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DOS

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Mi tío César había sido sacristán, conserje, dependiente de ferretería, vigilante nocturno, alfarero y guarda jurado antes de venirse a la ciudad. Al parecer, se había aburrido terriblemente en todos esos empleos y un día le había escrito una carta a mi madre para ver si Julio, es decir, mi padre, podía hacer algo por él. Aún recuerdo cómo se trató este asunto en la mesa. Mi madre decía que su hermano sería muy útil en la gestoría, que había leído muchísimo y tenía una letra preciosa. Mi madre se acordaba a menudo de la letra del tío César. Aseguraba que, en la escuela de su pueblo, cuando ella o mi tía Laura debían presentar algún trabajo, siempre era César quien se encargaba de copiárselo. Mi padre le respondía que la mayor parte de los documentos y facturas se escribían a máquina y que maldita la falta que hacía en la gestoría alguien con buena letra. Entonces, mi madre le recordaba que llevaba casi un año quejándose de la cantidad de trabajo que tenía en la oficina y que, justo ahora que César podía venir a ayudarle, se empeñaba en que no necesitaban a nadie. Al oír ese argumento tan concluyente e irrebatible, mi padre bajaba los ojos hacia el plato y comenzaba a comer igual que si llevara varios días de ayuno y abstinencia. Mi madre aprovechaba esos silencios para pedirle a mi hermana que se diera prisa, que iba a llegar tarde al colegio, o para decirme a mí que dejase de jugar con las migas de pan. Y así pasábamos un rato, oyendo masticar a mi padre. Claro que el hombre debía de seguir dándole vueltas al asunto porque enseguida levantaba la cabeza y decía que, además, de dónde iba él a sacar un sueldo para César. Mi madre ya esperaba esa pregunta, desde luego, de modo que le respondía que no haría falta darle un sueldo completo, porque al principio su hermano tendría que comer y dormir con nosotros, y eso compensaría una parte de lo que debería cobrar por su trabajo. Ah, pero a mi padre le horrorizaba acoger a extraños en casa, aunque fueran de la familia, y decía que no estaba seguro de poder soportar a alguien las veinticuatro horas del día.

—¡Pero si mi hermano siempre te ha caído muy simpático! —exclamaba mi madre abriendo los brazos.

—Sí, sí, pero una cosa es que alguien te caiga simpático y otra muy distinta encontrártelo hasta en la sopa.

Al final, como el hombre seguía acumulando cuantas dificultades y obstáculos pudieran impedir la llegada del intruso, mi madre le decía que no comprendía cómo alguien que iba a misa los domingos, hablaba con los curas y se llamaba buen cristiano ponía tantos inconvenientes para ayudar a un miembro de su familia.

Estas conversaciones, con algunas pequeñas variantes, se repitieron durante dos o tres semanas, a las horas de las comidas. Una vez, mi hermana intentó decir algo en favor del tío César y recibió de mi padre un bufido que la hizo llorar. A partir de ese día, decidió no intervenir en el asunto. A mí me encantaba la idea de que mi tío viniese a vivir con nosotros, sobre todo porque ya se veía que no iba a ser algo definitivo, que aquel hombre sólo estaría en casa hasta que encontrara un piso para alquilar o se instalase en una pensión. Mi hermana y yo pensábamos que su presencia rompería un poco aquella monotonía familiar. Ah, pero a mi padre le gustaba la monotonía familiar, y lo que más odiaba en este mundo eran las novedades. Si mi madre (ayudada por mí) cambiaba de lugar los cuadros o el aparador, mi padre, al volver del trabajo, lo miraba todo como si acabase de aterrizar en un planeta desconocido. Ni siquiera cuando empapelábamos el cuarto de estar —con aquellas tiras anchas, pegajosas, indómitas— nos agradecía el cambio de horizontes. De modo que la idea de ver a su cuñado sentado a la mesa todos los días de la semana debía de producirle un invencible repelús. No obstante, el empeño y tenacidad de mi madre acabaron minando su resistencia, y un día mi padre le dijo que bueno, que escribiera a su hermano y que ya veríamos lo que se podía hacer por él.

