Читать книгу El papel del cine colombiano en la escena latinoamericana - Jerónimo León Rivera Betancur - Страница 7

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1. Origen, desarrollo y evolución del cine latinoamericano

Pioneros y primeros años del cine en América Latina

El cine llegó muy pronto a América Latina: menos de dos años después de la primera proyección de los Lumière ya se habían hecho presentaciones públicas en varias ciudades hispanoamericanas. Las primeras se hicieron en Brasil, Argentina y México en 1896 y un año después en Perú, Venezuela y Colombia. La producción de películas en las primeras décadas fue dispersa y atomizada, desarrollada por empíricos sin mayores pretensiones artísticas, y atraídos mayormente por la novedad técnica, lo que no permitió la construcción de una tradición en prácticamente ninguno de los países.

En el cine mudo, tenemos una primera fase de introducción de la nueva invención, caracterizada por la proyección en locales precarios junto a otras atracciones y el nomadismo (1894-1907). En víspera de la Primera Guerra Mundial y durante el conflicto hay una consolidación de la exhibición y una primera expansión de la producción (1908-1919). En la década de los veinte, el nuevo auge del comercio cinematográfico coincide con la penetración norteamericana: a la sombra de Hollywood, apenas la producción local de noticieros alcanza alguna estabilidad, mientras la ficción permanece en un prolongado artesanato, en la atomización y la discontinuidad (1920-1929). Tanto es así que la transición al sonoro recubre una fase de tanteos y adaptación, incluyendo la producción norteamericana en español a la que responde una cierta efervescencia en algunos países (1930-1936). (Paranaguá, 2003, p. 21)

En los primeros años, cada uno de los países se limitó a proyectar las películas provenientes de Europa y de los Estados Unidos en salones acondicionados para la proyección cinematográfica y, poco a poco, se empezaron a crear salas de cine propiamente dichas. Aunque junto con los proyectores y las películas llegaron las primeras cámaras, y se tiene registro de que se hicieron filmaciones en las principales ciudades de América Latina, fue el cine proveniente del exterior el que se proyectó principalmente.

En las primeras décadas del siglo XX, películas europeas y norteamericanas llegaban indistintamente a las salas de cine de todo el mundo, pero fue después de la Primera Guerra Mundial que inició el predominio de los Estados Unidos por medio de la instalación de sucursales de sus principales compañías cinematográficas en territorio latinoamericano, aprovechando el declive europeo debido a la guerra y la sostenibilidad que garantizaba un mercado interno que representaba más de la mitad de las salas de cine del mundo (J. King, 1994, p. 26).

La política del “buen vecino” impulsada por el Gobierno norteamericano para recuperar terreno en la región y acallar las voces que impulsaban el nacionalismo resultó atractiva para muchos, por lo que se instaló el glamour del estilo de vida de Hollywood como valor aspiracional. Conscientes de su nueva política exterior “amigable”, los productores de Hollywood empezaron a preocuparse más por la imagen de los latinoamericanos en sus películas, por lo que presentaron a los latinos de manera más amable y crearon algunos héroes procedentes de esta región. La Segunda Guerra Mundial evidencia aún más la importancia del apoyo latinoamericano y motiva un paquete de programas culturales y económicos en la región.

La Oficina de Asuntos Interamericanos, creada por Nelson Rockefeller, tenía como objetivos principales:

 Neutralizar la propaganda totalitaria en las otras repúblicas americanas.

 Suprimir y corregir los actos provocadores provenientes de este país, tales como la ridiculización de los personajes centro- y suramericanos en nuestras películas.

 Hacer énfasis y encaminar a la opinión pública hacia los elementos que constituyen la unidad de las Américas.

 Incrementar el conocimiento y la comprensión de la forma de vida de los demás.

 Dar mayor expresión a las fuerzas de buena voluntad entre las Américas, de acuerdo con la política del buen vecino. (J. King, 1994, p. 58)

El aumento en los estrenos norteamericanos en México, por ejemplo, aumentó en un 90 % entre 1920 y 1927. Paranaguá (2003) apunta que fue determinante la presencia de inmigrantes europeos como pioneros en la transición entre el cine artesanal y la constitución de empresas cinematográficas, y que, debido a la influencia en la historiografía hispanoamericana, se ha dado más importancia a los artistas, e incluso a los técnicos, que a los empresarios que construyeron las bases de la industria cinematográfica en la región:

En la leyenda dorada del cine hispanoamericano, el exhibidor es el “malo de la película”. Solamente hoy, al constatar el hundimiento del parque de salas y sus consecuencias fatales para la recuperación o la viabilidad de una producción local, empezamos a percibir la permeabilidad entre los diversos aspectos del fenómeno cinematográfico. (p. 85)

Debido a su proximidad geográfica y enorme potencial, Hollywood ha mantenido desde siempre una relación especial con México. Desde la primera década del siglo XX, los acontecimientos de la Revolución mexicana generaron interés en los Estados Unidos y Hollywood presentaba actitudes ambivalentes y cambiantes hacia los sucesivos cabecillas.

Taft apoyó a Madero, pero un año después Woodrow Wilson tuvo un papel importante en el complot que encabezó contra este el general Huerta. Sin embargo, Wilson no tardaría en oponerse a Huerta y a Pancho Villa para ayudar al constitucionalista general Carranza a derrocar al caudillo revolucionario. Más tarde Wilson estuvo a punto de declararle la guerra a Carranza. Por lo tanto, los reporteros de los noticieros cinematográficos, independientes o empleados de la Universal o de la Mutual Films, se vieron forzados a mutilar sus películas para acatar la política de turno. (J. King, 1994, p. 35)

El caso más interesante fue el del líder revolucionario Pancho Villa, quien firmó un contrato de exclusividad con la Mutual Film Corporation para mantener a las demás compañías cinematográficas fuera del escenario de los combates, programar sus batallas en plena luz del día y reconstruir las que no se hubieran alcanzado a filmar. Esto llevó a que la Mutual promocionara sus campañas con consignas como “Películas nunca antes obtenidas en el frente, gracias a un contrato especial con el comandante general de las fuerzas revolucionarias”. La realidad cruenta de la guerra, y en particular la sangrienta batalla de Torreón en 1914, destruyó la imagen idealista que el cine había generado alrededor de Villa. No obstante, posteriormente, se hicieron varias películas en Hollywood sobre él, protagonizadas por actores de primera línea como Yul Bryner.

Las películas norteamericanas de ficción de aquella época desarrollaron una serie de estereotipos sobre los mexicanos como el greaser, la linda señorita y el azteca exótico. Los hombres se representan como personajes grotescos, traicioneros y vulgares, y las mujeres como bellas y castas damas que aspiran y merecen algo mejor que un greaser: un héroe estadounidense. Así, una visión estereotipada de México es construida en sus escenarios y población por el cine de Hollywood. La frontera era considerada como la línea divisoria entre el orden y la justicia frente al caos y la anarquía.

La recurrente presentación de estos estereotipos negativos sobre los mexicanos trajo consigo notas diplomáticas de protesta de parte del Gobierno de ese país que surtieron efecto en Hollywood, que era consciente de la importancia del mercado mexicano para sus películas, situación que propició la creación de nuevos estereotipos heroicos mexicanos. Aparecen así el Zorro y Cisco Kid, que reemplazaron gradualmente al bandido de las pantallas. No obstante, estos estereotipos negativos del mexicano, y por extensión del latinoamericano, siguen presentándose aún en las películas contemporáneas, y desde allí se ha argumentado la necesidad de hacer cine en la región como una posibilidad de representar la identidad nacional con las propias imágenes.

La llegada del cine sonoro en 1927 plantea un importante reto para la industria del cine de Hollywood y Europa, consolidada más allá de sus fronteras. La llegada del sonido ofrece una oportunidad para que las películas locales llegaran rápidamente al público sin necesidad de subtítulos o doblaje. El momento histórico coincide con la gran depresión de los valores bursátiles en los Estados Unidos, lo que frena momentáneamente el desarrollo de los estudios de Hollywood. Esto permite la consolidación de dos cinematografías en América Latina: la mexicana y la argentina que, no obstante, no lograron consolidarse como industria dominante ante la inminente recuperación de Hollywood en los años inmediatamente posteriores. Los altos costos del nuevo proceso de producción cinematográfica y la adopción de un sistema de estudios multicultural que permitía filmar versiones de cada película en otros idiomas, con actores provenientes de distintos países, fueron determinantes para que eso ocurriera.

De una primera etapa de cineastas empíricos en cinematografía (muchos de ellos fotógrafos europeos), se pasó a otra en la que los realizadores buscaron cada vez más oportunidades de intercambio en Europa y en los Estados Unidos, por lo que participaron en rodajes internacionales y conocieron por dentro el sistema de estudios cinematográficos. Paranaguá (2003) afirma que esta etapa fue importante porque

contribuyó a legitimar la tradición hollywoodense de la producción en estudio y a banalizarla, a despojarla de su carácter inaccesible. La producción “hispana” esbozó el primer star system latinoamericano realmente trasnacional. La experiencia contribuyó también a deslindar las opciones genéricas predominantes del cine sonoro en América Latina: el melodrama y la comedia. (p. 245)

La llegada del cine sonoro a América Latina trajo consigo la necesidad de películas en versiones dobladas, no solo al español, sino con acentos similares al propio.1 Esta circunstancia, que marcó el declive de algunas grandes estrellas del cine silente en Hollywood, permitió que México y Argentina dominaran el nuevo mercado del doblaje latinoamericano. México influyó, por ejemplo, en Guatemala, Colombia y Venezuela, y Argentina en Uruguay, Venezuela y Chile. Tras la década de 1930, el público latinoamericano vio masivamente las películas argentinas y mexicanas, sin que esto afectara el monopolio norteamericano.

Estos países se convirtieron en exitosos exportadores de películas al resto del continente y ayudaron a definir, e incluso a coproducir, los primeros vacilantes intentos de un cine nacional en otras áreas. En Colombia, por ejemplo, el cine se desarrolló bajo la influencia de la comedia musical mexicana, en trabajos como Allá en el trapiche. (Paranaguá, 2010, p. 97)

Algunas temáticas del cine mexicano fueron igualmente adoptadas por las narrativas de otros países en un proceso en el que sería difícil definir si se trataba de afinidad cultural o una réplica de los valores representados por el cine mexicano. “Monsiváis incluye una lista de las mitologías creadas por el cine mexicano: la inocencia rural, espacios locales como la vecindad y el arrabal, la Revolución mexicana y el melodrama familiar que aseguraba la hegemonía de valores tradicionales” (Sisk, 2011, p. 165).

