Читать книгу El secuestro de la novia - Jennifer Drew - Страница 5

Capítulo 1

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ERA un rollo esperar en el salón para novias Leonora’s Bridal Salon, pero al menos solo estaba allí por su madre, se dijo Nick Franklin en tono de consolación. Casarse no entraba en sus planes; estaba aturdido ante el rápido noviazgo de su madre, viuda. ¿Quién hubiera podido imaginar que conocería a un hombre y se casaría con él en menos de ocho meses?

—¿No quiere usted sentarse, caballero? —preguntó Joyce, la dependienta de mediana edad vestida con una minifalda, igual que si tuviera veinte años.

Nick observó los silloncitos repartidos por el salón, tapizados en satén con patitas doradas talladas, y declinó cortésmente la invitación. Bastante estúpido se sentía esperando allí a que le arreglaran el vestido de novia a su madre, como para sentarse en aquellos pretenciosos asientos. No podía alegrarse más de que fuera su madre, y no él, quien se casara. Sue Bailey Franklin había estado sola desde que murió el padre de Nick, y su importante cargo en Bailey Baby Products, la empresa del abuelo, Marsh Bailey, no podía compensarla por tener un padre tan irritable.

Su novio, David Gallagher, era un buen hombre. A Nick le gustaba, igual que a sus hermanastros gemelos, Cole y Zack Bailey. Lo que no le gustaba era haber sido nombrado chófer de su madre para los preparativos de la boda. Por lo general, Sue no necesitaba chófer, pero por desgracia se había caído de un caballo hacía un mes. David y ella se habían conocido dando clases de equitación, y el romance había resultado mucho más satisfactorio que las clases.

Nick se balanceó impaciente. Teniendo en cuenta cuánto detestaba esperar sin hacer nada, podía tachar de su lista de posibles profesiones la de guardaespaldas. En realidad, Nick estaba lejos de averiguar qué quería hacer con su vida. Sue asomó la cabeza por una cortina, con un teléfono móvil en la oreja.

—Lo siento, Nicky, tengo que hablar con un representante —comentó tapando el auricular—. Hay problemas con la distribución de sillitas de bebés para las bañeras. Estaré en la oficina de Leonora’s, si me necesitas. Luego me probaré la chaqueta, y nos vamos.

Nick no podía imaginar un traje de seda que le sentara mejor que el que había escogido, pero suspiró resignado. Volvió a mirar a su alrededor y desvió la vista hacia la puerta, por la que entraba una esbelta rubia. Esperar se haría más entretenido, con una preciosa mujer como aquella en la tienda.

Lo que más había echado de menos durante el año anterior, mientras trabajaba en un buque minero en Great Lakes, era a las mujeres. Allí no había a bordo ni una sola mujer que pudiera poner en peligro su estatus de soltero vocacional. Y no es que trabajar para sus hermanos gemelos fuera mucho mejor. Sus compañeros de a bordo lo habían puesto a prueba igual que al resto de novatos, pero en cuanto demostró su habilidad para la mecánica lo dejaron en paz. Por desgracia, tenía mucho más que demostrarle a sus tiránicos hermanos, que lo calificaban de vago simplemente por no terminar los estudios universitarios hasta no tener primero un objetivo firme en el terreno profesional. En la empresa de construcción propiedad de los gemelos, él no era sino el chico de los recados.

Cole y Zack habían cambiado mucho, al terminar los estudios. De solteros, llevaban una vida desordenada que, decididamente, para Nick era un modelo a seguir. Pero desde el nacimiento de los gemelos Cole se había convertido en un padre atento, y Zack vivía pendiente de su mujer, una personalidad de la televisión. Nick seguía sin poder creer que se hubieran dejado domesticar.

Al menos Marsh Bailey, su abuelo, no lo había perseguido a él tanto como a los gemelos para que se casara. De todos modos, no le habría servido de nada. Nick sabía que él no era del tipo de hombres que encajan en el matrimonio, y jamás lo sería. Le gustaba excesivamente la variedad. Lo único que quería era quitarse de encima a Marsh. Para su abuelo, progresar en la vida significaba casarse y ser un hombre de provecho en el terreno profesional. Mientras tanto, Nick no dejaba de pensar en el problema de a qué dedicarse. No le desagradaba la construcción, siempre y cuando sus hermanos no lo mangonearan e utilizaran de chico de los recados.

