Читать книгу La dicha de la verdadera meditación - Jeff Foster - Страница 7
EL DESCUBRIMIENTO DE LA
VERDADERA MEDITACIÓN
ОглавлениеAntes que nada, me gustaría compartir contigo parte de mi historia personal. Es una historia que empieza con la muerte y termina con la vida y cuenta el descubrimiento de la verdadera meditación: no por medio de libros, maestros espirituales o clases de meditación, sino a través de la muerte y el renacimiento, de aventurarme en mi propia oscuridad, de estar a un solo paso del suicidio y la autodestrucción, de atravesar el velo de la mente dual y alcanzar una Luz interior inextinguible. Una Luz que había estado ahí todo el tiempo: la Luz de la meditación, la Luz de la Unidad, la Luz de mi verdadero ser.
Quizá mi historia no sea tan distinta de la tuya. Creo que, en última instancia, todos estamos inmersos en el mismo viaje de regreso a casa, de vuelta al momento presente, al aquí y ahora.
Desde que tengo memoria, siempre he creído que había en mí algo que estaba «mal». Me sentía enfermo, roto y horrible por dentro; indigno de recibir amor, un error como ser humano, un individuo dañado y sin redención posible, sin esperanza. El terror a ser abandonado (y a la muerte misma) me calaba los huesos y hacía que tuviese miedo de vivir, que me sintiese azorado y avergonzado al hacerlo. Caminaba por las calles encorvado, ocultando el rostro. Nunca establecía contacto visual con nadie durante más de un breve instante, pues estaba convencido de que quien viese lo que era de verdad saldría despavorido de puro horror y repugnancia.
Me encontraba exhausto todo el tiempo, con un cansancio antiguo que sentía en un nivel muy profundo de mi alma. Me pasaba las vacaciones escolares escondido en mi habitación, recurriendo a los videojuegos, las películas o la comida para no pensar, y, en términos generales, anhelando una vida diferente. Tenía dolores, tensiones y contracturas por todo el cuerpo; un cuerpo al que consideraba mi enemigo y que me causaba repulsión.
Tuve ataques de pánico que mantuve en secreto y de los que jamás le hablé a nadie. Tenía pocos amigos, nadie con quien poder hablar de verdad. Sufrí mucho acoso escolar y, en los recreos, me escondía en los baños del colegio. Llegaba a casa empapado en sudor y me atiborraba con chocolate y hamburguesas de microondas para tratar de mitigar el dolor. Incluso en los días más calurosos del verano me ponía muchas capas adicionales de ropa para, de este modo, absorber la excesiva transpiración que me producía la ansiedad.
No tenía idea de si era hombre o mujer, heterosexual o gay, humano o animal, santo o asesino. Tal vez en algún lugar alguien cometió un tremendo error y yo había nacido en el momento y el planeta equivocados, orbitando un sol que no me correspondía. A veces ni siquiera sabía si estaba vivo o muerto. Para mí, mi identidad era un enorme signo de interrogación, y eso me inquietaba hasta los tuétanos.
A medida que me fui haciendo mayor, la necesidad de morir fue creciendo conmigo. A menudo fantaseaba con matarme, con destruir el mundo, o con hacer ambas cosas a la vez. Una pena y una rabia muy antiguas hervían en mi interior, pero yo me limitaba a tratar de insensibilizarme ante esos sentimientos y poner cara de valiente. Me fue muy bien a nivel académico y en el colegio muchas veces era el mejor de la clase. A los dieciocho me aceptaron en la Universidad de Cambridge, lo que supuso un gran honor para mi familia. Yo fingía ser feliz, estar satisfecho, sentirme pleno, tranquilo y complacido: era el arquetipo mismo del «buen chico». No mostraba nada al mundo que pudiese reflejar la auténtica profundidad de mi desesperación.
En los breves momentos de calma que disfrutaba durante el día y en las pesadillas que tenía mientras dormía, escuchaba los alaridos de monstruos que gemían desde lo más profundo de mi ser, gritos terriblemente angustiosos de seres olvidados que había relegado a las tinieblas, partes abandonadas de mi propia psique que desde el inframundo reclamaban mi amor, mi ayuda y mi atención.