La Motion Pictures Producers and Distributors of America (MPPDA), representante de los intereses de los grandes estudios de Hollywood, por su parte, operó como un grupo de presión para que sus películas fueran presentadas en el exterior:

Esforzándose por mantener una política de puertas abiertas frente a la posibilidad de restricciones, de cuotas tarifarias y de cuotas de pantalla. Las películas formaron parte de la exitosa penetración económica impulsada por el gobierno de Roosevelt durante la década de los años treinta, y conocida bajo el nombre de política del buen vecino. Los norteamericanos realizaron grandes negocios y, de esta manera, lograron moldear el gusto de los espectadores. (J. King, 1994, p. 55)

Las grandes guerras en Europa fueron determinantes para una permanente reconfiguración del panorama cinematográfico. Durante la Segunda Guerra Mundial, los estrenos nacionales en México consiguieron por primera vez superar a los europeos, aunque muy lejos de los norteamericanos.2 En la posguerra, sin embargo, se nota una efectiva recuperación de terreno por parte del cine europeo en la región.

En la tabla 1, puede verse una comparación entre la presencia de películas mexicanas, europeas y estadounidenses en los cines mexicanos entre las décadas de 1940 y de 1970.

Tabla 1. Películas estrenadas en México por procedencia

MéxicoEuropaEE. UU.
Década de 194015,19,369,2
Década de 195020,521,354,3
Década de 196020,138,931,9
Década de 197013,946,224,9

Fuente: Elaboración propia según Paranaguá (2003).

La situación en otros países de la región es similar. En Cuba, los estrenos estadounidenses bajaron del 75 % en la década de 1940 hasta el 49 % en la década siguiente; en Brasil, los estrenos norteamericanos en la década de 1940 fueron del 86,9 % frente a solo el 7,7 % de Europa, pero en la posguerra los europeos se duplican hasta el 15 %. Es interesante anotar que en ninguno de estos periodos en Brasil los estrenos nacionales, sumados a los de Argentina y México, superan a los europeos. Los dos grandes momentos cinematográficos de auge industrial en América Latina son la llamada edad de oro del cine mexicano en la década de 1940 y los años Embrafilme en Brasil entre 1970 y 1990. Sin embargo, afirma Paranaguá (2003), la hegemonía norteamericana nunca ha sido amenazada en América Latina, y cuando la ha perdido, los espacios han sido ocupados por películas europeas.

Posguerra y edad de oro del cine mexicano

En la década de 1940, Walt Disney produjo dos películas que aplicaban desde lo cinematográfico la política exterior norteamericana frente a América Latina: Saludos, amigos (Jackson, Ferguson, Kinney, Luske y Roberts, 1943) y Los tres caballeros (Ferguson, 1944), en las que aparece el Pato Donald haciendo un recorrido folclórico por México y Brasil con sus dos nuevos mejores amigos: el loro José Carioca, símbolo de Brasil, y Panchito, el gallo mexicano vestido de charro. En estas películas, no aparece un personaje argentino por las restricciones que impuso el Departamento de Estado de los Estados Unidos a Argentina, debido a su posición en la Segunda Guerra Mundial.

Los Estados Unidos se negaron a vender insumos cinematográficos (película virgen) a Argentina, que experimentó un descenso en la cantidad y distribución de sus películas. Esta circunstancia fue determinante para el ascenso del cine mexicano, su principal rival en la región, que entraría de esa forma en lo que se conoce como la edad de oro del cine mexicano, de la que se hablará más adelante.

El apoyo de los Estados Unidos al cine mexicano, liderado por la Oficina Coordinadora de Relaciones Internacionales liderada por Nelson Rockefeller, consistía en un respaldo a la producción y difusión de su cine entre los países de habla hispana y se materializó en tres frentes: refacción de maquinaria y materia prima para los estudios en México, apoyo a los productores mexicanos y asesoría y capacitación a los trabajadores del cine por parte de instructores de la industria de Hollywood. A cambio, se esperaba “la consabida tendencia hacia la propaganda a favor de los aliados utilizando el cinematógrafo, que en ese momento era el medio masivo por excelencia” (Barradas, 2015, p. 41).

Después de la recuperación de su gran crisis económica, los Estados Unidos intentaron recuperar terreno en el mercado latinoamericano. Argentina era entonces el tercer mercado más importante para Hollywood, y Brasil, el cuarto. Las similitudes y diferencias entre la cinematografía argentina (y su historia sociopolítica) y la brasileña son analizadas con acierto por Paranaguá (2003, pp. 208-209), quien establece, entre otros, algunos aspectos de comparación:

 En ambos países, el populismo alcanzó su punto más alto a mediados de la década de 1950 (suicidio de Getulio Vargas y exilio de Juan Domingo Perón). Los efectos de estos dos acontecimientos son, no obstante, inversos. Mientras la muerte de Vargas conduce a una división política del movimiento social brasileño, que facilitará el golpe militar de 1964, en el caso de Perón, pasarán más de dos décadas para que pueda regresar al poder, y su exilio fortalece su apoyo popular, aunque sus seguidores son víctimas de persecución y restricciones para seguir desarrollando su cine. En ambas cinematografías, estos años implicaron restricciones a la libertad de expresión.

 La transición entre populismo y desarrollismo implicó una transformación del nacionalismo en una etapa de efervescencia y radicalización social y cultural, y de gran inestabilidad política ocasionada por los golpes de Estado y pronunciamientos militares.

 En este periodo, surgieron en ambos países las primeras filmotecas, aumentaron los cineclubes y las publicaciones especializadas dedicadas a la crítica.

 Aumenta la influencia europea por la fascinación de los autores por el neorrealismo italiano y la crítica francesa, y por la formación que muchos tuvieron en escuelas de cine de Roma y París.

 En la década de 1960, surgen el cinema novo y el nuevo cine como consecuencia directa del panorama que se presentaba en ambos países en la década anterior.

Desde la década de 1950 aumentan las distancias entre el público cinéfilo reunido alrededor de cineclubes y otras formas académicas de cultura cinematográfica (que empiezan a influir en los procesos de producción, exhibición y distribución) y el gran público que comienza también, poco a poco, a consumir contenidos de la televisión. Esta división se acentúa aún más en la década de 1960 con el surgimiento de movimientos como el cinema novo brasileño, el tercer cine y el cine posrevolucionario cubano, seguidos de un nuevo público de élite que disfruta de estos contenidos, mientras el gran público está cada vez más marcado por la televisión, sus relatos y narrativa.

El festival de Mérida3 condujo a la constatación clara de que el cine latinoamericano está en plena fermentación y de que existe ya, concretada en obras, una producción que representa cualitativa y cuantitativamente un hecho nuevo en la producción cinematográfica latinoamericana… este hecho ha recibido ya un nombre: “cinema novo”, “cine Nuevo”. El significado es, en términos muy generales, cine comprometido con la realidad nacional, cine que rechaza todas las fórmulas de la evasión, la deformación, la indiferencia y la ignorancia, para enfrentarse con la problemática de los procesos sociológicos, políticos, económicos y culturales por los que atraviesa cada país, con sus particulares características y situaciones. (“El desafío del nuevo cine”, 1968, p. 2)

El cine de esta época estuvo altamente marcado por la acción social, por lo que a menudo recibió el calificativo de cine militante. En mayor o menor medida, los cineastas consideraban que el cine tenía un fuerte compromiso político para intervenir la realidad; en palabras de Jorge Sanjinés (el más destacado cineasta boliviano, creador del Grupo Ukamau): “El cine revolucionario no cuenta historias, hace historia”.

El cine latinoamericano como instrumento de militancia política

Hacia mediados de las décadas de 1960 y 1970, el Cono Sur vivió una serie de dictaduras militares que trajeron represión a las prácticas culturales, exilio y censura a los nuevos movimientos cinematográficos. Brasil, Uruguay, Paraguay, Argentina y Chile vieron la llegada de dictadores con políticas claras en materia de defensa y economía, pero poco interés en el apoyo a la cultura y la libertad de expresión. Los temas e intereses cambiaron de manera radical en la cinematografía de estos países, debido a rigurosas censuras y persecución a algunos realizadores. En respuesta a esta situación política, surgen movimientos importantes que abogaron por una identidad cinematográfica hispanoamericana. Con distintos nombres como cine de la pobreza (Glauber Rocha), cine imperfecto (Julio García Espinosa) o tercer cine (Fernando Solanas y Octavio Getino), los mismos cineastas teorizaron alrededor de lo que podía ser un cine auténticamente latinoamericano en un esfuerzo que materializaría la propuesta denominada nuevo cine latinoamericano. Paradójicamente, esta condición propició el desarrollo del cine en países como Perú, Colombia y Venezuela con fondos estatales que contribuyeron a crear por algún tiempo una vibrante cultura cinematográfica.

Desde entonces, el cine en América Latina ha tenido que luchar contra la naturaleza inestable de una economía débil y la constante sombra de la censura. “En ambas áreas el Estado ha tenido el papel de protector y de censor, y en algunos casos, como en el de Brasil, de hecho, ha prohibido películas que ayudó a financiar” (De Andrade, 1982, p. 346).

En su momento, Octavio Paz acuñó el término “ogro filantrópico” para describir esta condición del Estado. A la censura del Estado se suma la autocensura adoptada por algunas producciones financiadas con dinero gubernamental. Algunos gobiernos dictatoriales (como el de Brasil) moderaron su postura frente a la cultura a finales de la década de 1970 y generaron en algunos realizadores el dilema entre hacer un cine independiente, casi clandestino, o aceptar dineros de un Gobierno al que consideraban represivo y enemigo de la libertad de expresión.

