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Capítulo 2

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DEBE de picarte toda la cara con esa máscara, Perce —comentó Nick tras un largo viaje en la furgoneta, que había acabado a orillas de un lago, donde habían tomado una barca para llegar a una remota isla.

Perce, el secuestrador alto vestido de negro, le dio un golpe entre los omoplatos, y Nick aceleró el paso por el sendero hasta una cabaña, a orillas del bosque. Los habían llevado a una isla desconocida, en algún lugar del norte de Michigan. Aparte de eso, Nick no tenía ni idea de dónde estaban.

De no haber tenido las manos atadas a la espalda, Nick podría haber reducido a los dos delincuentes con unos cuantos golpes. No parecía que fueran armados. ¿Qué clase de idiotas cometían un secuestro con seis latas de cerveza?

Le dolía la cabeza y se le estaban durmiendo las manos, pero Stacy estaba peor que él. Harold, que así se llamaba el otro secuestrador, según su compañero, la agarraba del brazo igual que una tenaza, arrastrándola con los tacones. Y mientras trataba de mantener el equilibrio, Stacy se pisaba el vestido cada pocos pasos.

La máscara naranja estaba flotando en algún lugar del lago. Harold se la había quitado, nada más sentir mareos a causa de las olas. Tenía la ropa calada, porque se había caído al tratar de salir de la pequeña barca, al atracar en la isla. Se quejaba constantemente, pero no lograba obtener la simpatía de su compañero, que no se hartaba de gritarle.

—Me duele la tripa —se quejó Harold—. No me dijiste nada de la barca.

—¿Crees que iba a dejar que fueras por ahí hablando más de la cuenta y arruinando los planes? —preguntó Perce—. ¡Cretino, jamás había oído que nadie vomitara las galletas en una barca de remos con motor de un solo caballo!

—Había olas —se defendió Harold—. Creo que me voy a morir.

—Me aseguraré de que así sea, ¡so tonto! ¿Cómo has podido olvidarte del teléfono móvil?

—¡Lo siento! —se disculpó Harold—. Debo de habérmelo dejado en la cocina, cuando fui por la cerveza. Pero tienes que admitir que esas latas han sido muy útiles.

—Sí, hasta que te bebiste cinco y las vomitaste en el lago.

—¿Es que no hay un teléfono por alguna parte en esta isla?

—No, no hay ningún teléfono por ninguna parte en esta isla —repitió Perce imitando la voz de Harold en tono burlón—. He estado aquí mil veces con mi tío Rudy, y no hay teléfonos.

—Está cerrado —dijo Harold girando el picaporte de la puerta de la cabaña con la mano que le quedaba libre.

—Por supuesto que está cerrado, estúpido. ¿Crees que al tío Rudy le gustaría que cualquiera pudiera entrar y usar la cabaña? La llave está encima del marco de la puerta. Búscala.

Harold encontró la llave, pero se le cayó al césped, junto a la pared de metal ondulado de la cabaña.

—Recógela —le ordenó Harold a Stacy, olvidando que tenía las manos atadas.

Stacy sacudió la cabeza. Era todo lo que podía hacer, con un esparadrapo en la boca. Nick admiró su valentía, teniendo en cuenta que su captor podía retorcerle el brazo cuanto quisiera.

—Pues yo no meto la mano ahí —dijo Harold—. Podría haber incluso serpientes.

—¡Recoge esa maldita llave! —le gritó su compañero.

—¿Por qué tengo que hacer yo siempre el trabajo sucio? —se quejó nuevamente Harold.

—¡Porque tienes el cerebro de un mosquito! Yo no puedo dejar de vigilar a este tipo solo para recoger una llave que tú has tirado.

Nick se planteó la idea de derribar a aquellos dos hombres mientras discutían, pero con las manos atadas era imposible. No quería que le hicieran daño a Stacy, ni era muy inteligente conseguir que volvieran a golpearle la cabeza. Tras abrir la puerta Harold y hacer entrar a su prisionera, Percy empujó a Nick. Un solo golpe en el lugar indicado hubiera bastado, pero lanzarse sobre Harold habría sido como lanzarse sobre un enorme balón. Habría rebotado contra su barriga, sin tocar siquiera ningún punto vital.

Nick entró en la cabaña de una sola habitación, posiblemente utilizada como cabaña de pesca. A la escasa luz de las dos únicas ventanas, pudo observar una vieja cocina en un rincón, una mesa de formica naranja, dos sillas de madera distintas, un fregadero de acero y un armario de cocina viejo pintado de verde. Sobre una cama metálica, un colchón sin funda ni sábanas. Eso, junto con un sofá de flores descolorido, cubierto por una tela medio rota negra, completaba el mobiliario. En un rincón se amontonaban aparejos de pesca, trozos de cuerda vieja y otras guarrerías.

