Читать книгу Entre el deseo y el temor - Jennie Lucas - Страница 5
Capítulo 1
ОглавлениеPÁNICO. Terror. Amargo remordimiento.
Todo eso sentía Rosalie Brown mientras miraba su abultado vientre. Estaba embarazada de siete meses y había pensado que podía hacerlo, que podía ser madre de alquiler para una pareja sin hijos. Se había convencido a sí misma de que cuando todo terminase sería capaz de poner al bebé en brazos de otras personas.
Pero se había engañado a sí misma.
Durante los últimos siete meses, mientras el bebé crecía en su interior, lo había sentido moverse y se había acostumbrado a hablarle en voz baja mientras paseaba por la bahía de San Francisco, mañana y tarde, lloviese o hiciese sol. Y mientras la niebla del invierno daba paso al sol primaveral, se había enamorado de aquel bebé.
En secreto.
Estúpidamente.
Cuando vio el anuncio de la clínica de fertilidad buscando madres de alquiler estaba en una situación difícil. Con el corazón roto, incapaz de volver a casa y, sin saber qué hacer con su vida, el anuncio le había parecido un milagro.
Sería una ayuda para su economía y, además, haría algo bueno por otras personas. La mejor manera, la única manera, de olvidar su sentimiento de culpa y su dolor.
De modo que había conocido a la futura madre, una bella mujer italiana que, con lágrimas en los ojos, le había contado que su marido y ella anhelaban tener un hijo.
–Por favor –le había rogado–. Usted es la única que puede ayudarnos.
Había firmado el contrato de embarazo subrogado ese mismo día y se había sometido al procedimiento de inseminación artificial. Unos días después, supo que había quedado embarazada. Estaba esperando un hijo que, según el contrato que había firmado, tendría que entregar a la pareja italiana el día que naciese. Tendría que renunciar a un hijo al que no solo llevaba en su vientre sino con el que estaba emparentada biológicamente.
Había cometido un terrible error.
Sí, había concebido al bebé en una clínica de fertilidad y no conocía al padre, pero era su hijo.
Había intentado hacerse a la idea de que el bebé no era hijo suyo en realidad. Se decía sí misma que el bebé era de Chiara Falconeri y su marido, Alex.
Era hijo de los Falconeri, no suyo.
Pero su cuerpo, su corazón y su alma estaban en violento desacuerdo y, por fin, no había podido soportarlo más.
Se había hecho el pasaporte y, en un momento de locura, había comprado un billete de avión con destino a Venecia. ¿Pero cómo iba a convencer a la pareja italiana de que rompiesen el contrato y la dejasen quedarse con el bebé?
–¿Signora?
Un sonriente joven italiano con camiseta de rayas le ofrecía su mano para salir del vaporetto que los había llevado por la laguna desde el aeropuerto Marco Polo. Su vestido amarillo estaba arrugado después de un viaje de catorce horas y el ferry se balanceaba bajo sus pies. O tal vez estaba mareada por el estrés y la falta de sueño.
–¿Quiere que la ayude con la bolsa de viaje? –le preguntó el joven.
–No –respondió ella, colgándose la bolsa al hombro–. Grazie.
–Ciao, bella.
Rosalie esbozó una sonrisa. Ella no era bella. Los hombres italianos debían llamar así a todas las mujeres como un gesto de simpatía o de respeto, pensó, mientras pasaba frente a encantadoras terrazas y tiendas de objetos de cristal y máscaras venecianas.
Venecia, la ciudad de los sueños. La Serenissima.
Ella había crecido en una granja al norte de California antes de mudarse a San Francisco para trabajar como recepcionista. Nunca había imaginado que algún día viajaría a Europa y estaba abrumada por aquella maravilla renacentista. Los preciosos edificios, que tantas veces había visto en el cine, los románticos y pintorescos balcones, los canales brillando como diamantes bajo el ardiente sol italiano.
Rosalie sacudió la cabeza. ¿Qué le importaba todo aquello? Estaba allí por una sola razón: para reclamar a su hijo.
Tenía que convencer a los Falconeri de algún modo. Tenía que hacerlo.
