Читать книгу Más dulce que la miel - Jennifer Drew - Страница 5

Capítulo 1

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EL cactus se estaba derritiendo.

Sara Madison humedeció la escultura de hielo con una esponja, pero no sirvió de mucho. Tenía que hacer algo. El plato estaba a punto de desbordarse y el agua estropearía el escenario que Sara había preparado con los cocineros del restaurante Dominick’s para el concurso de comida Taste of Phoenix que se organizaba todos los años.

Faltaba menos de una hora para que se abrieran las puertas y entrara el público.

A su derecha estaba el dueño del restaurante Ye Olde Drawbridge English, observando cómo sus camareros se quejaban del traje que llevaban.

—¡Vamos a desmayarnos con esta armadura de latas que llevamos! —exclamó uno de ellos—. El aire acondicionado no funciona.

Sara lo miró, pero no dijo nada.

Miró a su alrededor para ver si encontraba a alguien que la ayudara a mover la pesada escultura de hielo, pero no encontró a nadie.

¿Dónde estaba su jefe cuando lo necesitaba? Dominick se había marchado hacía mucho rato para recoger otra tanda de especialidades de su restaurante y aún no había regresado. Sara tenía que hacer algo con la escultura y, al fin y al cabo, él había sido quien le había encargado a su cuñado que la esculpiera.

—¿Dónde te has metido, Dominick? —murmuró ella.

Si Sara decidiera deshacerse de la maldita escultura, él se quedaría de piedra al ver que una simple repostera había tomado esa decisión, pero ella no tendría más remedio que deshacerse de la escultura en cuanto las hordas de hambrientos aparecieran por la puerta. Dominick pensaba que bastaban dos personas para servir y no quiso contratar a nadie para que las ayudara.

Sara buscó a alguien que le debiera un favor.

—¡Vic! —llamó a un cocinero que había sido compañero suyo en la escuela de cocina—. ¿Puedes hacerme un favor? Solo tenemos que levantar una cosa…

—¿Sabes lo que han hecho con mis pastelitos de gamba? —dijo él—. Tenían que servirse calientes y algún cretino los ha metido en un cuenco con hielo. No sé si calentarlos de nuevo o si tirarlos a la basura.

—Caliéntalos —lo aconsejó. Sabía que él no la ayudaría.

Nadie tenía tiempo para ayudarla. Sara sabía lo que Dominick iba a decir acerca de que el cactus se derritiera. Pasara lo que pasara, sería culpa de ella.

El público estaba arremolinado junto a la puerta de entrada y, en el salón, los participantes comenzaban a ponerse nerviosos. Todos sabían que Liz Faraday, la periodista que hacía la crítica culinaria para el periódico Phoenix Monitor’s, asistiría al evento y que su opinión era muy importante.

Dominick había comprobado que la periodista no se dejaba adular ni obsequiar con regalos. Dos años atrás lo había criticado cuando le envió una caja del mejor champán para la boda de su hija.

Él esperaba que los barquitos con crema llamaran su atención, pero Sara creía que su pastel de ron con frutos secos tenía más posibilidades.

Un hombre se acercó a la mesa y probó un pastel de limón sin utilizar los cubiertos.

—Si lo has hecho tú, quiero casarme contigo —le dijo con una sonrisa.

—Cuando aprendas a usar el tenedor, me lo pensaré —contestó ella. De pronto, se dio cuenta de que aquel hombre no tenía la culpa de nada—. Lo siento, son los nervios —se disculpó con una sonrisa y le dio una servilleta. Él la miró de arriba abajo y se fijó en el sombrero de cocinero que llevaba—. Toma lo que quieras —dijo Sara.

—No nos conocemos lo bastante como para hacer eso, pero estoy dispuesto a que nos conozcamos más.

Tenía el tipo de cara que atraía a las mujeres, y a Sara le gustaba su cabello alborotado. Era difícil no sonreírle. Tenía un mentón prominente y una boca sensual. Era alto y delgado.

¿Qué diablos hacía entreteniéndose con un hombre que podía ser un espía de otro restaurante? Se alejó un poco de él.

—Nuestras «chimichangas» de cordero son famosas —dijo Sara.

—¿Las has hecho tú?

—No, yo soy repostera. Todos los postres son míos.

—Mi comida favorita —dijo él mirándola fijamente—. No parece que estés todo el día haciendo postres.

«¿Por qué la gente piensa que una repostera tiene que estar gorda?», pensó Sara. Era una artista, y solo probaba sus obras cuando hacía algo nuevo.

