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SI ALGO PUEDE SALIR MAL

Al salir de casa tuve la sensación de que me olvidaba algo. Regresé y pasé unos minutos barriendo cada centímetro del salón con la mirada. Tuve que revisar el maletín tres veces para convencerme de que eran cosas mías. Acabé saliendo por la puerta acompañado por una extraña sensación de pérdida.

Cincuenta minutos en el coche, sitiado por un tráfico intenso formado por apresurados conductores de bocina fácil, y llegaría a la oficina. Como cada puñetero día. Sin embargo, esa mañana no lograría cumplir con la rutina. Cuando iba a incorporarme a la entrada de la autopista recibí la llamada. Una voz tristemente familiar resonó en el habitáculo. Lo que me dijo me dejó obnubilado unos instantes, sin darme cuenta de que me había detenido en medio de un cruce con el motor al ralentí. No escuché los bocinazos de los vehículos a los que les cortaba el paso. Los conductores me gritaban para que saliera del medio y mi mente estaba a mil kilómetros de allí. Durante unos segundos me vi convertido en el foco de todos sus males. No podía reprocharle nada a aquella gente, yo hubiese hecho lo mismo. Continué la marcha hecho un amasijo de nervios y con una nueva dirección que tomar.

Detuve el coche en una gasolinera de la autopista y al lado de una papelera eché hasta la primera papilla. Acabé salpicándome los zapatos de vómito bilioso ante la atenta mirada de una madre y su hija. La niña le preguntaba «¿qué es lo que le sucede al señor?» mientras me señalaba. La madre, dedicándome una mirada despreciativa, tiró de ella y la metió en el coche como si yo fuera una especie de violador. Solo les faltó que las ruedas del coche rechinaran sobre el asfalto cuando se marcharon. Si no hubiera tenido el cruasán del desayuno obstruyéndome la garganta le hubiera dicho cuatro cosas.

Hacía años que no pisaba la casa del pueblo, sin embargo no había logrado olvidar cómo se llegaba. La ropa que llevaba puesta y un maletín lleno de contratos por firmar eran mi austero equipaje. De camino llamé a mi hermano. Deseé con todas mis fuerzas que atendiera la llamada.

¿Tienes idea de la hora que es? Me dijo. Tengo que contarte algo, respondí. La voz de mi hermano enmudeció de repente. Es papá, ¿no? Sí, dije. ¿Cuándo ha sido? Hoy. Mierda, cogeré el primer avión y mañana estaré ahí, ¿necesitas algo? No, está bien, le dije, y la llamada terminó.

Ni mi hermano ni yo tuvimos nunca una buena relación con el viejo. Sabíamos que algún día recibiríamos la llamada que nos notificaría su muerte. Luego los dos continuaríamos con nuestras vidas. Era como si estuviéramos esperando que el momento se dignara a llegar.

Tuve el impulso de llamar a mi mujer, incluso marqué su número. Me detuve antes de hacerlo. No, no sería buena idea, necesitaba estar concentrado y tranquilo. Hablar con ella solo me traería más quebraderos de cabeza.

El trayecto, que normalmente se recorría en una hora, me llevó más de dos circulando a la velocidad mínima de la vía. Me costaba horrores conducir hacia el pueblo. Intentaba convencerme de que no lo hacía por gusto, sino porque, simplemente, es algo que debía hacerse. Me lo dije más de cien veces, convirtiéndose en algún tipo de mantra con el que convencerme. Para acabar de rematarlo, el lacerante dolor en la clavícula derecha había regresado. Hacía tanto que no me molestaba que había llegado a olvidar que me la fracturé quince años atrás. Ni siquiera recordaba cómo me la rompí, solo lo mucho que dolía.

Un cielo plomizo amenazaba con descargar el diluvio. Chispeó con timidez antes de convertirse en una lluvia torrencial. Los limpiaparabrisas no daban abasto y las gotas impactaban contra el coche como si fuesen piedras. Dejé la autopista y conduje por carretera nacional durante un buen rato. El paisaje iba cambiando paulatinamente, ensombreciéndose, tiñéndose de gris. El pueblo dónde me crie se encontraba a las afueras de todo, rodeado de cientos de hectáreas de viñedos y campos donde pastaban las reses. Poco había cambiado en estos años.

