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DUELO ANTICIPADO

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El tiempo del duelo no comienza con la muerte de la persona amada. La enfermedad que se prolonga, las últimas etapas, la enfermedad terminal, suponen para los familiares un replanteamiento de sus relaciones con el que se va: ¿qué ha significado en mi vida?, ¿cómo ayudarle a superar la angustia?, ¿cómo despedirle?, ¿cómo prepararse para el después?

Por otra parte, al que se acerca a la muerte se le plantean las cuestiones más profundas y las intuiciones más esenciales rechazadas durante años. A nivel espiritual, el enfermo va a necesitar encontrar algunas respuestas al sentido de su vida, a su propia muerte y al futuro que le espera más allá de la muerte. Es el momento de ayudarle a explicitar sus valores, creencias y su experiencia de fe, que le den ánimo para superar los miedos y temores que le asaltan.

Aquellos que tienen el privilegio de acompañar a un semejante en sus últimos momentos saben que entran en un espacio de tiempo muy íntimo. La persona, antes de morir, tratará de confiar a quienes le acompañan lo esencial de ella misma. Con un gesto, a través de una palabra, con la mirada, procurará transmitir aquello que de verdad cuenta y que no siempre ha podido o sabido decir. Tengo presente a una mujer joven, incapaz de formular palabras, pero a través de los abrazos y gestos de ternura se iba despidiendo de sus hijos pequeños. Con la ayuda de una presencia amiga a la que expresar el dolor y la desesperación, los enfermos llegan, a veces en pocos días, a abrazar su vida entera, a discernir la verdad que entraña.

Jesús mismo ha tenido que ir aceptando el destino de muerte que le estaba reservado. Tras el anuncio de su inmediata pasión en la última cena, Jesús se va a Getsemaní a rezar en una agónica vigilia para ser capaz de aceptar el cáliz que le ha sido reservado por la voluntad del Padre (Lc 23,19).

Es trascendental que la familia acompañe y rece junto al enfermo. La cercanía de la muerte es momento privilegiado para la oración y la plegaria en sus diversas formas. Los cercanos pueden hacerse eco de los sentimientos del moribundo a través de las palabras recogidas de los salmos: «Dios mío, socórreme; mi suerte está en tu mano. Tú eres mi refugio y consuelo; a tus manos, Señor, encomiendo mi vida». El sentirse mecido por esas manos amorosas abre un boquete en el muro de la muerte, confiando en que del otro lado seremos acogidos y puestos a salvo. Así me lo confesaba la esposa de un recién fallecido: «En los últimos meses de su enfermedad me enseñó la importancia de la aceptación, la entrega y la confianza para ser trascendidos. Cuando partió, de momento deseé seguir cediendo al dolor lacerante de mi corazón; mas superé la tentación de dejarme arrastrar por él, pensando en mis hijos, que me necesitaban; me ganó la confianza en Dios, que me seguiría sosteniendo».

No hay que mentir al enfermo sobre su situación. Le sostiene estar calladamente junto a él, invocar a Dios para ayudarle a pasar la frontera, asegurarle que hay quien le espera amorosamente desde el otro lado, que encontrará la puerta abierta a la eternidad. No intentar retenerlo, darle permiso para irse en paz.

Para estar cerca de estas situaciones es importante dar relieve y tiempo a la pastoral de enfermos: cuando se les ha visitado con asiduidad, es más fácil acompañar las diversas encrucijadas por las que atraviesan los enfermos y sus acompañantes o familiares.

Se pueden destacar algunos momentos privilegiados y aspectos importantes que hay que tener en cuenta en esta etapa.


Ante la incertidumbre


Cuando un miembro de la familia lleva tiempo sintiéndose mal, con un deterioro progresivo, con dolores agudos y va a entrar en la fase de diversas pruebas médicas, todos entran en un período de desconcierto, de súplicas a Dios: «Que no sea grave».