—Tengo que volver a tierra firme a llamar por teléfono —dijo Percy—. Átales los pies con esa cuerda.

Como ambos tenían las manos atadas a la espalda, Harold se atrevió a empujarlos sobre el colchón y comenzó a atarles los pies. Stacy hizo pequeños ruidos estrangulados con la boca, sugiriendo con ello que podían quitarle el esparadrapo, pero ninguno de los dos hombres le hizo caso.

—Quédate aquí y vigila —ordenó Percy mientras Harold comenzaba a atar a Nick.

—¡De ningún modo! Este sitio apesta. Están atados, ¿qué pueden hacer?

—Volveré en cuanto llame por teléfono —insistió Percy.

—¡Tú aquí no me dejas! —exclamó Harold cruzándose de brazos—. Quédate tú, yo iré a llamar.

Percy se rascó la barbilla por debajo de la máscara y se acercó a comprobar que Nick estuviera bien atado.

—Bueno, supongo que no podrán moverse.

Bien, pensó Nick. El primer error de los secuestradores sería dejarlos solos, y el segundo no registrarlos.

—No comprendo por qué tenemos que llamar por teléfono —se quejó Harold—. Como si no fuéramos dignos de confianza, o algo así.

Percy regañó a su compañero por hablar demasiado y se dirigió a la puerta, quitándose la máscara en cuanto se dio la vuelta. Nick pudo ver unos cuantos cabellos pelirrojos sudados antes de que Harold le bloqueara la visión, siguiendo a su compañero. En cuanto se hubieron marchado, Stacy comenzó a hacer ruidos y a gesticular.

—Si no te importa que me acerque, creo que podría quitarte el esparadrapo de la boca —dijo Nick. Stacy comenzó a moverse sobre la cama—. No, no trates de levantarte. Quédate tumbada. Así no tendré miedo de tirarte al suelo.

Stacy musitó algo. Sus pechos quedaron planos como los pechos de cualquier mujer cuando se tumba boca arriba. Nick había tenido pocas ocasiones de comprobar ese fenómeno últimamente. El escote de su vestido se levantaba lo suficiente como para atisbar una suave y cremosa porción de carne, y no pudo evitar pensar en lo delicioso que resultaría acariciarla. De momento, sin embargo, prefería rescatarla que descubrir sus encantos.

Stacy tenía dos tiras de esparadrapo pegadas de mejilla a mejilla. Por suerte, la de abajo estaba ligeramente levantada por una esquina, proporcionándole la oportunidad de tirar de ella con los dientes.

—Esto va a resultarte un poco incómodo —advirtió Nick, sabiendo que le dolería a rabiar. No podía utilizar los brazos, así que no podía sostenerse. Tenía que tumbarse a medias sobre ella, esperando no resultarle pesado—. Lo siento, si peso.

Nick sintió cómo se le aplastaba el pecho bajo su peso. Ella musitó algo así como «date prisa».

—Vamos a probar de lado —dijo Nick tras unos minutos intentándolo, frustrado—. Así no tendré que preocuparme de si te hago daño.

Nick rodó hasta ponerse de lado y ella se movió en sentido contrario, pero la maniobra no parecía haber sido calculada precisamente para ocupar su mente en la tarea que tenía entre manos. El colchón, viejo, se hundía por el centro, haciéndolos chocar por muchos esfuerzos que hicieran por separarse. Nick estaba sudando en todos los sentidos, pero no había tiempo de adoptar posiciones menos provocativas. Y la cosa no era tan fácil como parecía. Nick logró agarrar con los dientes el esparadrapo, pero mordió a Stacy sin querer en la barbilla.

—Lo siento —musitó consciente de su respiración, al acercarse a la nariz de Stacy.

Por fin consiguió atrapar la punta del esparadrapo con los dientes. Quería tirar y quitárselo de una vez, para evitar en lo posible el dolor, pero lo único que pudo hacer fue lamerlo con la lengua para tratar de soltarlo otro poco. Había progresado ya bastante, cuando un ligero llanto lo hizo detenerse.

—Aguanta, casi lo tengo.

Por fin tenía el esparadrapo seguro entre los dientes. Tiró con fuerza. Stacy se agitó, pero no se apartó. Le había quitado la primera tira, pero por desgracia la segunda seguía fuertemente adherida. Tenía que repetir el proceso, chupando con la lengua hasta que hubiera logrado levantar lo suficiente como para tirar. Y detestaba tener que hacerle daño.

