Читать книгу Entre el deseo y el temor - Jennie Lucas - Страница 6

Capítulo 2

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SIGUEN aquí? ¿Por qué no se marchan? –protestaba la tía abuela de Rosalie en la puerta de la cocina, mirando a los turistas que cantaban al otro lado del restaurante.

–Están pasándolo bien –respondió Rosalie, esbozando una sonrisa.

Su tía se volvió hacia ella con las manos en las caderas.

–Ya veo que te hace mucha gracia.

–Lo siento, no puedo evitarlo.

Pero no eran solo las canciones de los turistas lo que hacía sonreír a Rosalie. La verdad era que desde que llegó a Monte Saint-Michel dos días antes no había dejado de hacerlo.

Iba a quedarse con su hijo.

Había pensado que era un sueño imposible, pero ese sueño se había hecho realidad. Podía quedarse con su hijo para siempre, pensó, haciendo un alegre bailecito.

«Somos una familia, cariño. Tú y yo».

–¡No bailes en medio de mi restaurante! –exclamó su tía Odette, escandalizada–. ¿Estás borracha?

–Borracha de felicidad, tatie –respondió ella, dándole un beso en la mejilla.

–Mi hermana no debería haberse marchado a América –protestó su tía, intentando disimular una sonrisa–. ¡No te han enseñado a comportarte!

Rosalie soltó una carcajada. Se alegraba tanto de haber ido a visitarla. Odette Lancel era la propietaria del restaurante de tortillas más popular de Monte Saint-Michel, el pueblo-isla bajo la abadía medieval, una enorme fortaleza construida sobre una roca.

Al principio, Odette no se había mostrado precisamente contenta al ver a su sobrina soltera y embarazada. Había dejado bien claro que, en su opinión, era una tonta por haber quedado embarazada para otra pareja y una ingenua por pensar que podría criar sola a su hijo.

«Un niño necesita un padre y una madre, ma petite», le había dicho. «Tú lo sabes mejor que nadie porque tuviste una infancia feliz. Tus padres se adoraban y te querían con locura».

Recordar a sus padres hizo que Rosalie perdiese brevemente la sonrisa. No quería recordar a sus queridos padres o la felicidad de su hogar perdida para siempre.

Por su culpa.

Chiara Falconeri, la elegante mujer italiana a la que había conocido en San Francisco, también había fallecido. Qué tragedia morir de ese modo, pensó. Y, al parecer, su matrimonio no era un matrimonio feliz en absoluto. Al contrario, era un fracaso.

Chiara había muerto con su amante, engañando a su marido, después de haber engendrado un hijo sin el consentimiento de Alex Falconeri… ¿para obligarlo a divorciarse?

Todo aquello era un desastre y Rosalie se alegraba de poder criar a su hijo lejos de los Falconeri, sin dramas, en un hogar lleno de amor.

–Un niño necesita un padre –le dijo su tía por enésima vez.

–Ya, pero es imposible. El padre de mi hijo es…

«Guapísimo, sexy, poderoso».

Rosalie sacudió la cabeza, intentando apartar esas imágenes de su mente.

–Alex Falconeri está de luto por la muerte de su esposa y no tiene el menor interés en criar a un hijo del que no sabía nada.

–De todas formas, también es responsabilidad suya. Al menos, tendrá que ayudarte económicamente.

–No quiero su dinero –dijo Rosalie, irritada.

–¿Por qué no? –le preguntó su tía, con el ceño fruncido–. Tu sueldo de recepcionista no es una fortuna precisamente.

–No, es verdad, pero tengo el dinero del seguro de mis padres y si vendo la granja…

–¿Vender la granja? –exclamó Odette, escandalizada–. Yo nunca aprobé el matrimonio de mi sobrina con un granjero americano, pero él hablaba de sus tierras con mucho orgullo. La familia de tu padre trabajó esa granja durante generaciones y era tan importante para él como lo es este restaurante para mí. Lo heredé de mi abuelo –dijo su tía, mirando alrededor con gesto orgulloso–. Uno no debe deshacerse de un legado familiar a menos que sea absolutamente necesario.