Me encuentro con Jorge, que vive una de esas etapas por los problemas de salud e incertidumbre por la situación de su esposa; está lleno de temores y espera una palabra de ánimo y consuelo. Le animo a irse el fin de semana con la esposa y los hijos a la casa que tienen en el pueblo, donde encuentran momentos de sosiego y paz. Le comento la escena de la transfiguración de Jesús (Mt 17,1-9). Acompañado de sus discípulos, sube camino de Jerusalén; les va diciendo que le espera una situación tremenda: le van a detener, a juzgar y a condenar a muerte. Ellos le acompañan cabizbajos, sin comprender cómo le puede sobrevenir eso. Para darles un respiro, les pide que le acompañen a subir al monte para rezar. Allí, la luz de Dios le explota dentro y Jesús queda transfigurado, nimbado por una luz más fuerte que el sol que reverbera en la montaña. Está acompañado por Moisés y Elías, los grandes profetas de Israel, que comentan su próxima pasión. Los discípulos escuchan la voz de Dios, que proclama a Jesús como «el Hijo predilecto», de quien se pueden fiar. Los discípulos quedan obnubilados por la visión y tan felices que quieren acampar allí para siempre. Al rato, pasada la visión, Jesús les invita a bajar de nuevo para continuar el camino.

A los diez días, Jorge me cuenta que estuvieron en el pueblo en ambiente familiar y distendido, subieron a la colina, a la ermita del «Cristo de la Salud». Rezaron con devoción, sintieron cercano al Señor, que ama y cuida de sus hijos, y quedaron serenos para afrontar la dura prueba que les esperaba. Experimentaron también la fuerza de la familia unida y el apoyo de los amigos. Ahora se encontraban animados y arropados para abordar el proceso de incertidumbre de la enfermedad que amenaza a la esposa.

En nuestro caminar, en medio de las sobrecargas y momentos duros de la vida, es importante cultivar momentos de transfiguración, de tomar conciencia de la presencia salvadora de Dios que llevamos encarnada en nuestra debilidad, de convivir con los amigos con los que nos sentimos felices. Desde esa experiencia no desaparecen el dolor, los miedos, los fracasos, pero podremos afrontarlos con mayor paz y confianza.

Y al final del camino el creyente confía en acceder al encuentro definitivo con Dios, en un cara a cara de luz y felicidad, y con todos los que le han precedido poder afirmar: «¡Qué bien se está aquí, nos quedamos para siempre!».


Visita en el hospital


Me llegó un recado de Javier para que le visite. Tenía un cáncer de garganta, apenas podía hablar y le iban a practicar una operación muy arriesgada. Dediqué tiempo para acompañarle; con medias palabras y por señas me iba comunicando su ansiedad, sus miedos. Le escuché con atención, apreté su mano para transmitirle energía y calor. Le animé:


Dios te ha cuidado y protegido a lo largo de tus años. Ahora, desde tu debilidad, desde el corazón, invócale con estas palabras que pongo en tus labios:

«Hoy siento, Dios mío, que tu mano está conmigo en esta habitación del hospital. Te respiro y te vivo. Alivia mi dolor; quédate en mi pecho, no te vayas, tus manos son un amoroso nido para reconfortar mis penas».

El Señor te responde:

«Javier, no temas, yo estoy contigo; te llevo tatuado en las palmas de mis manos, no defraudo a los que esperan en mí».


Rezamos el Padrenuestro y el Avemaría, le di la bendición y le entregué una copia de estas plegarias. Días más tarde, su esposa me confirmaba: «Por la mañana repasa estas oraciones y pensamientos y se queda pacificado». Ella se fue preparando para el fallecimiento de su esposo, acaecido cuatro meses más tarde.


Es fundamental el apoyo mutuo


Por el paseo, muy frecuentado, desde el barrio hacia la Dehesa de la Villa, me cruzo con un matrimonio conocido. Tras los saludos habituales me comentan, preocupados, que a ella le han diagnosticado ELA. El pronóstico es grave, con una progresiva paralización de todos los músculos del cuerpo y con efectos muy duros para toda la familia. Tendrán que asumir una atención constante a la enferma, que no admite hospitalización; me impacta la entereza con que afrontan la situación. Encarna es muy creyente y pone su confianza en el apoyo de Dios.