Quería darle una lección acerca del arte en la cocina, pero recordó que necesitaba a alguien fuerte para que la ayudara a retirar la escultura de Dominick. Si se derrumbaba, la tarta de queso y los bombones de chocolate rellenos de mousse se estropearían.

—Nuestro cactus de hielo se está derritiendo —le dijo—. Me da miedo que se rompa una de las ramas y lo estropee todo.

—Sería horrible —sonrió él, pero era evidente que no le preocupaba demasiado ya que no dejaba de mirar por la habitación.

—¿Puedo ayudarte en algo? —le preguntó Sara tratando de llamar su atención.

—¿Esas puertas dan a la cocina? —preguntó él.

—Sí, es la cocina destinada al uso de los concursantes.

—¿Crees que alguien se molestaría si le echo un vistazo?

Sara se quedó callada. Quizá era un espía del ámbito culinario. O algo peor.

—Es solo para los cocineros, pero quizá yo pueda enseñártela —le sugirió—. Voy a entrar para guardar esta maldita escultura de hielo.

—¿Vas a llevarla tú sola?

—No. Traeré un carrito.

—¿Pretendes mover una tonelada de hielo tú sola?

—Dudo que pese tanto —mintió.

—Puedes hacerte daño tratando de mover eso —le dijo con una amplia sonrisa—. Te ayudaré a llevarla a la cocina.

—De acuerdo.

En realidad no estaba prohibido entrar en la cocina y, probablemente, allí no había nada que pudiera interesarle aunque fuera un espía de otro restaurante. Los concursantes llevaban neveras portátiles para meter los platos para tener las especialidades siempre a la vista.

—¡Estupendo! Haré mi buena acción del día. Voy por un carrito —dijo y se apresuró para buscar uno.

Solo estarían en la cocina durante unos instantes, así que Sara no sintió cargo de conciencia. Era la oportunidad de demostrar lo que podía hacer en la cocina, y no quería que la gente se riera de la escultura en lugar de apreciar sus deliciosos postres. Y si Liz Faraday se fijara en ellos…

—Aquí tienes, Sara Madison —dijo él, y acercó el carrito a la mesa. Sara se sorprendió al oír que él la llamaba por su nombre pero recordó que llevaba una tarjeta colgada de la chaqueta—. Soy muy observador y si vamos a trabajar juntos será mejor que sepa cómo te llamas.

—No vamos a trabajar juntos, señor… —dijo ella.

—Wilcox, pero llámame Jeff.

No tenía intención de llamarlo de ningún modo. Su única preocupación era la exquisita comida que estaba sobre la mesa. Si alguna de las especialidades del restaurante Dominick’s se estropeaba su jefe la mataría.

Con cuidado, retiró las bandejas de dulce con nueces y las de praliné para poder acercar el carro.

Su ayudante era más fuerte de lo que aparentaba y agarró la escultura sin que ella apenas lo ayudara.

—Muchas gracias. Acabas de salvar mis postres.

—Por una sonrisa como la tuya caminaría sobre una fuente de patatas calientes —era demasiado halagador pero tenía tanto carisma que a Sara no le hubiera importado verlo sin camisa—. Ya lo llevo yo —dijo él, y empujó el carrito hacia la cocina.

Sara le abrió la puerta para que pudiera entrar.

—Más que nada es un sitio para servir los platos. Aquí no se prepara casi nada.

Él levantó la escultura, con el plato y todo, y la metió en el fregadero. Al hacerlo se mojó la camisa y, a través de la tela, Sara se fijó en el vello de su torso. No quería estar a solas con él, aunque según su hermana, Ellie, lo que necesitaba era estar a solas con un chico sexy.

De acuerdo, quizá su vida social fuera un desastre, pero había ido allí a trabajar y no a conocer al hombre de su vida.

—Puedo enseñarte cómo se va a la cocina principal, si no te importa ir rápido porque tengo que regresar a mi mesa.

—No, esta está bien.

—Creo que no deberías quedarte aquí —le advirtió, y retiró el carrito del medio—. Algunos cocineros están paranoicos con sus especialidades. Pueden pensar que eres un espía.

—No he venido a robar recetas —dijo entre risas.

—En este cuarto no hay nada interesante, solo refrigeradores, fogones y mostradores. Ven a mi mesa y te prepararé un plato.

—Ahora no, gracias. Aunque estoy seguro que todo lo que prepares estará delicioso.

—No deberías estar aquí. Tengo que marcharme —dijo con insistencia para que él también se marchara.