–Pero la granja ya no existe, tatie. Mis padres han muerto y yo no puedo volver allí. Debo aceptar eso.

–Rosalie…

–Dentro de unos días volveré a San Francisco. ¿Por qué no dejas que te ayude en el restaurante mientras tanto?

No podía haber elegido mejor forma de distraer a Odette, cuyo rostro se iluminó de inmediato. Era temporada alta, de modo que pasó esos días atendiendo a los clientes y disfrutando de la isla, pero al día siguiente debía volver a Venecia y tomar un avión con destino a San Francisco.

Entonces tendría que empezar a tomar decisiones importantes. Porque, evidentemente, no podía criar a su hijo en un apartamento compartido con otras tres chicas. ¿Y podría seguir trabajando como recepcionista cuando las guarderías costaban casi más de lo que ella ganaba?

Aunque quisiera gastarlo, y no era así, el dinero del seguro de vida de sus padres no duraría para siempre, de modo que tendría que vender la granja. ¿Pero de verdad podía venderla?

Suspirando, miró a un grupo de ruidosos turistas americanos que brindaban y cantaban al fondo del restaurante. Todos eran de mediana edad, pero su alegría era contagiosa y Rosalie no podía dejar de sonreír, por mucho que su tía se lo pidiese.

–Diles que se callen, ma petite –le pidió Odette, irritada.

–¿Por qué? –preguntó ella–. No están molestando.

–A mí sí me molestan –insistió su tía–. Son más de las diez y deberían dejar de beber e irse a dormir de una vez. ¿Esperan que los lleve a cuestas al hotel?

–Muy bien. Les diré que vamos a cerrar –dijo Rosalie.

Los americanos, de buen humor, pagaron la cuenta y le pidieron que felicitase a la cocinera por las estupendas tortillas.

–¿Cómo las hace tan esponjosas? –le preguntó una de las mujeres.

–Es un secreto familiar, pero tal vez pueda contárselo: es amor –respondió Rosalie. Los turistas soltaron una carcajada–. No, en serio. Así es como se crea todo lo que es realmente especial en el mundo, con amor.

Tenía que creer eso. A veces, la vida parecía un drama detrás de otro, pero el amor le daba significado y magia a todo.

¿Cómo si no explicar que hubiese quedado embarazada en el momento más terrible de su vida, cuando estaba más desesperada? Ella, que nunca se había acostado con un hombre.

¿Qué otra explicación había para el milagro de poder quedarse con su hijo?

Rosalie sabía que era muy afortunada y pensaba atesorar cada gota de alegría.

Claro que aquello era más que una gota, pensó, poniendo una mano sobre su vientre. Era un océano.

No entendía por qué Alex Falconeri estaba dispuesto a renunciar a su hijo, pero fueran cual fueran sus razones se sentiría agradecida durante el resto de su vida…

–Señorita Brown.

Rosalie se quedó boquiabierta al ver al hombre que acababa de entrar en el restaurante.

Alex Falconeri.

Los turistas americanos estaban despidiéndose, pero ella solo podía mirar al carismático italiano al que creía haber dejado atrás para siempre.

–Señorita Brown –repitió él, con voz ronca.

–¿Cómo… cómo me ha encontrado? ¿Y qué quiere? –le espetó Rosalie, temblando.

–No ha sido muy difícil. Llamé por teléfono hace unas horas y hablé con su tía.

–Con mi…

Rosalie se dio la vuelta para mirar a Odette con gesto acusador, pero su tía se encogió de hombros.

–Es el padre del niño. Como te he dicho muchas veces, también es responsabilidad suya.

–No es verdad –replicó Rosalie, volviéndose para fulminarlo con la mirada–. Usted renunció a sus derechos parentales en Venecia.

Él enarcó las cejas.

–¿Eso es lo que cree?