La nueva clienta de la tienda sacó un vestido de boda de un perchero y se miró al espejo sujetándolo encima. Tenía el pelo tan corto, que dejaba al descubierto la nuca.

—Ese es bonito —comentó Nick.

La había sobresaltado. La rubia examinó el voluminoso vestido bajo la atenta mirada de la dependienta. En realidad, Nick no tenía absolutamente ninguna opinión acerca del vestido, excepto que ella estaría preciosa con él. Simplemente estaba demasiado aburrido como para no observar a una chica guapa.

—Sí, supongo —contestó la chica sin mucha seguridad, tendiéndoselo a la dependienta—. Puede que me lo pruebe.

¿No debían mostrar entusiasmo las novias, ante esas exuberantes tiendas de campaña llamadas vestido de novia? Al menos su madre tenía el suficiente gusto como para no intentar parecer la decoración de una tarta. Le gustaba su sencillo traje de chaqueta color marfil, pero estaba impaciente por salir de allí.

Solo podía hacer una cosa, mientras esperaba: pensar. Y tenía mucho en qué pensar. Por ejemplo, qué hacer con su vida. De volver atrás, ¿tiraría de nuevo por la borda el título universitario en Finanzas? Probablemente. Le faltaba solo un semestre para graduarse, pero había abandonado convencido de que eso no era para él. Su abuelo se había puesto hecho un basilisco, y había echado mano de sus contactos para conseguir que ingresara en el Alvirah College, en Michigan. Nick entonces accedió a asistir, pero se aseguró de no permanecer allí más de seis meses.

Nick sonrió. No había resultado difícil, conseguir que lo echaran de la Escuela de Artes Liberales de Alvirah. Esa había sido su intención, en cuanto comprendió lo mal que encajaba allí. Le había dado una oportunidad a la Escuela solo para mantener la paz en la familia, pero su educación había llegado a un brusco final al liderar una protesta contra el nuevo toque de queda impuesto por la dirección. En esa Escuela se había sentido como un adolescente, volviendo a casa a las diez. Marsh, por supuesto, no se había mostrado complacido, ante las protestas de su nieto en pro de las libertades civiles. Cuando recordaba la regañina que le había echado, sentía aún dolor de oídos.

Trabajar en un buque en el lago, con hombres rudos, lo había convencido de que necesitaba hacer algo con su vida. El problema era que no sabía qué. Cole y Zack se habían establecido por su cuenta, a pesar de las presiones de Marsh para que entraran en el negocio familiar. Bailey Baby Products se dedicaba al diseño y fabricación de artículos infantiles. Para Nick, la construcción tampoco era una meta.

La rubia salió del probador arrastrando una cola bajo la que hubieran podido esconderse seis hombres, y se detuvo ante un espejo. Por la expresión de su rostro, era evidente que no le gustaba la idea de dirigirse al altar con aquella tienda de campaña de satén.

—Es perfecto para usted, señorita Moore —aseguró la dependienta.

—No lo creo.

Bien. Detestaba ver cómo las dependientas intimidaban y presionaban a los clientes. Sí, ya veía cuál era el problema. A la rubia no le gustaba el escote. Cierto, era bajo. Pero ella lo llenaba muy bien. La chica tiró para arriba, obviamente incómoda.

—Es encantador —repitió la dependienta.

—Creo que me probaré el de encaje —contestó la rubia decidida.

—Estoy de acuerdo —intervino Nick, a quien le gustaban las mujeres que tomaban sus propias decisiones—. Ese vestido no es para ti.

—¿En serio? —preguntó la rubia.

¿Era ira lo que había brillado por un segundo en sus ojos azules?; ¿qué la molestaba, su comentario, o el hecho de tener que imitar a una princesa de cuento de hadas?

—Sí. Decididamente, no es tu estilo —sonrió Nick ampliamente.