Había renunciado a todos mis sueños y todas mis esperanzas. Desde pequeño, siempre había querido contar historias, hacer películas, crear obras que sirviesen de inspiración a los demás, tal vez incluso que cambiasen el mundo, pero estaba petrificado por el miedo al fracaso y el rechazo y por el gran temor que me producía que otros pudiesen ver mi vergonzoso interior, así que bloqueé todas estas pasiones creativas por el riesgo que suponían. Vivía fuera de mi cuerpo y fuera del momento presente; estaba inmerso en el fantasioso mundo de la mente conceptual ligada al tiempo, en ensueños y pesadillas, en filosofías complicadas y mundos distantes, en pasados y futuros... Y siempre, constantemente, lamentándome de cosas pasadas o anticipando lo que podría ocurrir en el futuro. Era un apátrida, un destituido, un sintecho. Estaba totalmente enajenado de mi verdadero santuario, de mi auténtico refugio. Me había separado de Dios, me había alejado de la Fuente de la Vida, estaba completamente desligado de la Madre Divina.
Me dolía desde lo más profundo de mi soledad cósmica el no ser capaz de encontrar el modo de extinguirme.
Más adelante llegué al punto de querer suicidarme. Parecía ser la única solución al imposible problema de vivir. Me sentía exhausto (mucho más allá de mi capacidad de tolerancia) y estaba más que cansado de fingir, de tratar de «encajar», de vivir en un mundo que era incapaz de verme, o que no quería verme tal como era. Había algo en mí que tan solo quería descansar del agotador e interminable proyecto de «ser una persona en el mundo».
Por supuesto que, en realidad, no quería morir. Secretamente, tenía unas enormes ganas de vivir. Sencillamente no sabía cómo hacerlo. Nadie me había enseñado.
Creía que la muerte física era la única manera de avanzar, el único camino posible.
Me sumí en una oscuridad muy profunda.
✣✣✣
Y luego, un día cualquiera, todas mis defensas contra la vida, toda mi resistencia a estar vivo, todas mis protecciones condicionadas contra el dolor y el placer de la experiencia cruda empezaron a resquebrajarse.
Todo el material inconsciente reprimido, todos los pensamientos, sentimientos y deseos que había estado conteniendo para parecer «normal» y «civilizado», empezaron a filtrarse por las grietas, después a manar a chorro y, finalmente, a desbordar en un mar de percepción consciente. La caja de Pandora había saltado en pedazos dentro de mí. Ya no podía seguir huyendo de mi propia oscuridad interior, ya no podía alejar de mí la vida y buscar refugio en la mente conceptual, pues ya no había ningún refugio seguro que encontrar ahí. Estaba siendo llamado a confrontar la vida, a mirarla de cara y abrirme a ella. La alegría, el terror, la rabia, los abrasadores sentimientos de abandono reprimidos desde la infancia, oleadas y más oleadas de dolor y desgarro indescriptible... Ya no podía seguir escapando de todas estas cosas. Los traumas se habían desatado en mi interior con toda su crudeza. Todo lo que hasta entonces había estado conteniendo ahora manaba precipitadamente hacia mí ¡como un imparable torrente de vida! Pensé que iba a morir, pues estaba convencido de que no sería capaz de tolerar la intensidad de todo esto ni un segundo más.
Pero no morí. De hecho, estaba empezando a sanar. Aquel infeliz «yo» de siempre estaba empezando a desmoronarse. Mi «no» a la vida ardía en llamas, se consumía, y mi verdadero yo comenzaba a cobrar vida. Desde lo más hondo de mi ser, algo estaba empezando a decir «sí»: «sí» a estar vivo, «sí» a no saber, «sí» a la alegría y al dolor de la existencia, «sí» al caos y la confusión que implica existir como un ser humano imperfecto, «sí» a la oscuridad y la luz. ¡«Sí» a todo!
Durante las semanas y meses que siguieron salí de la mente y entré en el corazón. Entré en contacto con la Presencia, el Ahora, una profunda e intensa Unidad con todas las cosas. Respiraba. Volvía a ser capaz de sentir el corazón, de sentir los rayos del sol que caían sobre mi rostro, de escuchar nuevos sonidos, de saborear de verdad lo que comía, de contemplar nuevos horizontes y nuevas posibilidades, de percibir nuevas sensaciones recorriendo mi cuerpo... Me sentía como un bebé, como alguien que estuviese experimentando el mundo por primera vez. En ocasiones esta sensación de estar vivo era tan intensa que pensaba que me mataría, que me dañaría de algún modo, que no podría manejarla, o que tal vez haría que me precipitase en una espiral descendente hasta un vacío del que nunca sería capaz de escapar.