Y así llegó a nuestra casa aquel hombre curtido y sonriente que era por esos tiempos mi tío César. Recuerdo que los primeros días no conseguía acostumbrarse al ruido de los trenes. Siempre se levantaba de la cama con las gafas torcidas y la mirada desvaída y oscura de esos ferroviarios que trabajan en el turno de noche. Se diría que llevaba ocho horas haciendo cambios de agujas y dando paso a aquellas resoplantes bestias metálicas que atravesaban sin descanso la ciudad. Y es que él siempre había dormido en la casona de los abuelos, a las afueras de aquel pueblo dorado y solitario donde sólo se oía la bicicleta del cartero y el canto de los grillos.

Mi padre lo saludaba en la cocina con una palmadita en la espalda y una socarrona sonrisa, una sonrisa que sin duda quería decir que así aprendería a no salir de su pueblo para dar la lata a las gentes de la capital. Al final, lo había admitido en la gestoría y lo tenía todas las mañanas trotando por las calles. Pero a mi tío no le importaba correr de una ventanilla de la Audiencia a un despacho de la delegación de Sindicatos. En realidad, esas expediciones le permitían hablar con la gente y enterarse de lo que se rumoreaba en la ciudad. Tal vez cuando llegase a conocer a todos los funcionarios de todas las oficinas municipales acabaría también aburriéndose, como le había sucedido en sus anteriores empleos, pero en esos primeros tiempos siempre volvía a casa exultante, dispuesto a contarnos los chismes que había escuchado en la cola del pasaporte o en los despachos del Ayuntamiento. Sé que, a veces, mi padre le reñía si tardaba mucho tiempo en hacer una gestión, pero el tío César debía de componer entonces una expresión tan derrotada y compungida que el autor de mis días —incapaz de soportar las mordeduras de la piedad— se veía obligado a alzarse de hombros y a olvidar el asunto.

A mi tío César lo conocía yo sobre todo de aquellas dos semanas que pasaba en verano con los abuelos, en el pueblo de mi madre. Recuerdo que, esos días, mi tío aparecía y desaparecía de la casa con la facilidad del hombre invisible. Unas veces, lo veíamos emerger del retrete llevando una novela en las manos; otras, se esfumaba de repente tras haber sido avistado un minuto antes en la cocina o en el zaguán. Había días en que toda la familia lo llamaba por los pasillos sin ningún resultado. La abuela ya se había acostumbrado a esas misteriosas ausencias:

—¡Dejadlo estar! ¡Ya aparecerá! —decía con su vocecilla aguda, limpiándose las manos en el mandil.

Sólo después de haber vivido unos meses con él pude comprender lo que sucedía. Cuando mi tío comenzaba a leer un libro, su alma se desconectaba de tal modo del mundo real que ni las sonoras llamadas de su estómago ni las alborotadas voces de la familia conseguían recuperarlo. Y lo mismo le ocurría con el ruido de los trenes. Sólo lo oía de noche, con la luz apagada. Así que, a veces, incapaz de conciliar el sueño, se quedaba leyendo hasta el amanecer.

De esos primeros tiempos en nuestra casa, recuerdo sobre todo el asunto de sus dientes. El tío César tenía una dentadura espantosa. Le faltaban dos o tres incisivos y un montón de muelas. Mi madre decía que era de comer caramelos, y la verdad es que el hombre siempre llevaba un puñadito en el bolsillo de la chaqueta. Según él mismo contaba, los dientes habían comenzado a movérsele hacía varios años, y ahora que ya rondaba los cuarenta se le tambaleaban de un modo inquietante. Su mellada sonrisa se parecía un poco a la de esos temibles piratas de las películas, aunque como mi tío no tenía barba ni llevaba anillos en las orejas, no había en su rostro ningún rasgo de ferocidad. El primer día, uno no hacía otra cosa que intentar adivinar cuántas piezas le faltaban, y si eran todas de arriba, de abajo o de ambos lados, pero, al cabo de una o dos semanas, apenas reparaba ya en aquella dentadura incompleta, igual que si los huecos se hubieran colmado misteriosamente. A mi tío le acomplejaba un poco todo eso y se había acostumbrado a sonreír apretando los labios. También en las comidas lo pasaba muy mal, así que mi madre procuraba poner a menudo pescado y purés. Mi padre protestaba porque siempre quería comer carne y, cuando había dos días seguidos anchoas rebozadas o bacalao con tomate, alzaba los ojos hacia su mujer y la miraba de un modo que sólo mi hermana y yo sabíamos interpretar. De costumbre, mi madre hacía como si no hubiera captado esa mirada, pero entonces mi padre comenzaba a rezongar en voz baja y se decía a sí mismo que no comprendía por qué no había filetes para comer. Creo que nuestro huésped se daba cuenta de todo, aunque nunca hizo ningún comentario.

