada, gracias –respondió Richard, después de que Challis abriese el frigorífico, en cuyo interior no había más que tres manzanas, un cartón de leche, una botella de agua y otra de champán–. Pero, si no te importa, me quedaré unos minutos. Por si no te has dado cuenta, está lloviendo a cántaros, los semáforos no funcionarán y no quiero conducir en estas condiciones… No creo que el chaparrón dure más de cinco minutos.
–Al menos tengo una radio de pilas. Podemos oír algo de música mientras esperas. Aunque a estas horas sólo ponen música para los dinosaurios que se quedan en casa los sábados por la noche –Challis se detuvo y le pidió disculpas con la mirada–. Bueno, puede que a ti te guste…
–¿Ser un dinosaurio? –preguntó él con sarcasmo–. Hay otras emisoras, ¿sabías?
–¿Me estás pidiendo que escuche a la competencia? –protestó en broma–. Vamos, ¿por qué no te tomas uno de estos canapés de salami? –lo animó luego.
Había puesto el candelabro en el centro de la cocina y, de manera impulsiva, agarró uno de los canapés y lo llevó hacia la boca de Richard. Algo en la actitud de éste, sin embargo, la hizo retirar la mano en el último momento. No le gustaba la mirada de desdén que le estaba lanzando.
–Has decidido que soy mejor apuesta que Kel, ¿no es eso, Challis? –la acusó Richard.