Pero los sentimientos siempre son seguros. Son nuestras defensas las que nos causan tanto sufrimiento.
Lo diré una vez más. Nuestros sentimientos, por muy intensos que sean, son seguros. No son ellos los que nos causan tanto dolor y tanto sufrimiento, son las tensiones añadidas que desarrollamos en torno a nuestros sentimientos humanos, el hecho de negarlos y rechazarlos, nuestros esfuerzos inconscientes por destruirlos, aniquilarlos y purificarlos, el avergonzarnos de nuestra vulnerabilidad y el hecho de asfixiar a nuestro niño interior.
Instintivamente, comencé a «respirar a través» de todos mis sentimientos, pensamientos y deseos «insoportables». Si iba paso a paso, momento a momento, era capaz de soportar estos «monstruos», de sobrevivir a ellos, tolerarlos, permitirlos, e incluso de hacerme su amigo. Y cuando no podía permitirlos, cuando la resistencia que mostraba ante ellos parecía ser demasiado grande, cuando sentía una rabia volcánica en mi interior, cuando el dolor llegaba en oleadas y parecía que iba a partirme en dos, sentía que algo más grande o más elevado se encargaba de sostener estas emociones, de dejarlas ser; se trataba de algo antiguo, intenso, infinito, eterno, lleno de amor y totalmente incognoscible para la mente. Lo cierto es que era capaz de soportar incluso los momentos que me parecían absolutamente insoportables. Había algo en mi interior que era indestructible, algo que no podía morir. Era tierno, vulnerable, receptivo y estaba radicalmente abierto, pero también era más fuerte, más sólido y más valioso que el diamante más precioso y más resplandeciente que mil millones de soles. Estaba empezando a descubrir mi verdadera naturaleza; quién era realmente antes de que me enseñaran a desconfiar de mí mismo, antes de que me inculcasen todos esos condicionamientos de miedo y de odio, antes de la Caída. Estaba descubriendo mi verdadera identidad como la Presencia-Conciencia misma, como la luz que nunca se apaga, como el amor que nunca muere; el gran fuego inextinguible que llevamos en nuestro interior.
Una nueva esperanza estaba surgiendo en el núcleo mismo de mi herida de separación, culpa, vergüenza y abandono; la no-dualidad estaba emergiendo en el corazón de la dualidad; una nueva vida nacía en medio de la oscuridad, en el vientre de la bestia; una resurrección, un perdonar, una segunda oportunidad, un nuevo comienzo.
Había días que temblaba y convulsionaba del miedo que sentía; todo el miedo que nunca antes me había permitido sentir. Ahora, en lugar de alejarlo de mí, dejaba que me inundase, que circulase libremente por mi ser. Otros estallaba y soltaba toda mi ira a los cielos, los océanos y las montañas. Pronunciaba todas las palabras del niño interior que nunca antes había tenido voz; palabras que no eran «agradables», ni «espirituales», ni «amables», sino crudas, feroces, salvajes, auténticas y llenas de emociones. ¡Qué maravilla escucharme a mí mismo pronunciando al fin palabras auténticas, expresando mi verdad! Me pasé casi un año llorando a diario, dejando salir todas las lágrimas que nunca había podido llorar de niño, todas las lágrimas que había reprimido para no disgustar ni enfadar a nadie. A veces me reía como un bebé, me dejaba llevar por la risa tonta, a menudo sin razón alguna, hasta que casi no podía respirar. También hubo ocasiones en las que sentía una dicha extática y, al mismo tiempo, una terrible desesperación. ¡Me había convertido en un glorioso caos!, ¡en un embrollo salvaje, inconsistente, impredecible e incontrolable! Ahora había tanto espacio en mi interior, tanta vida... Tanto, tantísimo espacio. A veces toda esta energía liberada que fluía por mi interior me hacía pensar que me estaba volviendo loco. Hubo días en los que pensé en ingresar voluntariamente en un hospital psiquiátrico, pero quizá tengamos que volvernos «locos» para poder sanar. Tal vez la «normalidad» o la «conformidad» había sido la enfermedad que había estado sufriendo durante toda mi vida. Tal vez la camisa de fuerza de la «adaptación» por fin estaba ardiendo en llamas gracias a esta fiebre sanadora. Además, estaba aprendiendo a confiar nuevamente en mí mismo, a permanecer cerca de mi propia experiencia, sin juzgarla, sin tratar de arreglarla, sin tan siquiera intentar librarme de ella.