Los días que había carne, mi tío no paraba de hablar. Sin duda lo hacía para disimular que no podía hincarle el diente, de modo que, cuando todos habíamos terminado nuestra chuleta, la del tío César seguía aún allí, en medio del plato, como una de esas chuletas de cartón que se ven en las tiendas de electrodomésticos. Al final, mi madre le decía que iba a hacerle una tortilla, y aunque él le rogaba que no se molestara, que no tenía hambre, ella se levantaba de la mesa y volvía a los cinco minutos con una tortilla de dos huevos, gordita y humeante, que el hombre se comía en un par de bocados. A mi padre le fastidiaban tantas contemplaciones y, a veces, cuando su cuñado no se hallaba presente, le decía a mi madre que César debía comer lo que hubiera ese día y que no estábamos en ningún hotel. Entonces, ella, para disculpar a su hermano, se señalaba disimuladamente los dientes, pero mi padre movía la cabeza y decía que no se podía andar tirando la comida cuando había tanta miseria por ahí.

Ignoro si la tarea de recorrer a todas horas la ciudad en pos de un certificado de matrimonio o de una partida de bautismo le gustaba realmente a mi tío. Probablemente lo único que le interesaba de verdad en esos tiempos era tumbarse en la cama con una novela en las manos. Y si aceptaba pasar la mañana entera en decrépitas oficinas iluminadas con tubos de neón, era sólo para que, por la noche, le dejaran vagar por los fantásticos mundos de la letra impresa, que él debía de imaginar con extraordinaria viveza e intensidad. Mi tío decía que las páginas de una novela estaban llenas de agujeros que los lectores íbamos rellenando con nuestras propias fantasías. Él llamaba “agujeros” a todo lo que el autor no había querido contarnos: cómo eran las manos o las orejas del protagonista, cuántos muebles había en una habitación, o qué paisaje se divisaba desde las ventanas de un edificio. Como los novelistas siempre se dejaban un montón de cosas sin decir, uno no tenía más remedio que imaginárselas. La consecuencia era que cada cual leía un libro distinto, un libro que dependía enormemente de sus gustos, de sus recuerdos, de sus experiencias. Mi tío iba todavía más lejos y proponía que, en las portadas de las novelas, bajo el nombre del autor, hubiese una línea de puntos para que los lectores escribieran el suyo. (Estas extravagancias perturbaban un poco aquel afán de absoluto que yo tenía a los dieciséis años. Y es que me parecía una enojosa intrusión que mis lectores adornasen los escenarios de mis relatos con detalles que no hubieran salido de mi cabeza.)

Una de las cosas que más me sorprendían en aquel afanoso devorador de libros era su entusiasmo por todo cuanto leía. Daba lo mismo que se tratara de novelas de aventuras o de historias de amor, de relatos policíacos o de aquellos folletones decimonónicos que pedía prestados en la Biblioteca Provincial. Mi tío no tenía autores favoritos. Le gustaban todos, de todos hablaba con encendida admiración, y cada libro que caía en sus manos era para él una maravillosa oportunidad de zambullirse en un mundo lleno de encantos y sorpresas. También le apasionaba el cine y el teatro, y habría sido un empecinado melómano si en nuestra ciudad hubiese habido de cuando en cuando algún concierto o alguna ópera italiana. Pero en aquellos tiempos no había ni que pensar en tamañas exquisiteces, y por eso el tío César se conformaba con leer hasta muy tarde en su habitación y con ir al cine los domingos.