Sí, eso era precisamente lo que Rosalie había pensado, pero estaba tan asustada que tuvo que apoyarse en la mesa. Solo había una razón para que Alex Falconeri estuviese allí: quería quitarle a su hijo. Y podría hacerlo. Con su dinero y su poder, ¿cómo iba a impedirlo?

–Por favor, déjeme en paz –susurró.

Alex Falconeri iba a decir algo, pero vaciló al ver a su tía.

–Venga conmigo –le pidió, tomándola del brazo para salir del restaurante.

Las calles empedradas de Monte Saint-Michel estaban vacías a esa hora, salvo por el grupo de turistas americanos que se dirigía hacia el hotel.

Alex torció el gesto. No quería que unos extraños oyesen lo que tenía que decirle. Y tampoco su tía, que los observaba desde la puerta del restaurante con ojo de águila.

–Por aquí –le dijo, señalando los escalones que llevaban a la muralla de piedra.

Monte Saint-Michel, que una vez había sido un monasterio-fortaleza y una prisión, parecía embrujado bajo la luz de la luna. No se oía nada salvo el ulular del viento y la agitada respiración de Rosalie, que lo miraba con gesto de angustia. Bajo el delantal blanco, el sencillo vestido negro destacaba sus amplios pechos y el abultado abdomen en el que crecía su hijo.

Su hijo.

Aún no podía creerlo.

Cuando Rosalie Brown se marchó de Venecia dos días antes, Alex había llamado a un investigador privado y a la clínica de fertilidad de San Francisco. Y ahora lo sabía todo sobre ella, desde las notas que había sacado en el colegio hasta la reciente y trágica muerte de sus padres en un incendio.

No podía creer que Chiara hubiera sido tan malvada, tan traicionera. Estaba totalmente decidida a forzar su mano y de no haber muerto en el accidente habría conseguido lo que quería. Porque había encontrado la única cosa más importante para él que su honor. Más importante que su fortuna.

–¿Por qué ha venido? –le espetó Rosalie–. En Venecia me llamó mentirosa y dijo que no podía estar esperando un hijo suyo.

–Estaba equivocado.

Ella dejó escapar una risa amarga.

–Vaya, al menos lo reconoce. ¿Qué le ha dicho a mi tía, que quería compartir la custodia del niño?

–No exactamente –respondió Alex.

En el parapeto de piedra, con el viento moviendo su pelo, parecía una princesa de un cuento de hadas medieval.

Todo aquello empezaba a afectarlo, pensó entonces. Porque la magia no existía. Los cuentos de hadas no eran reales y aquella chica, por guapa que fuese, no necesitaba un caballero que la rescatase. Era una buscavidas que había aceptado engendrar un hijo a cambio de dinero.

¿Pero por qué? Por lo que le había contado el investigador, el dinero era lo último que interesaba a Rosalie Brown. Había recibido múltiples ofertas por la valiosa granja de sus padres en el condado de Sonoma, en California, famoso por sus viñedos. Podría haberla vendido. O podría haberle pedido a él una fortuna dos días antes.

Pero no había hecho nada de eso.

Alex lo sabía todo sobre Rosalie Brown, pero no entendía nada.

–¿Qué es lo que quiere entonces? –le preguntó ella.

–He hecho que te investigasen –respondió Alex, tuteándola por primera vez–. Lo sé todo sobre ti, pero hay cosas que no entiendo.

–¿Has hecho que me investigasen? No tenías ningún derecho…

–¿Por qué aceptaste tener un hijo de una extraña? ¿De verdad lo hiciste por dinero?

Rosalie negó con la cabeza.

–Pensé que podía hacer algo bueno por los demás, algo que compensase por… en fin, cometí un error cuando firmé el contrato. Cambié de opinión casi inmediatamente, pero para entonces era demasiado tarde.

–¿Cómo pudiste creer la ridícula historia de Chiara? ¿Te pareció normal que un hombre estuviese tan ocupado como para no conocer a la madre de su futuro hijo?