Las películas que predominantemente apoyaron los gobiernos de la época fueron aquellas dirigidas al gusto popular y sin fuerte contenido social o político. El cine de género hizo presencia en aquellas producciones, con una fuerte influencia de la comedia y, especialmente, de la comedia erótica representada de forma más o menos explícita según el país por medio de fenómenos como el cine de ficheras en México y la pornochanchada en Brasil. Este estilo se extendió rápidamente por otros países y tuvo gran influencia en países como Colombia.4

Las décadas de 1970 y de 1980 se caracterizan por una creciente fuerza de la ficción televisiva, la crisis y el retroceso de la exhibición y de las adaptaciones de la producción latinoamericana, que recupera un buen número de espectadores a nivel nacional y no ya continental. Los canales de televisión, nacionales e internacionales, incursionaron también en la producción cinematográfica local con un estilo que influiría mucho en el cine posterior, basado en la emulación del estilo de Hollywood y en narrativas propias de la televisión.

Gobiernos neoliberales y crisis de las políticas culturales

Al final de la década de 1980, el cine latinoamericano se distancia de las posturas ideológicas de las décadas anteriores y muchos productores abandonaron sus intenciones políticas con el fin de ampliar el mercado. Esta situación puso, una vez más, la discusión alrededor de las mismas preguntas sin respuesta: ¿qué es el cine latinoamericano?, ¿qué prácticas discursivas distinguen este tipo de cine del de Hollywood?, ¿qué lenguaje es apropiado y accesible para los productores actuales?

La década de 1990 fue determinante para la expansión cinematográfica de Hollywood en América Latina, debido en buena parte a esta dramática disminución en el apoyo del Estado a las cinematografías más poderosas de la región. Según Getino (2007), las políticas de los gobiernos de Carlos Salinas de Gortari en México y Fernando Collor de Melo en Brasil, y en menor medida, una disminución en la producción de cine argentino, provocaron la reducción conjunta de estos tres países de alrededor de doscientos títulos en 1985 (México y Brasil producían entre ochenta y noventa largometrajes por año), a menos de cincuenta en 1995.

En Colombia, en toda la década de 1990, solo fueron estrenados diecinueve largometrajes, cifra de películas que en promedio se estrenan comercialmente cada año en el país después de la puesta en marcha de la Ley 814/2003, de 2 de julio. En 2016, se estrenaron treinta y ocho largometrajes colombianos en salas de cine. A pesar de la dramática caída en la producción y exhibición de películas nacionales, este periodo fue muy importante para consolidar el prestigio de las tres cinematografías líderes de la región en el ámbito internacional. “Los años noventa vieron asomar películas impecables, que han recorrido el circuito de los festivales sin alejarse mucho de la televisión que les dio impulso u origen. Películas que demostraron la habilidad para despertar el gran público de las clases medias ya sensibilizadas por la televisión” (Toledo, 2002, p. 12).

La caída de la producción nacional y su escasa presencia en las pantallas favoreció la consolidación del cine de Hollywood, no solo por incrementar el gusto del público, sino como incentivo para abrir filiales de las más importantes compañías en la región, situación que continúa y se ha incrementado en nuestros días. Este crecimiento en las salas vino acompañado también de un incremento en las cifras de comercialización de video (videocasetes y posteriormente DVD) y de construcción de salas de cine agrupadas en complejos multiplex en toda la región.

En la narrativa, el cine colombiano también descentró su foco de las historias rurales hacia los contextos urbanos como una muestra más de la relación con la realidad en la que los colombianos vivían cada vez más en las ciudades y los realizadores estaban más interesados en representar la vida de las urbes colombianas. Así lo plantea O. Osorio:

Hasta la década del ochenta, el escenario en el que se desarrollaba la mayoría de las historias de las películas colombianas era el campo o las pequeñas poblaciones, mientras que, más o menos a partir de los años noventa, esa preeminencia es ya de las ciudades. La razón de este relevo tiene que ver, en principio, con que muchos de los nuevos realizadores hacen parte de una generación citadina; pero, sobre todo, con que los temas por los que se interesa el cine del país se manifiestan más en las ciudades, en especial por vía del narcotráfico, la delincuencia, los desplazados y la marginalidad. (2016, p. 4)

Industria latinoamericana del siglo XXI y nuevas leyes de cine

A comienzos del siglo XXI se promulgaron varias leyes de cine y políticas que estimularon la producción en algunos países latinoamericanos: Argentina (Ley de Fomento de la Actividad Cinematográfica Nacional), Colombia (Ley 814/2003, de 2 de julio), Chile (Ley 19.981 sobre Fomento Audiovisual), Venezuela (Ley de la Cinematografía Nacional), Ecuador (Ley de Fomento del Cine Nacional), Uruguay (Ley de Cine Audiovisual), República Dominicana (Ley 108/2010, 29 de junio), Puerto Rico (Ley de Incentivos Económicos para la Industria Fílmica), Panamá (Ley 16/2012, Ley de Cine) y Perú (Ley de la Cinematografía Peruana).

Algunas de las principales presiones que han enfrentado estas nuevas políticas de apoyo y protección a la cinematografía local han venido de la industria de Hollywood, que ha recurrido a estrategias como el lobby gubernamental y la firma de tratados de libre comercio (TLC), favorables a la competencia en igualdad de condiciones.5 Su modelo se ha sustentado históricamente en impulsar políticas de protección del mercado interno (en los Estados Unidos) y ejercer presión para el establecimiento de políticas globales de libre circulación.6

En Brasil, México y Argentina, se han instalado recientemente conglomerados mediáticos, tales como Globo en Brasil, Patagonik, Clarín, Telefónica y Walt Disney en Argentina, y Televisa y Azteca en México; todos ellos tienen además fuerte presencia en la televisión, y aunque su producción cinematográfica es aún escasa, su apuesta por temas y tratamientos muy influenciados por el cine norteamericano, guiones con fuerte influencia de la narrativa televisiva, reconocidos actores de la televisión y técnicos de primer nivel, entre otros, les ha asegurado el éxito y permitido estar presentes en más de la mitad de las recaudaciones del cine local en cada territorio, con porcentajes cercanos al 70 % en cada uno de los países (Getino, 2007, p. 170).

En algunos casos, los productores locales han acudido a convenios de coproducción con las majors. Aunque la intención es la realización de producciones de alta calidad técnica que acerquen al público a sus realidades locales, lo que no necesariamente garantiza su éxito más allá de las fronteras nacionales. Además, según Alvaray (2012, p. 70), es posible percibir una influencia estética y narrativa de estas películas en otras producciones nacionales. Alvaray plantea que la prensa, la crítica y el público se han referido también a una “hollywoodización” del cine latinoamericano debido a un incremento de su interés comercial y que la gran mayoría de películas son pensadas para un púbico internacional y coproducidas o distribuidas por alguna gran corporación trasnacional.

Cedeño (2012), por su parte, señala que los relatos del cine latinoamericanos evolucionaron en las últimas décadas desde la denuncia del neocolonialismo y el ideal de liberación (comunes en las décadas de 1960 y 1970) a otros temas como reconstrucción de la memoria histórica, exclusión social y injusticia, conflictos armados, ecología, violencia, narcotráfico e identidad, entre otros. Este autor plantea que tales asuntos han sido tratados usando nuevos patrones estéticos y técnicas narrativas completas, y que es muy común la hibridación de géneros, por ejemplo, el cine político combinado con el melodrama, la comedia, la animación y el thriller o las mezclas entre los discursos documentales y de ficción (Cedeño, 2012, p. 14).

Lo expuesto nos plantea una importante pregunta: ¿quién controla nuestra imagen y de qué manera afecta nuestra identidad cultural? Al respecto, J. King (1994) señala:

Mientras Estados Unidos tenía las condiciones técnicas, financieras y de amplitud de mercado que permitían introducir innovaciones en sus aspectos de producción, distribución y exhibición, el capitalismo dependiente latinoamericano solo podía desarrollar sus aspectos de distribución y exhibición sobre la base de las películas extranjeras, en detrimento de la producción local. (p. 52)

En una conferencia dada en la Casa de las Américas en 2011, el director colombiano Sergio Cabrera fue más lejos al afirmar que se había desatado una corrupción creativa en la que los realizadores son prisioneros de los grandes productores, que ya se han instalado en América Latina, usando técnicas “que consisten en hacernos creer que lo que ellos necesitan de nosotros es lo que nosotros queremos hacer” (Casa América, 2011). Al respecto, Sisk (2011) apunta: “El riesgo de imponer el objetivo de un cine comercial viable a un nivel global es que los cineastas pueden verse forzados a recurrir a patrones narrativos y cinematográficos ya establecidos y a evitar hacer un cine experimental que cuestione precisamente estos estilos reconocibles” (p. 173).

América Latina ha experimentado toda clase de presiones para que se limiten las políticas públicas y la protección a la producción cultural local. Desde los llamados de la Organización Mundial del Comercio (OMC) que ve estas políticas como una amenaza para el libre comercio internacional hasta los términos de TLC bilaterales, sobre todo, los suscritos entre los países de la región y los Estados Unidos.

Como se ha dicho en repetidas oportunidades, en América Latina no puede pensarse el cine sin hablar de la relación entre el sector cinematográfico y el Estado. La mayor parte de las películas que se realizan solo son viables si hay inversión estatal. Prueba de esto es la gran crisis de la década de 1990 cuando cae el apoyo de los gobiernos de varios países hispanoamericanos a su cine nacional, lo que redunda en una baja considerable en la cantidad de películas realizadas. Estrada (2012) hace hincapié en que el Estado

debe intervenir con las políticas cinematográficas y audiovisuales porque no todo debe estar a cargo del mercado. El mercado regula buena parte de los hechos de la vida, pero, hay otro gran porcentaje que necesariamente pasa por la conciencia de la identidad, sobre la posibilidad de arriesgar y aportarle a otro tipo de proyectos. En ese sentido no habría sido posible el desarrollo de la misma industria cinematográfica o audiovisual en los países sin subsidiaridad estatal. (p. 48)

A lo largo de la historia, cada uno de los países analizados ha pasado por una serie de ajustes en su política cultural, supeditados a los cambios de Gobierno y a los partidos políticos en el poder. Algunas políticas han sido exitosas y ejemplares, otras declaran una buena intención que en la práctica no se cumple y algunas más han sido nefastas para el desarrollo del sector. Con el fin de analizar la influencia del Estado y de la legislación cultural en la cinematografía de cada país, se estudiarán algunas características de las leyes de cinematografías vigentes para intentar entender las ventajas y las limitaciones que desde el marco normativo tiene el sector cinematográfico de cada país y la posible influencia que puede tener en el desarrollo de los proyectos y los relatos.