Les recordé, como punto de referencia, la escena de Jesús en Getsemaní:


Jesús salió y fue, según su costumbre, al monte de los Olivos. Sus discípulos lo acompañaban. Cuando llegaron al lugar les dijo:

–Orad para no caer en la tentación.

Él se apartó de ellos como un tiro de piedra, se arrodilló y se puso a orar, diciendo:

–Padre, si quieres, aleja de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad, sino la tuya.

Y se le apareció en ángel del cielo reconfortándolo. Entró en agonía y oraba más intensamente hasta sudar como gotas de sangre, que corrían hasta el suelo. Se levantó de la oración y fue a sus discípulos; los encontró dormidos y les dijo:

–¿Por qué dormís?, levantaos y orad para no caer en la tentación (Lc 22,39-46).


Y dije: «Esta escena, Encarna, te vendrá recurrentemente a la memoria y te sentirás identificada con el miedo, la confianza, la petición de ayuda que vas a necesitar».

A los tres meses me vuelvo a encontrar con ellos. En Encarna van haciendo mella las dificultades para moverse y para hablar. No obstante, mantiene el ánimo, y el marido también alimenta su confianza. A él le entrego una copia de un salmo para que lo recite de vez en cuando junto a ella:


Salmo 129


Desde el abismo grito a ti, Señor, escucha mi clamor,

que tus oídos pongan atención a la voz de mi súplica.

Señor, si no te olvidas de las faltas, ¿quién podrá subsistir?

Mas de ti procede el perdón, y así infundes respeto.

Espero en el Señor, mi alma espera y confía en su palabra,

mi alma aguarda al Señor mucho más que el centinela la aurora.

Como aguarda la aurora el centinela, así espero en el Señor,

porque el Señor tiene misericordia y hay en él abundante salvación.


Hace quince días encuentro al esposo y a una de las hijas; me comentan que la enfermedad ha avanzado mucho y que Encarna va a durar muy poco, según los médicos. Concreto con ellos acudir a su casa para darle los últimos sacramentos a mi vuelta de un breve viaje que tenía que realizar ese día. Cuando regresé, Encarna ya había fallecido y había sido enterrada.

Visité a la familia para rezar junto a ellos y expresarles mi apoyo. Una de las hijas expresaba emocionada:


Ha mantenido hasta el final una fe y una entereza admirables; ha sido una encarnación patente de un amor entregado por todos nosotros; también ha sido una revelación para nosotros la cantidad de familiares y amigos que la querían y la han arropado en sus últimos momentos.


Les entregué el mensaje que recoge estos sentimientos y que podían leer en el funeral que iban a celebrar por ella:


Mamá, te has convertido en un reflejo del cielo que se extiende sobre todos nosotros; nos basta con levantar los ojos a lo alto para estar cerca de ti, mientras nuestro corazón emprende su vuelo hacia el encuentro contigo.

La muerte no ha cortado nuestro amor, en Dios se hace más profundo. Nuestra vida sigue prolongando la tuya. Descansa en paz.

(Sobre un texto de Etty Hillesum)


¿No asustar al enfermo?


En muchas ocasiones estamos llamados a ser «mediadores» entre el enfermo y su familia. El que va a morir lo sabe. Necesita de alguien que le ayude a formularlo. ¿Por qué le cuesta tanto decirlo? Acaso porque la angustia que percibe entre los suyos le impide hablar y le obliga a protegerlos. Los familiares dan por sentado que el enfermo no soportará la verdad; ignoran que ya la sabe y le obligan a sobrellevarla solo. Cuando visito enfermos, suelo pedir a los familiares que me dejen a solas con el enfermo unos momentos. Entonces se desahoga, confía sus temores y angustias, quisiera despedirse de los suyos, pero no se atreve, para no ahondar la herida de la próxima separación.

Acompaño a José mientras su esposa sale a hacer algunos recados. Ante la sencilla pregunta: «¿Cómo estas, cómo llevas esta situación?», me responde: «Sé que estoy próximo a morir; me siento agradecido a la vida por todo lo que me ha regalado; quiero tener una reunión con mis hijos y mi mujer, para despedirme y confiarles mis últimos consejos». Al reintegrarse su mujer a la conversación él continúa explicando con serenidad estos propósitos.