–Verás… ella no me dijo eso exactamente –respondió Rosalie.

–¿Qué te dijo entonces?

–Me dijo que eras impotente.

Alex la miró boquiabierto durante un segundo, y después soltó una carcajada. Rio hasta que la desafiante mirada de Rosalie se convirtió en una mirada de asombro y preocupación.

Como si pensara que se había vuelto loco. Y tal vez era verdad.

Alex pensó en los años que había soportado la infidelidad de su mujer, diciéndose a sí mismo que tarde o temprano entraría en razón y podrían retomar su matrimonio.

Impotente.

Casi le hacía gracia lo juvenil y vengativa que había sido, frustrada por no poder salirse con la suya.

–No disfrutaba del sexo con ella, pero no soy impotente.

Rosalie se puso colorada.

–¿No?

–No teníamos una buena relación… en fin, el nuestro fue un matrimonio de conveniencia, pero pensé que sería una compañera práctica y sensata para llevar el negocio y formar una familia. Cuando no quedó embarazada después de unos meses fuimos a una clínica en Suiza para hacernos unas pruebas y el médico dijo que no teníamos ningún problema –Alex hizo una pausa–. Más tarde descubrí que Chiara estaba tomando la píldora sin decirme nada.

–De modo que te mintió –dijo Rosalie.

–Solo se casó conmigo para complacer a su padre. En cuanto él murió y consiguió su herencia, me pidió el divorcio. Cuando me negué, sobornó a un técnico suizo para que enviase las muestras de ADN a la clínica de California.

–¿Todo eso para conseguir el divorcio?

–Para tenerme como rehén –respondió Alex–. Pensaba decirme que había tenido un hijo, al que retendría hasta que le diese lo que quería: el divorcio y toda mi fortuna. Solo así habría conseguido que su amante se casase con ella.

Rosalie lo miraba, boquiabierta.

–¿Qué clase de persona se casa por dinero?

–¿Por qué se casa nadie salvo por razones económicas o para formar una familia?

–Por amor –respondió ella–. Esa es la única razón, ¿no? El amor verdadero dura para siempre, pase lo que pase.

Alex hizo una mueca.

–¿Piensas lo mismo sobre el sexo?

Rosalie se puso colorada.

–Sí, claro –murmuró–. El amor es la base de todo. O debería serlo.

–Eres una romántica –se burló Alex.

–Lo dices como si fuese algo malo.

Porque lo era, pensó él. Pero en aquel parapeto de piedra, frente al mar, oyendo el ruido de las olas y el rugido del viento, experimentaba una extraña sensación, como si estuvieran solos en un mundo de fantasía.

–Pero no entiendo –dijo luego–. Si el amor es tan importante para ti, ¿por qué decidiste tener un hijo a cambio de dinero?

–No era por el dinero sino por amor –respondió ella, con voz estrangulada–. Pensé que si podía hacer feliz a una familia, eso compensaría por… –Rosalie sacudió la cabeza, sin terminar la frase–. ¿Por qué no quedó embarazada tu mujer si no teníais ningún problema? ¿Por qué me arrastró a esta pelea vuestra?

–Chiara no quería estar relacionada biológicamente con el bebé. Al parecer, ni siquiera ella hubiera sido capaz de renunciar a su propio hijo, pero siendo hijo de otra mujer…

–Yo no voy a renunciar a mi hijo. Ni por ti ni por nadie –lo interrumpió ella, llevándose una mano al vientre–. Es mi hijo.

Alex decidió ponerla a prueba de nuevo.

–¿Cuál es tu precio, Rosalie Brown? ¿Cuánto dinero hace falta para que me entregues a mi hijo y desaparezcas de mi vida?

–No hay dinero en el mundo que pueda comprar eso.

–¿Un millón de euros, diez?

–¡Ya te he dicho que no! ¡Déjame en paz! –Rosalie se dio la vuelta, pero él la sujetó por la muñeca.