Estaba aprendiendo verdadera meditación del maestro de meditación más feroz y despiadado de todos: la vida misma.
Sobreviví a este proceso de muerte y renacimiento y empecé a ser capaz de tolerar pensamientos y sentimientos que antes me resultaban completamente insoportables. Recuperé nuevas fuerzas, encontré en mi propio interior un nuevo valor y empecé a descubrir una serie de recursos internos con los que no sabía que contaba.
Empecé a enamorarme nuevamente de la vida en este extraño planeta llamado Tierra. De la vida en su totalidad, de las alegrías y también de las penas, el aburrimiento, la confusión, la frustración, las dudas, los anhelos, la soledad... Ahora todo era sagrado. Todo lo amaba, todo me resultaba profundamente fascinante, como lo había sido en mis primeros años de infancia. Ya no quería liberarme de mis propios sentimientos; quería sentirlos todos, experimentarlos todos, saborearlos todos. Mis pensamientos ya no me asustaban. Deseaba idear universos, crear galaxias enteras con la imaginación. Volvía a ser un artista, como lo había sido cuando era muy joven y estaba enamorado de la totalidad de la creación, cuando veía la vida con nuevos ojos, unos ojos llenos de inocencia y asombro. Me había convertido en un vasto océano de Conciencia, había aprendido a amar todas las olas de los pensamientos, los sentimientos, las sensaciones...
Quería estar roto y unificado al mismo tiempo. Quería lo positivo de la existencia, pero también lo negativo. Quería la dicha, pero también la congoja y la angustia. Quería la expansión, pero también la contracción. Quería las «cimas», pero también los «valles» de la vida. Quería el deseo y la falta de deseo. Quería sentir y también sentir la ausencia de sentimientos. Deseaba ansiosamente todas las polaridades del ser, el yin y el yang, la comedia y la tragedia, la agonía y el éxtasis, la tormenta y el sol resplandeciente, los defectos y las imperfecciones y la insoportable perfección que todo lo envuelve. Quería mi ser en su totalidad, el desastre y el milagro, la suciedad y las estrellas. Quería integridad, completitud, plenitud. Sí, no felicidad, sino plenitud, un don mucho más valioso que la limitada noción mental de la felicidad.
✣✣✣
Día a día, momento a momento, aliento a aliento, empecé a mostrarme a los demás, a dejar que me viesen por completo, que contemplasen todo mi ser.
Comencé a decir mi verdad. Temblando, sudando, con el corazón latiendo a cien por hora, a veces con la boca seca, otras con sensación de náuseas, abochornado y avergonzado de expresar mi verdad, pero, aun así, diciéndola. Mi verdad, esa verdad cruda, salvaje, confusa e incómoda.
Algunos «amigos» desaparecieron. Otros siguieron estando ahí. Entraron en escena nuevos amigos, nuevos «familiares», una nueva tribu que quería al nuevo yo en todo su divino caos. Querían que dijese cosas incorrectas, que cometiese errores, que mostrase mis extraños e incómodos sentimientos, que pronunciase palabras inconvenientes... E intentar amarme por todo ello, amarme tal como era.