Le doy la comunión, rezo el Padrenuestro con ellos y les entrego esta posible despedida para concluir la próxima reunión con sus hijos:


Queridos míos: no hay nada que temer, la muerte es solo un umbral, como el nacimiento. El único recuerdo que me llevo es el de los amores que dejo. No os atormentéis pensando en lo que pudo ser y no fue, en lo que debisteis hacer de otro modo. A pesar de mi muerte, seguiremos en contacto, me llevaréis dentro, como una constante presencia. Seré vuestro ángel protector.


¿Qué futuro nos espera?


Ginés, un enfermo al que atendí la víspera de su muerte, después de administrarle la comunión y la unción, exclamó con leve sonrisa: «Gracias, ahora me voy en paz, porque me reencontraré con mis padres en el cielo».

Eugenia, la esposa, que estaba presente, me hizo después esta pregunta: «¿Qué es el cielo que él espera?».

Como respuesta le aporto estas sugerencias:

Jesús, en la cruz, promete al buen ladrón: «Hoy estarás conmigo en el paraíso». Evoca el sueño primigenio de Dios para la humanidad: inmersos en un ámbito gozoso, donde se vive la plena comunión con Dios, con la naturaleza y con los otros seres humanos. Este sueño que se ha ido frustrando a lo largo de la historia humana, Dios lo va a realizar por su lado en plenitud más allá de la muerte.

Para Ginés se cumple la promesa de Jesús cuando se despide de sus discípulos, en la cercanía de su pasión: «No tengáis miedo, me voy a la casa del Padre; os prepararé sitio, volveré y os llevaré conmigo para que donde yo esté me acompañéis vosotros para siempre» (Jn 14,1).

La casa familiar es el lugar donde habita nuestro corazón. Cada vez que volvíais al hogar de los abuelos decíais: «Voy a casa», para reencontraros con personas entrañables y vuestros rincones preferidos. Cuando faltan los padres y se deshace esa casa es cuando uno siente el hueco que nos queda dentro.

Cada vez que habéis participado en un banquete de bodas (Mt 22,2), con su abundancia de manjares y la presencia de muchos amigos vestidos de fiesta, poníais en acción otra imagen empleada por Jesús para revelar la felicidad a la que Dios invita a participar a todos los hijos recogidos de los diversos vericuetos de sus vidas.

El escrito de las primeras comunidades cristianas llamado Apocalipsis (21,1) anuncia la visión de una nueva ciudad bajada del cielo, de junto a Dios, como su morada entre los hombres. Él habitará en medio, enjugará las lágrimas de sus ojos y ya no habrá más muerte, ni luto, ni llanto, ni pena, porque el mundo del dolor y del fracaso habrá desaparecido para siempre.

Pablo reconoce que: «Ahora vemos como por medio de un espejo, confusamente. Después le veremos cara a cara, de la misma manera que Dios nos conoce» (1 Cor 13,12).

El cielo, en definitiva, es Dios mismo que, en Cristo, se abajó de su cielo a nuestro suelo para, en su ascensión, subir a nuestra humanidad hasta el abrazo definitivo de todos los hijos pródigos en la casa del Padre, que nos rehabilita, nos reviste y organiza una fiesta interminable de felicidad.

A esa gozosa realidad apuntabais cuando, en momentos de plenitud, os decíais: «Tú eres un cielo para mí». Todos estamos convocados a la tarea de multiplicar rincones paradisíacos en los diversos ámbitos de nuestra vida, como anticipo de ese cielo definitivo donde todo es gratuito; allí se paga con sonrisas, con abrazos. La acción de gracias es la única acción que cotiza y la única obligación es la caridad. Ten confianza, porque tu esposo ha tomado refugio en el regazo del amigo.

En el viaje a través de la muerte hacia la luz poniente, que incendia el paisaje, él ya puede atisbar el país de la Vida, «la vida que no muere, la eterna sinfonía en voz de claridades». Hacia esa vida que no muere camina su dolor; y su elegía se cuaja entonces de una tristeza serena que ensancha las costuras del alma.