—Espera, por favor.

—Tengo que arreglar las flores de la mesa. Mi jefe se desmayará si ve que nuestra mesa es la única que no está preparada cuando inauguren el concurso.

—Quédate un minuto. Te lo agradecería mucho —le dijo con tono seductor.

—No, de veras, no puedo dejar un hueco en medio de la mesa.

Intentó salir de allí, pero él se colocó en medio bloqueando las dos puertas. No dejaba de mirar hacia el salón.

—Si alguien intenta entrar te romperá la nariz —le advirtió ella—. Vamos, por favor…

Intentó apartarlo del camino, pero no pudo. Él la rodeó por la cintura y la atrajo hacia sí.

—¡Suéltame!

—Por favor, necesito que la puerta esté cerrada solo un momento más.

Se inclinó para mirar por la ventana de la puerta. Ella intentó escapar pero no lo consiguió.

—Si no me sueltas, gritaré. ¡Muy fuerte!

Era una amenaza, pero Jeff la tomó en serio y le tapó la boca con sus labios para que no gritara.

La estaba besando… y Sara se estremeció.

—¡Ya está aquí! —dijo él, y la soltó de pronto.

Ella abrió la boca para gritar, pero solo emitió un suave sonido.

Jeff salió corriendo hacia un hombre de pelo gris que llevaba una camisa hawaiana. Aquel hombre se estaba comiendo uno de los pasteles de chocolate que había hecho Sara cuando Jeff sacó algo de su bolsillo. Era una pequeña grabadora. Sara se acercó a la mesa para ver lo que pasaba.

—¡Rossano! —exclamó Jeff—. ¿De qué vas a vivir ahora que tu madre te ha despedido del negocio de guardaespaldas por aceptar sobornos de las chicas?

—¡Lárgate, Wilcox! Ese maldito periódico y tú ya me habéis causado bastantes problemas.

—Los problemas te los has causado tú mismo al engañar a Queen Molly.

—Mi madre se llama Margaret. Señora Rossano, para ti, ¡gusano!

—La estás defendiendo. Pero he oído que está muy enfadada contigo. ¿Me pregunto si se pondría de tu parte en el juicio?

Rossano se sirvió dos pedazos de tarta de queso y los engulló. De pronto, Sara lo reconoció como un cliente habitual del restaurante. Aquel que pedía tres o cuatro platos y después vaciaba el carrito de los postres.

No le gustaba lo que estaba pasando. Se fijó en que su jefe se acercaba con una bandeja en la mano.

—¡Dominick! ¡Traidor! —gritó Rossano—. Esta cocinera me ha tendido una trampa con este periodista. Estaban escondidos detrás de esas puertas. Si lo hubiera sabido no me habría acercado a tu mesa. He venido porque tú me dijiste que habría montones de platos deliciosos y me encuentro con un periodista del Monitor. ¡Como si tuviera algo que decirle a ese andrajoso!

—Rosie, ¿crees que me interesa causarle problemas a mi mejor cliente? —dijo Dominick.

Ella no tiene nada que ver —dijo el periodista—. Y el público tiene derecho a saber…

—¿La cocinera trabaja para ti? ¿O no, Dominick? —preguntó Rossano.

—Dominick, yo no lo he ayudado. Ni siquiera lo conozco —protestó enfadada—. No me dejaba salir de la cocina después de que me ayudara a mover el cactus. Le pedí ayuda porque tú no regresabas. Además, fue culpa tuya que el hielo se derritiera tan rápido. Yo quería un pequeño querubín que se derritiera despacio, pero no, tú…

—Estás despedida —dijo Dominick.

—¡Pero no he hecho nada mal!

—No volverás a cocinar en este pueblo —dijo él—. Conseguiré que no te contraten ni en un bar de camioneros.

Sara se esforzó para contener las lágrimas. No quería que Dominick la viera llorar. Había cientos de testigos que sabían que no merecía que la despidieran.

¿Pero qué habían visto sus compañeros? Que había metido a un extraño en la cocina y que no habían salido hasta que el extraño había abordado a uno de los patrocinadores del concurso.

Quería conseguir la fama, y lo había hecho… ¡había alcanzado la mala fama!

Lo único que podía salvar era el orgullo. Se quitó el gorro de cocinera, se acercó a la mesa de postres que había preparado con mucho esmero y cubrió la tarta de zanahoria con el gorro.

Lo único que le faltaba por hacer era recoger su bolso en la segunda planta y marcharse.

Más dulce que la miel

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