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HERIDAS VIEJAS

El estridente timbrazo de la puerta me despertó con una bofetada. No fue fácil salir del abrazo de aquel viejo colchón de lana. Era tan mullido, y el somier de muelles estaba tan dado de sí, que el camastro te engullía por completo si tenías la brillante idea de tumbarte en el medio. Me puse la bata y fui a recibir a quien fuera que llamara a esas horas. Distinguí una silueta tras el translúcido cristal de la puerta, me peiné el flequillo con los dedos y abrí. Mentiría si dijera que no reconocí aquel rostro que me miraba desde el umbral. De saber que iba a recibir aquella visita me hubiese vestido con algo más digno.

Habían pasado diecisiete años pero seguía siendo aquella niña pecosa y sonriente. También la causante de mi insomnio juvenil.

—Felicia —le dije apoyado sobre la hoja de la puerta.

—Lo siento, Marcos —me dijo antes de darme un abrazo.

Lo siento. Sí, esa es una frase correcta para decirle al familiar de un fallecido. Le devolví el abrazo y la aparté para mirarle a los ojos.

—Estás, estás…

—Mayor —dijo ella—. Ha pasado mucho tiempo.

—No iba a decir eso.

—¿Puedo pasar? Hace frío en la calle.

—Ah, sí, por supuesto —dije echándome a un lado.

Se sentó en el sofá mientras formaba una cazoleta con las manos y se echaba el aliento en ellas. Parecía ser una mañana fresca a juzgar por las nubes de vaho que expiraba. Fui a buscarle una manta y se la eché por los hombros.

—No recordaba el frío que hacía en esta casa —dijo Felicia.

—Dímelo a mí, he pasado aquí la noche.

—Pensaba que irías a un hotel.

—Yo también, pero ya era tarde para buscar habitación. ¿Sigues viviendo en el pueblo? —le pregunté desde la cocina, calentando un cazo con leche en los fogones.

—Oh, no —dijo como si la hubiese ofendido—. Vivo en la ciudad desde hace años. No podía no venir cuando me enteré de lo de tu padre. Lo siento, Marcos.

—Sí, eso ya lo has dicho, todos lo sentimos ¿Quieres tomar algo? Estoy preparando café.

—El mío con leche, por favor.

No sé porque se lo ofrecí puesto que no tenía ni idea de si mi padre guardaba café en aquella cocina. Rebuscando en los cajones de la encimera encontré una lata de pastas de té que escondía en su interior unos cuantos sobres de café instantáneo. Genial, yo odiaba el café instantáneo. Regresé al comedor con dos tazas de café humeantes y me senté a su lado. Ella sopló su taza con los ojos entrecerrados antes de darle un sorbo.

—Lo siento, el café es de sobre.

—Está perfecto, Marcos, gracias. ¿Qué tal estás? ¿Cómo te va la vida en la ciudad? ¿Te convertiste en astronauta?

—Que va —dije con una irrefrenable carcajada—. Aquello fueron los delirios de grandeza de un chaval de siete años. Me dedico a los seguros, y no me va mal.

Lo que no le dije es que mi delirio desde los veinte hasta la actualidad era convertirme en escritor, como también obvié lo de que las editoriales huían de mis manuscritos como de una venérea.

—A juzgar por cómo vas vestido, cualquiera lo diría —dijo señalando la bata y sonriendo.

—¿Esto? Ayer me pilló la lluvia y no tenía nada que ponerme. Tampoco me queda tan mal ¿no?

—Qué va, tienes tu puntito —dijo rompiendo a reír.

—Cuánto tiempo llevaba sin escuchar esa risa —dije en alto.

—Diecisiete años, creo —dijo soplando el café.

—Cómo pasa el tiempo. Aún recuerdo cuando corríamos por el prado o cuando hacíamos carreras de bicis en la bajada del cementerio —dije. Era el primer recuerdo de mi infancia que no me resultaba desagradable.

—Sí, y míranos ahora.

—He de remarcar que sigues tan guapa como siempre.

—Tú tampoco estás mal —dijo con mirada juguetona.

—Bueno, la cerveza es mi perdición —dije masajeándome la barriga.

