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Capítulo 2

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DE camino a la calle, Jeff tomó algo que parecía una tortilla de maíz, pero que picaba muchísimo. Corrió hasta la fuente que había en el pasillo y dio un buen trago de agua.

No había comido nada desde la hora del desayuno. No había podido comer porque tenía que terminar la historia de la investigación acerca de Queen Molly Rossano y el matón de su hijo.

Con la ayuda de un buen abogado, la pareja había ganado el juicio en el que les acusaban de promover la prostitución, pero el director del Monitor quería seguir el caso de cerca y Jeff estaba encantado de hacerlo. Aunque eso significara trabajar todo el sábado.

De camino al coche se felicitó por haber acorralado a su víctima. Rosie no había declarado nada, pero Jeff podría utilizar la famosa frase: el señor Rossano no quiso hacer comentarios al respecto.

Sin embargo, no se sentía tan bien acerca de la cocinera rubia. ¿Cómo iba a imaginar que Dominick la despediría?

Quizá Liz Faraday pudiera hacer algo por ella. La periodista culinaria conocía a los dueños de todos los restaurantes y estos temblaban cuando ella hablaba. Le debía un par de favores a Jeff y, a pesar de su fama, era un encanto. En el periódico la llamaban Auntie, ya que todo el mundo le contaba sus problemas.

Jeff no se olvidaría de Sara Madison. No estaba orgulloso por haberla utilizado para acercarse a Rossano, pero no se arrepentía de haberla besado. Para su gusto, sus postres eran demasiado elaborados, pero no le importaría preparar algo especial con ella.

Claro que después de lo que había pasado con Rossano… ¿Cuándo tendría suerte con las mujeres? Siempre conocía a las más atractivas en los peores momentos, normalmente cuando estaba investigando un caso. Con razón vivía con su padre y no recordaba cuándo había sido la última vez que se había despertado junto a una mujer.

Seguro que Sara estaba muy enfadada con él. Una pena, porque no podría olvidar sus preciosos ojos azules ni la suavidad de su piel. Había tratado de seducirla, pero nunca imaginó que llegaría a besarla. Y el beso… el beso fue tan dulce como el mejor de sus postres.

Se metió en su viejo Jeep Cherokee, pero antes de arrancar vio que se encendían las luces de un coche. Era ella. Lo menos que podía hacer era pedirle disculpas. Se bajó del coche y caminó hacia donde había visto la luz. Ya no estaba. Se iría a casa, se daría una ducha, comería algo y terminaría su artículo.

Además quería ver a su padre. Llevaban casi cuatro años viviendo juntos, desde que sus padres se divorciaron, pero últimamente, su padre se comportaba de manera esquiva, desapareciendo sin dar explicaciones. Sus amigos también estaban asombrados de que no hiciera lo que hacían todos los hombres retirados.

Jeff sabía que debía pasar más tiempo con su padre, pero entre trabajo y trabajo apenas tenía tiempo de vivir su propia vida.

Regresó hacia su coche y, cuando estaba a punto de llegar, un idiota frenó de golpe justo detrás de él. Era Sara. Lo miraba como si quisiera matarlo pero, aun así, Jeff se acercó a la ventana que llevaba abierta. Al menos no eran los matones de Rossano.

En el tipo de trabajo que hacía Jeff siempre existía la posibilidad de que alguien quisiera partirle la cara.

—¿Te acuerdas de mí? —preguntó ella.

—Sara Madison. Tienes el nombre en la tarjeta que llevas colgada —no llevaba gorro y su melena era más larga y sedosa de lo que él había imaginado—. Te debo una disculpa.

Metió la mano por la ventanilla y le retiró un mechón de pelo que caía sobre su mejilla.

—¡Decir lo siento no servirá de nada! No solo has conseguido que me despidieran, sino que me has dejado en ridículo delante de todos los cocineros de Phoenix. Me has marcado para toda la vida. Cuando se corra la voz, y Dominick se encargará de ello, no conseguiré trabajo ni haciendo galletas en el Billy Bob’s Pizza Palace.

—Tú no has hecho nada malo. Hablaré con tu jefe —también pensaba hablar con Auntie, pero no quería decírselo hasta que la periodista confirmara que lo ayudaría.

