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UNO

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Si cierro un instante los ojos, todavía puedo ver aquel coqueto y jubiloso tapete verde que cubría la mesa camilla del cuarto de estar. Mi madre le había cosido unas fresitas de tela roja que emitían temblorosos destellos en cuanto uno se quedaba mirándolas. Era como si no se resignasen a seguir adheridas al mantel, como si nos lanzaran silenciosas llamadas de auxilio. También puedo ver las indómitas láminas de formica que, al igual que las fresas recortadas, se empeñaban en despegarse de los muebles de la cocina. Mi madre intentaba fijarlas con unas gotas de pegamento, pero los vapores de la comida penetraban en los intersticios y conseguían de nuevo levantarlas. Entonces tenía que venir mi padre, o mi tío César, a poner un clavito que estropeaba fatalmente la superficie veteada y brillante.

Lo peor era el tren. Vivíamos a treinta metros de las vías, en una plazuela atormentada por las negras locomotoras que cruzaban cada quince minutos la ciudad. Todas las jornadas de mi adolescencia están bañadas por aquel repentino estruendo que se desplomaba sobre nosotros como una ola poderosa y omnipresente. Aún no he olvidado los silbidos agónicos del Talgo ni el nostálgico traqueteo de los expresos nocturnos que, tras una fugaz aparición, se perdían en la lejanía y el misterio. Había algo vagamente estremecedor en contemplar los vagones iluminados y en imaginar un instante las vidas de los pálidos viajeros que cruzaban velozmente en la oscuridad. ¡Cómo me hubiera gustado saber si, al descubrir mi silueta en una ventana, también ellos se preguntaban quién era aquel muchacho que espiaba el paso del tren!

Por la noche, si el viento soplaba de la estación, era posible oír los altavoces que anunciaban las salidas y llegadas. Desde mi cama imaginaba los andenes brumosos y vacíos, el húmedo destello de las vías, las prisas de algún viajero solitario... De cuando en cuando, mi existencia mortal conseguía duplicarse felizmente y, sin abandonar la tibieza de las sábanas, se dejaba arrastrar por aquella fantástica locomotora que emergía de las sombras precedida por un ojo de luz. Así lograba recorrer —pero ya en el mundo de los sueños— un buen número de paisajes nocturnos poblados de gentes silenciosas y extrañas.

El paso de los trenes me traía a la memoria mi insobornable deseo de viajar por el mundo, de vivir fabulosas aventuras que un día debería contar a mis futuros (e hipotéticos) lectores. Y es que por esos años ya tenía metido en la cabeza el extravagante propósito de ser escritor. Y no un escritor cualquiera, desde luego, sino uno de aquellos tipos que, en las películas americanas, seducían a las muchachas con su aire bohemio y su sonrisa irresistible. Cierto era que, a veces, los escritores de las películas americanas se pasaban años torturados por oscuras razones de impotencia creativa, pero al final siempre acababan alumbrando la novela genial que los lanzaba bruscamente a la fama, y a nosotros, pobres espectadores provincianos, nos dejaba con el corazón reblandecido de emoción en la butaca de un cine de sesión continua.

A los dieciséis años, yo imaginaba a los grandes novelistas mucho más cerca de los héroes míticos que de los simples ciudadanos. Quiero decir que en ningún momento me parecía que pudieran ser como los profesores de mi instituto o los concejales del Ayuntamiento. Siempre los veía instalados en una fastuosa mansión de tres plantas, meditando frente a un paisaje montañoso y magnífico. También veía al resto de los miembros de la familia deslizándose en silencio por los pasillos para no turbar el trabajo del artista...

En casa, sin embargo, nadie respetaba mis momentos de inspiración. Cuando me sentaba a escribir en el cuarto de estar, mi madre o mi hermana me miraban igual que si estuviera arreglando una pinza de tender la ropa, y ponían la radio o me preguntaban cualquier cosa sin que remotamente les importara que yo anduviese madurando una obra que inmortalizaría el apellido familiar. Claro que nada de lo que yo escribía por esos años hubiera podido producir tan extraordinarios efectos, sobre todo porque, en general, solía tratarse de relatos truculentos y absurdos, de relatos que transcurrían en lugares que jamás había visitado y que nacían únicamente de mi afán de ser original. Mi madre solía asegurar que un buen escritor sólo debía contar cosas que nadie hubiera contado antes, así que yo intentaba huir de los senderos trillados e inventaba historias cada vez más alocadas y extrañas, historias de asesinos feroces, de pobres chicos impedidos, o de monjas que colgaban los hábitos. Jamás se me ocurría hablar de mis padres, de mi familia, de mis compañeros de clase. Ni siquiera de mi tío César, que hubiera sido un maravilloso personaje literario. Y es que, a esa edad, lo que yo pretendía era impresionar al lector, descargarle el silencioso puñetazo que, según solía decirse, nos lanzaban a la nariz los buenos autores. ¿Pero cómo iba a impresionar a nadie contándole de qué modo leía mi tío en su cuarto, por las noches —tumbado en la cama, en un estado de beatífica felicidad—, o cómo se enfurecía mi padre cuando la comida no estaba lista y él se había citado con un cliente a la hora del café? No, nada de eso parecía digno de figurar en ningún relato, ni capaz de aplastarle a nadie la nariz.