Llegué sin hacer mucho ruido, aunque no pude evitar las miradas de los ancianos sentados en los portales con sus bastones soportando el peso de sus manos artríticas. Los saludé con la cabeza y continué mi camino. Salvo la plaza mayor, todas las calles del pueblo eran estrechas y en pendiente, con adoquines del siglo pasado. Difícil maniobrar por ellas e imposible pasar inadvertido.

Detuve el coche ante la puerta metálica sin apagar el motor. Ahí estaba. La casa de mi infancia. La pintura de la fachada se había descascarillado por el paso del tiempo y la dejadez. No iba a culpar a mi padre por eso, no podía ni ir al lavabo solo como para ponerse a hacer reformas. El jardín también estaba descuidado y no quedaba una sola brizna de césped, en su lugar había una tierra negra llena de trasquilones y el tocón de un antiguo naranjo en el centro. Respiré hondo. Metí la mano en el bolsillo y cogí las llaves de la casa. Nunca tuve la suerte de perderlas. De alguna manera siempre se las arreglaban para recordarme un pasado que se negaba a ser olvidado. Programé el GPS y tracé el itinerario a la funeraria bajo una tromba de agua.

Entré al edificio como si me hubiera dado un chapuzón en la piscina municipal sin quitarme antes la ropa. Claudio, el hermano de mi padre, llevaba esperándome una hora. El tío Claudio era una persona despierta y eficiente, y siempre sabía qué hacer en este tipo de situaciones. Él fue el que me llamó para darme la noticia. Ya se había ocupado de que trasladaran el cuerpo para comenzar los trámites. A parte del poco pelo que le quedaba en la cabeza y la rojez de sus párpados, estaba tal y como lo recordaba.

—Qué bien que hayas llegado —dijo al verme.

—Gracias por llamarme —le dije.

Me ofreció un abrazo del que no pude librarme y me palmeó la espalda para decirme al oído:

—Qué dura perdida.

—Lo es —convine.

—Nadie se lo esperaba, Marcos.

—Nadie.

Los dos sabíamos que eso no era cierto. En el pueblo, hasta las piedras que bordeaban el camino sabían que ese momento llegaría. Metástasis ósea, no hacía falta decir más. Guardé esa apreciación para mí y me libré de su abrazo. El tío Claudio me informó que esperaba a un empleado para iniciar el trámite. Le di las gracias y nos sentamos en las butacas de la recepción.

Cuando llevábamos cinco minutos, mi tío sin parar de hablar y yo asintiendo a todo tratando de alejarme de su halitosis, llegó un hombre trajeado, con el rostro más corriente que uno pudiera imaginar. Se movía con pesadez, como si llevara plomo en los zapatos. Lo seguimos en silencio y nos ofreció asiento en un pequeño despacho tan gris como el traje que vestía. Una vez estuvimos los tres acomodados, el empleado abrió una ancha carpeta de color negro y empezó a diseminar su contenido sobre la mesa.

—Me consta que su padre era cristiano —me dijo.

—Sí, el que más —se adelantó a decir el tío Claudio.

Lo miré por el rabillo del ojo por habérseme adelantado.

—Sí, todos los domingos iba a misa —dije sin ganas.

—Bien, bien —dijo el empleado con la vista clavada en sus papeles—. ¿Han pensado en lo que quieren que diga en los recordatorios?

—No, acabo de llegar —dije, pasando la vista por los trípticos que nos mostraba—. Pero si me da un momento…

—No corre prisa —se aventuró a decir el empleado—. Primero deberían elegir ataúd, supongo que el velatorio se celebrará con ataúd abierto.

—Supongo —dije por decir algo.

—Sí —dijo el tío Claudio. Saltaba la vista que era mucho más versado en estos temas—. La familia agradecerá verlo para despedirse de él como Dios manda. Y estos recordatorios valdrán —añadió señalando el que me quedaba más alejado.