—¡Cómo si eso sirviera de algo! Dominick despidió a su abuela por no lavar la lechuga.

—Quizá pueda hacer algo más por ti.

—¡No, por favor! Mi único consuelo es que Rossano no engullirá mis pasteles nunca más. ¡Espero que se empache con alguna tarta!

Sara se disponía a subir la ventana cuando Jeff le agarró la mano. Ella se soltó.

—En serio —dijo él—, quizá pueda ayudarte.

—No estás en el mundo de los restaurantes, y si tienes una hermana que quiere hacer una fiesta de cumpleaños para niños, olvídalo. Solo por el hecho de ser repostera la gente se cree que me encanta ir a su casa a preparar una fiesta por menos dinero del que le dan al hombre que les corta el césped.

—No me refería a eso. Además, la única hermana que tengo vive en Santa Fe con su familia. Está en contra de los dulces, así que es posible que sus pobres hijos coman zanahorias con yogur en lugar de tarta.

—Adiós, señor Wilcox —dijo ella.

Él seguía apoyado en la ventanilla del coche cuando ella aceleró. Se tambaleó hacia atrás y sus buenos reflejos evitaron que se diera un batacazo.

Sara no había aceptado sus disculpas y Jeff se sentía culpable por haberla metido en ese lío. No podía evitar preguntarse cómo sería acostarse con aquella estupenda cocinera y convertir su enfado en algo más divertido.

¡Tenía que empezar a disfrutar de la vida social y trabajar menos!

Se subió a su coche y trató de pensar en el artículo que iba a escribir. No tenía tiempo de pensar en Sara. Suspiró y achacó su mal humor al intenso calor que dejaba desiertas las calles de la ciudad.

Al menos, el apartamento que compartía con su padre tenía aire acondicionado.

El lunes por la mañana Jeff fue a trabajar temprano. Esperaba que le hicieran un encargo importante, algo que lo llevara a ganar el premio Pulitzer.

Excepto un par de periodistas que estaban de vacaciones, el resto de los empleados asistiría a la reunión semanal en la que se asignaban los trabajos y el espacio que los artículos ocuparían en el periódico.

A pesar de llevar varios años trabajando como periodista a Jeff le seguía gustando el ambiente de la sala de redacción. Al fin y al cabo, llevaba sangre de periodista en las venas. Len Wilcox, su padre, era un periodista retirado que había trabajado durante más de cuarenta años en el periódico Defender, de Minesota.

—Eh, Jeff, ¿quieres celebrar tu cumpleaños esta noche en ese bar de la espuma que han abierto? —le gritó Brett Davies desde su mesa—. Podemos ir a ver cómo las mujeres se ponen espuma por el cuerpo.

—Tendré que dejarlo para otro momento.

—Ya, claro. Eres todo un juerguista, Wilcox.

¡Qué diablos! A lo mejor debía de salir de juerga con Brett. ¿Cuándo había salido de fiesta la última vez? Su padre siempre conseguía más espacio que los demás en la primera página del periódico y aún le quedaba tiempo de tomarse unas cervezas después del trabajo. Claro, que su madre se cansó enseguida y lo echó de casa. Ella vivía en Santa Fe, cerca de su hija, Ginger, y su familia. Jeff se había quedado al cuidado de su padre.

—Oh, oh —dijo en voz alta al ver que había alguien en su mesa.

Patty, del departamento de publicidad estaba mirando la pantalla de su ordenador. La melena oscura le caía sobre la espalda de forma que cubría el top que llevaba y parecía que fuera desnuda. Jeff estaba seguro de que seguía enfadada porque él le había dicho que la llamaría para tomar una copa y no lo había hecho.

Quizá debería llamarla. Después de todo, tenía un cuerpo estupendo.

¿En qué estaba pensando? Eso sería darle falsas esperanzas.

Entró en el despacho de la periodista culinaria y dijo:

—Buenos días, Auntie.

Liz Faraday levantó la vista de la pantalla del ordenador y lo miró.

—Feliz cumpleaños, Jeffy, toma un cruasán.