Tampoco es que yo tuviese muchos lectores por esos años. En realidad, sólo los adultos de la familia y un par de amigos del barrio accedían a engullirse mis cuentecillos. Como en casa no había máquina de escribir, un compañero de clase me los copiaba en la suya, con abnegada perseverancia. Su trabajo reducía dramáticamente a dos o tres folios aquellos textos que, con mi letra enorme y descuidada, me habían ocupado seis o siete. Resultaba bastante descorazonador, desde luego, y a menudo me entretenía en calcular cuántos años debería pasar sentado ante la mesa camilla del cuarto de estar para escribir una novela de doscientas páginas. Puesto que ese amigo copista era también mi primer lector, yo solía preguntarle (¡con aprensiva angustia!) qué le había parecido mi relato. Como nunca fue un tipo muy entusiasta, no era raro que volviese yo a casa con mis dos o tres páginas pulcramente copiadas y una insoportable decepción.

Mi padre no se mostraba mucho más estimulante. De costumbre, alzaba las cejas en un gesto que parecía indicar que mis historias resultaban vagamente aceptables, pero enseguida comenzaba a hablar de lo difícil que debía de ser que, en España, un editor le publicase a alguien un libro. ¡Y es que aquí no leía nadie, exclamaba, y los escritores que él conocía —se refería seguramente a un par de periodistas locales con los que solía tomar café— eran todos unos muertos de hambre! Por otro lado, para ser escritor había que vivir en Madrid. En las ciudades de provincia, la gente sólo entraba en las librerías a comprar lápices y gomas de borrar, pero no se vendía una novela. Ignoro si mi padre decía todo eso con el propósito de desviar mi interés hacia otras tareas más productivas, pero, para él, el mundo de las Letras no parecía ser algo en lo que uno pudiera poner todos sus sueños.

Cuando ya comenzaba a tener la impresión de que el cuento que acababa de escribir era un completo desatino, corría a ver al tío César. Al caer la tarde me lo encontraba leyendo en su habitación, tumbado en la cama, con los pelos del cogote revueltos. (¡Cuántas veces lo espié por la rendija de la puerta para ver cómo se humedecía el dedo medio, lenta y morosamente, y cómo pasaba luego la página, con una especie de enajenada fruición!) Ya que era el único miembro de la familia que parecía tomarse en serio mis aficiones literarias, sus juicios tenían para mí un valor muy especial. Siempre acogía mis menguadas hojillas como si se tratara de un manjar raro y exquisito, y, durante el tiempo que tardaba en leerlas, yo me paseaba por la habitación y husmeaba en aquella cómoda de madera oscura donde se amontonaban sin ningún orden útiles de afeitado, viejas entradas de cine, peines, llaves, monedas y un par de alianzas cuyo valor sentimental aún tardaría algún tiempo en averiguar.

Al terminar la lectura, mi tío daba un pequeño silbidito y movía la cabeza con un gesto de decidida aprobación. Sus críticas solían ser muy alentadoras. En general, me aseguraba que mi obrita le había encantado y que cada vez escribía mejor. Yo me sentía en la gloria y trataba de mendigar algún otro elogio, como aquellos pobres de entonces que, tras haber obtenido unas perrillas, nos pedían un poco de comida o un mendrugo de pan. ¿Y el final? ¿Le había gustado el final?, le preguntaba.

—¡Estupendo, estupendo! —me decía paseando de nuevo la mirada por mis hojitas.

De cuando en cuando, le rogaba que me diera su opinión sobre los argumentos de mis relatos y trataba de averiguar si sólo se debían contar historias fantásticas y originales, como decía mi madre, o, por el contrario, cosas sencillas, cosas de la vida cotidiana, como sugerían los profesores del instituto cuando nos mandaban hacer una redacción. Al oír mi pregunta, el tío César se atusaba los pelos del cogote (que un instante después volvían a erizarse, insensibles a aquella mano larga y rugosa que pasaba sobre ellos) y fruncía las cejas como si acabaran de plantearle un problema esencial. Luego me decía que yo debía contar aquello que más me gustara, siempre de un modo sencillo y siempre sintiendo las cosas de verdad. Yo no entendía muy bien lo de sentir las cosas de verdad, y hasta tenía la impresión de que, mientras escribía esos relatos de chicos tullidos y asesinos feroces, no sentía nada en especial, como no fuera la gozosa posibilidad de asombrar con una nueva fantasía a mis padres, a mis amigos y a mis compañeros de clase.

