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Prólogo

Como toda historia personal, todo libro tiene su historia. La de este empieza con una intuición y una pasión, ambas arraigadas en el alma aventurera y curiosa de su autor, mi colega, el profesor Jerónimo León Rivera-Betancur. En el origen de su investigación doctoral aquella intuición se definía magistralmente sobre el convencimiento de que el cine colombiano dice mucho de la realidad de los colombianos, de los vaivenes de su política interior y de las encrucijadas de violencia por las que atraviesa la sociedad a causa del imperio de la corrupción organizada, todo lo cual se opone al deseo sofocado, una y otra vez, por múltiples causas, de mostrar las bondades del día a día, que también caben en esa misma realidad. Soñar con su representación parece insultante a los ojos de un público local y global que ya no espera más que la triste historia de siempre. Con la perspectiva del tiempo y el transcurso de la tesis doctoral, la pasión y el trabajo han convertido en certeza la intuición inicial. Si bien la ficción colombiana no cuenta “toda” la realidad de los colombianos, se propone dar voz a las sombras, una voz ruidosa, lastimera y contundente que es, a veces, la letra de una sentencia injusta.

La sociedad no escapa a la influencia de ese cine lastimero. Desde los modelos y estereotipos que presenta hasta los argumentos que desarrolla, el cine colombiano ha optado por el antiheroísmo. Solo cabe preguntar si con esto no acaba por alimentar y consolidar amargamente la realidad que denuncia. ¿Por qué el antihéroe y no el héroe? Rivera aporta razones políticas y económicas a la financiación de estas narrativas antiheroicas. Nada es casual. Esos pobres diablos que deambulan por los submundos oscuros, desesperados porque no logran abandonarlos, se han ganado su destino trágico en la realidad. Pero ¿qué hay de realidad y qué hay de hipérbole en las imágenes que nos llegan? El porqué del antihéroe se responde bien con el concepto de “contrafigura”. En el capítulo destinado al estudio de “los jefes y los líderes”, en su obra El santo, el genio, el héroe (1961), Scheler define la contrafigura como una respuesta ética basada en el odio a los valores que alguien ha dejado de encarnar, aunque fuera su deber hacerlo (p. 25). El odio procede de haber aborrecido el vehículo de transmisión, no del desprecio a los valores en sí. Sin embargo, por un efecto de asimilación, tanto el modelo particular como el valor ideal son rechazados bajo la misma forma. Quedan asumidos en la misma repulsa, en un solo objeto. Por decirlo en términos de autoridad, la contrafigura es la respuesta negativa a una mala experiencia, con una autoridad modélica y en una determinada sociedad. Tras haber defraudado las expectativas del modelo, surge la contrafigura.

De esta manera, al “concepto de valor”, entendido como aquello que hace al modelo digno de seguimiento, “lo bueno, lo perfecto y lo que debe ser” (p. 17), se le oponen unos contravalores que se encarnarán en la “contrafigura”. Sin embargo, la complejidad parece agravarse. A esto se debe sumar la incidencia de las condiciones limitantes de un universo en el que habitualmente predominan el crimen, la ilegalidad y la ambición desmesurada. Junto con el acostumbramiento a esa rutina, parece que no hubiera escapatoria del submundo. Es decir, bien sea por un impedimento poético (los malos no pueden acabar bien, salvo que se manipule la acción con sofismas dramáticos), o bien por la autoimposición del hiperrealismo, como señala Rivera, el protagonista se ve abocado a fracasar moralmente. Por mucho que quiera ser un héroe, se encuentra en un callejón sin salida. Hay una clara nota pesimista en el espíritu de estas narrativas.

Cambiando los “absolutos” por “relativos”

A veces, la intención del protagonista de estas narrativas colombianas no es torcida. Más bien, todo lo contrario. Solo está desenfocada. Como explica Rivera, usualmente algunos de estos personajes desean hacer lo menos malo dentro del contexto en el que operan, aunque siempre arriesgándose a caer en los abismos de la inmoralidad. A los ojos de sus coetáneos podrían parecer incluso buenos. Por una parte, está aún presente en ellos la conciencia legal: o los salva el respeto al código o simplemente son dignos de compasión por sus torpezas. Por otra, optan por hacer un uso menos radical de la violencia que sus oponentes. Esto mismo es causa de interés y contraste en el entorno de convivencia. Ese uso “más matizado” de la violencia se traduce en un pseudolenguaje de la paz. Mientras menor es la violencia ejercida, mayor es la búsqueda del bien. Ahora, la razón de esa inacción es que, si ese esquema triunfara al final de la historia, se rompería el establishment dialéctico que sustenta este tipo de sociedades. De ahí la esclavitud de estos protagonistas. No interesa el cambio si se quiere mantener viva “la lucha”.

