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Introducción

¿Por qué sumergirnos en la vida y obra de Juana Poisson, una burguesa del siglo XVIII, luego marquesa de Menars, ligada sentimentalmente al antepenúltimo de los reyes Borbones en los albores de la República Francesa? Porque madame Pompadour, hija de un financista quebrado, fue, por obra y gracia de su voluntad de hierro, la mujer más poderosa de Francia. Porque en torno de ella convergen la Corona en decadencia, la ascendente burguesía y la intelectualidad iluminista, danzando al compás de una melodía cada vez más débil. Porque su vida nos regala un vistazo a la Corte más glamorosa de la Europa de su época, con sus corrupciones y sus mediocridades. Y porque un periodo prerrevolucionario es fascinante, en todos sus matices y contradicciones, y sus enseñanzas iluminan aún nuestro presente.

La revisión histórica promovida por la Revolución Francesa instaló la idea de favoritas irreflexivas y todo poderosas para que, a su lado, los reyes Borbones lucieran débiles e incapaces. Esa mirada es excesiva. Es cierto que tales mujeres tenían sus caprichos y su propia Corte, que los reyes hacían locuras por ellas y que a esa locura debemos la existencia de suntuosos palacios. Pero las sucesivas crisis de la monarquía tienen una parte de su origen en la ineptitud de los reyes y otra parte no. No es novedad que los monarcas cometían errores, omisiones, excesos y hasta crímenes horrendos. Pero no lo es menos que lidiaban con guerras extensas, costosas e insensatas, corporaciones enquistadas en sus añosos privilegios, una Corte corrupta o fenómenos como el republicanismo ilustrado. Mejores o peores, monarca y favoritas eran expresiones de un sistema perimido.

Es cierto que ninguna otra favorita tuvo nunca tanto poder y también lo es que el gobierno de Luis XV no fue peor que cualquier otro. Y no fue sólo el lecho real el que la propulsó al centro mismo de la escena política, ya que sus relaciones amorosas con el rey duraron muy poco. Más bien fueron su intelecto, a la vez preparado y astuto, su temple sereno, práctico y decidido, su tenacidad y su ambición los dones que la mantuvieron en el candelero durante casi veinte años, más su amor por Luis.

Juana Poisson expresaba lo más alto a lo que podía aspirar una dama de aquel siglo: tenía belleza, sentido artístico, buen gusto, dones intelectuales e ingenio. La marquesa fue, para el rey, amante, consejera política y espiritual, mano derecha y amiga de confianza. Pero, sobre todo, la Pompadour le brindaba algo que nadie más podía ofrecerle: un ambiente burgués. Y algo parecido a un hogar.

Sus dotes, que pueblan estas páginas, eran notables. La Pompadour cantaba, bailaba y pintaba a la perfección, dominaba el arte dramático y conocía lo más valioso del arte y la literatura universal. Pero no era una reproductora pasiva de los preceptos de la moda y la estética, sino una exploradora de los límites del estilo, una auténtica creadora e impulsora de tendencias, que animó a los artistas a que se encaminaran en nuevas rutas.

A instancias de la marquesa, Luis adquiría castillos, los levantaba o los modificaba. Bajo la batuta implacable y el exquisito gusto de Madame, cada uno se volvía una joya, una obra de arte. Todo allí era grácil, elegante, femenino, y a la vez burgués, cómodo y práctico. Ése es el estilo que hoy reconocemos como Luis XV, o estilo Pompadour. La mayor parte de aquellos palacios fue abatida luego de la Revolución, pero aun así su fama ha perdurado.

La Marquesa era un ser político, lo que le valió enemigos y traiciones. Apoyó a pensadores e intelectuales, y con ello se ganó el odio del partido clerical. No tenía sentido del ahorro y, como era inmune a las críticas, cualquier dinero empleado en hacer más bella la vida le parecía bien invertido. Jamás se avergonzó de sus raíces ni olvidó a sus parientes, a pesar de que su origen burgués no le fue nunca perdonado. Su temperamento era frío, al punto que ella misma alentó a Luis a buscar otras amantes. Y alguna vez pagó caro el pecado de vanidad.

Ya desde tiempos de Luis XIV hubo una suerte de ruptura afectiva, un desencanto tal en la relación del rey con su pueblo, que tendía a disociar las existencias comunes de la del soberano. Era una función de las favoritas el canalizar hacia ellas el odio popular, y desviarlo así de los monarcas. Involuntariamente, la Marquesa cumplió ese mandato con creces. Por doquier circulaban los panfletos más agresivos hacia la favorita del rey. Pero el periodo prerrevolucionario no debe generar confusión respecto de la autoría de tales agresiones; no provenían de una burguesía hambrienta de poder sino de una Corte corrompida, llena de camarillas, que atentaba contra el propio sistema que garantizaba su subsistencia. La Corte era un mundo cerrado en sí mismo, que apenas tenía contacto con la vida cotidiana fuera de sus muros. Y esto habla muy bien del porqué de los hechos trágicos posteriores; la actitud de los cortesanos no provenía sólo de su torpeza, sino también del desconocimiento total y profundo del pueblo. Se encontraban demasiado ocupados en asegurar o mejorar su posición mediante intrigas y maquinaciones. Su desdén por el individuo raso era tal, que ignoraban su existencia misma. Los franceses en general, claro está, luego reproducían de manera masiva los versos y cantos hostiles, y alimentaban así la revolución en marcha.

Luego vendría una revolución que, como bien señala Tocqueville, terminó actuando a modo de nueva religión, transfiriendo a nuevos valores laicos caracteres habituales de los dogmas religiosos, como el proseli- tismo ardiente y la vocación por lo universal. Esto es, creando un nuevo dogma.

Este libro es también un somero repaso de los tiempos previos a esos hechos trascendentes, vistos a través de la biografía de una figura singular; la mujer que nos ocupa y que merece ser vista más allá de los clichés y los prejuicios, aunque sean de larga data.

Madame de Pompadour

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