En algún momento del proceso encontré el valor necesario para empezar a escribir sobre mi «despertar» –sobre mi baile con la muerte, la entrega a la vida y la pérdida de «mi antiguo yo»; mi senda sin senda hacia el lugar en el que siempre había estado–. Palabra a palabra, línea a línea, párrafo a párrafo, comencé a expresar por escrito mi más profunda verdad espiritual. Al principio temblaba de miedo (a fin de cuentas, no era escritor, y muchas veces no tenía ni idea de lo que estaba escribiendo ni de cómo ponerle palabras a esta experiencia preverbal del amor que sentía por toda la creación), pero había algo dentro que mí que me iba guiando, una especie de fuerza benévola ancestral que iba poniendo en mis manos el lenguaje necesario, que iba esculpiendo palabras en silencio y me hacía seguir adelante. Primero apareció un blog, luego un libro, y un buen día me vi delante de un pequeño grupo de personas en la sala de estar de alguno de ellos hablando sobre lo que había descubierto: la Presencia, la Profunda Aceptación, esta realidad no-dual, este espacio amoroso en el que todos los pensamientos y sentimientos son absolutamente divinos, en el que incluso el deseo de morir está impregnado de inteligencia, de conciencia, de vida. ¡Yo, que había sido la persona más acobardada de la tierra, compartiendo con otros desde lo más profundo de mi corazón! ¡Qué inesperado!
Al poco ya estaba hablando ante miles de personas por todo el mundo en encuentros y retiros, en conversaciones individuales e incluso en transmisiones online, sin saber nunca qué diría, pero confiando en esta voz interior de todos modos; sin saber nunca qué enseñar o cómo ayudar, pero dejando que esta antigua enseñanza fluyese a través del canal abierto y transparente que yo mismo era. Sin plan establecido, sin tener ni la más mínima idea de lo que estaba haciendo, paso a paso, momento a momento, el camino se iba desplegando ante mí, y así nació el papel de «maestro». Aunque en realidad yo nunca me he visto a mí mismo como un maestro, sino más bien como un amigo y un aliado; alguien que no trata de arreglarte o de curarte, alguien que solo quiere conocerte y recibirte tal como eres, alguien que está aquí para recordarte algo que siempre has sabido.
Así que ahora me veo en este momento, escribiendo estas palabras para ti, querido lector, en una transmisión que va directamente de mi corazón al tuyo. Ha sido un viaje verdaderamente épico: el retorno a la absoluta sencillez de este momento, al Jardín del Edén, a este momento único e irrepetible de la vida, al lugar en el que vivíamos antes de que nos desviásemos inocentemente y cayésemos en las penurias del tiempo. A través de mis propios despojos, a través de las aguas fecales del inframundo, pasando por las puertas del terror y de la muerte del ego, para, finalmente, regresar al eterno Ahora. Cuanto más he aprendido a abrazar y calmar mis propios sentimientos de dolor, felicidad, soledad, ira, miedo, mis extraños, salvajes e incontrolables deseos, cuanto más he aprendido a abrazarlos, a ofrecerles mi amistad, a amar todas las enloquecidas voces de mi cabeza (sin confundirlas con la realidad), más capaz he sido también de aceptarlos y no temerlos en los demás, en ti, y por lo tanto de poder estar presente contigo y no intentar arreglarte, sino amarte, exactamente como eres. Tus anhelos son mis anhelos. Tus miedos también han recorrido mi ser. Tu dicha y tu desesperación me conmueven profundamente; aquí, me resultan sumamente familiares. Reconozco con claridad todas esas preguntas que te queman por dentro. Sé que son totalmente honestas. Tus dudas y tus incertidumbres resplandecen llenas de vida.
Al abrirme a mi propio dolor he descubierto también una gran compasión hacia la humanidad. Al ser capaz primeramente de tener compasión por mí mismo, he encontrado una gran compasión por los demás.
En todos mis conflictos, en todas mis luchas internas, nunca, ni por un solo instante, he estado solo. Nunca hubo nada «malo» en mí, nada «defectuoso», ni tampoco hay nunca nada «malo» en ti. No nacemos en el pecado, sino tan solo en el olvido. Nos enseñan a odiarnos a nosotros mismos, pero podemos desaprender esta forma de autoagresión. Podemos recordar, deshacer el olvido, despertar a lo que siempre supimos. Podemos curarnos del más profundo odio hacia nosotros mismos y del miedo a vivir. Podemos recuperarnos incluso de la más horrible depresión. En el corazón mismo de nuestra desesperanza se encuentra la semilla de una nueva esperanza, no arraigada en la mente y sus imágenes, sino en la realidad de la Presencia misma.