Ese fervor cinematográfico lo compartía, por supuesto, con mi madre. A menudo, durante las comidas, los dos hermanos se esforzaban por recordar cómo se llamaba el protagonista de alguna película, casi siempre de alguna película americana, porque el cine de Hollywood era el único que parecía existir en esa época. Podían pasarse un buen rato intentando recuperar aquel nombre exótico y escurridizo que ambos tenían en la punta de la lengua, y acumulando detalles que daban idea de la asombrosa cantidad de películas que debían de haber visto en su vida.

—¡Ya lo tengo! —exclamaba por fin mi tío, triunfalmente.

—¡No me lo digas! —le rogaba mi madre.

Pero, uno o dos minutos más tarde, acababa aceptando que su hermano le soplara la primera sílaba.

—Pid —decía entonces mi tío, por ejemplo, haciéndonos un guiño a mi hermana y a mí.

Y, un instante después, ella rescataba aquel nombre rarísimo, aquel nombre extraviado en los laberintos de su memoria:

—¡Pidgeon! ¡Walter Pidgeon! —exclamaba moviendo la cabeza y lamentando lo tonta que había sido al no haberse acordado antes.

Yo seguía esas contiendas expectante y divertido, preguntándome en silencio quién ganaría cada vez. Mi padre, en cambio, miraba a los dos hermanos desde muy lejos, con una sonrisa de ajenidad e incomprensión. Creo que no le interesaban lo más mínimo los actores americanos. A decir verdad, sólo le gustaban las películas policíacas, las películas “de tiros”, como solía llamarlas. Algún jueves me invitaba al cine. Pero ir al cine con mi padre resultaba bastante desalentador porque siempre sabía lo que iba a ocurrir.

—¡Verás como lo matan! —me susurraba al oído. O bien:— ¿Qué te apuestas a que ahora llega la policía?

Yo no comprendía cómo se las arreglaba aquel hombre para adivinar quién era el asesino, y hasta me preguntaba si alguno de los clientes de la gestoría no le habría contado ya la película.

Mi tío me llevaba también al cine. Siempre compraba una enorme bolsa de caramelos en el ambigú y me los iba pasando uno a uno, en la oscuridad. Pero, en cuanto la historia se ponía interesante, se olvidaba del suministro y yo tenía que tirarle de la manga para recordárselo. Y es que mi tío solía contemplar la pantalla en una especie de éxtasis, de gozo silencioso. Se diría que su alma abandonaba aquel cuerpo delgado y curtido y volaba hacia los actores y actrices cuyos nombres se esforzaba por retener. A menudo se le veía alzar las cejas o asentir a lo que se decía en la película, como si alguien le hubiera pedido su opinión, y si yo me ponía muy pesado con el asunto de los caramelos, sacaba un puñadito del bolsillo y me llenaba las manos. Creo que, cuando estaba allá arriba, paseándose por aquellos luminosos paisajes en cinemascope y tecnicolor, no le gustaba que lo devolvieran a la realidad. Se sentía tan feliz que, al terminar la proyección, siempre tardaba unos minutos en regresar de nuevo a la tierra. Recuerdo que se quedaba inmóvil, pegado a la butaca, hasta que el último nombre del último especialista o del último ayudante de cámara desaparecía de la pantalla. Y es que, al igual que le ocurría con los libros, también le gustaban todas las películas. Cuando me contaba que había recorrido sesenta kilómetros en bicicleta para ver Las minas del rey Salomón, yo me preguntaba si una de las razones de su empeño en venir a nuestra ciudad no había sido la fantástica posibilidad de elegir entre cuatro o cinco salas de estreno.

A veces, mientras regresábamos a casa, se acordaba del maletón repleto de novelas que guardaba bajo la cama, y de las canciones de la radio, y de las compañías de teatro que pasaban por la ciudad...

—Marcos, ¿tienes idea de todo lo que aún nos queda por ver, leer y escuchar? —me preguntaba, como si de repente se sintiera desbordado y aturdido por los innumerables frutos de la sensibilidad humana.

