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Introducción
ОглавлениеEn el origen de esta reflexión hay un signo nuevo. Está emergiendo con fuerza un reclamo cada vez más intenso: el ser humano quiere ser libre, actuar con autonomía en la gestión de las realidades seculares y encontrar caminos de felicidad. En ese reclamo han surgido muchas corrientes humanistas que buscan la centralidad de la persona humana en los procesos y mediaciones sociales. La subida del individuo que desea ser él mismo y el anhelo de buscar un futuro de felicidad deben ser supuestos ineludibles. Pero al canalizar estos anhelos, surgen los interrogantes.
Una primera sombra es que hoy en el mundo se producen recursos para satisfacer las necesidades de todos, pero estamos viendo la pobreza escandalosa e inhumana de millones de personas, mientras unos pocos acaparan los recursos. A la sensibilidad humanista golpea la miseria que sufren los pobres mientras otros se deshumanizan bajo la insaciable fiebre posesiva. Y esta desigualdad escandalosa se agrava en la mundialización de la economía con la exclusión o descarte de las mayorías empobrecidas. No hace mucho, cuando la pandemia seguía con sus destrozos, un periodista español entrevistó a una mujer africana de 93 años que había conocido a Nelson Mandela y vivía en la misma calle en que él vivió. Al preguntarle sobre cómo veía la situación, respondió: «Yo solo entiendo que el mundo está enfermo». Quizás la pandemia de la pobreza y de la injusticia en el mundo sea más grave y deje más muertos que la COVID-19.
Y otra dura constatación. En nuestra sociedad española muchos ven la convergencia histórica de la Iglesia, reducida frecuentemente al clero, con los socialmente privilegiados y con un mensaje del pasado que hoy ya no interesa; el agnosticismo y el indiferentismo han crecido incluso entre los mismos bautizados. Otros piensan que el cristianismo es sinónimo de idealismo, espiritualidad pietista y evasiva de los conflictos sociales; sus reparos contra la religión cristiana en buena parte provienen de percibirla como factor idiotizante de los pobres y en oposición siempre a cualquier cambio social necesario para solucionar la escandalosa desigualdad. Como, por otra parte, la práctica religiosa pretende ser mediación de la divinidad, es normal que muchos, preocupados por que las personas vivan con dignidad, descarten de su proyecto a Dios y a la religión.
Hoy nuestra sociedad, con muchas confusiones sobre qué es la laicidad, se declara laica. Lógicamente la Iglesia como institución de poder político cada vez se expulsa más de la organización social. Pierde la presencia de reconocimiento oficial que tuvo en otros tiempos, y debe pasar a una presencia pública no de imposición, sino de proposición que atraiga. Pero en vez de la conversión al Evangelio que implica ese cambio en el modo de estar presentes, los cristianos corremos el riesgo de buscar subterfugios. Ante las inclemencias del tiempo, fácilmente confundimos interioridad con intimismo y buscamos resguardo en un clima cálido de grupos cerrados en torno a una divinidad que permanece fuera de este mundo. Para la buena salud evangélica de la comunidad cristiana y para el bien de la sociedad, la religión no debe quedar en el ámbito de lo privado ni en la sacristía. Debe vivir en alianza con el mundo, del que forma parte, dentro de la organización social, sin la pretensión de dominar, pero siendo testigo creíble de ese Evangelio, sin tapujos y haciendo lo posible para que la organización social funcione, inspirada en la solidaridad fraterna.
A quien haya seguido mi trayectoria no le extrañará esta reflexión, que incluye gestión de la economía, desarrollo humano integral y fe o experiencia cristiana. Con su forma de vivir y en sus parábolas, Jesús de Nazaret propuso la fraternidad universal como vocación de los seres humanos. A esta vocación hay que responder en un dinamismo social marcado por la ambigüedad que los seres humanos llevamos dentro. En la reflexión sobre la propuesta de Jesucristo he comprendido que el conocimiento de lo que ocurre en el mundo –lugar donde se juega la dignidad de las personas– tiene la misma importancia que el conocimiento de la Palabra de Dios encarnada en la conducta de Jesús. Por eso, siendo ya profesor de teología dogmática, vi la necesidad de estudiar sociología y estar unos meses trabajando en el Centro «Lebret», París, sobre el movimiento Economía y humanismo. La compasión al ver el deterioro que sufren tantas personas me llevó a sintonizar con los movimientos cristianos en el mundo del trabajo, y con la Teología latinoamericana de la Liberación. En esa línea me vino muy bien la colaboración durante algún tiempo en la Comisión de Pastoral Social, dentro de la Conferencia Episcopal Española, en la época de la transición política. Todavía tienen actualidad sus valiosos documentos Constructores de la paz, de 1986, y La Iglesia y los pobres, de 1994. En continuidad con los mismos ha nacido esta reflexión.
Más que aportar la visión cristiana sobre el desarrollo como una instancia que viene y juzga desde fuera, parto de que los cristianos estamos dentro del proceso y somos ciudadanos activos como los demás. Igual que los otros, tenemos el derecho y el deber de ofrecer desde la fe nuestra interpretación sobre el desarrollo humano y la forma de llevarlo a cabo, no como imposición, sino como proposición y en actitud de búsqueda, en diálogo con los demás, que también tienen su verdad, pues todos somos caminantes hacia la verdad completa.
En esta reflexión un primer capítulo es sobre la relación de la economía tal como está funcionando y el reclamo humanista de nuestro tiempo. Ante un manifiesto desajuste, desde el ámbito de la misma economía, se ve la necesidad de una ética: a esto dedicaré un segundo capítulo. Después se aporta la interpretación sobre el desarrollo humano desde la fe o experiencia cristiana. Para ver finalmente qué relación hay entre un desarrollo humano integral, humanismo y fe o experiencia cristiana.
1 de enero de 2022
Casa de Espiritualidad. Caleruega