Como se ha dicho, la caída en la producción de películas de la década de 1990 propició discusiones en países como Argentina, Colombia y Chile, que vieron nacer con la primera década del siglo XXI nuevas leyes de fomento y regulación de la actividad cinematográfica en sus países con importantes acuerdos en cada uno de los procesos de realización, distribución, exhibición y comercialización, y medidas más o menos protectoras de la cinematografía local frente a la extranjera. México y Brasil, por su parte, no tuvieron cambios sustanciales en sus leyes de cinematografías suscritas en 1992 y 1993, respectivamente.

Otros países que no son estudiados en este proyecto y que cuentan con nuevas legislaciones audiovisuales en la región son Ecuador (Ley 29/2006, de 3 de febrero), Panamá (Ley 16/2012, de 27 de abril), Perú (Ley 29919/2012, de 12 de septiembre), Puerto Rico (Ley 37/2011, de 4 de marzo), República Dominicana (Ley 108/2010, de 10 de agosto), Uruguay (Ley 18.284/2008, de 6 de mayo) y Venezuela (Ley de la Cinematografía Nacional de 27 de septiembre de 2005). Este aumento en el interés de los gobiernos por fomentar la cinematografía de la región aún no da los resultados esperados, pero permite suponer un mejoramiento en el panorama cinematográfico de la región en las próximas décadas.

Para definir qué se entiende por película latinoamericana, es importante partir de la definición que ofrecen algunas leyes de cine sobre lo que se entiende por película nacional.

La Ley 17.741/1968, de 14 de mayo de Argentina, establece que para ser argentina una película debe:

 Ser hablada en español.

 Ser realizadas por equipos artísticos y técnicos integrados por personas de nacionalidad argentina o extranjeros residenciados en el país (no se establece en qué porcentaje).

 Paso de 35 mm o mayores (no se sabe si incluye ahora los formatos digitales).

 No contener publicidad comercial.

Quedan varias dudas frente a estas definiciones, pues no se establecen porcentajes para la participación de artistas y técnicos argentinos. Al parecer, se excluyen los soportes videográficos; frente al entorno digital son pocas las películas presentadas en cine analógico y la prohibición de publicidad comercial podría “vetar” el product placement, una de las herramientas más útiles hoy para financiar las películas. La Ley 17.741/1968, de 14 de mayo, sin embargo, establece excepciones para los primeros tres puntos si se incluye material de archivo, son coproducciones o la contratación de personal extranjero contribuye a “alcanzar los niveles de calidad y jerarquía artística”. Esta ley aclara igualmente que para considerarse largometraje una película debe pasar de los sesenta minutos.

La Ley Federal de Cinematografía de 29 de diciembre de 1992 es bastante más escueta a la hora de definir lo que se entiende por película mexicana al limitar las películas nacionales a aquellas que son producidas por “personas físicas o morales mexicanas” o haber sido realizadas al amparo de convenios de coproducción suscritos por el Gobierno mexicano con otros países u organismos internacionales. Esta definición deja vacíos con respecto al porcentaje de personas nacionales necesario para que una película sea considerada nacional. En ese orden de ideas, nos quedaría la duda de si, por ejemplo, las películas producidas por Alejandro González Iñárritu, Alfonso Cuarón y Guillermo del Toro en la industria de Hollywood podrían ser consideradas mexicanas y, por tanto, podrían ganar premios Ariel como producciones mexicanas, al mismo tiempo que compiten por premios como los Bafta, Óscar o Globos de Oro. Hablando de este trío de famosos directores, Sisk (2011) afirma: “El gran problema no es el uso de esta imaginería sino el hecho de que este trío es tan visible que llega a definir al cine mexicano en su totalidad” (p. 180).

La Ley Federal de Cinematografía de 29 de diciembre de 1992 es bastante amplia cuando define lo que se entiende por industria cinematográfica mexicana al señalar, en su capítulo 3: “Se entiende por industria cinematográfica nacional al conjunto de personas físicas o morales cuya actividad habitual o transitoria sea la creación, realización, producción, distribución, exhibición, comercialización, fomento, rescate y preservación de las películas cinematográficas”.

La Comisión Federal de Reforma Regulatoria (2011) hace un balance positivo de la actividad de la industria mexicana impulsada por las recientes modificaciones hechas a la Ley Federal de Cinematografía de 29 de diciembre de 1992 al plantear que “en México se promovió la transformación de una industria cinematográfica decadente, a una industria vigorosa y creciente, mediante la modificación al marco regulatorio en 1992 y 1999” (p. 33). Anterior a la modificación de esta ley ya se habían hecho modificaciones a la Ley Federal del Derecho de Autor de 24 de diciembre de 1996, lo que despertó suspicacias con respecto a la negociación que entonces se estaba dando entre México, Canadá y los Estados Unidos para la firma del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN).

La Comisión Federal de Reforma Regulatoria (2011) elabora un interesante panorama de las fortalezas y debilidades de la industria cinematográfica mexicana y sus posibilidades competitivas en el entorno internacional, así como de las reformas a las leyes que rigen la actividad cinematográfica en el país:

Existe un verdadero dinamismo en la exhibición de películas en salas cinematográficas y un incremento considerable en la producción de películas nacionales. El problema radica en que las películas de producción nacional no han podido penetrar de manera significativa en el mercado, ya que apenas producen un ingreso equivalente al 5.57 % del total de la industria y una asistencia del 6.06 % de las asistencias totales de la industria, pese a que representan el 17.65 % de las películas que son exhibidas en el país. Esta situación contrasta con las producciones de Estados Unidos las cuales representan el 55.08 % de las películas exhibidas en México, pero que generan ingresos en el orden del 91.13 % del total y el 90.45 % de las asistencias o entradas a salas en México. (p. 33)

Para las leyes colombianas, se entiende por obra cinematográfica nacional aquella que posea un capital colombiano del 51 % como mínimo, con personal técnico del 51 % mínimo y artístico, que no sea inferior al 70 %, que su duración en pantalla sea de setenta minutos o más y para televisión de cincuenta y dos minutos o más. En una revisión de 2013, se añadió que una película podría ser colombiana si contaba entre su personal con director, dos protagonistas y cuatro técnicos principales o dos protagonistas y seis técnicos principales, en caso de que el director no sea colombiano.

Esta nueva definición es mucho más laxa y permite extender la cifra de producciones consideradas colombianas a algunos proyectos internacionales con participación de colombianos y, especialmente, a las películas que sean filmadas al amparo de la Ley 1556/2012, de 9 de julio.

En el entorno actual, se hace particularmente difícil definir la nacionalidad de una película, debido a que las coproducciones son uno de los mecanismos de financiación más usados por las películas latinoamericanas; los directores hispanoamericanos emigran a otros países por razones políticas (exilio) o económicas (contratación por parte de Hollywood) y los actores más reconocidos son contratados por películas de muchos países con el fin de abrir nuevos mercados. Además, las majors de Hollywood producen actualmente películas y programas de televisión en los países de América Latina como estrategia financiera y de mercadeo, con talento norteamericano y local, y son los mayores distribuidores de películas de todo el mundo, teniendo una participación económica activa en muchas de ellas.

Así como se hace difícil definir la nacionalidad de una película también lo es determinar su fecha. Las estadísticas en muchos países son confusas, pues la misma película puede aparecer varias veces en sus registros o figurar en distintos años según los indicadores de medición. Hay un relativo consenso en que la fecha oficial de una película es la de su estreno comercial (independiente de su fecha de producción o de su presentación en festivales de cine), pero en las estadísticas a veces las películas aparecen vinculadas al año de su realización y no al de su estreno (muchas de ellas no son estrenadas o se estrenan con años de retraso), y en las más exitosas en taquilla, sus cifras pueden también aportar y de alguna manera inflar las estadísticas de varios años cuando son estrenadas en el último trimestre y continúan en salas el año siguiente.

Hitos y movimientos del cine latinoamericano con influencia en el cine colombiano

Se ha mencionado muchas veces que el movimiento más importante de la historia del cine latinoamericano fue el cinema novo brasileño. Antes de la década de 1960, el único país que vivió un periodo de inmensa prosperidad, amparada y patrocinada por los Estados Unidos, fue México, que después de la Segunda Guerra Mundial, y gracias a la posición política de su rival en la región, Argentina, logró ser un amplio líder del mercado latinoamericano, e inauguró lo que se conoce como la edad de oro del cine mexicano. Este periodo no solo significó un enorme despegue para la industria mexicana, sino también la adopción de su star system propio y la exportación de modelos de producción, técnicas y estéticas a otros países latinoamericanos, que también aprendieron a hacer cine bajo la influencia de los mexicanos.

Hasta la década de 1960, el cine latinoamericano era reflejo o reacción de las tendencias cinematográficas mundiales marcadas desde Hollywood o desde Europa. A estas dos vías, los cineastas argentinos del movimiento cine liberación propusieron como alternativa una tercera mirada, netamente latinoamericana, que no se limitara a adaptar el sistema de los estudios de Hollywood, ni el modelo del cine de autor. En medio de una ola de dictaduras en Suramérica, en la década de 1970, los cineastas intentaron promover las ideas revolucionarias a través del cine y poniendo las imágenes y sonidos al servicio del “pueblo”. Movimientos como el Grupo Ukamau en Bolivia, cine liberación en Argentina, el cine posrevolucionario en Cuba y el documentalismo colombiano de Martha Rodríguez y Jorge Silva son algunos de los que agruparon a una generación de cineastas de izquierda con altas pretensiones políticas.

En la década de 1990, surge el último gran movimiento latinoamericano: el nuevo cine argentino como resultado del ejercicio académico de las nuevas generaciones de cineastas formados en las escuelas de cine argentinas en un auge que permitió que allí confluyera una gran cantidad de cineastas provenientes no solo de Argentina sino de varios países latinoamericanos. Este movimiento proclamó un nuevo tipo de cine que podría verse también como heredero de la nueva ola francesa, pero que, fundamentalmente, está centrado en el ser humano, sus emociones y angustias, y en líneas generales, evita la estructura clásica de Hollywood y su construcción de tramas y personajes.