—¡Ouch! ¡Eso duele! —exclamó Stacy con ojos llorosos.

Era una valiente. La piel se le había irritado por donde había tenido pegado el esparadrapo, pero conservaba bastante bien la calma, para ser la víctima de un secuestro. Y eso tenía que agradecérselo.

—No tenemos mucho tiempo. Ahora te toca a ti. Tengo la navaja en el bolsillo izquierdo delantero del vaquero. Tendrás que sacarla tú.

—¿De tu bolsillo?

—Rueda por la cama hasta ponerte a este otro lado, a mi izquierda.

—¿Rodar?

—A menos que sepas volar, claro.

—Bueno, está bien —accedió Stacy.

Nick se colocó boca arriba para facilitarle la operación, pero a pesar de todo a Stacy le costó subirse encima y rodar al otro lado. Tras lo que le parecieron larguísimos y tortuosos instantes, ella se tumbó de costado, flexionada como una cuchara a su lado, con el trasero y unos cuantos metros de tela revueltos contra él, y las manos al nivel de su bolsillo.

—No sabía que los vaqueros tuvieran unos bolsillos tan profundos —comentó ella tras un par de intentos por sacar la navaja.

Nick estaba convencido de que ella trataba de no entrar en un terreno excesivamente personal. Se sentía dividido entre la emoción por aquella caricia íntima, y el deseo de que ella no comenzara algo que él no iba a poder terminar con la conciencia limpia. Stacy había conseguido meter los dedos en el bolsillo, pero no los tenía lo suficientemente largos como para sacar la navaja.

—Me temo que voy a… —vaciló ella.

Nick sabía muy bien qué era lo que ella temía. Aquellos pequeños deditos, tan ocupados, iban a acabar por violentarlos a los dos.

—¡Eso no es una navaja! —jadeó Nick cuando ella agarró algo más que tela.

—¡Lo siento! No puedo…

—No tenemos elección. Trataré de levantarme un poco.

—Me siento como un gusano, arrastrándome —comentó ella—. ¡Ya, estoy tocando algo duro! ¡Casi lo tengo! ¡Oh, Dios!

Sí, exacto. Stacy estaba tocando algo más que la navaja. Había dado en el clavo, en más de un sentido.

—Caliente, caliente, pero no —contestó Nick fingiendo que no se moría por que siguiera tocándolo.

—¿Por qué tienes unos bolsillos tan profundos? —se quejó ella.

—Te aseguro que son de tamaño estándar.

Ni estaban hablando de los vaqueros, ni Nick era el único ruborizado.

—¡Lo tengo! ¡Sí, lo tengo! —gritó ella nerviosa—. ¿Por qué llevas navaja?

—Me la regaló mi padre. A veces es útil, en el trabajo. Déjala encima del colchón, en medio de los dos. Yo te desataré las manos primero. No te preocupes, lo haré despacio y pondré un dedo debajo de la cuerda, antes de cortar.

—¿Y puedes hacer todo eso sin mirar?

—Claro —contestó Nick. Trabajar de espaldas era un engorro, pero no tenía elección. ¿Cuánto tardarían esos dos en cruzar el lago y encontrar un teléfono? ¿Se quedarían merodeando por allí, o volverían a la isla inmediatamente? Probablemente todo dependiera de lo que dijera su jefe, por teléfono—. ¿Por qué te han secuestrado? —volvió a preguntar Nick.

—¿Es que crees que no me he estrujado yo el cerebro, con esa misma pregunta? —contestó Stacy—. Mis padres no son ricos, pero…

—¿Pero qué? —preguntó Nick terminando de cortar la cuerda de Stacy—. Ahora corta tú la mía —Stacy comenzó a cortar, pero dejó de hablar—. Si tienes alguna idea, dímela. No tengo ganas de juegos.

—Mi novio tiene dinero.

—Ah.

—Bueno, él no, exactamente. Su familia. Es un Mercer.

—¿De los famosos Mercer?

Nick no era un gran admirador del adinerado clan de los Mercer, pero su abuelo tenía contactos con ellos, debido al éxito de Bailey Baby Products.

—Sí. Ya está, estás libre —contestó ella contenta.

Nick le quitó la navaja y comenzó a cortar las cuerdas de los tobillos de ambos. Se sentía bien, excepto por un intenso dolor de cabeza y cierta tensión en los músculos de brazos y hombros. Flexionó los dedos y observó a Stacy ponerse en pie y moverse para desentumecerse.

—¿Estás bien?, ¿qué tal la cabeza?

—Estoy bien, es un simple dolor —contestó Nick.