Siguiendo las indicaciones del callejero, se apartó de los turistas que iban hacia la plaza de San Marcos y tomó una callecita estrecha hacia la dirección que aparecía en el contrato, la Piazza di Falconeri.
Poco después, se detuvo frente a una verja de hierro forjado. Tras la verja podía ver un patio lleno de árboles y, tras ellos, un precioso palazzo. Aquel era el sitio.
Armándose de valor, Rosalie pulsó el timbre.
–Si? –respondió una fría voz masculina.
–Quiero ver al señor y la señora Falconeri, por favor.
–Al señor Falconeri, querrá decir –replicó el hombre, con un acento que le recordaba al del mayordomo de Downton Abbey–. ¿Tiene cita?
–No, pero estoy segura de que querrán verme.
–¿Y cuál es su nombre?
–Rosalie Brown. Soy la madre subrogada de su hijo –respondió ella. Silencio al otro lado–. ¿Hola? ¿Sigue ahí? Por favor, he venido desde California para hablar con ellos. Tengo que explicarles…
La verja se abrió con un zumbido metálico y Rosalie entró en el silencioso patio, tan distinto a las abarrotadas calles venecianas. Oyó cantar a un pájaro mientras se dirigía hacia una puerta de madera labrada, frente a la que esperaba un anciano de gesto altivo y espesas cejas blancas.
–Puede pasar –le indicó, mirando su abultado abdomen con gesto de sorpresa.
–Gracias –dijo Rosalie, entrando en el fresco vestíbulo–. ¿Es usted el señor Falconeri?
El hombre hizo una mueca.
–Soy Collins, el mayordomo. Empleado del conte di Rialto.
–¿Conte? –repitió ella, desconcertada.
–Alexander Falconeri es el conte di Rialto, señorita. Qué extraño que no sepa quién es si está esperando un hijo suyo –dijo el mayordomo, con tono escéptico.
–Ah.
Genial. De modo que el padre de su hijo era un aristócrata. Lo que necesitaba para sentirse aún más insegura.
Levantando la cabeza, Rosalie admiró los frescos en el techo y la impresionante lámpara de araña.
–Por aquí, señorita Brown.
El mayordomo la llevó por un ancho pasillo hacia un salón con molduras doradas, muebles estilo Luis XIV y enormes ventanales sobre el canal.
–Espere aquí un momento, por favor.
Cuando el hombre desapareció, Rosalie miró alrededor sin saber qué hacer. Un palacio como aquel era algo completamente extraño para ella, que compartía un diminuto apartamento con otras tres chicas. Y antes de eso, la granja de su familia en el norte de California, con una casa abarrotada de muebles viejos.
Y todo altamente inflamable además…
Pero no podía pensar en eso ahora, se dijo, angustiada.
Suspirando, miró el cuadro sobre la chimenea. El hombre del retrato, sin duda un antepasado del señor Falconeri, parecía mirarla con más desdén que el mayordomo.
«Este no es tu sitio», parecía decir, con una sonrisa desdeñosa.
Y Rosalie estaba de acuerdo. No era su sitio y tampoco el de su hijo. No iba a dejar que el niño fuese criado en aquel mausoleo.
Había descubierto recientemente que el embarazo subrogado era ilegal en Italia. Un hecho que Chiara y Alex Falconeri debían conocer. Por eso decidieron contratar a una madre de alquiler en California…
–¿Quién es usted y qué es lo que quiere?
Rosalie se dio la vuelta para mirar al hombre vestido de negro que acababa de entrar en el salón. Era alto, atlético, de hombros anchos. Tenía el pelo oscuro, algo despeinado, y el brillo de sus ojos negros hacía que le temblasen las rodillas.
–¿Es usted Alex Falconeri?
–No ha respondido a mi pregunta –replicó él–. ¿Quién es usted? ¿Qué es esa ridícula historia que le ha contado a mi mayordomo?
Ella frunció el ceño, sorprendida. ¿No sabía quién era? ¿Cuántas madres de alquiler habían contratado?
–Soy Rosalie Brown.
–Muy bien, Rosalie Brown –repitió él, con tono burlón–. ¿Esto es una especie de broma? ¿De verdad afirma estar esperando un hijo mío?
–Usted sabe que es así.