Le eché un vistazo y asentí, la verdad es que me daba lo mismo que saliera cristo crucificado que el pato Donald. La conversación continuó durante media hora en la cual mi mente se abstrajo por completo. Mi atención recaía en el amplio ventanal a la espalda del empleado y en sus vistas. Había dejado de llover por fin y el cielo empezaba a clarear.

Empapado hasta los calcetines volví al coche y me dirigí a la antigua casa. El tío Claudio se quedó en la funeraria «por lo que pudiera pasar» y yo agradecí un poco de soledad. Aparqué junto al portón metálico. Atravesé el lastrado jardín e introduje la llave en la cerradura. Tomé aire y abrí la puerta. El olor a cerrado no me sorprendió en absoluto. Todo permanecía estancado en el pasado. El frío comedor con las baldosas del suelo negro carbón y el vetusto empapelado de rombos de las paredes me daban la bienvenida como si nunca me hubiese marchado. Incluso la mesa con mantel de lana color hueso con el brasero oculto entre sus patas no había sido movida ni un centímetro. Los recuerdos de la infancia se agolpaban en mi cabeza queriendo ser conmemorados a la vez. La llamada de Bruno me sacó de mi ensimismamiento.

—¿Cuándo llegas? —le pregunté.

—Aún no lo sé.

—¿Cómo que no lo sabes? —pensar que tendría que estar solo ante lo que estaba por llegar me aterraba.

—¿Es que no ves las noticias? —me dijo como si hablara con un ignorante.

—No, he estado ocupado escogiendo el ataúd de nuestro padre.

—¿Dónde estás?

—En nuestra antigua casa.

—Sal al jardín.

—¿Pero qué coño…?

—Sal, por favor —insistió. Pude notar el apremio de su voz.

—Vale, ya salgo —dije abriendo la puerta.

Las nubes se habían disipado dejando al descubierto un cielo azul completamente limpio. Mis ojos tardaron unos segundos en adaptarse a la brillante luz diurna, pero cuando pude ver con claridad, me quedé sin habla. Algo que no debía estar allí había aparecido durante la lluvia. Me froté los ojos sin poder creerlo. Ni con una imaginación tan desbordante como la mía podría haber ideado algo parecido. Una grieta inmensa partía en dos el firmamento como si quisiera comerse el mundo de un bocado.

—¿Sigues ahí, Marcos?

—Sí, sigo aquí, Bruno —dije con voz trémula.

—Es flipante ¿no? —me dijo.

—Sí, flipante —repetí con los ojos clavados en la gigantesca brecha purpurea.

—Apareció hace unas horas y nadie tiene ni idea de lo que es. Han cancelado todos los vuelos hasta que descubran si es peligroso.

—No es más que un fenómeno atmosférico que… —empecé a decir.

—No me fastidies, ¿desde cuando eres científico, tío? Si fuera una jodida aurora boreal no cancelarían vuelos.

—Vale, no tengo ni idea de lo que es. Te lo pido por favor, haz todo lo posible por venir, no quiero comerme el marrón yo solo.

—¿Y qué quieres que haga? Te recuerdo que nos separa el océano atlántico y nunca se me dio bien la natación.

—Tú solo coge el primer vuelo que salga ¿vale? No creo que tarden mucho en restablecer las líneas.

—No sé, tío. Parece algo muy gordo.

—Gordo o no, el velatorio de nuestro padre es en dos días y necesito que vengas.

—Vale, tío, no te preocupes.

—Mantenme informado ¿vale? —le dije.

—Claro, Marquitos. Te quiero, tío.

—Sí, ya —dije entre dientes.

No sé cuánto tiempo pasé observando el desgarro en el cielo, pero atardecía cuando el tío Claudio me encontró allí plantado.

—Hola, Marcos —me saludó.

—Hola —dije entrando de nuevo a la casa. Aún no me había cambiado y mi cuerpo empezaba a entumecerse debido a la humedad.

—¿Has visto el cielo? —le pregunté secándome la cabeza con un trapo de cocina.

—Lo he visto —dijo como si no tuviera importancia mientras recorría las habitaciones.

—¿No te parece raro? —quise saber.

—Son los designios de Dios, no nos corresponde a nosotros comprenderlos.

—Buff —resoplé ante su ciega terquedad—. Si tú lo dices.