—Quizá pueda encontrar algo. Todo el mundo tiene aspirinas en casa.

—No importa, salgamos de aquí.

En realidad, a Nick no lo preocupaban demasiado los secuestradores, pero siempre cabía la posibilidad de que volvieran con un arma más contundente que seis latas de cerveza. Stacy comenzó a rebuscar por el armario de cocina.

—Tazas, una lata de sopa, una tetera —enumeró Stacy abriendo luego un cajón y sacando un paquete de aspirinas—. ¿Lo ves? ¡Te lo dije! Todo el mundo las usa, de vez en cuando. Espera que te dé agua.

—Déjalo, tenemos que marcharnos.

—Será mejor que te la tomes —contestó Stacy en un tono de voz didáctico, que debía de ser el mismo que utilizaba con sus alumnos.

—Está bien —accedió Nick abriendo el paquete y tragándose dos aspirinas sin agua.

Estaba demasiado ocupado, calculando cuál sería su próximo movimiento, como para preocuparse por un dolor de cabeza. Probablemente, si se internaban en el bosque que había tras la cabaña lograrían salvarse. Percy y Harold, evidentemente, jamás habían sido grandes ases con las cuerdas, y era dudoso que fueran más competentes en el bosque. Stacy estaba ocupada llenando un vaso en el fregadero del que apenas salía agua. Nick se inclinó sobre él y bebió directamente del grifo.

—Está mala —dijo restregándose los labios y agarrando a Stacy de la mano.

Nick no se paró a mirar el anillo de compromiso de Stacy, pero sí se preguntó por qué los secuestradores no se lo habrían quitado. ¿No se habían sentido tentados, dado su valor? No sabía mucho sobre secuestros, pero Percy y su compinche no eran más que unos tontos, si creían que podían llevarlo a cabo.

Stacy no estaba muy segura de poder llegar lejos por el bosque, con aquellos zapatos y aquel vestido, pero tampoco podían quedarse esperando. En la tienda, le había gustado el vestido precisamente por su sencillez, pero en el bosque, en una isla probablemente deshabitada, la voluminosa y larga falda se le enganchaba constantemente, tirando de los delicados tirantes que, además, dejaban sus brazos y hombros al descubierto, a merced de la picadura de cualquier bicho y de los arañazos de las ramas.

—¿Vas bien? —preguntó Nick volviendo la cabeza, sin detener la marcha.

—Sobrevivo —contestó Stacy sonriendo burlonamente de oreja a oreja, haciéndole comprender lo estúpido de la pregunta.

Inmediatamente después se arrepintió. Era culpa suya si él se veía envuelto en ese lío. Él estaba allí simplemente por intentar salvarla. Pero ¿y ella?, ¿por qué estaba allí? ¿Cómo habían sabido Percy y Harold encontrarla, y qué esperaban sacar? Apenas le quedaba aliento, estaba desorientada por completo.

—¿Sabes adónde vamos?

—Primero nos internaremos en el bosque durante un cuarto de hora, todo recto —contestó Nick—. Luego giraremos a la derecha en ángulo recto. De ese modo, volveremos a la costa. Es como cortar un trozo de empanada.

—Eso suponiendo que la isla sea redonda. ¿Qué pasa si es rectangular?

—Hemos desembarcado en la costa este, así que el sol debe estar…

—¡Déjalo, no importa! —exclamó Stacy—. Estamos en Michigan, no en los espesos bosques de Canadá. Aquí es imposible perderse.

—¿Quieres descansar? —preguntó Nick deteniéndose un momento.

—No, esto no es nada comparado con pelearse con cuarenta y dos preescolares.

—Vamos —la animó Nick tomándola de la mano para guiarla entre las enormes raíces desnudas y levantadas de los árboles, como tentáculos gigantes.

Stacy tropezó y calló de rodillas rasgándose el vestido. Tardaría meses en pagarlo, y ni siquiera podría ponérselo. Además, sus padres debían de estar muy preocupados. Y Jonathan.

—¿Te has hecho daño?

—Dime que esto es solo un simulacro, y que yo seré la próxima que rescaten de la isla —contestó Stacy poniéndose en pie, tambaleándose.

—Quizá, si te quitaras los zapatos —sugirió él.

—¿Para pisar ramas con espinas, piedras puntiagudas, y animales que se arrastran sobre la barriga?

—Puedo llevarte a caballo —se ofreció Nick ocultando sus dudas.

—Gracias, pero no, gracias.

—Ahora giraremos en ángulo recto —dijo Nick—. Con un poco de suerte, saldremos del bosque a la suficiente distancia de la cabaña como para que no nos vean esos dos idiotas cuando vuelvan.