Alguna vez me atrevía a enseñárselos también a don Emilio, mi profesor de Literatura. Don Emilio había sido fraile muchos años y luego había colgado los hábitos, como hacían las monjas de mis historias antes de irse a la guerra y acabar sus días trágicamente. Tenía un cráneo brillante y lobulado, muy parecido al de esos alienígenas de las películas que siempre nos llevan a los habitantes de la Tierra decenas de siglos de progreso y civilización. También él sabía muchísimas cosas, muchas más que todos nosotros, por supuesto, y bastantes más que la mayoría de los profesores del instituto. Durante sus años de convento sólo se había preocupado de leer y estudiar, y eso se notaba enseguida en aquella manera suya de resolver nuestras dudas y de explicarnos la lección. Pero lo que más nos impresionaba, lo que más profundamente estremecía nuestros pobres corazoncitos adolescentes, era el poético aliento que animaba su voz cuando nos leía una égloga de Garcilaso o un fragmento de la Noche oscura de San Juan de la Cruz. No hacía falta que encareciese la excelencia y hondura de lo que estábamos escuchando: su entusiasmo de rapsoda intergaláctico bastaba para hacernos comprender que nos hallábamos ante uno de los grandes momentos de la literatura universal.

A veces, mientras don Emilio se dejaba mecer por los símiles, las metáforas y la maravilla de los adjetivos inesperados, algunos chicos se burlaban en las últimas filas, como si el hombre se estuviera poniendo en ridículo ante toda la clase. Pero nadie secundaba su hilaridad, y al final tenían que acabar aceptando que la poesía también podía despertar entusiasmos, igual que aquellos goles del Real Madrid que retransmitían por la radio los domingos. A mí, los goles del Real Madrid me dejaban insensible, pero los versos que hablaban de ventalles de cedros, de escalas secretas y de amados y amadas, leídos por aquel hombre al que no le importaba en absoluto lo que pudieran pensar los idiotas de las últimas filas, originaban en mi alma emociones tan poderosas que sólo un esfuerzo de autodominio y contención conseguía disimular.

El que don Emilio pareciera apasionarse por algo que traía sin cuidado a la mayoría de los mortales no hacía más que confortarme en lo acertado de mis inclinaciones literarias. Naturalmente, a esa edad yo ignoraba lo difícil que podía ser escribir como Garcilaso y San Juan de la Cruz —o como Cervantes y Galdós— y ni mi tío César ni las películas americanas me habían puesto en guardia contra los infinitos escollos de una empresa tan disparatada e imposible. Creo que tenía la impresión de que, si uno se obstinaba en conseguir algo durante el tiempo suficiente, al final acabaría lográndolo. Y si los escritores que conocía mi padre eran todos unos muertos de hambre, seguramente se debía a que en algún momento de su vida habían traicionado su verdadera vocación y se habían dejado arrastrar por intereses más o menos inconfesables.

Algún día, al terminar la clase de Literatura, perseguía, pues, a don Emilio por el claustro del instituto enarbolando mis hojitas copiadas a máquina. Recuerdo que, al oírme, el hombre se daba la vuelta con cierta perplejidad, pero en cuanto adivinaba de qué diablos le estaba yo hablando, su expresión tomaba un aire risueño y afectuoso. Debía de resultarle conmovedor que uno de sus alumnos le mostrase tan cándidamente sus desvaríos literarios. Enseguida guardaba el cuentecillo en el viejo carterón negro que lo acompañaba desde sus tiempos de seminario y me prometía que, en cuanto lo hubiese leído, me daría su opinión. Yo esperaba entonces varios días, consumido por la impaciencia, hasta que por fin, una mañana, don Emilio me llamaba a su mesa y me anunciaba que había leído mi historia y que se había permitido señalar en los márgenes algunas frases que tal vez podían modificarse. También había subrayado con lápiz rojo las repeticiones. Y es que aquel hombre la tenía tomada con las repeticiones. Le parecía que decir dos veces la misma cosa, aunque fuera con distintas palabras, estropeaba el ritmo del relato. Yo escuchaba sus consejos en un reverente silencio y después le suplicaba que me diese una opinión definitiva y contundente sobre las cualidades de mi obrita. Eso le turbaba un poco, desde luego, pero acababa asignándole un par de adjetivos generosos que me daban ánimos para sentarme a escribir de nuevo los sábados por la noche, a la luz de aquel flexo articulado y chirriante, con mi letra descuidada e irregular, sabiendo que a la mañana siguiente me desesperaría con la lectura de aquellos desangelados relatos, pero intentándolo semana tras semana, una y otra vez, sólo para conseguir un día ese chalé en la Costa Azul que, según el tío César, se acababan comprando todos los buenos escritores, y el barquito amarrado en el pequeño puerto pesquero, frente a un pedazo de mar resplandeciente, y las entrevistas con guapísimas reporteras americanas, y, también, pero mucho más tarde, aquel galardón maravilloso e inalcanzable para el que algunas noches yo preparaba un discursito, tal vez por si me lo otorgaban de pronto, sin darme tiempo a reaccionar: “Majestad, excelentísimos señores, queridos colegas premiados...”

La boda del tío César

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