El tío Claudio se detuvo de repente, me atravesó con la mirada y torció la boca en una fea mueca que indicaba su descontento. Respiró dos veces antes de hablar.

—Mira, Marcos, sé que no eres creyente pero has de respetar a los que sí lo somos.

—Solo digo que no creo que sea Dios el que…

—Es así para mí.

—Perdona, no quería ofenderte —dije con sinceridad.

—Ya está olvidado, no es el momento de discutir sobre religión. Hay mucho por hacer y muy poco tiempo. Conviene tenerlo todo bien atado. Ahora ve a secarte —me ordenó—, te espero aquí.

Dejé el comedor pensando en que quizá me había sobrepasado. Solía ponerme a la defensiva cuando alguien sacaba el tema de la religión. Sé que estaba mal y que debería respetar las creencias del tío Claudio, pero me costaba controlarme. Tal vez si viviéramos en un mundo ideal no me hubiera burlado de él.

Encontré unas toallas en el armario del baño con las que pude secarme. Me deshice de la ropa mojada y la tendí sobre una silla en el jardín con la esperanza de que el sol hiciera horas extra con ella. Recorrí la casa en busca de algo que ponerme y acabé conformándome con lo primero que encontré: La bata y las zapatillas de estar por casa de mi padre. Parece mentira que la última imagen que albergaba de él fuera así vestido. Me puse la gruesa bata y me la até a la cintura. Las zapatillas eran de mi número y debía reconocer que eran bastante cómodas. Era la ropa de un muerto y olía como tal. Evité mirarme a ningún espejo por miedo a ver el reflejo de mi padre. Aquel sería mi atuendo hasta que la ropa se secara o hasta que los comercios abrieran por la mañana.

Al anochecer empezaron a llegar conocidos de mi padre. Recibí sus pésames en bata y zapatillas.

«Te acompaño en el sentimiento», repetían como loros. «Era un gran hombre» suspiraban con un nudo en la garganta. «Siempre lo recordaremos como la gran persona que fue» mentían otros con descaro. Aun así, el pésame más recurrente seguía siendo: «te acompaño en el sentimiento». Tras lo cual le seguía un leve abrazo y una palmadita en la espalda. Después se hace uno a un lado para ceder el paso y que el siguiente en la cola haga lo propio. No reconocí a la mayoría de personas que se congregaban en la casa, pero podía asegurar que ninguno «me acompañaba en el sentimiento».

Volví a ponerme la ropa, aún húmeda, y me escabullí entre la docena de aldeanos que le hacían corrillo al tío Claudio. Nadie se dio cuenta de que me largaba. Era de noche y la grieta del cielo seguía siendo perfectamente visible. No irradiaba luz, no emitía sonido, tan solo se limitaba a permanecer ahí con imponencia.

El bar del pueblo tampoco había cambiado. Una terraza compuesta por tres mesas eternamente ocupadas por los mismos abuelos jugando al dominó, y una camarera que servía copas con estudiada parsimonia. Claro que aquello era lo normal. Era como si en aquel pueblo el tiempo no pasara con la misma celeridad que en la ciudad. Bien mirado, tampoco estaba tan mal que me olvidara del ajetreo cosmopolita del que provenía y me relajara un poco. Dentro de unos límites, claro. Si me mimetizaba demasiado, corría el riesgo de acabar vistiendo pantalón de pana marrón por encima del ombligo y una boina a juego.

Desde que tengo uso de razón, Héctor Plaza había sido el camarero y dueño del local. Bajito y achatado, exhibía un frondoso mostacho y una reluciente calva que lucía con orgullo. Todo un clásico. Me sirvió en la barra un bocadillo de salchichas del país y una cerveza. En el interior del local se congregaban media docena de parroquianos que bebían cerveza como si el mundo fuera a terminar mañana. La mesa a la que se sentaban corría el riesgo de verse desbordada con la ingente cantidad de botellas vacías que iban acumulando como si fueran trofeos. Eran clichés personificados: fumaban como chimeneas y bebían como cosacos.