—Sigues siendo el gracioso del pueblo ¿eh?

—Hay cosas que es mejor no cambiar.

Estaba disfrutando de ella tanto como cuando éramos niños y no me atreví a besarla la noche de la fiesta mayor. Experimenté una extraña sensación de afecto por Felicia, como si nunca nos hubiéramos separado. Me pregunté cómo habría sido mi vida de no haberme marchado del pueblo. ¿Seríamos la feliz pareja que todos auguraban si me hubiera quedado? Cuando iba a sentarme a su lado, el sonido de un claxon resonó desde la calle. Felicia se puso en pie de un salto y se atusó la falda antes de ir hacia la puerta.

—Es mi marido —dijo—. Le dije que estaría aquí.

—Ah, muy bien, ¿no me lo presentas? —dije con una punzada de decepción.

—Ya habrá tiempo. ¿El velatorio es mañana? —preguntó.

—Sí, a partir de las once.

—Nos veremos en el tanatorio. Me alegro mucho de verte, Marcos, aunque sea en estas circunstancias —se despidió yendo hacia el coche.

—Yo también me alegro, Felicia —y cuando ya se hubo alejado lo suficiente añadí—. No sabes cuánto.

No llegué a ver a su marido. Solo vi a Felicia entrar en un Mercedes negro y desaparecer con el leve ronroneo del motor. Los despedí agitando la mano a pesar de que ya no podían verme.

Miré los hierbajos acumulados contra las paredes de ladrillo visto mientras me preguntaba cuánto tiempo hacía que nadie le daba un repaso al jardín. El tocón que permanecía en el centro había sido un naranjo tiempo atrás. No recordaba si lo talaron cuando yo aún vivía en la casa. Mi hermano y yo leíamos comics bajo su sombra los domingos antes de ir a misa. Incluso arrancábamos naranjas con las que hacíamos zumo. Su sabor distaba mucho de ser pasable pero nos compensaba saber que era de cosecha propia. Aquel árbol había sido alto como un gigante. Ahora su sombra solo podía dar cobijo a una fila de hormigas bien apretujadas.

Debía acicalarme e ir a comprar algo que ponerme. Me volví hacia la puerta con tanto énfasis que la bata se me abrió y dejé ondeando la parte de atrás. Algo llamó mi atención, algo en lo que no me había fijado hasta ese momento. Di una vuelta sobre mí e hice ondear la bata de nuevo como si fuera la capa de un superhéroe. Era muy extraño. Me acerqué al tocón y me subí encima de un salto. Abrí los brazos como un águila a punto de echar a volar. Los bajé. Volví a subirlos. Salté del tocón y me miré las palmas de las manos. Observé el suelo que pisaba. Miré bajo la suela de mis zapatillas de cuadros. Estudié con detenimiento el jardín y sus inmediaciones. Corrí hasta la pared más alejada, regresé. El problema persistía. O me había vuelto loco o juraría que había dejado de tener sombra.

De camino a la tienda, y vestido con la ropa húmeda, asimilé un poco la situación. Había desaparecido mi silueta bidimensional, que fielmente me seguía desde que nací, y ya la estaba echando de menos. ¿Qué le había hecho yo para que me abandonara de la noche a la mañana? Hice una búsqueda en internet y descubrí que, en ciertos lugares del planeta, hay dos días al año en los que el sol proyecta su luz de manera completamente perpendicular sobre la superficie terrestre. Ese fenómeno provoca que los objetos perpendiculares al suelo no arrojen ningún tipo de sombra. Obviamente si estirara el brazo horizontalmente la sombra debería estar ahí. En mi caso, hiciera lo que hiciera, mi cuerpo no la proyectaba. Era como si la luz del sol pasara a través de mi cuerpo. Las señales de velocidad máxima tenían su propia sombra, las palomas posadas en los tejados también, hasta los coches la tenían. Me había convertido en alguien privado del derecho a la opacidad.

Al llegar a la tienda la puerta automática no quiso abrirse. Se negaba a dejarme entrar a pesar de mis aspavientos dirigidos al sensor. Hasta le di unos golpecitos al cristal para que entrara en razón. Era del todo surrealista, la puerta no detectaba mi presencia. En cambio sí se abrió cuando una señora salió del establecimiento, momento que aproveché para colarme en el interior.