–¿Y cómo es posible? –preguntó él, cruzándose de brazos–. Nunca le fui infiel a mi mujer. Ni una sola vez.
–Pero vi su firma en el contrato de embarazo subrogado –dijo Rosalie.
–¿Qué contrato? ¿De qué está hablando?
Ella lo miraba, atónita. ¿Era posible que no lo supiera?
–Su mujer, la señora Falconeri, me contrató en una clínica de fertilidad de San Francisco el pasado mes de noviembre. Según ella, usted estaba demasiado ocupado para viajar hasta allí, pero me contó que eran una pareja feliz y que solo necesitaban un hijo para que su felicidad fuese completa.
–¿Chiara le dijo que éramos felices? –replicó él, mirándola con gesto de incredulidad–. No puede estar hablando de mi esposa. Ella jamás hubiera dicho eso.
–Me dijo que un hijo era lo que más deseaban… pregúntele a ella –sugirió Rosalie–. Ella fue quien se puso en contacto conmigo y…
–No puedo preguntarle nada –la interrumpió él–. Mi esposa murió en un accidente de tráfico hace cuatro semanas.
Rosalie se quedó helada. ¿Chiara Falconeri había muerto?
–Lo siento mucho… –empezó a decir, nerviosa.
–Murió en el coche con su amante –la interrumpió Alex Falconeri–. Por eso sé que todo lo que está diciendo es mentira.
Esa ridícula historia no podía ser cierta. Ni siquiera Chiara habría hecho algo así. Engendrar un hijo gracias a una madre de alquiler sin decirle una palabra.
Era imposible.
¿O no?
Aquella joven decía haber quedado embarazada en una clínica de fertilidad en San Francisco. ¿Cómo podía una clínica americana tener una muestra de su ADN?
Tenía que ser un fraude. Un fraude perpetrado por Chiara, que llevaba dos años pidiéndole el divorcio y la mitad de su fortuna. Él se había negado, por supuesto. No veía razón para aceptar el divorcio y mucho menos para romper el acuerdo prematrimonial y entregarle un dinero que no había hecho nada para merecer. Además, había hecho promesas matrimoniales y un hombre sin honor no era un hombre.
Para él, el matrimonio, feliz o infeliz, era para siempre.
Pero Chiara pensaba de modo diferente. Cuando su padre murió, un año después de la boda, y recibió su esperada herencia, no veía razón para seguir casada con él. Quería ser libre para casarse con su amante, un músico pobre y adicto a las drogas, pero habían derrochado el dinero a manos llenas y la herencia no duró mucho.
Carraro, un hombre casado, había dejado claro que solo una fortuna realmente espectacular podría tentarlo para dejar a su mujer y, de repente, un simple divorcio no era suficiente para Chiara, que había exigido la mitad de su fortuna.
Cuando Alex se negó, Chiara decidió alardear de su aventura con el músico, yendo de fiesta en fiesta, emborrachándose en las discotecas más conocidas de Venecia y Roma. Había hecho todo lo posible para forzar su mano, pero él se negaba a ceder.
¿Por qué iba a hacerlo?
Por fin, desesperada, Chiara había amenazado con chantajearlo; una amenaza a la que no prestó atención porque él nunca la había engañado con otra mujer y nunca había hecho nada ilegal.
Pero un hijo…
Chiara sabía que quería tener hijos. Él era el último de su linaje. Su familia, poderosa durante quinientos años, había quedado reducida a Alex y a un primo lejano, Cesare. Si no tenía descendencia, el título de conte di Rialto moriría con él, pero la posibilidad de tener un hijo era cada día más lejana porque había dejado de tener relaciones con su mujer mucho tiempo atrás.
Había esperado que Chiara recuperase el sentido común, que pudiesen mantener una buena relación. No necesitaba amarla. De hecho, era mejor que no la amase.
Pero Chiara debía saber que si lo sorprendía con un hijo biológico, él estaría dispuesto a darle lo que le pidiese: el divorcio, su fortuna, cualquier cosa para proteger a su heredero.
¿Podría estar diciendo la verdad aquella desconocida?
–Siento mucho lo de su esposa –dijo la joven americana, poniendo una mano en su brazo–. Aunque tuviesen… problemas en su matrimonio, estoy segura de que usted la quería mucho.