Despedida en familia


Me pasa aviso un familiar para que acuda al hospital para atender a un enfermo muy grave que había frecuentado las celebraciones en la parroquia. Cuando llego, les hago notar mi presencia. Los hijos me piden que espere en la puerta de la unidad donde está instalado el enfermo. Espero un tiempo, vuelvo a pasarles recado y me dicen que aguarde a que le hagan efecto los analgésicos que le han administrado para que pierda la conciencia y no se asuste de mi presencia; al fin les insisto para que se olviden de esos miedos y permitan mi entrada. Tengo junto a ellos el siguiente ritual de despedida.

Quiero acompañaros para confiar vuestro padre a los brazos de Dios, que le ha cobijado a lo largo de su vida en los momentos gozosos y dolorosos. Vosotros le habéis sostenido como buenos cireneos en este tramo de su dolorosa enfermedad, y ahora permanecéis junto a él en este último tramo del camino.

Para él son estas palabras del profeta Oseas (11,1-4):


Dice el Señor:

Dionisio, desde que eras niño yo te amé.

Te enseñé a andar y te llevé en mis brazos.

Aunque tú no comprendías que era yo quien te cuidaba.

Con correas de ternura, con lazos de amor yo te atraía.

Te alzaba hasta mis mejillas para abrazarte

y me inclinaba hasta ti para darte de comer.


En esos brazos te encontrarás a salvo. Deja que en tu corazón brote esta súplica confiada con las palabras del Salmo 26:


El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré?

El Señor es la defensa de mi vida, ¿quién me hará temblar?

Una cosa pido al Señor, eso buscaré:

habitar en la casa del Señor por los días de mi vida;

gozar de la dulzura del Señor contemplando su templo.

Escúchame, Señor, que te llamo; ten piedad, respóndeme.

Tu rostro buscaré, Señor, no me escondas tu rostro.

Espero gozar de la dicha del Señor en el país de la vida.

Espera en el Señor, sé valiente, ten ánimo, espera en el Señor.


Recitamos en tu nombre el Padrenuestro y el Avemaría para que la Virgen te acompañe en este tránsito.


Abandónate en sus brazos:


Como el niño que no sabe dormirse sin cogerse de la mano de su madre,

así mi corazón viene a ponerse en tus manos, Señor, al caer la tarde.

Como el niño que sabe que alguien vela su sueño de inocencia y esperanza,

así descansará mi alma segura, sabiendo que eres tú quien nos aguarda.

Tú endulzarás mi última amargura, tú aliviarás el último cansancio,

tú cuidarás los sueños de la noche, tú borrarás las huellas de mi llanto.

Tú me darás mañana nuevamente la antorcha de la luz y la alegría,

y por las horas que traigo muertas tú me darás una mañana viva. Amén.


Recibe nuestro beso de despedida:


Te sumerges en un inefable sueño, apareces resplandeciente,

como si una luz interior hubiese aflorado a tu rostro,

liberado de los límites del cuerpo y del espacio.

Has sido pura bendición para todos nosotros.

Ahora nosotros extendemos las manos hacia ti

y te bendecimos juntos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

Que Dios acompañe tu camino.


Os deja en el aire, mudo como un pañuelo de despedida, su último deseo: «Queridos míos, seguid viviendo». Y se va por el camino del más allá.

Este ritual, con sus mensajes y gestos, ayudó a la familia a superar la angustia, a formular una despedida serena, a confiarle al Dios que rehace para la vida permanente la convicción de que Dionisio permanecerá en los adentros de los suyos, como un eco que nunca acaba de ceder a los ruidos del olvido.


La celebración del sacramento de la unción


Este ritual ofrece otro momento pastoral intenso para preparar el tránsito y la despedida de los suyos. La unción plasma el beso del Espíritu de Dios sobre nuestras heridas y sella el cuerpo frágil con la fuerza del aceite que restaura. Hay que ayudar al ámbito familiar para que facilite ese gesto, superando la preocupación de no asustar al enfermo. A la postre, lo van a agradecer, porque aporta paz al enfermo.