—Creo que la puerta necesita una revisión —le dije a la dependienta como saludo.

—¿Ah, sí? Qué raro, hace poco que la arreglaron —respondió la mujer tomándome por un loco.

—Yo de usted volvería a llamarles, no hicieron bien su trabajo —dije señalando la puerta.

Para mi sorpresa, la puerta se abrió a una pareja de ancianos que entraron como si nada. «Bueno, a veces las cosas fallan», me dije, «tampoco hagas una montaña de esto». Me volví hacia la dependienta y le pedí unos pantalones, una camisa y ropa interior. El muestrario que había en el local era tan desfasado como falto de gusto, pero no me puse exquisito con la moda, necesitaba algo limpio y seco con urgencia aunque me vistiera como un señor de sesenta años. No me probé ninguna prenda. La mujer me entregó lo que le pedí y me dispuse a abandonar el establecimiento con una bolsa en cada mano.

—¿Ves? —le dije a la dependienta cuando la puerta no se abrió.

—Espere —la mujer se acercó unos pasos y la puerta se echó a un lado.

—Muchas gracias —le dije con una sonrisa al tiempo me apresuraba a salir antes de que volviera a cerrarse.

Cuando hube caminado unos cuantos metros caí en la cuenta de que no había pagado por la ropa. Giré en redondo y me encaminé de nuevo al establecimiento. La maldita puerta seguía inmutable ante mi presencia. No me quedaba paciencia suficiente como para pasar otra vez por lo mismo. Ya le pagaría cuando la arreglaran.

El tío Claudio me esperaba en el jardín junto a otro hombre. Se presentó como el notario y me pidió que pasáramos dentro, que se estaban quedando congelados. Antes de abrir me fijé en sus sombras. Tanto el notario como el tío Claudio desprendían genuinas sombras oscuras y gráciles. No negaré que sentí una profunda punzada de envidia. Los hice pasar y nos sentamos en el sillón.

—Antes de nada me gustaría darle mi más sentido pésame —dijo el notario.

—Se lo agradezco —le dije encendiéndome un cigarrillo.

Cogí una taza de café, la puse sobre la mesa y lo usé a modo de cenicero.

—Su padre quería que me reuniese con usted, llegado el caso, para hablar de la herencia —dijo el notario.

—Mi hermano no va a poder venir, si yo puedo ayudarle… —dejé la frase en el aire.

—Sí, por supuesto —dijo el notario ajustándose las gafas sobre el puente de la nariz con gesto nervioso.

—Perfecto —dije complacido.

El tío Claudio se sentaba en una silla y nos observaba en completo silencio como si fuera parte del mobiliario. Parecía gustarle estar al tanto de todo y la verdad es que a mí no me importaba. Al contrario, le agradecía que estuviera a mi lado en aquellos momentos.

—Su padre escribió el testamento hace diez años —prosiguió el notario—. Al no tener más familia viva, todas sus pertenencias pasarían a manos de sus descendientes. La primera dotación se trata de esta casa, valorada en bla, bla, bla.

Juro que en ese momento desconecté. ¿Qué me importaba aquella vieja casa? Tampoco me importaba el dinero que hubiera logrado ahorrar en su miserable vida. Solo quería terminar cuanto antes y marcharme. Joder, que ganas tenía de volver a mi apartamento y dejar todo esto atrás.

—…así como las joyas de su madre y diez hectáreas en el prado sur —proseguía el hombre.

—Muy bien —dije rascándome la barbilla. Debía afeitarme con urgencia.

—Si está de acuerdo, puede firmar aquí y aquí —dijo acercándome unos papeles y un bolígrafo azul.

Planté mi firma y se lo devolví todo.

—Puede quedarse con el bolígrafo —dijo guiñándome el ojo.

—Muchas gracias —contesté con mi mejor sonrisa fingida al ver que el bolígrafo publicitaba su notaría.

—Pues hemos terminado —se puso en pie a la vez que lo hacía el tío Claudio, que saltó como un resorte—. De nuevo, mi más sentido pésame. Son momentos muy duros y comprendo por lo que debe estar pasando.