Di buena cuenta de tan nutritiva cena de pie, intentando prestar atención al pequeño televisor de tubo remachado en la pared donde emitían imágenes de la grieta. Héctor cambió de canal varias veces, topándose con que no había ninguno en el que no hablaran del fenómeno. «No jodas que no dan el fútbol» gruñó. Apagó el televisor y dejó el mando sobre la barra como si se hubiera cabreado con él. Nunca fui un forofo del fútbol, los deportes en general siempre me habían traído sin cuidado, en cambio, los allí presentes se lo tomaron como una grave ofensa.

No recuerdo cuánto pagué por el suculento menú pero sí que fue a un precio de risa. Al principio pensé que Héctor se había equivocado con la vuelta, pero tras preguntarle aclaró mis dudas. Dejé dos euros de propina y devolví mi cartera al bolsillo. Los precios seguían anclados a cuando yo tenía ocho años. Bien por mí. Al dirigirme hacia la puerta, la máquina expendedora de tabaco reclamó toda mi atención. Me quedé parado ante ella unos segundos, como si estuviera hipnotizado. Saqué la cartera e hice recuento de monedas. Sabía que no debía hacerlo, me prometí no volver a caer. Conocía el peligro del «solo uno», y del «uno y lo dejo» y también del «por uno no pasa nada». Me engañaba diciéndome que esta vez sería diferente. Que lo compraba por los nervios del momento y que solo haría uso y disfrute del tabaco hasta que volviera a la ciudad. Antes de que dijera nada, Héctor ya había activado la máquina con el pequeño mando que pendía junto a media longaniza.

Había dejado de fumar seis meses atrás. Más por imposición médica que por gusto, qué decir que me encantaba. Tras diecisiete años siendo fumador, mis pulmones se habían convertido en dos pasas negras y arrugadas. Me prometí dejarlo, dejarlo de verdad, no como mis anteriores intentos fallidos, esa vez sería la definitiva. Lo pasé mal las primeras semanas, siempre tenía ganas de fumar. En la calle miraba los cigarrillos entre los dedos de la gente e intentaba huir de aquel bendito humo azulado. Rehuía del café y del alcohol, eran hábitos asociados al tabaco. En tres semanas había dejado de pensar en fumar. Afortunadamente para mis conocidos, mi humor mejoró una barbaridad y todas esas cosas que dicen los que han logrado dejarlo. Seis meses después lo tenía completamente superado.

Hasta esa noche.

Con los ojos encandilados ante la publicidad de un vaquero encendiéndose un cigarrillo con una pose varonil volví a caer. Nunca me había sentido tan débil como aquella noche al ser escrutado por los ojos de Héctor mientras este cortaba salchichón sobre una tabla. Además, tenía el importe exacto. Una a una, las monedas fueron cayendo en la máquina y sumando el importe en la pantalla. El precio del tabaco sí que estaba al día. Compré un Marlboro y —a pesar de que todos lo hacían dentro— salí a fumar a la calle. Rebusqué en mi bolsillo y saqué un mechero. Siempre llevaba uno encima, costumbre de exfumador. La llama prendió a la primera y me llevé un cigarrillo a los labios. Los pulmones gritaban agradecidos por la dosis de nicotina que tanto tiempo les había sido privada. El primero lo fumé en cuestión de segundos. Las caladas eran tan profundas que a poco estuve de quemarme los dedos cuando le di la última. Lo apagué en un cenicero a rebosar de colillas y me apresuré a encenderme otro.

Pedí un gin-tonic a un precio cómico mientras observaba las tímidas estrellas que se dejaban ver sobre la negrura que no ocupaba la grieta. Qué buen sabor tenía el tabaco, era tal y como lo recordaba, quizá mejor. Esperaba que, si volvía a fumar, el primer cigarrillo me supiera a mierda y me quitara las ganas de golpe. Nada más lejos de la realidad. Se me dibujó una sonrisa bobalicona en los labios mientras expulsaba el humo hasta el firmamento.

Los cuatro o cinco parroquianos, que disfrutaban de sus olorosos puros y licores en vaso de tubo en una de las mesas, me dieron su bendición asintiendo con la cabeza. Continuaron colocando fichas de dominó sobre la mesa, sumidos en una humareda y bien abrigados en sus gabanes. Se tomaban sus partidas muy en serio a juzgar por el silencio con el que estudiaban las fichas que les había tocado. Solo abrían la boca para dar un trago de whisky o para morder la punta de un puro. Ni siquiera hablaban, parecían entenderse a la perfección comunicándose con gestos y gruñidos.