La edad de oro del cine mexicano

Este periodo se caracterizó por la creación de un sistema industrial sólido en México que intentó construir un pequeño Hollywood con gran influencia en América Latina y su propio star system, aunque con un estilo muy propio, dirigido al público latinoamericano y explotando, según De Andrade (1982), dos o tres géneros conocidos (fundamentalmente el melodrama y la comedia costumbrista). Este cine incluye una nueva lista de temas, escenarios e imaginarios: la inocencia rural, la vecindad y el arrabal, la Revolución mexicana y el melodrama familiar que aseguraba la hegemonía de valores tradicionales. La pobreza, desde entonces, fue romantizada7 y se generó el estereotipo de los pobres buenos versus los ricos malvados.

Aunque hay cierto consenso en reconocer la existencia de este periodo para el cine mexicano, hay diferencias en su periodización. Para E. García (1998, p. 120), la edad de oro del cine mexicano coincide con la época de pleno apogeo de la Segunda Guerra Mundial (1941-1945) y obedece al apoyo de los Estados Unidos al cine mexicano y a la ausencia de una producción sólida cinematográfica de los líderes mundiales (Estados Unidos y Europa), entonces inmersos en la guerra. Barradas (2015) ubica el inicio de la edad de oro en 1936, con la película Allá en el rancho grande (De Fuentes, 1936) y su final hacia 1955. Este autor atribuye la decadencia de este periodo a factores como la llegada del cine en color,8 la muerte de varios de los actores icónicos de la época, la pugna interna contra el monopolio y las oportunidades cada vez menores de recuperar o ganar el capital invertido en la producción de las películas.

Barradas (2015) analiza cuatro periodos de gobiernos mexicanos: desde el mandato de Lázaro Cárdenas (1934-1940) hasta el de Adolfo Ruiz Cortines (1952-1958). También propone una relación directa entre las políticas de Estado y la situación de la industria cinematográfica en México. Basado en esta perspectiva, este autor define la edad de oro del cine mexicano como “un periodo colmado de producciones cinematográficas exitosas, ya sea por el manejo de la estética, su temática, o el impacto que hayan tenido en taquilla, tanto en México como en el extranjero, secundadas por los diversos acontecimientos vividos en la industria del cine mexicano durante este periodo” (p. 139).

Esta bonanza fue posible gracias a la confluencia de varias condiciones: además del ya mencionado impulso de los Estados Unidos debido a la guerra mundial, surgió una nueva generación de realizadores y se constituyó un star system local basado en el modelo de Hollywood. J. King (1994, p. 346) añade que la industria mexicana de este periodo tuvo éxito gracias a la adecuada explotación de dos o tres géneros conocidos. Sisk (2011) difiere al afirmar que el cine de la época de oro no fue una simple imitación, “sino que se adaptaron los estilos para acoplarse a otro público con otras sensibilidades, usando personalidades y panoramas locales” (p. 165).

Este periodo fue fundamental para el cine mexicano, pues le permitió contar con estrategias de exportación, formación de distribuidoras nacionales y la creación de una red de salas de exhibición en el exterior. En palabras de Paranaguá (2003): “Fue la única cinematografía latinoamericana que compitió con Hollywood en su mismo terreno y con sus mismas armas, aunque la desproporción era inmensa, insoslayable” (p. 24).

La estructura de producción que se consolidó en México durante la época tuvo desde el principio una participación directa del Gobierno, circunstancia que permitió a los cineastas acceder a créditos y a difusión dentro y fuera de sus fronteras. Esta vinculación entre Estado y cine trajo también una estrecha relación con el Partido Revolucionario Institucional (PRI) que después de ser el triunfador de la Revolución mexicana ha estado al frente de los órganos de poder del país desde entonces con breves intermitencias.9

Barradas (2015) demuestra para el caso mexicano la importancia de las políticas gubernamentales en el desarrollo industrial y cultural del cine nacional.10 Este autor argumenta, por ejemplo, que durante el Gobierno de Lázaro Cárdenas (1934-1940) se admitieron más de cuarenta mil refugiados españoles víctimas de la Guerra Civil. Gracias a esta política de Estado fue posible la llegada a México de una élite intelectual internacional. “Tal vez fueron necesarios todos estos acontecimientos para que no solo floreciera, sino que madurara un movimiento estético y artístico de tendencias izquierdistas que daría esplendor al desarrollo de la historia de las artes en México” (Barradas, 2015, p. 23).

La Revolución mexicana fue crucial y ejerció una fuerte influencia en el círculo intelectual mexicano que vivió un momento de auge, marcado por una ideología nacionalista y de izquierda. En los primeros años de la edad de oro, se presentaron siete películas sobre este tema y ocho de historias costumbristas sobre el ambiente ranchero, subgénero que sería fundamental para el cine mexicano y que suele asociarse con frecuencia como signo distintivo de este periodo. En ambas tendencias, aparece con fuerza el nombre de Fernando de Fuentes que presentó el mismo año dos películas notables: ¡Vámonos con Pancho Villa! (De Fuentes, 1936) y Allá en el rancho grande (De Fuentes, 1936), considerada la piedra angular de este periodo de bonanza del cine mexicano. A partir del éxito de estas cintas, el presidente Cárdenas asume como política de Estado el respaldo a la industria del cine mexicano, en algunos casos como productor y en otros promulgando leyes favorables al cine nacional.

El predominio del Partido de la Revolución Mexicana (PRM) y luego como PRI en el poder durante buena parte de la historia republicana de México es significativo porque implica que las políticas del Estado están directamente relacionadas con las políticas de un partido. El cambio de nombre que implica unir en la misma denominación lo institucional y lo revolucionario, aparentemente paradójico, implica una declaración de principios de asumir los principios de la Revolución como “una institución a cargo del Estado y del partido” (Barradas, 2015, p. 39).

La importancia del cine de la edad de oro va más allá de mostrar un modelo industrial moderadamente exitoso (con la ayuda de un cine norteamericano menguado por la guerra), pues instauró en América Latina y en el resto del mundo la representación de la cultura popular mexicana, por lo que promovió la música y los actores mexicanos, y una narrativa maniquea de pobres-buenos versus ricos-malvados, que en el fondo romantiza la pobreza e instaura en las clases bajas el sueño de Cenicienta: salir de la miseria y obtener lo que se merece. Sobre la relación, en este periodo, entre políticas gubernamentales y cine mexicano, Barradas (2015, p. 133) presenta algunos datos relevantes:

 Durante el Gobierno de Lázaro Cárdenas (1934-1940), inicia la edad de oro y se presentan iniciativas como la creación de un banco refaccionario cinematográfico y un decreto presidencial que impulsa la exhibición de, al menos, una película mexicana al mes. Su interés de preservar el espíritu de la Revolución mexicana se vio materializado en una buena cantidad de películas que exaltaban sus líderes y la vida campesina.

 Durante el Gobierno de Ávila Camacho (1940-1948), se crea el Departamento de Supervisión Cinematográfica y el Banco Cinematográfico, se fundan los estudios Churubusco y la Academia de Ciencias y Artes Cinematográficas (que impulsó la creación del premio Ariel al cine mexicano).

 Durante el Gobierno de Miguel Alemán (1946-1952), se creó la Ley Federal de la Industria Cinematográfica, se fusionaron los estudios Churubusco y Azteca, y se empieza a destacar el monopolio del industrial William Jenkins.11 Su política de Estado, basada en la modernidad, se ve reflejada en películas como Una familia de tantas (Galindo, 1948), El rey del barrio (Martínez, 1949) y En la palma de tu mano (Gavaldón, 1950), en las que se ven los procesos cambiantes de la ciudad y sus diferentes escenarios.

 Durante el Gobierno de Adolfo Ruiz Cortines (1952-1958), se establece un plan de reestructuración de la industria cinematográfica llamado Plan Garduño que busca disminuir la crisis generada por el monopolio de la producción y distribución de películas. El citado plan permitió que no bajara la cantidad de películas producidas pero sí su calidad, y una serie de fenómenos12 impidió el rescate del cine mexicano de su crisis y el declive de la edad de oro.

Cine de ficheras y chanchadas

Al observar desprevenidamente un buen número de películas de distintos países latinoamericanos, inscritas en lo que se denomina comúnmente cine popular, es posible encontrar grandes similitudes. Una de las más importantes tiene que ver con el hecho de que las clases bajas aparecen como protagonistas de las historias y sus acciones terminan justificándose narrativamente por las difíciles condiciones de vida y las injusticias a las que se han visto sometidos. Dos antecedentes históricos importantes son el cine de ficheras en México y las chanchadas en Brasil.

En la década de 1940, surgió en México una serie de películas que tomaron como escenario principal los prostíbulos (ficheras) para presentar historias melodramáticas protagonizadas por “buenas mujeres” víctimas de las circunstancias que en medio de la desesperación optan por la prostitución o, al menos, por trabajar en bares, prostíbulos o cabarets pero en el fondo quieren llevar una vida decente. A pesar de la crudeza de la temática, estas películas comparten un trasfondo moral justificado en el deseo de las prostitutas de ser “rehabilitadas”. A las películas que compartieron esta temática y tratamiento se les denominó cine de ficheras.

P. Torres (2011, p. 24) plantea que en estas historias las mujeres, que han sido empujadas por las circunstancias a ejercer la prostitución, ejercen un papel activo y fuerte, por lo que lidian con las dificultades económicas y los problemas de llevar una doble vida, circunstancia que se resalta mediante el uso de una iluminación de alto contraste (claroscuros) para representar el enfrentamiento entre el bien y el mal.

Ruffinelli (2010) aporta que este cine trae consigo claros juicios de valor y carga ideológica que exalta a la mujer que se sacrifica por sus seres queridos por encima de la mujer cotidiana que debe lidiar con el rol tradicional que el machismo le ha asignado en América Latina.