Una noche me lo encontré asomado a la ventana de su cuarto, fumando un cigarrillo. La ventana daba a un patio viejo y desconchado que, unos pisos más arriba, se abría a un cielo repleto de estrellas. Mi tío observaba el firmamento como si allí estuviera la clave de algo que anduviese buscando. Me apoyé en el alféizar, a su lado, y contemplé también aquel negro telón tendido en lo alto del patio, que es lo que parecía el cielo desde nuestro punto de observación. Entonces me dijo que, por las noches, en el pueblo, se tumbaba a menudo en el jardín de la casa de los abuelos y se quedaba un buen rato mirando hacia arriba, intentando imaginar todos aquellos mundos desconocidos, todas las maravillas que jamás podría alcanzar. A veces acababa sintiendo una especie de mareo, como si sus pensamientos chocasen de pronto contra lo absurdo, lo desmesurado, lo incomprensible.

Esa noche, cuando los dos estábamos contemplando aquella soledad sideral, el tío César me dio un golpecito en el codo y me dijo que a lo mejor en el otro extremo de la galaxia había también un tío y un sobrino asomados a una ventana, mirando hacia nuestra casa. Tenía unas ideas muy raras, desde luego. A mí nunca se me habría ocurrido que pudiese haber alguien al otro lado del firmamento, pensando en nosotros.

De la soledad del universo pasamos a las soledades de la gente, y yo quise saber por qué no se había casado, por qué ni siquiera tenía novia. Mi tío se me quedó mirando con una sonrisa divertida —no parecía molesto por la impertinencia de mi pregunta— y dijo que hacía diez años había estado saliendo con una chica de su pueblo. Al parecer, se llamaba Amalia y era una muchacha estupenda, pero su relación se había echado a perder durante los meses que él había pasado en Barcelona, trabajando en una fábrica de repuestos para automóviles. Mi tío decía que toda la culpa de lo ocurrido era suya, porque siempre había sido muy perezoso para escribir cartas. Así que Amalia, aburrida de esperar, se había casado con un tipo que tenía una droguería en Valladolid. Al terminar su historia, mi tío intentó sonreír otra vez, pero sólo consiguió componer una mueca tristísima. Se diría que aún lamentaba aquella ruptura, que no había dejado de lamentarla y de arrepentirse desde entonces. No sé por qué tuve la impresión de que las dos alianzas que había encima de la cómoda estaban relacionadas con el asunto. Tal vez las había comprado en Barcelona poco antes de que su novia le anunciara que se había cansado de esperarle.

Mi tío siguió aún un rato hablándome de las virtudes de aquella mujer (entre las que, desde luego, no se contaba la paciencia) y al final me preguntó si quería ver unas fotografías suyas. Yo pensaba que lo primero que hacían los novios al enfadarse era romper las fotografías, pero mi tío no: mi tío las tenía guardadas en un sobrecito de color crema. En una de ellas se veía a Amalia con un vestido de flores, mirando hacia el objetivo con una recelosa sonrisa, como si la cámara estuviese a punto de explotar. En otra, se hallaba rodeada de amigas, en una huerta que hubiera podido ser la de la casa de los abuelos, pero también cualquier otra, porque en aquel pueblo todas las huertas se parecían, en todas se plantaban los mismos árboles. La última era una de esas fotos de estudio que tienen los bordes desvaídos y son como recordatorios de difuntos. Para César, con todo mi cariño, había escrito aquella traidora al pie de la estampa. Recuerdo que la muchacha tenía en ella una expresión purísima y que parecía incapaz de traicionar a nadie. Claro que el fotógrafo debía de haberle retocado un poco las mejillas y los labios, y eso le daba un aire vaporoso e irreal, un aire de beata o de santa. Creo que era esta imagen la que más le gustaba a mi tío porque la miraba con una decidida admiración, como si pensara que, después de diez años, la muchacha seguía manteniendo aquel cutis blanquísimo y aquella expresión angelical. Cuando guardó de nuevo las fotografías en el sobre, le pregunté si, después de Amalia, no había tenido más novias, y él movió la cabeza y dijo que, a medida que uno se iba haciendo viejo, se volvía más exigente y cada vez le resultaba más difícil encontrar una mujer a su gusto.

La idea de que mi tío casi hubiera renunciado al matrimonio me produjo esa noche un placer secreto y egoísta, y, al salir de su habitación, les pedí a los dioses que aquel hombre se quedara toda la vida con nosotros, que no se aburriese nunca de recorrer al galope la ciudad ni de hacer cola en las siniestras oficinas municipales.

La boda del tío César

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