En el caso de José María no hubo que superar resistencias. El enfermo, con la esposa y los hijos, pidieron una celebración de la eucaristía y la unción en su casa. En el momento del ofertorio, el enfermo presentó el cáliz incorporando sus sufrimientos y su confianza como ofrenda a Dios Padre, que transformará la debilidad en sacramento de su presencia. La consagración actualiza la memoria del cuerpo roto y la vida entregada y rehecha, y el testamento del amor que se verifica ahora en José María. En el rezo del Padrenuestro, con las manos entrelazadas, pedimos el regalo de su Reino, y después de la comunión, en un momento de emoción contenida, la esposa y cada hijo expresaron sus sentimientos de gratitud, cariño y apoyo hacia el padre. Él añadió unas palabras de despedida y les bendijo. Concluimos con el himno:


Ando por mi camino pasajero,

y a veces creo que voy sin compañía,

hasta que siento el paso que me guía,

al compás de mi andar, de otro viajero.

No lo veo pero está.

Si voy ligero, él apresura el paso;

se diría que quiere ir a mi lado todo el día,

invisible y seguro el compañero.

Y, cuando hay que subir monte

(Calvario lo llama él),

siento en su mano amiga,

que me ayuda, una llaga dolorosa.


Al final, uno de los hijos que había temido mucho este encuentro expresaba su experiencia de salir reconfortado.


La unción comunitaria de los enfermos, sacramento de la ternura de Dios


En nuestra sociedad de la permanente «operación triunfo» no estamos preparados para asumir la decadencia, la enfermedad, la proximidad de la muerte.

A su vez, la comunidad parroquial tiene conciencia de ser heredera de una tradición rica en experiencias de sentido, referencias, ritos que ayudan a asumir esas dimensiones problemáticas de la existencia humana. Precisamente, las celebraciones sacramentales ponen en juego palabras que expresan sentimientos profundos, relatos de sanaciones obradas por Jesús que abren a la esperanza, símbolos y gestos que tocan lo profundo y conmueven, y también la presencia de la comunidad que suma sentimientos, aglutina, profundiza actitudes con múltiples efectos reparadores y sanadores.

La celebración comunitaria de los enfermos en la fiesta de Pentecostés marca, en la pastoral parroquial, uno de los momentos cumbre de la expresión del consuelo y ayuda para los enfermos y sus familiares.


El contexto


Esta celebración está enmarcada en el proyecto parroquial «una comunidad al servicio de los enfermos», que desarrolla este programa concreto:

• Sensibilizar a toda la comunidad parroquial y ayudarla a tomar conciencia de su misión de «servir a los enfermos y sus familiares» mediante homilías dominicales en las que se abordaba el tema y un cursillo de iniciación en la pastoral de la salud (tres charlas en el mes de octubre).

• Ampliar y consolidar el grupo de pastoral de la salud mediante reuniones de orientación y revisión para mejorar la calidad de las visitas a las familias.

• Fomentar una mayor presencia de los enfermos en la vida de la comunidad cristiana. Para ello se estimula la presencia y participación especial de enfermos en las celebraciones de los momentos litúrgicos fuertes (Navidad, Semana Santa, Pentecostés); se da relieve en las eucaristías a los familiares o visitadores que llevan la comunión a los enfermos; se les hace llegar un mensaje especial de la comunidad en Navidad con la visita de los Reyes Magos, realizada por jóvenes.

• Prestar atención y cuidado a las familias de los enfermos. Se dedica una convivencia parroquial de fin de semana a profundizar en este tema, desde la psicología, la fe y los testimonios de enfermos.

La celebración de la unción se ve reforzada por la administración de la comunión realizada semanalmente para unos veinte enfermos a través de sus familiares, miembros del equipo de pastoral de la salud o de dos sacerdotes que dedican una tarde a la semana a este ministerio.


Preparación previa


– Objetivos

• Ayudar a los enfermos a que caigan en la cuenta de que hay otros enfermos que también sufren, de que, a pesar de sus limitaciones, siguen siendo útiles en la familia y en la comunidad parroquial.

• Recordar, agradecer y celebrar lo que hacen por los enfermos las familias, los amigos, los vecinos, las instituciones sanitarias, la parroquia.

• Facilitar la comprensión y vivencia en sentido esperanzador y gozoso del sacramento.