Un cine tradicional de cabareteras y ficheras fijó la imagen de la mala mujer (que a veces era buena y sacrificada a la mala vida para beneficiar a una hija o a una hermanita13), pero jamás de la mujer de clase media, sin muchas luces ni educación, nada apegada al molde del radioteatro o de la telecomedia en lo que al amor se refiere, a la madre responsable de educar a su hija adolescente. (p. 194)

Por otra parte, surge en Brasil en la década de 1930 un cine centrado en la música, con altas dosis de humor y una intención fundamentalmente evasiva y de entretenimiento. Estas películas, denominadas chanchadas, han sido también una influencia fundamental para el cine popular que se ha presentado en Brasil y en otros países latinoamericanos. Una de las más importantes chanchadas de los primeros tiempos fue A voz do carnaval (Gonzaga y Mauro, 1933), cuyo aporte es subrayado por Wild (2012, p. 40), al afirmar que este filme inauguró dos décadas del cine sonoro y la era de oro de la chanchada, al que define como un género local musical con elementos típicos de la samba y la música de carnaval, que frecuentemente parodia las películas musicales de Hollywood.

Las chanchadas, además de ser la fórmula más efectiva para obtener rentabilidad por su gran éxito entre las clases populares, fue una marca de identidad del cine brasileño en su momento. Las clases medias, sin embargo, las rechazaron por considerarlas vulgares y mal hechas. En la década de 1950, sin embargo, se da un nuevo valor a estas películas, que algunos sectores del cineclubismo y la academia terminan reivindicando como auténticas manifestaciones del sentir popular.

En el contexto de la dictadura militar de 1964, surgen las primeras pornochanchadas, una derivación de la tradicional chanchada que, como su nombre lo indica, añadía ingredientes sexuales al género, pero que, en sus primeros años, eran bastante mesuradas.

En un contexto de extrema derecha y censura, las pornochanchadas fueron acusadas de difundir una mala imagen del país y corromper la juventud. Con la llegada de la “revolución sexual” de la década de 1960, las pornochanchadas exploraron nuevas vertientes de erotismo y sexualidad en sus historias, sin llegar a ser pornografía explícita, usando actrices conocidas de la televisión y situando a la mujer como objeto de deseo masculino. En algunos de estos filmes, incluso, se toman como referencia los personajes de Marilyn Monroe que usan su sensualidad para obtener lo que quieren “hipnotizando” a los personajes masculinos. A pesar de que los títulos sugerían un contenido mucho más escandaloso, estas películas solían tener un mensaje moralmente aceptable.

La influencia de las pornochanchadas en otros países de la región fue importante, pero los comités de regulación y censura y las estrictas normas morales de la sociedad de la mayoría de los países latinoamericanos solo llevó a la presentación de películas que “coqueteaban” con la sexualidad en un tono más inocente, pudiéndose considerar más bien como un cine “picante” o “picaresco”.

Las décadas de 1970 y de 1980 fueron fundamentales para la expansión del llamado cine popular que incluye en su narrativa canciones populares (a menudo cantadas por famosos cantantes del momento), personajes de la clase baja que sortean sus problemas cotidianos con humor y buen corazón, expresión de la sexualidad (a menudo usando a la mujer como “gancho” para la audiencia) y exageración de estereotipos sociales (los pobres ignorantes pero buenos, los ricos malvados o discriminadores pero igualmente envidiados por los pobres que aspiran a ser como ellos). Haciendo un rastreo en películas de países como Argentina, México, Brasil, Venezuela y Colombia desde finales de 1970 hasta nuestros días, es posible encontrar muchas recurrencias.

Cinema novo brasileño

Los distintos manifiestos de la década de 1960 (cinema novo brasileño, Grupo Ukamau en Bolivia, nuevo cine y, posteriormente, cine liberación en Argentina, cine posrevolucionario en Cuba, entre otros) señalan una ruptura con el pasado y con los discursos hegemónicos dominantes: “Su cine sería lúcido, crítico, realista, popular, antiimperialista y revolucionario, y rompería las actitudes neocolonialistas y las prácticas monopólicas de las compañías norteamericanas” (J. King, 1994, p. 102).

Los nuevos cines plantearon un estilo nacionalista y antiimperialista en respuesta a la “reinvención” de las relaciones entre los Estados Unidos y América Latina, marcadas por el reemplazo de la política del buen vecino de la década de 1930 por la alianza para el progreso.14 Estos movimientos denunciaron el lado oscuro del progreso, la crisis económica y la desigualdad social con el espíritu de la consigna expresada por Glauber Rocha, como declaración de principios del cinema novo brasileño, de hacer un cine “con una cámara en la mano y una idea en la cabeza”. Impulsado por el éxito de la Revolución cubana en 1959 y los éxitos y fracasos del modelo brasileño de “desarrollismo”, este movimiento se declaraba a sí mismo como crítico, popular, antiimperialista y partidario de las luchas del tercer mundo.

Los enemigos eran el imperialismo norteamericano, el capital multinacional, la deshilvanada diégesis del cine de Hollywood y la fragmentación causada por el neocolonialismo. Los objetivos eran la liberación nacional e internacional. Los precursores fueron las prácticas desarrolladas en el cine argentino, brasileño y cubano, que trazaron la agenda de toda una serie de problemas relevantes: el desarrollo del cine con el auspicio de un Estado socialista. (King, 1994, p. 107)

Aunque no estaba en las intenciones iniciales, el cine brasileño tuvo también una mayor visibilidad internacional gracias a este movimiento y durante la dictadura de Getulio Vargas se constituyó en una especie de género cinematográfico, similar al western norteamericano, pero incluyendo una crítica social al Estado. En 1953, Cangaçeiro (Barreto, 1953) ganó la Palma de Oro del Festival de Cannes como mejor película de aventura.

Glauber Rocha señala que es el hambre lo que le da impulso al cinema novo e identidad al cine latinoamericano, pues el hambre en América Latina no solo es síntoma de pobreza, sino la esencia de la sociedad. Haciendo una retrospectiva de su trabajo, en 1983, Rocha afirmó: sabemos, puesto que hicimos esas feas y tristes películas, esas desesperadas y gimientes películas en las que la razón no siempre ha prevalecido, que esta hambre no será mitigada por unas reformas gubernamentales moderadas, y que el velo del tecnicolor no podrá esconder sino solo agravar sus tumores. En consecuencia, solo una cultura del hambre puede sobrepasar cualitativamente sus propias estructuras, y debilitarlas o destruirlas. La manifestación cultural más noble del hambre es la violencia (p. 1).

El cinema novo brasileño, el más representativo de los movimientos latinoamericanos, ha sido fuente de inspiración e influencia en muchas generaciones de cineastas dentro y fuera de América Latina. Este movimiento, sin embargo, encarnaba desde sus inicios algunas contradicciones importantes que fueron acentuadas después del golpe militar de 1964. Por un lado, trataba de un cine popular que quería representar la realidad del sertao (amplias extensiones rurales alejadas de cualquier centro urbano) y la favela (barrios populares de las grandes ciudades); pero, por otro, no estaba destinado para el consumo popular por su alto simbolismo narrativo que debió adoptar como herramienta para evadir la censura, lo que lo convirtió en un cine intelectualmente elitista. Como gran paradoja aparece también la omisión de la clase trabajadora como personaje de sus películas como fruto de un acuerdo tácito de los realizadores para evitar criticar abiertamente los proyectos de desarrollo de la burguesía nacional, básicos para la modernización brasileña. A este respecto, J. King (1994) afirma: “Como parte de un cuestionamiento general, los directores se dieron cuenta de que su noción un poco abstracta de lo popular —la cinematografía puesta al servicio del pueblo— debía confrontarse con la cruda situación de su posición en el mercado. No había razón para hacer películas que nadie veía” (p. 164).

El cinema novo, no obstante, fue mucho más que una adaptación de modelos foráneos a la realidad brasileña y latinoamericana, posibilitó otras miradas alrededor de conceptos como la estética del hambre que pueden ser bien resumidas en la frase de Glauber Rocha: “Una cámara en la mano y una idea en la cabeza”. Este movimiento se consideró a sí mismo la representación de la alternativa a las cinematografías imperantes, aunque manifestó, en la teoría y en la práctica, cierta cercanía por la política de autor francesa. En su manifiesto, Rocha (1982) señala:

El cinema novo no es una película sino un complejo grupo de películas que debe, en última instancia, hacer que el público tome conciencia de su propia miseria. A finales de los años setenta el movimiento ya se había extinguido y directores como Ruy Guerra y Glauber Rocha regresaron del exilio al que debieron someterse, manteniendo su protagonismo en la escena cinematográfica en las dos décadas siguientes. (p. 71)

Cine militante y una tercera mirada

La nueva ola del cine argentino surge a mediados de la década de 1960, en un contexto de creciente interés cultural entre los pobladores de Buenos Aires. El nuevo boom de la literatura y el cine latinoamericano, y el interés hacia el cine de autor proveniente de Europa, fueron determinantes para la aceptación de un cierto tipo de películas que empezó a hacerse y presentarse en aquella época. La relación con los novelistas del nuevo boom consistió en adaptaciones de algunas de sus novelas al cine y, en algunos casos, en colaboración de los autores como guionistas de las películas. López (1988) define el movimiento como un cine intelectualizado, diseñado para una pequeña élite de la audiencia de Buenos Aires, y su principal logro fue llevar a la pantalla, con la fluidez técnica del cine europeo, la visión de mundo y las experiencias individuales de la clase media de la capital argentina. Los productores de la nueva ola describen autobiográficamente el mundo que ellos conocen: las calles de la ciudad, los problemas de angustia de la clase media, la alienación y la anonimia, la confusión sexual de los jóvenes y el aburrimiento sexual de los viejos (p. 52).

Claramente influido por el espíritu de la reciente Revolución cubana y la oposición a la política del Gobierno argentino, el cine liberación plantea exploraciones estéticas, pero siempre subordinadas a un mensaje político-pedagógico. Este movimiento realizaba sus películas como parte de una estrategia que propiciaba la participación del espectador, que se convertía en actos políticos y procesos de comunicación popular, que, según Silva (2011):

Quería fervorizar, inquietar y preocupar a quienes no poseían esta conciencia y establecerse como un cine antiburgués; propueblo y contra el antipueblo que ayude a emerger del subdesarrollo al desarrollo, del subestómago al estómago, de la subcultura a la cultura, de la subfelicidad a la felicidad, de la subvida a la vida. (p. 2)

En el II Encuentro de Cineastas Latinoamericanos de Viña del Mar en 1968, surgió la idea del cine latinoamericano como un instrumento de descolonización, a partir del reconocimiento del papel del cine y, en general, de los medios masivos de comunicación en la colonización cultural de América Latina. En este histórico encuentro, se denunció la situación de algunos realizadores latinoamericanos que habían contribuido a “institucionalizar y hacer pensar como normal la dependencia […] logrando que el pueblo no conciba su situación de neocolonizado ni aspire a cambiarla” (Restrepo, 2015, p. 66).