–No puedo dejarte ir.

–No puedes obligarme a nada –replicó ella, soltándose de un tirón–. El embarazo subrogado es ilegal en Italia.

–Tienes razón, pero eso es irrelevante en este caso. Tú eres la madre y yo soy el padre de ese niño, así que tengo los mismos derechos que tú.

–¡No voy a dejar que mi hijo se críe en ese museo, con un padre que tiene un corazón de hielo! Tu mujer estaba desesperada por librarse de ti. ¿Por qué no le diste el divorcio? Si le hubieses dado lo que quería, no me habría arrastrado a esta situación. Yo pensé que estaba haciendo algo que haría feliz a otras personas y ahora…

Rosalie sacudió la cabeza, acongojada, y Alex recordó lo que le había contado el investigador sobre la muerte de sus padres. Habían fallecido en otoño, unas semanas antes de que se pusiera en contacto con la clínica de fertilidad.

Había visto fotografías de campos quemados, de una casa arrasada hasta los cimientos. En el incendio habían muerto sesenta personas, incluidos Ernst y Mireille Brown, los padres de Rosalie.

¿Sería por eso por lo que había decidido tener un hijo para otras personas? ¿De verdad podía ser tan idealista? ¿Había intentado salvar a otros de su propio dolor?

–Sé que perdiste a sus padres –empezó a decir Alex.

–No quiero hablar de eso.

–Tus padres acababan de morir en un incendio y estabas desolada, así que decidiste ayudar a unos extraños teniendo un hijo para ellos.

Rosalie parpadeó furiosamente para contener las lágrimas.

–Mi madre solía decir que cuando estás triste debes intentar hacer feliz a otra persona y así te sentirás mejor –dijo por fin–. Y eso era lo que quería hacer, pero enseguida me di cuenta de que había cometido un error al pensar que podría renunciar a mi hijo.

–Por eso fuiste a Venecia.

–Por eso fui a Venecia. Y entonces ocurrió el milagro.

–Descubriste que Chiara había muerto –dijo Alex Falconeri.

Ella lo miró, horrorizada.

–¡No, por favor! La muerte de tu esposa es una tragedia. No, el milagro fue que tú no quisieras saber nada de mi hijo. Cuando me dijiste que te dejase en paz, pensé que eran las palabras más dulces que había escuchado nunca. Como un coro de ángeles –le dijo, mirando la torre que coronaba la abadía–. Pero los milagros no existen. En la vida solo hay tragedias.

Alex la miró, en silencio. Cuando conoció a Rosalie Brown había pensado que sería como Chiara, pero no se parecía en absoluto. Era una soñadora, una ingenua romántica. Sencillamente, había intentado canalizar el dolor por la muerte de sus padres haciendo algo por los demás. Hacía mucho tiempo que no conocía a nadie tan generoso.

–Tal vez –dijo por fin– podríamos criar juntos al niño.

–¿Juntos? –repitió ella.

–¿Por qué no?

–¿Cómo íbamos a hacerlo? Yo vivo en California.

–No, ya no. Vivirás conmigo en Italia.

–¿Qué estás diciendo? –Rosalie se pasó una temblorosa mano por la cara–. ¿Quieres… quieres casarte conmigo?

Alex soltó una carcajada que hizo eco en la muralla.

–¿Casarnos? No, gracias. Estuve casado una vez y no quiero repetir la experiencia.

–Entonces, no lo entiendo. ¿Qué estás sugiriendo exactamente?

Él enarcó una oscura ceja.

–Estoy sugiriendo que vivas conmigo en Venecia, Rosalie. Yo correré con todos los gastos, por supuesto, y recibirás una asignación mensual…

–¡Yo no soy una buscavidas! ¡No estoy interesada en tu dinero!

–Muy bien, como quieras –dijo él, irritado–. Pero vendrás a Venecia conmigo y vivirás en mi casa –Alex inclinó a un lado la cabeza–. Como niñera.

Entre el deseo y el temor

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