Nick encontró un sendero, de modo que el camino se hizo más llevadero. Stacy lo siguió levantándose las faldas. Había logrado calmarse, desde el momento de la fuga, y por fin podía pensar. Pero por desgracia no podía concentrarse en la huida. Tendía a rememorar vívidos e íntimos momentos de acercamiento personal. En concreto, el instante de sacar la navaja del bolsillo de Nick.

Stacy no había vuelto a pensar en él como «Nicky». Aquel no era un pequeño niñito malo. De hecho, cuanto más recordaba y más pensaba en ello, más violenta se sentía. Y procuraba desviar la vista a otra parte, cuando él se giraba para comprobar si lo seguía.

En realidad, Nick era una persona grata de contemplar, siempre que no tuviera que mirarlo cara a cara. Le caían rizos morenos por la nuca, y los músculos de su espalda eran visibles bajo la camisa. Era una lástima que Jonathan no tuviera músculos como él.

Nada más ocurrírsele la idea, Stacy comenzó a hacerse reproches. Los músculos de espalda y piernas no tenían nada que ver con la bondad de las personas. Un hombre podía ser físicamente tan perfecto como una escultura griega, y sin embargo ser un nefasto candidato para una vida feliz, duradera, con él.

Jonathan era… mono. Realmente mono. Stacy estaba avergonzada de sí misma. Bueno, un poco. Por escrutar el trasero de un tipo con vaqueros. Por supuesto, los hombres se pasaban la vida escrutando los cuerpos de las mujeres. Ella lo sabía muy bien, había oído hablar a sus hermanos. Así pues, no tenía nada de malo el hecho de que una mujer admirara el cuerpo bien proporcionado de un hombre. No significaba nada, simplemente la distraía de sus problemas. Por un segundo, incluso, había logrado olvidar que tenía los pies destrozados.

—Espera un minuto —advirtió Nick de pronto. Stacy se quedó paralizada—. Está bien, vamos.

Stacy lo siguió una vez más. De no haber estado tan ocupada, habría oído el ruido de agua. Lo que tenía delante no era exactamente una playa, pero la tierra iba en declive suavemente, hasta encontrarse con el agua.

—No me mires —dijo ella.

Stacy se quitó los zapatos, las medias, y se subió la falda por encima de las rodillas para meter los pies en el agua. El fondo era pantanoso, el agua corría por entre sus dedos, le salpicaba los tobillos. Estaba helada, pero la sensación era maravillosa. Por unos segundos estuvo tan absorta en aquella sensación, que ni siquiera se dio cuenta de que Nick la observaba.

—Bonitas piernas —comentó él cuando Stacy lo pilló mirándola. Había recogido sus medias y sus zapatos, y sacudía uno de ellos—. Este tacón se está rompiendo. ¿Quieres que arranque los dos?

—Claro, ¿por qué no?

—¿Qué tal está el agua?

—Fría.

—De todos modos, estamos demasiado lejos como para volver nadando —comentó Nick mirando al otro lado de la extensión de agua azul—. Podría hacerlo si no tuviera más remedio, pero no quiero dejarte aquí sola.

—Gané la Cruz Roja de salvamento —dijo ella.

—Está más lejos de lo que parece —advirtió él—. Yo paso, pero si quieres quitarte el vestido e intentarlo, adelante. Te observaré encantado.

—¡No creo!

Nick tiró los tacones entre las ramas, le dio lo que quedaba de los zapatos, y se guardó las medias en el bolsillo del pantalón junto con la navaja, diciendo:

—No hay que dejar pistas, si no queremos que nos sigan.

—Y ahora, ¿qué hacemos?

—Seguir por la costa. Parece que la isla es grande. Puede que haya más cabañas. O, al menos, puede que encontremos un bote.

—Podríamos hacer señas, a ver si nos ven al otro lado —sugirió ella contemplando la otra costa esperanzada.

—El agua parece limpia, si tienes sed —dijo él agachándose para recoger agua con ambas manos.

—¿Qué tal tu cabeza? ¿Estás mareado? ¿Cuántos dedos tengo aquí? —preguntó Stacy sacando tres.

—No es necesario que juguemos a médicos —respondió Nick agarrando la mano de Stacy y cerrándosela—, aunque no me importaría hacerlo, en otras circunstancias. Sigamos andando. Creo que he oído el ruido de un motor, mientras metías los pies en el agua —Stacy continuó caminando tras él—. Eh, ahí hay luces —añadió él unos cuantos metros más allá—. Estamos salvados.

El secuestro de la novia

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