Después de realizar La hora de los hornos (Solanas y Getino, 1968), una de sus películas más destacadas, Solanas y Getino escribieron su influyente ensayo “Hacia un tercer cine” (1969), que fue la base de su teoría del cine latinoamericano como una tercera mirada, distinta de la norteamericana y europea. Los autores definen allí el primer cine como aquel que promueve una visión burguesa del mundo y considera a los espectadores como consumidores pasivos de una ideología capitalista, y al segundo cine como el cine de autor en el que el cineasta es visto como un artista que usa un lenguaje cinematográfico no estandarizado y opera sin obedecer las leyes de distribución del sistema capitalista.15

Solanas y Getino, citados por J. King (1994, p. 101), afirman que para lograr constituirse en un auténtico tercer cine alternativo, diferente del que ofrece el sistema, se requiere uno de dos requisitos: hacer películas que el sistema no pueda asimilar y que sean extrañas a sus necesidades o hacer películas que directa y explícitamente combatan el sistema. Para estos realizadores, “ninguno de estos dos requisitos es compatible con las alternativas que todavía ofrece el segundo cine, pero pueden encontrarse en la apertura revolucionaria hacia un cine marginal y en contra del sistema, un cine de la liberación, el tercer cine”.

Como se ha comentado, este movimiento tuvo una relación ambivalente con la llamada política de autor francesa, pues, aunque se oponía por principio a las dos vías dominantes: Hollywood y Europa, fueron sus autores los principales protagonistas del movimiento, y su presencia les otorgó un estatus autorial de reconocimiento entre intelectuales y cineastas de todo el mundo.16 Así lo afirman Burucua, Hart & Wood (2008, p. 148) cuando afirman que el reconocimiento de la noción de la autoría en el cine, así como su valor y relevancia, funciona en términos prácticos, económicos, analíticos y estéticos, pero también pone en evidencia la idea de que la figura mística del autor debe ser cuestionada y sometida al matiz del devenir de la historia.

Como se ha comentado, muchos directores latinoamericanos estudiaron en Roma al lado de los principales exponentes del neorrealismo italiano y este fue el caso de Fernando Birri, que se erigió en líder del naciente movimiento y que vio en las ideas neorrealistas una oportunidad para transformar el cine argentino, mediante la constitución de una escuela de cine nacional. Según Birri, regresó de Europa con la idea de fundar una escuela cinematográfica de acuerdo con el modelo del Centro Sperimentale, donde los directores, fotógrafos, escenógrafos, técnicos de sonido y todos los demás recibirían entrenamiento. Al regresar a Santa Fe, y habiendo visto las condiciones de la ciudad y del país en ese momento, se dio cuenta de que semejante escuela sería prematura. Lo que se necesitaba era una escuela que combinara las bases de producción cinematográfica con bases de sociología, historia, geografía y política, porque lo que realmente se podía emprender y estaba a tono era una búsqueda de la identidad nacional (Burton, 1986, p. 284).

El desarrollo del movimiento cine liberación fue truncado por las dictaduras militares argentinas que llevaron al exilio a sus representantes. Aunque se hicieron algunas películas desde el exilio, los títulos argentinos no tuvieron la resonancia de los chilenos, y a su regreso al país, en la década de 1980, el cine de autores como Fernando Solanas estuvo más cerca de representar al que él mismo definiría como segundo cine, de ahí que Burucua et al. (2008) relacionen el cine de Solanas, García Espinosa y Sanjinés con el cine de autor, con todas sus connotaciones de genialidad artística y prestigio internacional.

Shaw (2004) aclara que la posición de la propuesta de una tercera mirada latinoamericana parte de la definición de un primer cine que plantea un punto de vista burgués del mundo, que considera al espectador como un consumidor pasivo de ideología y un segundo cine como un cine de autor en el que el realizador es visto como un artista que utiliza un lenguaje cinematográfico no estandarizado y que no se rige por las leyes de distribución del sistema capitalista.

Uno de los más importantes aportes de la propuesta de Solanas y Getino (1969) se relaciona con la insistencia en que el cine latinoamericano debe promover su propia identidad y desmarcarse de la propuesta realizada e impuesta desde la gran industria del cine de Hollywood. La propuesta narrativa de estos realizadores se acerca bastante al documental, centrado en los indígenas y en la gente pobre y marginada de la sociedad, y el tratamiento que se da como personajes a las autoridades suele ser satírico. Se trata, en cierta forma, de una visión maniquea que romantiza la lucha del pueblo y deshumaniza a la clase política (Shaw, 2004, p. 480).

Una manifestación importante de la influencia de estos movimientos en otros países de América Latina puede verse en tres tendencias estilísticas desarrolladas por realizadores colombianos de este periodo: Marta Rodríguez y Jorge Silva, Carlos Mayolo y Luis Ospina, y Carlos Álvarez. Esta generación de jóvenes directores de cine educados en escuelas de cine extranjeras y con una gran influencia marxista llevó a la gran pantalla historias de denuncia, inspiradas en el conflicto interno colombiano y en las desigualdades sociales.

Rodríguez y Silva son los documentalistas colombianos más conocidos, y obtuvieron el reconocimiento de la crítica con Chircales, proyectado en una versión preliminar en el Festival de Cine de Mérida en 1968 y, finalmente, estrenado en 1972. La posproducción de Chircales fue financiada con el premio que ganaron por su documental Planas: testimonio de un etnocidio (1970), que denunció la persecución y tortura de una comunidad indígena en los Llanos Orientales de Colombia. Marta Rodríguez se formó como antropóloga en Bogotá, entró en contacto con el sacerdote radical Camilo Torres, y trabajó con él en un grupo de acción comunitaria en el barrio Tunjuelito de Bogotá, el sitio donde siete años más tarde filmaría Chircales. Estudió cine con Jean Rouch y estaría claramente influida por él: “Nos habló de un cine que podía usar el artificio cinematográfico sin violar la vida de la gente, filmando sin alterar sus costumbres, sus gestos, sus actividades. Nos habló de la cámara como un ojo observador que participaba en la vida del pueblo” (Rodríguez y Silva, 1984, p. 4).

El colombiano Carlos Álvarez fue uno de los documentalistas más importantes de finales de la década de 1960 y apoyó abiertamente las tendencias radicales y militantes en el cine latinoamericano, como el uruguayo Mario Handler y el Grupo Cine Liberación. Su primera película, Asalto (Álvarez, 1968), fue un claro homenaje a los primeros trabajos del cubano Santiago Álvarez, aunque sin el dominio magistral de este último (J. King, 1994, p. 295). La relevancia de Álvarez no reside tanto en la complejidad de sus pronunciamientos como en sus cuestionamientos a los valores culturales; su importancia es coyuntural.

Luis Ospina y Carlos Mayolo, por su parte, usaron el humor y la sátira para mostrar una mirada irreverente de la sociedad colombiana sin el activismo político de los realizadores citados. Es relevante, por ejemplo, el caso del documental Oiga, vea (Ospina, 1971) promocionado como el antiinstitucional de los Juegos Panamericanos de Cali de 1972. La mirada de estos autores, que incursionaron en la literatura y en el cine de ficción y documental, permitió la aparición del género gótico tropical, con el que en clave de thriller parodiaron y atacaron las clases altas colombianas y sus hábitos.

El periodo fue rico en películas documentales de gran contenido social y algunos largometrajes de ficción que abordaron este tema desde un punto de vista militante, e hicieron énfasis en la denuncia y en la marginalidad. El cine del periodo toma posición y pone el dedo en la llaga de los problemas del país. De igual manera, esta tendencia sirvió para que otros realizadores se fueran al extremo y realizaran una buena cantidad de títulos de lo que se ha denominado la pornomiseria, películas que se vendían muy bien en Europa y en los Estados Unidos por presentar historias cotidianas escandalosas con muy poca investigación y un gran impacto sensacionalista.

Este fenómeno de la pornomiseria fue bien caracterizado y parodiado por los directores Luis Ospina y Carlos Mayolo en su cortometraje de 1977 Agarrando pueblo (Ospina y Mayolo, 1977). Sobre este cortometraje, fundamental para el cine colombiano, Ospina (2000) afirmó:

Esto fue como un escupitajo en la sopa del cine tercermundista, y por ello fuimos criticados y marginados de los festivales europeos y latinoamericanos, acostumbrados a consumir la miseria en lata para tranquilidad de sus malas conciencias. Pero a la larga tuvimos razón porque después de la polémica la situación se volvió apremiante y comenzamos a cosechar premios en los mismos festivales que nos habían excluido. Las películas con contenido comercial, institucionales, turísticas y de temáticas ligeras fueron, no obstante, la cuota predominante del cine nacional de estos años.

Nuevo cine argentino de la década de 1990

Desde inicios de la década de 1990, la proliferación de escuelas de cine en Buenos Aires llevó a un aumento de la cantidad de realizadores con título universitario y atrajo a estudiantes de distintos países latinoamericanos a formarse en cinematografía en Argentina. Algunos realizadores jóvenes, egresados de instituciones como la Universidad del Cine y la Universidad de Buenos Aires, conformaron equipos de trabajo con colegas y amigos, por lo que coincidieron en algunas características que llevaron a que académicamente se los denominara nuevo cine argentino de la década de 1990. La causa del nacimiento de este movimiento tiene que ver, además del auge de escuelas de cine, con la nueva ley de cine y el impulso y creciente importancia de festivales como Buenos Aires Festival Internacional de Cine Independiente (Bafici) y Mar del Plata.

El final de la década coincide, además, con una de las mayores crisis económicas sufridas por el país, una profunda crisis institucional provocada por la destitución de varios presidentes en pocas semanas y el avance de las políticas neoliberales en toda América Latina, que se cuenta como una de las causas de la crisis. Sobre el surgimiento de este movimiento, Poppe (2013, p. 141) plantea que el movimiento tuvo su origen al final de la década de 1990, motivado por las políticas neoliberales del presidente Carlos Menem y el profundo impacto negativo que sus reformas gubernamentales, tales como la cancelación de fondos estatales de apoyo a la cultura y la disminución de tasas para las películas extranjeras (amparadas en una política de “libre comercio”), había tenido sobre la industria cinematográfica argentina.