—Deberías reservarte esos comentarios para tu novia —respondió la rubia.

—No tengo.

—¿Y qué haces aquí?

—Estoy esperando a mi madre —contestó Nick pensando que la rubia no tenía pelos en la lengua—. Ella es la novia.

—Ah.

La clienta volvió a entrar en el probador seguida de la dependienta, con otro vestido.

Stacy dejó que la dependienta la ayudara a quitarse el voluminoso vestido, pero ni aun quitándoselo logró tranquilizarse. Era la quinta tienda que visitaba en tres semanas, y seguía sin encontrar un vestido que le gustara. En las revistas de novias que se apilaban en su apartamento había tantos trajes que había imaginado que la tarea sería sencilla. ¡Ja! Quizá fuera sencilla, si hubiera estado dispuesta a malgastar unos cuantos miles de dólares en un vestido para solo un día, pero sus padres, simplemente, no podían pagarlo. Insistían en que querían que su boda fuera maravillosa, pero ella no iba a permitírselo.

Stacy miró discretamente el precio del vestido de encaje que iba a probarse e hizo una mueca. Le gustaba su línea sencilla y sus delicados y finos tirantes, pero incluso un vestido tan modesto como aquel costaba mil doscientos dólares. Sus padres la presionaban para que se comprara algo cuanto antes, pero Stacy no quería que se endeudaran solo por un artículo sobrevalorado que apenas utilizaría. Quizá pudiera confeccionárselo ella.

Sí, claro, como si fuera fácil. Apenas había vuelto a ver una aguja, desde el colegio. La tía abuela Lucille, tía de su padre, que vivía con la familia, siempre la había ayudado con la costura, pero no quería saber nada de vestidos de novia. Tía Lu era la única persona a la que, decididamente, no le gustaba su novio, Jonathan. Decía que la sonrisa jamás le iluminaba los ojos, fuera lo que fuera lo que eso significara para una septuagenaria corta de vista.

Su padre insistía en que el precio del vestido no importaba. Tenía un trabajo estable en el banco. Pero las instituciones financieras pagan tan mal como las escuelas infantiles. Stacy era ayudante de dirección en Happy Times Early Learning Centre, una escuela infantil. Su sueldo llegaba justo para alcanzar fin de mes. Y no era hija única. Sus dos hermanos mayores estaban recién casados, y los dos más pequeños aún estudiaban, uno en el instituto, y el otro en la universidad.

—Este sí que te queda de ensueño —comentó Joyce, la dependienta, echándole teatro.

Stacy soportó a la dependienta, que no dejaba de tirar del vestido por un lado y por el otro. En realidad, no era con ella con quien se sentía molesta. Toda su familia, excepto tía Lucille y sus amigos, estaban encantados de que se casara con Jonathan Mercer. Era abogado, su familia era de las de dinero. Había tenido suerte de conocerlo, cuando un día él fue a buscar a su sobrina a la escuela infantil. Sí, muchas mujeres habrían estado dispuestas a cualquier cosa, con tal de ponerse en su lugar. Ni siquiera les habría importado llevar los zapatos de tacón alto que obligaban a ponerse en la tienda, para probarse vestidos. Stacy estaba harta de oír hablar de la suerte que tenía. Se casaba con Jonathan porque lo quería, no porque su currículum fuera impresionante.

Pero tenía suerte de estar comprometida con un hombre como él. Lo único que pasaba era que la ponía nerviosa que se lo recordaran constantemente. Stacy siempre había creído en los caballeros de brillante armadura, y Jonathan había sabido seducirla. Ella adoraba las flores y las cajitas de bombones con forma de corazón, las declaraciones de amor eterno. Y a su novio parecía encantarle complacerla, en ese sentido.

Jonathan era el hombre más romántico que hubiera conocido jamás. Antes de declararse, prácticamente había llenado su apartamento de cestas de flores. La había agasajado con cenas y vinos como si fuera una princesa, devolviéndola a casa y arrodillándose ante ella para hacerle la proposición. Era una actitud un poco anticuada quizá, pero la había hecho sonreír.