—Gracias, pero no me apetece. He desayunado cereales y una tostada con mi padre.

—¿Qué tal está el viejo malhumorado?

Liz había cocinado para Len en un par de ocasiones, al principio de que él se mudara allí. Lo único que tenían en común era que ambos estaban divorciados.

—No lo veo mucho.

—Supongo que sigue yendo al Fat Ollie’s a contar batallitas de guerra con el resto de los periodistas retirados.

Jeff se encogió de hombros. Durante los días pasados, varios de los periodistas que acudían al Fat Ollie’s habían llamado a su casa preguntando por su padre. Era extraño, pero cada vez que Jeff le preguntaba algo a su padre, este le respondía con evasivas.

—¿Has pasado por tu mesa? —preguntó Liz.

—Aún no.

—He hecho una tarta para que te la lleves a casa. No dejes que se la coman los buitres.

—¿Me has hecho una tarta? Muchas gracias.

Llamaron por teléfono y Liz dejó que sonara varias veces.

—Hay que dejar que piensen que estás ocupada —le dijo a Jeff antes de descolgar. Escuchó durante unos segundos y después dijo—. Enseguida te lo mando.

—Su majestad quiere verte —le dijo a Jeff cuando colgó—. Ahora.

Decker Horning siempre tenía prisa. Jeff sentía curiosidad por ver qué quería, pero primero tenía una deuda importante que saldar.

—Antes de irme, quería decirte que arrinconé a Rossano en Taste of Phoenix —le dijo a Liz.

—No te vi. Me gusta hacerles sudar un rato antes de aparecer. ¿Qué tal te fue?

—Como esperaba, pero en lugar de arrinconarlo a él, metí a una repostera en un lío.

—Chico malo.

—La utilicé para esconderme hasta que llegara él. Resultó que él es un cliente habitual del restaurante Dominick’s, donde trabajaba ella. La han despedido por mi culpa.

—¿Ese idiota de Dominick la ha despedido? ¿Te puedes creer que intentó sobornarme con champán de segunda? ¡Cretino!

—El mismo. ¿Hay alguna posibilidad de que la ayudes a encontrar otro trabajo?

—¿Es la que hizo esos pastelitos de queso que había en la mesa del Dominick’s?

—Sí.

—Estaban muy bien hechos. ¿Cómo se llama?

—Sara Madison. ¿Puedes ayudarla?

—Pensaré sobre ello.

—Gracias, Liz. Estoy en deuda contigo.

—Todo el mundo lo está. Eso me gusta.

Jeff se marchó, pero en lugar de dirigirse al despacho del redactor, pasó por su mesa para recoger la tarta que Auntie le había preparado. Decidió llevarle un pedazo a Deck para compensar la espera. Su jefe esperaba que los periodistas aparecieran frente a él en el momento en que los llamaba. Por suerte, era una persona golosa y un pedazo de tarta haría que se calmara.

¿Y por qué quería verlo antes de la reunión? Si quería ofrecerle un encargo, debía de ser algo importante.

Patty también le había dejado un regalo sobre el escritorio. Había colocado el patito de goma más feo que Jeff había visto nunca sobre la tarta de chocolate que le había preparado Auntie. Había una nota junto al patito: ¿De qué tienes miedo, Jeff?

—De las psicópatas como tú —murmuró él, y se dirigió al despacho del redactor.

Decker Horning era una persona arisca que mandaba sobre todos los periodistas de la sala.

—Has tardado mucho en venir —lo recibió con cordialidad para ser él.

Jeff se encogió de hombros. Sabía que todo lo que dijera podía volverse en su contra.

—¿Qué sabes de Search for Life Out There? —le preguntó.

—Es el proyecto de Randolph Hill. Son un gupo de astrónomos que dicen escuchar señales provenientes del espacio. Tienen una antena parabólica en West Virginia.

—Hill no es un chiflado —dijo el redactor—. Y el dinero que no consigue del gobierno, lo consigue a través de donativos privados.

—¿No me digas que ha encontrado extraterrestres verdes ahí fuera?