En este sentido, en la mayoría de estas películas se presenta una combinación entre el “modelo” y el “líder” de Scheler. En teoría, el modelo es ideal y el líder sociológico, real. Esto es, tienen distintas maneras de influir en la gente. No obstante, en ciertas ocasiones, ambos se funden en un mismo personaje. Cuando sucede, el líder es elevado a la categoría ideal de “modelo” para una sociedad o el modelo acaba provocando el seguimiento político propio del “líder”.

El contexto de interpretación de las narrativas fílmicas colombianas está condicionado por la lucha política. Sucede que, cuando el ideal se ve encarnado en una persona real que conduce a otros a un mismo destino, el líder se convierte en modelo de esa lucha (con el consiguiente ascendente también en la audiencia). Es decir, su estilo acaba por modelizar ese tipo de liderazgo, con independencia de la moralidad o no de la propuesta. Hasta ese momento solo hay líderes. Líderes de la revolución, líderes de la rebelión, líderes del pueblo, de la carestía, de la necesidad, de la conspiración o de la lucha anticorrupción. Gente dispuesta a lo que sea, a cambiar los “absolutos” por “relativos”, desde el punto de vista ético, o “los relativos” por “absolutos”, desde el punto de vista de la violencia. Sin embargo, pronto se constituirán también en modelos de liberación. En bandos y sectores polarizados, esos líderes consideran que el “fin justifica los medios”. Todo lo cual queda avalado por la finalidad consciente o inconsciente de mantener con violencia la condición dialéctica de la sociedad.

Un paradigma extrapolable

Como paradoja triste, este cine, en el que impera el mal relativo y los protagonistas son esclavos rotundos de sus compromisos de supervivencia, el tipo de enfoque audiovisual es cómplice de la realidad. Antes que denuncia definitiva, hay pacto tácito. Antes que compromiso, hay una clamorosa obsesión por seguir explotando la mina de estas realidades oscuras. Esto es así sobre todo porque, como ha estudiado Rivera-Betancur, estas narrativas —y no otras— son las que reciben financiación. En este sentido, se ha consolidado un paradigma nuevo para entender el viaje del héroe más canónico, el aportado por Joseph Campbell en El héroe de las mil caras (1949). Este paradigma no solo se cumple en las narrativas colombianas por ser colombianas, sino que sirve para repensar qué sucede con las representaciones de líderes, antihéroes y potenciales héroes en latitudes que compartan problemáticas similares. De este modo, el planteamiento de Rivera es doble: en primer lugar, es comprensivo, pero, en segundo lugar, es prescriptivo. Según el autor, las filmografías que participan de las mismas características del cine colombiano son susceptibles de presentar los mismos modelos morales, así como similares decursos de la trama.

Por ejemplo, en su transposición de la representación de la realidad colombiana, el esquema canónico del “viaje del héroe” o el monomito de Joseph Campbell presenta algunas modificaciones. Primero, al transcurso ya no se le puede llamar “viaje del héroe”, ni literal ni simbólicamente. Esto se debe a que, como se mencionó, no todo protagonista es el héroe de la historia. Con la constatación de su antiejemplaridad y la falta de un objetivo moral, ese protagonista no está siempre en condiciones de trazar un camino de transformación personal que revierta en el bien común y en el despliegue positivo de la identidad que esto implica. Es un antimodelo. Además, cuando no lo es, por tratarse de una comedia, lo perdido es tanto que, pese a una parcial victoria moral, queda un regusto agridulce por haber usado chantajes, atajos y dolor para lograrla. Por decirlo con Campbell, en estas circunstancias, el protagonista no encuentra claramente los “recursos de carácter para hacer frente al destino” (1988, p. 16). Mientras que el héroe sirve a los demás, este otro protagonista se sirve a sí mismo o es víctima de sus esclavitudes. Bajo ese nuevo paradigma, el protagonista no es memorable por una hazaña ni por un acto de sacrificio total. El accidente no es fruto de la voluntad. Si bien algunos de los protagonistas del cine colombiano aprenden lecciones que revertirían en su mejora personal, es tal su carga de corrupción (o sencillamente flaquea tanto su voluntad) que no logran imponer ninguna clase de bien ni inspirar a otros a cometerlo.