—Sí, lo estoy pasando muy mal, es muy duro —dije acompañándolos a la puerta—. Muchas gracias por venir, que pase un buen día. Hasta luego, tío Claudio.

Vi cómo se marchaban con sus espectaculares sombras pegadas a los talones y cerré la puerta en cuanto hubieron abandonado el jardín. Cogí las bolsas de ropa y eché su contenido sobre el sofá. Volví a rascarme la barbilla y me dije que en algún cajón del lavabo debería de haber una cuchilla de afeitar.

Por la tarde hablé con Bruno.

—Sin novedad en el frente —me dijo.

—¿No hay vuelos? —pregunté.

—No, tío, ninguno.

Alcé la vista hasta la grieta que persistía en recordarnos su presencia imposible.

—Mierda —dije—. El velatorio es mañana.

—Lo sé, Marquitos, pero es imposible. Ojalá pudiera estar ahí contigo —dijo.

—Ya, pobrecillo.

—Lo digo en serio, tío. A este paso me perderé también el entierro.

—Sí, te lo perderás, y me dejarás solo ante una jauría de familiares que hace mil años que no veo. Tendré que ponerles buena cara y dar besos hasta que me sangren las mejillas. A veces pienso que soy yo el hermano mayor —dije con pesar.

—Pues no lo eres, Marquitos, pero tendrás que ejercer como tal en mi ausencia.

—Joder, Bruno, esto es una mierda. Esta casa me trae recuerdos —le confesé.

—No le des muchas vueltas a la cabeza o acabarás volviéndote loco —me aconsejó.

—Quizá ya lo esté —dije observando la diminuta sombra de una mosca posada sobre la ventana—. ¿Puedo preguntarte algo?

—Dispara.

Si podía hacerle una pregunta rara a alguien sin que me tomara por un lunático era a Bruno.

—¿Tienes sombra? —le dije intentando no sonar como un chiflado.

—¿Qué te has fumado? —me preguntó tras unos segundos de silenciosa reflexión.

—En serio ¿tienes sombra o no?

Pasaron unos instantes en los que pensé que la conexión se había perdido. Bruno volvió a la conversación, seguro que después de haberlo comprobado.

—Sí, tío, como una inseparable amiga.

—Vale, gracias, hablamos en otro momento —le dije desesperanzado.

—Hasta luego, Marquitos —dijo dando un sonoro beso—. Un besabrazo.

—Un besa… —le dije a la nada, Bruno ya no estaba.

Pensé en la palabra que había utilizado para despedirse. Un «besabrazo». No lo recordaba hasta que se lo escuché decir. Así nos despedíamos de niños. Un beso y un abrazo, todo en la misma palabra, dijo cuándo se lo inventó. La siguiente semana todos los niños del pueblo nos despedíamos de esa manera. Mi hermano siempre fue el chico popular, el que contaba los chistes más graciosos, al que mejor se le daba el skate y el que primero se desvirgó en el arte del beso. Cómo lo envidiaba. Quería ser cómo él ¿Quién no querría parecerse a su hermano mayor? Se le daba bien todo lo que se proponía. Siempre despuntó en los idiomas, de ahí que se fuera del país a estudiar y a los pocos años cruzara el charco con una suculenta oferta de trabajo bajo el brazo.

Me sentí un poco mal por no recordar a qué se dedicaba. Bruno ganaba un buen sueldo, estaba casado y tenía un hijo precioso al que yo no conocía. Cada año le juraba que compraría un billete de avión y que cruzaría el charco para conocer a su familia, sin embargo siempre pasaba algo que me lo impedía. Al principio, Bruno me llamaba cada navidad para pedirme que fuera a verlos. Supongo que después de tantas negativas se cansó de insistir y me dio por perdido. Al final, ni en el entierro de nuestro padre conseguiríamos vernos. Aun así, me consolaba pensar que seguíamos teniendo una buena relación.

Me dirigí al bar de Héctor para tomarme una copa. Tal vez fueran dos. Mañana sería el velatorio de mi padre y no podría dormir estando sobrio.

Translúcido

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