Quizá Jonathan fuera un poco anticuado, al desear que ella abandonara su profesión cuando estuvieran casados, pero la respetaba y estaba dispuesto a cuidar de ella. Además, era guapo. La tía Lucille decía que era como Shirley Temple pero en chico, pero a Stacy le gustaba su cabello rubio rizado y sus ojos azules de bebé. Y jamás la había hecho sentirse incómoda, como el despampanante tipo que estaba fuera, en la tienda. Stacy no sabía por qué aquel tipo la hacía sentirse así; quizá fuera porque exhalaba masculinidad y resultaba más que imponente.

¿Pero quién hubiera podido imaginar que organizar una boda fuera una experiencia tan penosa? ¿Es que jamás iba a encontrar un vestido adecuado para ella? El delicado vestido de encaje de algodón sobre el forro resultaba atractivo, pero jamás podría decidirse sin mirarse con perspectiva, en el espejo del salón. Por desgracia eso significaba pasar el modelo ante el atractivo tipo de los vaqueros. Y no es que le importara la opinión del Señor Musculitos, al revés. Iba sola a las tiendas a propósito, para que nadie influyera en su decisión. Pero aquella mirada atenta la hacía estremecerse.

Stacy vaciló antes de salir del probador. La molestaba sentirse intimidada por aquel tipo. Su reacción ante él le había recordado a la época de adolescente cuando, a causa de su timidez, sus hermanos mayores habían tenido que concertar citas para ella. Quizá fuera más callada que sus amigas, y a veces un tanto reservada con los desconocidos pero, con veinticuatro años, tenía que haberlo superado. Y estaba segura de haberlo superado.

Stacy sonrió enigmáticamente, esperando dar la imagen de mujer misteriosa, alzó el mentón y fingió indiferencia. Aquel tipo no era su novio, su opinión no importaba. Le gustaba la forma en que el vestido se le ajustaba al torso como el traje de una princesa, para quedar suelto desde la cintura, sin parecer tampoco una hippie. Eso era lo que contaba. La única persona a la que quería impresionar era a Jonathan, y a él le parecería bien, si lo aprobaban los abogados del prestigioso gabinete para el que trabajaba.

El hecho de que Jonathan estuviera orgulloso de ella no tenía nada de malo, se repitió en silencio. Quería ser una buena esposa, una buena anfitriona para los amigos y colaboradores de Jonathan, por mucho que no estuviera muy segura de que quisiera dedicarse solo a ser ama de casa. Al menos, hasta que no tuvieran niños. Quizá la causa de que le costara tanto decidirse por un vestido fuera que Jonathan la encontraba perfecta. No quería decepcionarlo, el día de la boda.

Al salir, el silbido que oyó fue largo. Aquello sí que era un piropo. Stacy deseó desaparecer de nuevo en el probador, pero por otro lado se sintió complacida ante la reacción del Señor Musculitos. Confirmaba su opinión de que, de entre todos los vestidos que se había probado, aquel era el mejor. Quizá debiera comprarlo, a pesar del precio. Por Jonathan. Después de todo, él pagaba el banquete. Jonathan insistía en que los más de doscientos invitados que él aportaría eran demasiados como para esperar que lo pagara el padre de la novia. Stacy le había sugerido que celebraran una boda más modesta, pero Jonathan no había querido ni oír hablar de ello. Stacy se giró frente al espejo tratando de no imaginar la iglesia, con setenta invitados a un lado, por su parte, y más de doscientos al otro, por parte de Jonathan.

—Ese está mucho mejor —comentó el crítico espontáneo.

—Gracias.

¿Por qué le daba las gracias? No era ella quien había diseñado el vestido, ni siquiera se había decidido. Aún quedaban muchas tiendas que visitar en Detroit.

—¿Va a ser una boda grande?

—Más grande de lo que hubiera querido —respondió Stacy sin darse cuenta.

—Creía que era la novia la que decidía esas cosas —comentó el tipo de los vaqueros.

—Puede ser una decisión conjunta.

—Pues no me parece que sea conjunta, si tú piensas que es demasiado grande.

—¿Tienes algún interés profesional en las bodas de los demás?