Atónito, Alex miró la delicada mano en su brazo. El roce había provocado un escalofrío que se extendía por todo su cuerpo.
¿Por qué reaccionaba así con una extraña?
No había ninguna magia especial, se dijo a sí mismo. Era una reacción instintiva, nada más, porque hacía tiempo que no mantenía relaciones.
Años en realidad. Nunca hubo pasión en su matrimonio, ni siquiera al principio. Había sido un enlace de conveniencia, la unión de dos familias con viñedos centenarios.
Apenas sabía nada de Chiara salvo que era bellísima, que pertenecía a una familia distinguida y que llevaba el viñedo Vulpato como dote.
Las pocas veces que habían hecho el amor había sido algo mecánico, indiferente. Y unos meses después de la boda, ni siquiera dormían juntos.
Eso había sido casi tres años antes.
Era lógico que su cuerpo reaccionase ante el menor roce, pensó.
Alex apartó su mano y vio que ella se ponía colorada. Era muy guapa, con expresivos ojos castaños y el pelo oscuro sujeto en una larga coleta. Llevaba un vestido amarillo que se pegaba a sus curvas de embarazada y tenía unas piernas largas y bien torneadas. No parecía llevar una gota de maquillaje y ni una sola joya.
–Pero… no entiendo nada –empezó a decir ella–. Lo siento mucho. Imagino lo mal que lo está pasando…
–No, no puede imaginarlo –la interrumpió él–. Y yo no sé nada sobre esa clínica.
Rosalie lo miró en silencio durante unos segundos.
–¿Dice que su mujer murió en un accidente?
–Así es –respondió Alex.
«Si se puede llamar accidente a emborracharse con tu amante y conducir por una carretera llena de curvas una noche lluviosa».
–Hace cuatro semanas. ¿No lo sabía? Salió en las noticias.
La muerte de Chiara había sido comentada en todos los medios franceses e italianos. El orgulloso conte di Rialto, que antes de casarse había sido un conocido playboy, abochornado por las públicas traiciones de su esposa, que por fin había muerto con su amante en un accidente. Las revistas de cotilleos no iban a dejar pasar tan jugoso escándalo.
Todos sus amigos y conocidos le habían preguntado por qué no se divorciaba de ella, pero nadie entendía que para él era una cuestión de honor.
«Tu mujer te pone en ridículo continuamente», le decían. «El honor no exige que cumplas las promesas matrimoniales sino que te divorcies de esa fulana».
Alex miró los luminosos ojos de la joven americana, llenos de angustia y compasión.
Era un fraude, tenía que serlo. No podía estar diciendo la verdad sobre el embarazo porque era imposible que una clínica americana tuviese una muestra de su ADN. Tal vez Chiara había encontrado a una actriz embarazada en Los Ángeles y la había convencido para que hiciese esa charada. Tenía que ser eso.
–Espero que le pagase por adelantado –le espetó, con los dientes apretados.
La chica lo miraba con cara de sorpresa.
–¿Qué?
–Chiara la contrató para que viniese a Venecia y dijese estar embarazada de mi hijo, ¿no?
–¿Está diciendo que no me cree?
El temblor en su voz, los ojos empañados…
Era una buena actriz, debía reconocerlo. Tan buena que seguramente la vería en televisión algún día aceptando un premio.
–Claro que no la creo. ¿Cómo iba a concebir un hijo del que yo no sé nada?
–Por inseminación artificial –respondió ella, poniéndose colorada.
–Señorita… ¿cómo ha dicho que se llama?
–Rosalie Brown.
–Muy bien, señorita Brown, le pagaré el doble de lo que le pagó Chiara si admite que está mintiendo. Admita que no soy el padre de su hijo –Alex la miró de arriba abajo–. Eso, si está embarazada de verdad.
–¿Que no estoy embarazada? –exclamó ella, indignada–. ¡Toque esto!
Rosalie Brown tomó su mano y la puso sobre su abultado abdomen. Alex había esperado tocar algo blando, un almohadón o algo parecido, pero apartó la mano con sorpresa al comprobar que de verdad estaba embarazada.
–¿Es un niño o una niña? –le preguntó.