• Contribuir a desdramatizar el sacramento y a superar los prejuicios y temores que suscita habitualmente.


– Información a los enfermos y a la comunidad parroquial

• Anuncios oportunos en las eucaristías de los domingos.

• Carteles anunciadores.

• Charla abierta a toda la comunidad parroquial sobre el sentido y ritual de la unción.

• Preparación de la celebración para la participación activa de los enfermos, familiares y miembros del grupo de pastoral.


La celebración


La celebración comunitaria de la unción se llevó a cabo en la eucaristía dominical de la fiesta de Pentecostés, en la que participaron el equipo de pastoral de la salud, 23 enfermos acompañados de sus familiares y la comunidad parroquial habitual de la misa.

Destacamos algunos rasgos significativos:

• Símbolos: el óleo de los enfermos, el cirio pascual, una cruz grande de madera preparada al efecto con la inscripción; «Salud para los enfermos», y que quedaría incorporada en el presbiterio de modo habitual, cruces sencillas de madera para imponer a cada enfermo, una planta como señal de la vida que pervive.

• El saludo inicial del sacerdote: «Bienvenidos todos, especialmente los que vais a recibir el sacramento de la unción en esta celebración de la fiesta de Pentecostés. En vuestra situación de debilidad necesitáis presencias, cercanía, que aquí quedan bien cumplidas por vuestros familiares, la comunidad parroquial y Dios mismo, que se os va a hacer sensible con su Espíritu, que es respiro, alivio, bálsamo en vuestras heridas. La cruz es otra presencia significativa: símbolo de vuestro dolor, pero por Cristo, señal de salud y esperanza para todos. Con vosotros nos sentimos en debilidad y nos acogemos a la misericordia».

• La liturgia de la Palabra en torno a estos textos: Hch 2,1-11, con el relato sobre la venida del Espíritu; Sant 5,13-16, que refleja las prácticas de los primeros cristianos para con sus enfermos, y Jn 20,19-23, relato de una aparición del Resucitado, que alienta su mismo Espíritu sobre los miedosos discípulos.

• Homilía: «Hoy se repite la escena de la aparición del Resucitado-llagado en medio de los discípulos miedosos y acobardados, a los que comunica su aliento para seguir.

A todos nosotros, la enfermedad, los años, los fracasos, nos cierran, bloquean nuestras puertas y ventanas (el oído, la vista, las posibilidades de comunicación).

Nos urgen presencias que nos entren dentro a pesar de la cerrazón: los nietos, un hijo que nos visita después de un tiempo de ausencia, una cuidadora que nos atiende con delicadeza, el médico del ambulatorio, que se interesa por nosotros, nos escucha y nos reanima.

Hoy, singularmente, tenemos la presencia del Resucitado (él sabe de la cruz). Con su Espíritu penetra en nuestro interior a pesar de nuestras resistencias y se transforma para nosotros en paz, perdón, brisa de aliento que se cuela por las rendijas, fuego-luz que reanima, inspiración-oxígeno vital, ungüento que hidrata y sana las heridas… a través de los gestos sacramentales (imposición de manos y unción).

Se nos ofrece además como pan de los débiles, la mejor medicina posible para restaurar y reanimar al decaído.

En silencio, hacemos hueco, nos abrimos a esa presencia salvadora».

• El ritual de la unción, desarrollado por dos sacerdotes, acompañados por miembros del equipo de pastoral, en medio de un clima pausado, con un fondo de las siguientes invocaciones al Espíritu recitadas por toda la comunidad:


Ven, Espíritu Santo, brisa ligera, chispa de fuego.

Ven a hacer en nosotros lo que es imposible que podamos nosotros hacer sin ti.

Ven, dulce claridad interior, a pacificar e iluminar nuestro corazón con el don de la fe, en el amor del Padre creador y en la resurrección de su Hijo Jesucristo, el Señor.

Ven, Defensor nuestro, nuestro Abogado y Consejero, nuestra Fidelidad, y haznos fuertes y fieles en la adversidad, clarividentes para afrontar las fuerzas del mal y valientes en el combate, para hacer que retrocedan las fronteras de la injusticia y el odio.