—¿Es que tengo aspecto de organizador de ceremonias? —inquirió a su vez Nick riendo.

—No, más bien pareces el chico de los recados.

—¡Vaya, un ángel con mal genio! —respondió Nick torciendo la boca, medio sonriendo.

Stacy no sabía si sentirse halagada, o insultada. De un modo u otro, habría preferido que aquellos ensoñadores ojos negros contemplaran cualquier otra cosa que no fuera a ella. ¿Cómo podía tomar una decisión cuando no dejaba de torcer el sensual labio superior, haciéndole desear lamerlo?

«¡Dios!», una idea extraña había entrado en su cerebro. Tenía novio, tenía un futuro. ¿Cómo podía concebir tales pensamientos acerca del Señor Musculitos? Stacy buscó la ayuda de la dependienta, pero fue inútil. Por mayorcita que fuera, sus ojos no se despegaban del atractivo tipo, como diciendo: «cómeme».

—Creo que te llama tu madre —dijo Stacy tratando de terminar de una vez por todas con aquella charla.

—Ojalá se diera prisa —sonrió Nick abiertamente—. Preferiría descargar un camión que estar aquí.

—¿Es a eso a lo que te dedicas? ¿A descargar camiones?

—Trabajo en la construcción, temporalmente. Apuesto a que tú eres… —Nick frunció los labios provocando en Stacy una vez más pensamientos no deseados—… profesora de baile.

—¿Qué? —preguntó Stacy sorprendida.

—Tienes una figura grácil, esbelta, eres… artística…

—¡Artística! —rio Stacy—. ¡No sabes cuánto me cuesta que mis alumnos de preescolar dibujen bien un árbol!

—¡Profesora! Andaba cerca.

—En absoluto.

Stacy le volvió la espalda fingiendo contemplarse en el espejo. En realidad, lo que miró fue el reflejo de Nick. Tenía orejas bonitas, pequeñas y pegadas a la cabeza. Pero ya bastaba de prestarle tanta atención. Tenía cosas más urgentes que hacer. El vestido le gustaba. Quizá debiera comprarlo, antes de cambiar de opinión. Le gustaban los tirantes finos, el hecho de que no tuviera una larga y molesta cola, y el escote, revelador pero recatado.

—Voto por ese. ¿Vas a consultarlo con tu novio? —preguntó él.

—No, es decir… él confía en mi juicio.

—Sería un estúpido, si no lo hiciera.

—No es estúpido, es abogado —afirmó Stacy.

Nick abrió la boca para decir algo, pero en ese momento su madre asomó la cabeza por la pesada cortina que separaba el salón de la trastienda, diciendo:

—Nicky, todavía estoy aquí, tratando de solucionar esto. Quizá debas ir a echar otra moneda al parquímetro. ¿Tienes cambio?

Seguro que su madre era la única que lo llamaba «Nicky», pensó Stacy. El diminutivo no pegaba con la imagen de hombre grande e imponente. Stacy trató de no observarlo rebuscar por los bolsillos del estrecho pantalón.

—Tranquila, ya voy.

Nick salió de la tienda, haciendo sonar las campanillas. Stacy lo observó de espaldas. En realidad, no le interesaba. Le interesaba mucho menos que a la dependienta, a la que estaba a punto de caérsele la baba. Por fin podía pensar en el vestido sin verse interrumpida por sus comentarios. El vestido de encaje era bonito, inocente. Era adecuado para ella. ¿Llevaría guantes? Quizá unos cortos, abotonados en la muñeca. Y algo ligero en el pelo, una cinta, simplemente. Le gustaba llevar el pelo corto, con un estilo natural. No quería ponerse nada complicado en la cabeza. Por desgracia, debía dejarse crecer el pelo. A los socios del gabinete no les gustaba el aire de chica provocativa que tenía con él corto. La imagen de la novia perfecta se complicaba de día en día, y solo faltaban dos meses.