Di por finalizada la noche. Me encontraba justo en la delgada línea que separa la embriaguez de la sobriedad y no pretendía sobrepasarla. Además, si no apaciguaba los nervios volvería a caer en la redes de la nicotina. De momento ya había comprado el paquete que ahora llevaba en el bolsillo de la chaqueta. Lo acaricié con la punta de los dedos mientras enfilaba la calle.

Por suerte para mí, la casa estaba vacía. No recordaba el ambiente gélido que albergaba en su interior al anochecer. Los cuadros estaban cubiertos por una fina capa de polvo blancuzco y las páginas de los libros apostados en las estanterías hacía tiempo que habían amarilleado. El galardón a la decoración más transgresora se la llevaba el crucifijo inmenso ubicado sobre la puerta del pasillo. Jesucristo lloraba y me miraba con la frente descarnada y sangrante por la corona de espinas. Sus manos y pies habían sido clavados a la cruz y también de esas heridas brotaba un reguero de sangre. En su pecho estaba el corazón ardiente, un símbolo arcaico y temeroso por el pecador. Era espeluznante. De pequeño, había noches en las que me aguantaba las ganas de ir a mear por no salir de mi cuarto y tener que pasar por delante. Me aterrorizaba la mirada con la que me juzgaba. Y sobre todo, su expresión agónica. En ese momento aún sentía escalofríos si lo miraba más de tres segundos. Estuve tentado de sacarlo de allí y esconderlo en el cajón más profundo de la casa, pero sentí aprensión con solo imaginar que debería tocarlo. Además, esa escultura formaba parte de la casa y tenía más derecho a estar ahí que yo. A pesar de que intentaba no mirarlo, sentía sus ojos clavados en mí todo el tiempo que pasé en la casa.

Entré en mi antiguo dormitorio con pasos vacilantes. Aquella habitación traía consigo muchos recuerdos y no era fácil dar con uno agradable. Abrí el armario con un chirrido y busqué algo con lo que taparme. La de mantas que nos echábamos encima para entrar en calor siendo niños. Mantas ásperas y pesadas, tan antiguas como la propia casa. Cogí una de color marrón con estampado floral y la dejé sobre una de las camas. Había dos, la de Bruno y la mía. Me dije que aún era pronto para acostarme y volví al comedor. Debía reconocer que, a mis treinta y cinco años, tenía miedo de pasar la noche en aquella habitación.

Encendí el viejo televisor y me senté en el sofá. No fue difícil dar con un canal de noticias. Todos los canales retransmitían imágenes de la grieta mientras el presentador le leía a la cámara. Al pie de la imagen leí el nombre con el que la habían apodado: «La cicatriz purpurea». Cambié de canal con idéntico resultado. En este caso la llamaban «El ojo de Dios». Tardé en percatarme que estaba viendo un canal religioso y, cuando quise darme cuenta, estaba enganchado a la efusividad del predicador.

—Nuestro señor nos observa, ¿es que se necesitan más pruebas para confirmar su existencia? —decía a voz en cuello—. Dios no será piadoso con los pecadores. El momento del juicio ha llegado.

Reuní la fuerza suficiente para sintonizar otro canal y me vi mirando una concentración de cientos de personas portando velas y cantándole al cielo. ¿El mundo había cambiado tanto en tan poco tiempo? Sí, la grieta era algo inaudito, pero mi padre había muerto y yo debía encargarme del entierro. Eso era lo más importante. Ya tendría tiempo de preocuparme por el «Ojo de Dios» cuando volviera a la ciudad.

Pasado un rato, los parpados empezaban a pesarme y decidí que había llegado el momento de meterme en la cama. Una vez tumbado me sentí desagradablemente cómodo. Me tapé hasta las cejas en busca de un calor que no necesitaba y dejé la mente en blanco. Tal vez si lo hubiera pensado mejor hubiera ido a un hotel.

Translúcido

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