Una vez más se comprueba que resulta acertado hablar de protagonista y no tanto de héroes. De un modo u otro, estos personajes o están atrapados en un destino implacable, o, sencillamente, solo buscaban sobrevivir y perseguir su propio beneficio, encubriendo sus maniobras bajo un aparente primer momento de moralidad. En segundo lugar, el viaje del protagonista en el cine colombiano de Jerónimo Rivera-Betancur se reduce a seis etapas y no a las doce que conforman el viaje argumental del héroe, según Christopher Vogler en su obra El viaje del escritor (1992), o las diecisiete etapas del monomito de Joseph Campbell. Por tanto, este paradigma también condiciona los modos de escritura de los guionistas cuando encaran el desarrollo de este tipo de narrativa. En el origen, el protagonista del viaje se encontraría en una tesitura sin salida, pero no propiamente en un llamado a la aventura. Menos aun a la de salir del mundo ordinario: su lucha está precisamente ahí, salvo contadas excepciones en las que el viaje ofrece una oportunidad muy matizada de crecimiento. La interpelación personal difiere. De un modo patético, la lógica de estas historias de guerrillas, desconsuelo, denigración y violencia solo pueden acabar de una manera: con la infelicidad de sus protagonistas. La lección evidente y profunda de gran parte del cine colombiano que ha estudiado Rivera-Betancur se sostiene sobre la prueba de la tragedia que anuncia. No cabe un final completamente feliz para alguien que han emprendido un camino de crímenes o alguien que está atrapado en un mundo inmoral. No hay dinámica poética tan tergiversada que pueda desmentir esta gran verdad; si lo hace, la historia dejará de tener consistencia.

Caudillaje o liderazgo

Por esto, el cine colombiano muestra el lado oscuro del cariz político del heroísmo. Lo hace por contraposición a lo esperado a través de modelos que son caudillos o jefes de la violencia. En concreto, el estudio que ofrece Rivera señala y responde a dos aspectos fundamentales que aparecen integrados. En primer lugar, qué hace que los temas y sus tratamientos sean descarnados, qué voluntades administrativas, políticas y sociales subyacen bajo la apariencia del hiperrealismo; en segundo lugar, por qué estas narrativas del fracaso presentan modelos antiheroicos, muy alejados de la conquista de la felicidad.

Ninguno de estos logros del autor ha sido fácil de obtener. Ha supuesto ampliar la óptica de la narrativa hasta la realidad con la que conversa. Decir “cine en Colombia” es hablar categóricamente de una sublimación, pero también de una obsesión con la realidad oscura. Las películas que conforman el universo analizado por el autor expresan algunos aspectos de una realidad desarticulada socialmente. Frente a líderes de opinión, aparecen caudillos de la revolución o jefes de la corrupción. Así las cosas, el protagonista que quiere ser héroe solo por salvar a la comunidad de las causas que la ponen en peligro necesitaría superpoderes. Su voluntad no es todavía tan firme para que le baste la virtud, que es el arma del héroe. Está inseguro, desvalido, aunque ha emprendido el buen camino.

Por último, quiero agradecer al profesor doctor Jerónimo Rivera-Betancur por la invitación a prologar este libro. Me ha honrado enormemente. Pero he de confesar que no es nada fácil mantener el equilibrio entre la objetividad y el apego a la investigación que codirigí junto con mi colega Maritza Ceballos. Como en el viaje del héroe, la distancia geográfica supuso un auténtico reto en la discusión, “una invitación a salir del mundo ordinario en toda regla”. Sin embargo, después de vivir intensamente cada etapa, puedo afirmar sin temor a equivocarme que Jerónimo Rivera-Betancur logró “retornar a casa con el elixir”. Esto es, sabe algo más sobre Colombia y sus gentes, y es capaz de ofrecer su hallazgo para el bien de todos.

Ruth Gutiérrez Delgado

Universidad de Navarra

Pamplona, 24 de febrero de 2021

El viaje sin héroe del cine colombiano

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