Las campanillas de la puerta volvieron a sonar. Stacy se giró esperando ver a «Nicky», y se habría echado a reír al ver el aspecto de los dos hombres que entraron, de no haberse quedado de piedra. La empleada emitió un ruido estrangulado, y Stacy rio sofocadamente. Eran dos hombres enmascarados, los que habían entrado. El alto habría resultado siniestro, todo vestido de negro, incluida la máscara, de no haber exagerado tanto en el uso de ese color. ¿Qué sentido tenía vestirse completamente de negro en un soleado día de junio? Stacy volvió a reír sofocadamente hasta que cayó en la cuenta de que aquel podía ser efectivamente «el malo».

El segundo tipo era fornido, desgarbado, llevaba vaqueros y una camisa de manga larga. Y la máscara naranja, que recordaba a las de los dibujos animados, le tapaba toda la cara, sobresaliendo solo una nariz que parecía una verruga. ¿Por qué entrar en una tienda con la cara tapada? ¡Para robar! ¿Pero qué hacían en un local que, posiblemente, solo funcionara con cheques y tarjetas de crédito?

—Aún no estamos en Halloween —soltó Stacy involuntariamente.

Su intención no era llamar la atención, simplemente se le había escapado. Al menos no llevaban pistolas o cuchillos, o lo que fuera que usaran los ladrones en tales casos. Aquella tenía que ser una broma, una broma de mal gusto. Sin embargo el desgarbado gordinflón la agarró del brazo, y no en broma. Tiró de ella con tanta fuerza que le hizo daño. Stacy se tambaleó, con los zapatos de tacón alto, y el hombre de negro, mucho más tenebroso que su compañero, la agarró del otro brazo.

—¡Basta! ¡Suéltenme! —gritó Stacy tratando de echarse atrás.

—¡Cierra la boca! —gritó a su vez el hombre de negro empujándola hacia la puerta.

—¡Cometen una terrible equivocación! No hay ninguna razón para secuestrarme a mí. Yo no soy rica. ¡Ni siquiera puedo pagar este vestido! Se han equivocado de persona.

—¡Cállate! —gritó el hombre de la máscara naranja mientras la arrastraban por la calle, presa de los brazos.

Conque querían que se callara, ¿no? Entonces gritaría. En la curva, cerca de la puerta de la tienda, había una furgoneta verde sucia aparcada marcha atrás.

—¡No se puede aparcar en el paso de peatones! —gritó Stacy.

El hombre de la máscara naranja la soltó para abrir las puertas traseras de la furgoneta, pero el de negro siguió sujetándola, y finalmente le tapó la boca. Stacy pensó en mordérsela, pero ¿quién sabía qué habría podido tocar aquella asquerosa mano peluda? En su lugar decidió dar patadas, asestándole una al de naranja en pleno trasero. El hombre gruñó, pero abrió la puerta. Dentro, la furgoneta estaba sucia y llena de desperdicios. Solo tenía dos asientos, en la parte delantera. Había basura y restos de césped por todas partes.

—No le hagas daño —advirtió el alto empujándola de cabeza sobre una pila de sábanas sucias, en el suelo.

Stacy aterrizó sobre el estómago. No podía pensar, y menos aún reaccionar. Aquello no podía estar sucediendo en un salón para novias en pleno centro de la ciudad. Incluso Jonathan había dado su aprobación, al consultarle su opinión sobre la tienda.

De improviso, Stacy dejó de estar sola en la parte de atrás de la furgoneta. Un hombre entró de bruces por la puerta delantera del conductor, rodando por encima de ella y del vestido, retorcido alrededor de su cuerpo. El hombre trató de agarrar el picaporte de una puerta, para evitar que cerraran. Stacy rodó por el suelo hasta quedar de lado, para ver qué ocurría. Su héroe salvador era «Nicky», el tipo de la tienda. Le asestó un par de golpes al de la máscara naranja, pero no pudo apartarlo de la puerta. El ladrón gordito seguía intentando trepar dentro de la furgoneta.

De pronto surgió una sombra, no se supo de dónde. Stacy gritó, pero fue demasiado tarde. Un paquete de seis latas de cerveza se estampó con fuerza contra la cabeza de Nicky, que cayó sobre sus piernas, en perpendicular a ella. Stacy quedó tumbada boca abajo, y las puertas traseras de la furgoneta se cerraron. El hombre de la máscara de negro había entrado por delante, y lo había golpeado.