—Me he reunido con Hill varias veces. Es un buen científico, sensato y con los pies en la tierra. Estará en Sedona, en el centro Las Mariposa, cuando se celebre un seminario que durará dos semanas. Ahí es dónde tú entras en juego.

—Parece más un trabajo para un periodista científico.

—Hill quiere poner en evidencia a los chiflados y charlatanes que dicen que los extraterrestres van a comprar al supermercado con Elvis. Está interesado en la posibilidad de que haya vida en otros planetas, y no en la porquería que la gente ve en las películas de ciencia ficción —Jeff emitió un gruñido. Eso parecía una noticia de tabloide. Él era un periodista de investigación, y no uno cualquiera—. Sé lo que estás pensando —dijo Deck—. Escucha, mientras Hill hace esto, el guru de Arizona también estará en Las Mariposas.

—¿Barrett Borden Bent?

El redactor asintió y Jeff comprendió por qué lo había llamado a él. Barrett Borden Bent era el fundador de First Contact Society, un completo chiflado o un astuto timador. Decía que era un científico desilusionado con la actitud que el gremio tenía acerca de los visitantes del espacio. Jeff sabía que Bent creía que el gobierno estaba intentando ocultar la existencia de extraterrestres y que consideraba que la gente debía saber la verdad. Jeff estaba convencido de que solo lo hacía por dinero.

—Está tramando algo grande, y lleva mucho tiempo convocando a sus seguidores —dijo Deck.

—A la sombra de un seminario de Astronomía. Así que el tema es Barrett Bent, y no Hill.

—Así es. Normalmente no malgastaría espacio en un farsante como Bent, pero un seguidor contrariado nos ha dado cierta información. Dice que Bent recibe grandes cantidades de dinero del grupo de First Contact, supuestamente para construir una pista de aterrizaje para los extraterrestres.

—¿Un centro de recepción para los hombrecillos verdes? ¿Y quién iba a creer eso? —preguntó Jeff.

—No subestimes a Bent. He hecho una pequeña investigación sobre él. Estuvo implicado en el escándalo de unas acciones de un casino fantasma, y le acusaron de intentar sobornar a los gobernantes. Cuando era joven, lo condenaron un par de años en Kansas por entregar cheques sin fondos, pero desde entonces, no han conseguido condenarlo por nada más. Según nuestra fuente de información, la gente está hipotecando sus casas y canjeando sus fondos de pensiones para darle dinero a él.

—¿Crees que es una buena oportunidad para pillarlo?

—Correcto. El seminario comienza dentro de una semana. Quiero que estés allí antes de que lleguen los primeros. Tendrás que irte el viernes. El seminario empieza el lunes, pero así tendrás todo el fin de semana para fisgonear —Jeff sonrió. No solo le apetecía llevar el caso de Barrett Bent, sino que la idea de pasar unos días en el centro vacacional Las Mariposas era muy apetecible. Bañeras de agua caliente, piscina exterior e interior…—. Por suerte, están contratando a mucha gente para atender a los dos grupos que van fuera de temporada —dijo Deck.

—¿Y no sería mejor si pasara como un cliente más? —preguntó Jeff desilusionado.

Horning soltó una carcajada.

Hacer maletas era el trabajo que Sara aborrecía más en el mundo. Iba a echar mucho de menos vivir con Ellie y con su marido, Todd.

—¡Ahora sé lo que se siente cuando a uno lo destierran a Siberia! Gracias a ese maldito periodista, estoy en la lista negra de todos los restaurantes del pueblo.

—Sedona no es un lugar perdido —dijo Ellie—. Y a los veintiséis años nadie está en la lista negra de por vida.

La hermana de Sara dobló un montón de ropa que tenía sobre la cama.

—Al menos tendrás una habitación libre otra vez —dijo Sara—. No sabes lo mucho que me ha gustado vivir contigo y con Todd durante estos seis meses.

—Nos ha encantado tenerte con nosotros… y tampoco es que te hayamos visto mucho. Pero nos has ayudado con el alquiler. Ha sido una gran ayuda ahora que Todd está estudiando tanto.

Sara abrazó a su hermana y se secó una lágrima que rodaba por su mejilla.