Ven, nuestro Maestro interior, danos la sabiduría, esa ciencia del corazón que escruta los misterios del hombre y de Dios, y enséñanos a rechazar la mentira y a amar la verdad.

Ven, nuestra Memoria interior, ayúdanos a leer los «signos de los tiempos» y haznos recordar, comprender, amar y vivir hoy las palabras y los gestos de Jesucristo.

Ven, nuestro Guía interior, condúcenos por los caminos de nuestro corazón, de nuestra vida cotidiana, del Reino de Dios, y haz que el río de nuestro destino desemboque en el océano de Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo.


Acompañando el momento de las ofrendas: pan, vino, bandeja de las velas, uno de los que han sido ungidos recita esta oración:


Recibe, Señor, nuestros miedos y transfórmalos en confianza.

Recibe, Señor, nuestro sufrimiento y transfórmalo en crecimiento.

Recibe, Señor, nuestro silencio y transfórmalo en adoración.

Recibe, Señor, nuestras lágrimas y transfórmalas en plegaria.

Recibe, Señor, nuestro desaliento y transfórmalo en fe.

Recibe, Señor, nuestra soledad y transfórmala en contemplación.

Recibe, Señor, nuestras amarguras y transfórmalas en paz del alma.

Recibe, Señor, nuestra espera y transfórmala en esperanza.

Recibe, Señor, nuestra muerte y transfórmala en resurrección.


• Después de la comunión

Un tiempo de silencio: ungidos por el Espíritu de Dios, alimentados por el pan de resurrección, nos dejamos pacificar, sanar para ser portadores de ánimo, acogida, abrazos.

Bendición de la cruz grande, que va a ser incorporada a la cabecera de nuestro templo, y de las cruces que son entregadas a los enfermos por miembros del equipo de pastoral.

Recitado del siguiente poema por uno de los ungidos:


Bendito seas, Señor, con salud y enfermedad: en las dos yo quiero amor.

Tú no quieres el dolor, es la vida quien lo da.

Ya he llegado a la vejez y con gran conformidad he empezado a comprender

que solo sabes querer.

Tú eres mi Dios de bondad.

Ya estoy torpe, Padre Dios, y con no pocas goteras…; yo te ofrezco con amor

hasta mi silla de ruedas.

Tengo el alma, Señor, lacerada de dolor, mas sea lo que tú quieras.

Yo te ofrezco mi bastón, mis pastillas, mi tensión un poco descontrolada, y mi cabeza cansada, mi cansado corazón.

Espíritu Santo, ven, enséñame a caminar con ánimo bien templado, a hijos y nietos amar, sin esperar demasiado, que el amor que es verdadero nada pide por amar

y, si se da, se da entero, sabe sufrir y callar.

Bendito seas, Señor.

A veces la vida es dura y me falta hasta el valor.

Que no me falte tu amor ni tampoco tu ternura.


• Bendición de las velas. Imploramos la bendición de Dios sobre estas velas que encendemos en el cirio pascual, símbolo de Cristo. Que sean luz que ilumine las sombras de vuestro camino y llama que caldee el corazón, y os dé fuerza para seguir amando y esperando. Por Jesucristo, nuestro Señor.

• Entrega de las luces


Os entregamos la vela.

Llevadla a vuestra casa y ponedla en el lugar donde colocáis los recuerdos más apreciados y queridos.

Encendedla en los días y acontecimientos alegres.

Encendedla también en los momentos y días oscuros: cuando estéis en dificultad,

cuando sufráis en silencio.


Los miembros de pastoral entregan a los enfermos la vela.


La reacción de los enfermos, sus familiares y comunidad participante fue unánime, expresando gozo, emoción, gratitud. Una hija agnóstica cuyos padres habían recibido la unción lo formulaba así: «Muchas gracias por lo que hemos vivido en este rato; para mis padres, que perdieron un hijo en accidente hace cuatro años, la participación en la parroquia está siendo un refuerzo clave de esperanza. Gracias».

Otros diez enfermos en peores condiciones recibieron al día siguiente la unción en sus casas, con el mismo contenido y acompañamiento familiar y de algunas personas de la comunidad.

Acompañamiento pastoral del duelo desde la parroquia

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