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HACERSE PRESENTE TRAS LA MUERTE
La muerte nos coloca ante el abismo de la separación: unos gritan su desesperación, otros rezan, otros se despiden con un dolor silencioso e indeleble en el alma y otros formulan los sentimientos postreros que bullen en su corazón. Después de un fallecimiento sentimos la necesidad de que nos acompañen, nos reconforten, nos expresen cariño y condolencias.
Por eso, ante la muerte de un conocido, es importante acudir al lado de los suyos, visitarles, llevarles ayuda para primeras necesidades, disponibilidad para las tareas cotidianas. No es fácil expresar palabras oportunas, pero lo que importa es la presencia, el abrazo, la oración junto a ellos. En ocasiones, los dolientes necesitarán evocar a su difunto, recordar momentos y anécdotas de su vida, comentar las circunstancias de su muerte; resultará valioso escucharlos y completar la imagen del difunto con ellos.
El abrazo cálido de los amigos conforta y calma la angustia, hablar de él alivia la aflicción, llorar es desahogar el alma. Duele especialmente la huida de amigos o personas esperadas, porque se sienten confusos y no saben qué decir o hacer, y por eso ponen distancia.
En nuestra tradición cristiana tenemos un acervo acumulado de símbolos, iconos, relatos, imágenes y palabras capaces de abrazar esas realidades humanas más hondas para arropar frente al temor y al desconcierto. El culto, los sacramentos, los ritos, evidencian a Dios en la misma carne; remiten a la presencia de Dios en todo lo que vive, especialmente en el rostro humano. Somos buscadores incansables de la divino-humanidad oculta en los seres y las cosas, como camino alternativo al frío de la nada. Existe un poder desconocido y misterioso en los ritos.
Merece la pena caer en la cuenta del tesoro del que somos portadores, dejarnos tocar por la compasión y la necesidad de percibir un rayo de luz y de esperanza ante la noche de la muerte. Estamos llamados a ser mediación transparente de la presencia del Resucitado, que actúa sobre el difunto y sus deudos para infundir vida eterna. Los ritos cristianos y la liturgia de exequias celebran la memoria del difunto, afirman el valor de la vida y sitúan el acontecimiento de la muerte en el horizonte de la experiencia cristiana.
Presencia en la casa del difunto para enjugar lágrimas y aportar un gesto de esperanza
¿Qué ha hecho Dios contigo?
A la parroquia llega la noticia de la muerte repentina de una chica de 22 años que viene ayudando en la catequesis. Me acerco a la casa familiar; allí se percibe el desgarro y el llanto. Cuando me ve la madre, empieza a gritar: «Mónica, ¿qué ha hecho Dios contigo? Tú frecuentabas la parroquia, echabas una mano con los niños y así te ha pagado, ¿qué va a ser de nosotros?».
Asumo serenamente la queja dolorida y le respondo: «Tienes razón en protestar a Dios, en quejarte ante él». El evangelio de Juan (11,1-45) relata un momento parecido en la vida de Jesús. Ha muerto inesperadamente su amigo Lázaro. Marta, una de las hermanas, se encara con Jesús: «¿Cómo has permitido esto?; si hubieses acudido cuando te avisamos de la gravedad, no habrías permitido que muriera mi hermano; llegas ahora, cuando lleva ya cuatro días enterrado». Jesús escucha su lamento, llora junto a ella por el ser querido perdido. A la vez le asegura: «Tu hermano resucitará. Yo soy la resurrección y la vida, el que cree en mí no morirá para siempre». La acompaña hasta el sepulcro y allí cumple su palabra. En nombre del Dios de la vida grita fuerte: «Lázaro, despierta, levántate y sal»; él escucha esa voz poderosa, obedece y recupera el vivir.
Para vosotros, la familia de Mónica, ahora estáis sumidos en el duelo, se os desgarra el corazón, pero se va al regazo de Dios, que, con su abrazo, es capaz de despertarla para la vida eterna. Se va a Dios, pero se os queda dentro, amasada en vuestra carne.
Junto a la familia recito esta oración:
Señor, que has venido a recoger a Mónica, que se ha adelantado a tu encuentro. La confiamos a tus manos amorosas que recrean para la vida permanente. Ten cuidado de ella, dale tu mano para que pueda llegar hasta ti; escucha su vida, que te llega plena de tus dones abundantes y de su humilde tarea cumplida a lo largo de sus breves años.
He encontrado muerto a mi padre
Recibo la llamada de una hija angustiada que se ha encontrado a su padre muerto en la cama después de dos días sin recibir señales suyas. Vivía solo, sus hijos ya casados están dispersos por diversos barrios de la gran ciudad.
Acudo a la casa familiar, donde ya se han reunido los hijos. Están asustados y desconcertados, esperando la llegada del representante del juzgado. Les abrazo, les oriento para concretar los primeros trámites necesarios con el representante de la funeraria allí presente.