Stacy no podía salir de debajo del enorme cuerpo de Nicky, inmóvil. Además, la furgoneta había arrancado, y giraba en una curva llena de baches. Luego continuó lentamente por la larga avenida plagada de tiendas. ¿Es que aquellos dos idiotas no sabían que debían huir de la escena del crimen? Acaban de cometer la peor felonía que pudiera imaginarse, y sin embargo paseaban por la calle más despacio que tía Lucille. ¿Acaso esperaban un premio de la policía, por buena conducta en carretera? Stacy se asustó. Estaba clavada al suelo bajo un hombre inconsciente, y quizá muerto.

Nicky gimió. Bien, no estaba muerto, pero debía de tener una fuerte contusión. No era más que un holgazán y un fresco, como hubiera dicho su tía, pero al menos había intentado salvarla.

—Mi héroe —susurró Stacy.

Stacy trató desesperadamente de moverse, pero entonces oyó ruido de tela rasgándose. El vestido debía de estar arruinado. Si salía viva de la aventura, tendría que pagarlo. ¿Y quién sabía qué manchas podía tener, tras arrastrarse por la furgoneta?

—¡Ohh! —se quejó Nicky.

—¿Te encuentras bien? Por favor, si estás bien, quítate de encima. Ya sé que no suena muy amable por mi parte, pero me tienes clavada al suelo. ¡No, mejor no te muevas! No debes moverte, si tienes una herida en la cabeza.

—Creía que eras de las calladitas —gimió él.

De pronto Stacy se dio cuenta de que, entre ella y Nicky, oprimiéndole el trasero y la espalda, había un montón de tela crujiente. Tenía el vestido levantado hasta la cintura, enredado por todas partes excepto por donde lo necesitaba.

—¡Detesto que me digan que soy calladita! ¿Es que es necesario estar de cháchara todo el día? ¡Dios, me aplastas las piernas!

—Bonitas piernas —contestó él—. Y lo otro, también. ¿Con qué me han pegado?

—Con cerveza, con un paquete de seis latas de cerveza. ¿Dónde te duele? ¡No, no te muevas! Te han herido en la cabeza. ¡Sí, Dios, muévete! —Nicky se sentó al fin, y ella hizo lo mismo, tratando de bajarse el vestido—. Quizá debas quedarte tumbado.

Él estaba pálido, todo lo pálido que puede estar un hombre de tez morena. Stacy deseó palparlo para ver si estaba herido. Aunque, pensándolo bien, acariciar aquellos rizos resultaría excesivamente excitante.

—Estoy bien —dijo él moviendo con precaución la cabeza—. ¿Me han pegado con cerveza?

—Sí, debería verte un médico.

—No, tengo la cabeza muy dura. Bastará con que descanse un poco.

—Mejor, porque vamos de paseo con estos amigos.

—¿Quiénes son? —preguntó él en un susurro.

—No tengo ni idea.

—¿No te han dicho por qué te han secuestrado y te han metido aquí?

—No, además mis padres no son ricos, ni nada parecido. Gracias por intentar salvarme.

—Intentar… —repitió él de mal humor, trepando al otro lado de la furgoneta y dándose de bruces contra la pared.

—¡Este hombre está herido! —gritó Stacy mirando hacia delante, mientras el que conducía se detenía ante una señal de stop.

—¡Cállate!

—¡Pero puede estar mal herido! —insistió Stacy.

—Debería atarlos, ¿no crees, Perce?

—¡Sí, y darles también nuestra dirección y número de teléfono, idiota!

—Lo siento, olvidé eso de no decir el nombre.

—¡Tienen que dejar salir a este hombre! ¡Y a mí! ¡Se han equivocado de persona! —exclamó Stacy.

—Hazla callar —ordenó el que conducía.

Stacy cerró los ojos, aterrorizada ante lo que iba a hacerle el hombre de la máscara naranja. El enorme rollo de esparadrapo que sacó la hizo tragar.

El secuestro de la novia

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