Desde que sus padres se mudaron a Georgia, Ellie había sido toda su familia y cuando su compañera de piso empezó a vivir con su novio y con el perro de este, Sara decidió irse a vivir con su hermana. Todd estaba a punto de licenciarse y después querían formar una familia. Sara había conseguido un trabajo temporal como ayudante de repostería gracias a la ayuda de Liz Faraday. Hacía muy bien la tarta de queso, pero le sorprendía que a la crítica culinaria le gustara tanto como para conseguirle un trabajo en Las Mariposas.

—Me gustaría meter la cabeza de Dominick en el cubo de la basura —dijo Ellie—. No puedo creer cómo te ha tratado después de llevar trabajando cuatro años como una esclava en su restaurante.

—Me dijo que doy mala suerte —murmuró Sara—. ¡Fue él quien dejó que su cuñado hiciera esa horrorosa escultura de hielo!

—Siempre ha sido muy agarrado como para hacer bien las cosas —dijo Ellie.

—¿Estás segura de que no te importa guardarme todas estas cosas? —preguntó Sara mirando las cajas de cartón que tenía apiladas.

—Por supuesto que no. Todd te las guardará en el armario.

Sara echó un vistazo a la habitación y decidió que ya tenía todo lo que necesitaba. ¿Quién sabía cuánto tiempo duraría en ese trabajo? Quizá, al cabo de unas semanas tuviera que aceptar la hospitalidad de su hermana una vez más. Tenía dos semanas de trabajo garantizadas, pero si quería optar a un puesto fijo tendría que trabajar mucho.

—Si ves el artículo de Jeff Wilcox en el periódico, prométeme que lo utilizarás para limpiar la jaula del pájaro —dijo Sara.

—Mi canario es muy exigente —bromeó Ellie—. Tengo que irme. Mi jefe se enfadará si no regreso al trabajo. Llámame cuando llegues a Sedona. ¡Y ten cuidado con los extraterrestres!

—¡Lees demasiado el periódico! —dijo Sara riéndose, y se despidió de su hermana con un gran abrazo.

Todavía estaba en la habitación cuando Ellie la llamó desde la puerta.

—Sara, tienes visita. Conduce con cuidado y llama cuando llegues. Me voy.

¿Visita? Desde que sus amigos se enteraron de que se marchaba pasaba largos ratos al teléfono. Se dirigió a la puerta esperando encontrarse con Maryanne o con Monica, pero al ver a Jeff Wilcox se quedó helada.

—¿Qué estás haciendo aquí?

—He venido a…

—¿Cómo sabías que estaba aquí? ¡Esta es la casa de mi hermana!

—Soy periodista de investigación ¿recuerdas?

—Alguien del restaurante Dominick’s te ha dicho donde estaba. ¿El encargado de las ensaladas? Me odia desde que me encontré un gusano en la especialidad de la casa.

Jeff se encogió de hombros y la miró.

—Solo quería decirte que lo siento mucho.

—¡Más te vale! Me ha despedido el Mussolini de la cocina. Gracias a ti, mi carrera está arruinada.

—Lo siento de ver…

—No, no, no. No quiero oír tus disculpas. ¡Márchate! —se volvió y se dirigió hacia su dormitorio.

—Eres de fácil palabra —dijo él, y la siguió—. Parece que estás haciendo las maletas.

—Chico, con ese talento investigador… ¡me extraña que no hayas ganado el Pulitzer!

—Supongo que me lo merezco —dijo Jeff con una sonrisa.

—Lárgate. ¡Ahora mismo!

—Imagino que eso significa que no quieres comer conmigo. Había pensado en invitarte a una hamburguesa jugosa, unas patatas fritas crujientes y un batido.

—Has arruinado mi vida ¿y quieres arruinar mis arterias?

—¿Quizá una ensalada?

—Si no te vas, llamaré… llamaré… —no estaba segura de quién podría salvarla de un hombre atractivo que quería invitarla a comer—. ¡Gritaré!

—No. Por favor. Solo quería saber cómo estabas, y decirte que lo siento…

—¡Ahh!

Fue un chillido más que un grito, pero Sara consiguió que Jeff se marchara, y confió en perderlo de vista para siempre.

Más dulce que la miel

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