Aunque hay coincidencia generacional entre los directores de este movimiento, es necesario reconocer que se trata de un grupo heterogéneo de películas documentales y de ficción, realizadas con bajo presupuesto y gran énfasis en la propuesta estética más que en una estructura narrativa clásica. Son películas que definen la sociedad contemporánea, con narraciones híbridas entre ficción y realidad, y sus búsquedas se decantan hacia las relaciones humanas y los estados de ánimo de los personajes.

Nuevos espacios y con ellos también nuevos personajes de extracción social variada llegarían a la pantalla por primera vez en un registro realista, a veces rayano en lo documental, que podía alternar con la experimentación estilística en el plano del lenguaje, en el de la puesta en escena o en las estructuras narrativas. (Ojea, 2009, p. 43)

Capelloni (2012), por su parte, explica que este movimiento “ha testimoniado en la multiplicidad de voces e imágenes los estertores de una época signada por la exclusión, la hegemonía cultural, el avance del libre mercado, la exacerbación del consumo, del individualismo más acérrimo y el retraimiento del rol del Estado en la intervención social del pueblo argentino”.

De igual manera, se permitió confrontar temáticas, tradiciones y modos de producción de las décadas anteriores, así como la representación de la sociedad argentina en el cine. El nuevo cine argentino rechaza el cine ideológico de las generaciones anteriores, pero también al cine comercial de estética y narrativas teatrales o televisivas. Sus películas van en contravía del costumbrismo y los personajes estereotipados. En las películas del movimiento, los personajes aparecen a menudo como seres ordinarios y muchas veces lo poco que se sabe de ellos se infiere por sus acciones. Este cine está mucho más emparentado con modelos de expresión que de representación, una de las razones por las que sus críticos lo relacionan con un cine destinado a ganar figuración en festivales de cine, que definen peyorativamente como un cine “festivalero”.

Una de las principales características de estas películas es el “distanciamiento” como una crítica a la ilusión cinematográfica y a la crisis de la representación fílmica.

El efecto de distanciamiento tiene, como contraparte al realismo, la particularidad de poner en evidencia la puesta en escena. En ese sentido, si se pretende hablar de “nuevo realismo” para la reciente cinematografía argentina se debe tener en cuenta que hay “una producción de sentido” y “una producción de forma” que contrarían la reducción perceptiva a un “reconocimiento de la realidad representada”. (Di Paola, 2010, p. 3)

Como herederos de los modelos de producción del neorrealismo y la nueva ola francesa, las películas del nuevo cine argentino privilegian también la producción con bajo presupuesto, la utilización del plano secuencia y el trabajo con actores no profesionales, aunque, como ya se ha mencionado, se presta especial atención a los encuadres y la iluminación. Para el efecto, resulta interesante lo dicho por Di Paola (2010) sobre la figura del héroe:

En cuanto a lo narrativo, hay una desaparición de la figura del héroe, una objetividad pronunciada respecto a las cuestiones morales, políticas e ideológicas, un repudio a la denuncia directa y, por sobre todas las cosas, es característica esencial de estos nuevos realizadores el privilegio del instante y la condensación del acontecimiento desde el presente, insistiendo con la figura de un aquí y ahora absoluto que desplaza toda mirada hacia el pasado: si aparece “el mundo de lo pasado” en estos filmes es para reintroducirlos a través de una mirada desde el presente y que reinscribe la memoria del pasado en ese presente. (p. 14)

Frente al cine militante que imperó en las décadas de 1960 y de 1970, el nuevo cine argentino de la década de 1990 privilegió las historias individuales sobre las colectivas, renunció al derecho de hablar a nombre de “los que no tienen voz” y evadió el tono épico y nacionalista de las décadas anteriores. Esta tendencia se pone en evidencia no solo en Argentina, sino también en otros países latinoamericanos que a partir de aquella década abandonan el componente político militante típico del cine latinoamericano anterior para adoptar posturas más intimistas y particulares.

Rodrigues (2012, p. 83) establece diferencias claras entre esta generación de directores y sus homólogos de décadas anteriores cuando afirma que los directores de esta nueva generación cuentan en sus películas los sucesos que le ocurren a cualquier persona en su cotidianidad, y dejan de lado la violencia colectiva para poner el énfasis en la violencia individual. Dicho de otra forma, los problemas retratados son los mismos pero el foco ya no está puesto sobre la comunidad, sino sobre el individuo que lucha con ellos todos los días. León (2005), por su parte, resalta la importancia de estas películas, y sus herederas en otros países del continente, en el rescate de personajes olvidados en las narrativas hegemónicas latinoamericanas:

Seres tradicionalmente olvidados como las mujeres, las minorías sexuales, los niños de la calle, los mendigos, los vagabundos, los delincuentes, los sicarios se transforman en personajes centrales de los filmes de fin de siglo. Las condiciones de la producción cinematográfica generadas por el agotamiento del Estado benefactor, así como la renovada sensibilidad del espectador modelada por los medios masivos de comunicación, permiten que el cine latinoamericano visibilice estos sujetos marginales desde un punto de vista inédito. (p. 27)

La influencia del nuevo cine argentino va más allá de la República Argentina y su influencia puede verse claramente en países como Colombia, Ecuador y Perú, no solo por la cantidad de estudiantes de estos países formados en universidades argentinas, sino por el éxito de las películas del movimiento en festivales de cine de primer nivel, que las ha hecho objeto de emulación.


1 Esta situación se vive aún en América Latina. El doblaje mexicano y, en menor medida, el colombiano son comunes en el norte del continente mientras que el argentino se escucha predominantemente en el sur. En todos los casos, el doblaje español no se usa ni se acepta regularmente en América Latina, donde además hay más tradición de películas subtituladas que en España.

2 Datos citados por Paranaguá (2003), tomados de Amador y Ayala (1960, pp. 465-469).

3 II Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano realizado en Mérida, Venezuela, en 1968. Fue un punto de giro importante porque coincidieron allí distintos realizadores latinoamericanos con inquietudes similares. Al final, se firmó un manifiesto que declaraba que el cine latinoamericano debía comprometerse con la realidad del continente y el cambio social. Esto venía ya discutiéndose desde el festival anterior en Viña del Mar en 1967.

4 El cineasta Gustavo Nieto Roa, uno de los más prolíficos del cine colombiano y líder de la taquilla nacional en la década de 1980, reconoce la gran influencia del cine mexicano en las películas que él y otros directores realizaban en ese periodo. Esta condición se entiende más claramente si se parte de la base de que las principales ciudades colombianas contaban con al menos un teatro donde se proyectaba exclusivamente cine mexicano y que en la década de 1970 el cine mexicano tenía más éxito en el país que el estadounidense (Valencia, 2015).

5 Situación que claramente pone en desventaja a las producciones locales, escasamente apoyadas por Gobierno e industria privada y con inversiones que en ocasiones no llegan al 1 % de las de una película de Hollywood.

6 La Convención sobre la Protección y Promoción de la Diversidad de las Expresiones Culturales París, 20 de octubre de 2005, reconoce la importancia de la preservación de los bienes culturales locales más allá de su valor comercial. Este acuerdo fue aceptado por 148 votos a favor, 4 abstenciones y solo 2 votos en contra (Estados Unidos e Israel).

7 A diferencia de las posturas críticas que adoptaron movimientos cinematográficos de la década de 1960 como el cinema novo brasileño y cine liberación, el cine de la edad de oro mexicano representa a los pobres como buenas personas que llevan con dignidad y resignación su pobreza. La estética de las películas no representa la realidad de forma cruda ni suele llevar implícita ninguna crítica social al establishment o al abandono del Estado.

8 Aún existe, según Barradas, un imaginario entre el público latinoamericano de que todas las películas mexicanas en blanco y negro pertenecen al periodo de la edad de oro.

9 Después de setenta y cinco años ininterrumpidos en el poder, tanto regional como nacional, el PRI perdió la Presidencia de México en 2000. En 2012, la “recupera” con la llegada de Enrique Peña Nieto al poder.

10 Este tema será objeto de análisis del siguiente apartado. Aunque las circunstancias políticas de México durante buena parte del siglo XX (un solo partido en el poder) permiten hacer un análisis más claro sobre este tema, es cierto que buena parte de la financiación del cine en los países latinoamericanos se hace con dineros del Estado, lo que condiciona directa o indirectamente el desarrollo de la cinematografía nacional y, en mayor o menor medida, las películas que se premian.

11 William Jenkins llegó a controlar el 80 % de la exhibición cinematográfica en México, fue dueño del Banco Cinematográfico, de los Estudios Churubusco y de más de 250 salas de cine. Su grupo económico fue responsable de la eliminación de varias políticas de protección a los productores nacionales, que favorecieron el cine de Hollywood.

12 Barradas cita, entre otros, el hecho de que los créditos se daban por medio de las distribuidoras, algunas de las que estaban en poder de grandes productores, lo que constituía, de entrada, una situación de conflicto de intereses (los productores se otorgaban a sí mismos dineros del Estado). Esto, sumado a la política de puertas cerradas de los sindicatos, impidió una renovación efectiva del cine mexicano.

13 Llama la atención, además, que el personaje de la prostituta por necesidad sea redimido en el cine de ficheras, cuando el mayor insulto en la mayoría de los países latinoamericanos (en Colombia, se le dice “la grande”) es “hijo de puta”, expresión que claramente incluye un juicio de valor referido a tener una madre prostituta como la mayor de las vergüenzas.

14 Estos programas tenían implicaciones de intervención económica y militar en la región y el firme objetivo de impedir el avance del comunismo en América Latina como coletazo de la Revolución cubana de 1959.

15 Sobre este tercer cine, Shaw (2002, p. 474) asevera que existe también como oposición a las políticas y el sistema de estudios, y sus películas son aquellas que el sistema no puede asimilar, historias ajenas a sus necesidades.

16 Aunque Solanas, García Espinosa y Sanjinés rechazaron la noción del cine de autor con sus implicaciones jerárquicas y pleitesía excesivas a la figura del director, sus obras y los movimientos que representan terminan girando alrededor de su obra y de ellos como figuras principales.

El papel del cine colombiano en la escena latinoamericana

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