–¿Qué importa eso? Es un niño y nacerá dentro de dos meses. Y usted es el padre.
–Y ha venido a recibir su dinero. Ya estaba embarazada cuando Chiara la contrató, pero ella le prometió una cantidad de dinero si me hacía creer que ese niño era hijo mío –dijo él entonces–. De ese modo conseguiría el divorcio.
–¿Su mujer quería el divorcio?
–Pero cuando descubrió que Chiara había muerto, temió no recibir el dinero prometido –siguió él, como si no la hubiese oído–. Y ahora espera que se lo dé yo, naturalmente.
–¿Qué? ¡No! No me ha entendido, señor Falconeri. No se trata de eso.
–¿Entonces qué es lo que quiere, señorita Brown?
La vio tragar saliva. Tenía unos preciosos y expresivos ojos castaños, profundas piscinas oscuras con puntitos dorados que, por alguna razón, le parecían hipnóticos.
–Quiero quedarme con el niño –respondió, en voz baja–. Por eso he venido, por eso me he hecho el pasaporte y he viajado al otro lado del mundo por primera vez en mi vida. Quiero quedarme con el niño porque es mío, es mi hijo.
Alex la miró sin entender.
–Quiere que le dé dinero…
–Lo único que quiero es a mi hijo –lo interrumpió ella, sacando del bolso un fajo de billetes que puso en su mano–. Este es el dinero que me dio su mujer por el contrato. Está todo, no he gastado un céntimo.
Atónito, Alex miró el fajo de billetes. Parecía una cantidad muy pequeña.
–¿No quiere nada de mí?
Rosalie Brown negó con la cabeza.
–Solo quiero a mi hijo.
–Yo no sé nada sobre ese niño. Es imposible que yo sea el padre, así que márchese.
Esperaba que ella respondiese con palabras airadas, pero en lugar de eso Rosalie Brown lo abrazó con lágrimas en los ojos.
–Gracias –susurró, besándolo en la mejilla–. Muchísimas gracias.
Alex sintió el roce de sus pechos, la caricia de su vientre en la entrepierna. Respiró el aroma de su pelo, a vainilla y azahar, y experimentó una descarga eléctrica por todo su cuerpo, como un estallido de luz y calor tras un largo y frío invierno.
–No sabe lo que esto significa para mí –dijo ella, con lágrimas en los ojos–. Temía hacerme ilusiones para nada –añadió, metiendo la mano en el bolso para sacar un documento–. Por favor, firme esto y envíelo a la clínica de San Francisco para que no me pongan ningún problema. Y gracias, de verdad. Es usted una buena persona.
Después de decir eso salió del salón y Alex se quedó mirándola, atónito. Luego miró el papel que tenía en la mano. Era un documento legal por el que, según las leyes de California, renunciaba a sus derechos parentales sobre el bebé.
¿Por qué no le había pedido dinero? Alex miró el fajo de billetes que tenía en la mano. De hecho, ella le había dado dinero. Nada de aquello tenía sentido.
A menos que su historia fuese cierta.
Pero no podía ser. Porque, aunque Chiara hubiese urdido aquel plan diabólico, ¿como lo había hecho? Era imposible que él fuese el padre de ese niño. La clínica de San Francisco no podía tener una muestra de su ADN.
A menos que…
Alex recordó entonces su visita a una clínica en Suiza, poco después de casarse, cuando aún esperaba tener un hijo con Chiara y se preguntaba por qué no quedaba embarazada.
Se había hecho unas pruebas y había aceptado que se quedasen con las muestras de su ADN para el futuro, por si acaso.
¿Podría ser…?
Sí, pensó entonces, con el corazón acelerado. Su difunta esposa, tan astuta y taimada, debía haber imaginado que pediría una prueba de paternidad y esa prueba demostraría que el bebé era hijo suyo.
Así era como pensaba chantajearlo. Había conseguido las muestras de la clínica suiza y las había enviado a San Francisco.
Esa idea lo dejó helado. ¿Habría encontrado Chiara la forma de vengarse desde la tumba?
¿Sería posible que Rosalie Brown, una mujer a la que no había visto en su vida, estuviese esperando un hijo suyo?