Les reúno en torno al cadáver de Ernesto, el padre, para ayudarles a expresarle una despedida de la que les ha privado la muerte inesperada.
La hija mayor formula estas palabras:
Papá, estamos junto a ti y te queremos. Guardaremos en nuestro corazón las cosas valiosas que nos dejas y que nos ayudarán a continuar nuestro camino. Te apoyamos en este viaje hacia el más allá. Que Jesucristo te acompañe hacia la casa del Padre. Adiós, hasta la vista.
Desde el corazón de Ernesto pongo voz a esta oración:
Guíame, Buen Pastor, a través de las tinieblas que me rodean. La noche es negra y estoy lejos de casa. Guíame cada vez más adelante hasta que la luz de tu rostro amanezca ante mí.
Al día siguiente celebro con la familia, los amigos, compañeros de la parroquia y del trabajo, una misa en el tanatorio. Es el domingo VI de Pascua y proclamo el texto del evangelio (Jn 14,15-21), en el que Jesús advierte a sus discípulos sobre su muerte próxima y les consuela con las palabras que yo aplico a los familiares y amigos de Ernesto:
No os dejo huérfanos. Me voy, pero me quedo en vosotros amasado en vuestra carne, en vuestro ADN vital. Os dejo mi espíritu y el ánimo que ha alentado mi vida. Seré vuestro ángel protector. Vivid en paz. Amaos entre vosotros como yo os he amado. Yo estoy en Dios, vosotros en mí y yo en vosotros. Continuad las tareas de ayuda y servicio que he ido desarrollando a lo largo de mis días.
La capilla del tanatorio se transformó en un ámbito de duelo compartido que multiplicó las lágrimas y los abrazos, y sirvió de acompañamiento y de soporte en el dolor y la esperanza para los familiares que habían quedado desvalidos.
El encuentro ocasional en la calle
Un encuentro ocasional también puede suponer una oportunidad de gracia para solidarizarse por el dolor de una muerte.
El barrio estaba conmocionado por la muerte de una joven de 20 años, víctima de un trágico accidente en el cruce de una calle de la urbanización. La familia no es cercana a la parroquia, se afirma agnóstica, pero muy inquieta y comprometida en las actividades cívicas. Pasado un tiempo, me crucé con su padre por la calle; caminaba cabizbajo, ensimismado. Me detuve junto a él, le saludé y le expresé mis sentimientos de pena por el fallecimiento de su hija. Él se quedó perplejo, agradeció la cercanía y, poco a poco, desahogó la hondura de su drama: cuando se acercó al hospital donde intentaban salvar in extremis a la chica, se golpeaba la cabeza contra la pared, sobrepasado por la desesperación que le atenazaba. Le di un abrazo e intenté con discreción aliviar su pena. Le comenté un relato del evangelio (Mc 9,14) en el que ante Jesús se presenta un padre angustiado por su hijo, martirizado por malos espíritus. Le pide: «Si algo puedes, ten piedad de nosotros, ayúdanos». A la respuesta de Jesús: «Todo es posible para el que tiene fe», replica el padre: «Tengo fe, pero con muchas dudas, aumenta mi fe». Con esta luz le animé a confiar en que hay un horizonte más allá de la muerte, que su hija, arrancada de esta orilla, llegará a la otra ribera. Despertará en los jardines de la luz, donde la espera el Dios de la vida con los brazos abiertos para rehacerla para una experiencia inédita. Le prometí las oraciones de la comunidad parroquial y quedé a su disposición para cualquier ayuda que pudiera prestarle.
Fue el inicio de una amistad sincera y duradera. Llegó a participar en las actividades parroquiales que tuviesen que ver con el sentido más profundo de la vida. Con el tiempo se fue rehaciendo de tal modo que, con ocasión de otra muerte trágica, dedicó una semana para acompañar a una tía suya a quien se le había suicidado un hijo, para ayudarla a salir del túnel oscuro. Cuando me reencuentro con él, sigue expresando su gratitud por aquella primera cercanía a su dolor, y confiesa que, cada vez que recuerda a su hija, se sigue estremeciendo.
Desde estas experiencias descritas aparece la necesidad de acercarse a la gente en su vida concreta para desarrollar el oportuno acompañamiento en la tarea de consolar. Nuestra presencia en las calles, en la plaza, en el mercado, en el ambulatorio, facilita el saludo, el comentario, el desahogo: «Ha fallecido mi vecina, el tendero está hospitalizado, hemos sufrido un grave accidente en la familia...». Mediante la escucha, la orientación oportuna, la promesa de llevar a la oración, se va tejiendo la red del consuelo y del apoyo en los diversos duelos que se sufren en la vida.