El viaje de la sanación no tiene que ver con «deshacernos» de las cosas que no deseamos, con desprendernos de todo el material «negativo» que hay dentro de nosotros y purgarnos hasta que alcancemos un «estado sanado» perfecto y utópico. No. Esa es solo la versión mental de la sanación, pero la sanación no es un destino. La verdadera sanación implica llenar de amor, presencia y comprensión ese mismo material «no deseado» que hay en nuestro interior; implica penetrar con una conciencia compasiva y misericordiosa en nuestras sombras más profundas, en nuestros dolores físicos y emocionales, en esas regiones ante las que hemos retrocedido por miedo y aversión; implica sentir una curiosa atención por el momento presente y volver a habitar en esas regiones rechazadas, no aceptadas, olvidadas y temerosas, en esos reinos del cuerpo y la mente que han quedado abandonados. Porque aquello a lo que prestamos atención, podemos amarlo.
Lo que vemos como «erróneo» o «defectuoso» dentro de nosotros (nuestros miedos, nuestras dudas, nuestra soledad) no es más que una parte de nuestro ser que reclama nuestra atención y nuestra ternura, como un bebé que grita y llora cada vez más fuerte hasta que consigue lo que quiere: amor. Es el amor (tierno, amable, atento, sin juicios, una conciencia cálida y curiosa) lo que realmente sana incluso nuestras heridas más profundas. A lo largo de este libro te invito de diversas maneras, por medio de las palabras y de los silencios que quedan entre ellas, a que regreses a esta vulnerabilidad, a esta ternura, a que recuperes esta forma suave y honrosa de reencontrarte contigo mismo, a que retornes a este amor radical hacia ti mismo, un amor hacia ti mismo que es sinónimo de meditación.
Si ya sigues alguna clase de práctica formal de meditación, espero que las reflexiones que encontrarás en las siguientes páginas te inspiren y te ayuden a profundizar en tu práctica (y, tal vez, también a ser consciente de algunos aspectos que has pasado por alto). Si, por el contrario, la meditación es algo nuevo para ti, si no has meditado nunca antes, ¡estupendo! A decir verdad, en esto de la meditación todos somos principiantes, porque la meditación tan solo significa mirar con nuevos ojos, ser consciente y estar despierto a lo que es, impregnar de atención plena nuestra experiencia encarnada, y esto solo puede suceder en la inmediatez y la novedad del momento presente.
Puedes dejarte caer confiadamente en el espacio que te ofrece la meditación dondequiera que estés y sea lo que sea que estés haciendo; en el autobús o en el tren, descansando con las piernas cruzadas y los ojos cerrados en la sala de estar de tu casa, caminando por el bosque o por un centro comercial, sentado en un banco del parque o en la sala de espera del médico... Puedes practicar solo o con otros. En cada momento de tu vida existe siempre la maravillosa posibilidad de aminorar la marcha, de disminuir la velocidad, respirar profundamente y sentir curiosidad por el lugar que ocupas. Es una oportunidad para empezar de nuevo, para ver la vida a través de los ojos del no-saber, para dejar de pensar en tu vida en abstracto, para dejar de buscar otro estado o experiencia u otro sentimiento, para dejar de correr apresuradamente hacia el momento siguiente y experimentar de verdad este instante único de la existencia.
Viajemos juntos ahora, de vuelta a la abundancia y la riqueza de la vida ordinaria. Paso a paso, respiración a respiración, latido a latido, a través de nuestros gozos y alegrías, a través de nuestros dolores, angustias y quebrantos, de nuestras depresiones, añoranzas y éxtasis, a través de nuestras heridas más profundas, a través de las grietas que llevamos en el corazón, dejando atrás cualquier idea sobre cómo «deberíamos» ser, desprendiéndonos de todas las guías, los libros de autoayuda y los libros sagrados de otros, incinerando todos esos mapas de la realidad de segunda mano que hemos heredado e iluminando con amor nuestra propia experiencia auténtica y de primera mano, en tiempo real, con el fuego de la conciencia presente.
Esta es la verdadera meditación, la clase de meditación que puede salvarte la vida:
Pura fascinación con este momento, exactamente tal y como es.
Si nos aquietásemos
y estuviésemos lo suficientemente preparados,
en toda frustración encontraríamos
algo bueno y positivo que la compensaría.
Henry David Thoreau