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I. Introducción

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Hace unos años, al pronunciar una conferencia en la Universidad Autónoma de México y aludir el presentador a mi condición de miembro de la Academia de Ciencias Morales y Políticas, dio lugar a que, en el coloquio que siguió a mi disertación, la primera pregunta que se me hiciera fuera cómo podía existir una Academia con aquel título, dada la absoluta incompatibilidad entre moral y política. Era comprensible la reacción de aquel profesor mejicano, que entonces se enfrentaba con una realidad muy similar a la española de hoy. Ante realidades como éstas, ciertamente no resulta tarea fácil conciliar una y otra. Y aunque de la corrupción no escapan los titulares del legislativo, donde se manifiesta con toda su crudeza es en la proyección administrativa de la acción política. Pero el objeto de este trabajo no es el de la corrupción política en ninguno de sus aspectos. Sino examinar en qué medida la moral aparece en el ejercicio de las distintas funciones administrativas.

No pretendo elevarme a la Filosofía del Derecho para ocuparme en abstracto del gran tema de las relaciones entre la Moral y el Derecho. Pretendo algo más humilde. Pretendo hacer algo parecido a lo que hizo Demófilo DE BUEN refiriéndose al Derecho civil en la que, quizás, fuera su primera conferencia en su exilio en México. En frases de DE BUEN, «pretendo exponer mis opiniones como un profesional del Derecho, sin desdén, antes bien con gran respeto por la filosofía, pero al mismo tiempo con arraigada vocación por la jurisprudencia, la cual, si no se levanta a las regiones más elevadas del pensamiento es por llevar el lastre de los preceptos legales y la carga de la vida» 1).

Existen en nuestro Ordenamiento jurídico administrativo normas en que todavía está presente la moral. En buena parte, como residuos de una legislación de otras épocas.

Si en el Derecho civil, concretamente, en nuestro Código, se han incorporado a su sistema mandamientos morales, no sólo en el Derecho de familia, sino en el terreno en que con la máxima intensidad rige la autonomía de la voluntad —en los negocios jurídicos—, en la múltiple, compleja, dispersa y caótica legislación administrativa existen también numerosos preceptos que hacen referencia a la moralidad, honorabilidad y buena conducta, con finalidades muy distintas.

Lo que intento en este trabajo es ofrecer una exposición sistemática de algunas de estas manifestaciones, y delimitar el sentido y alcance que en el Ordenamiento jurídico administrativo español vigente tiene la moral.

Porque si existen conceptos relativos en el tiempo y en el espacio, pocos alcanzan el grado de la moral. Quizás, parejo a otro que ocupa un puesto central en el sistema de intervención administrativa: el de orden público.

Cuando en los artículos de una legislación civil se prohíbe el ejercicio de potestades a personas de mala conducta o de conducta peligrosa para la moralidad, o una ley administrativa prohíbe ciertas actividades por ser contrarias a la moral, tienen un sentido muy distinto según que se refieran a España, Suecia o Irán. Como tendrán un sentido muy distinto según se refieran a la España de 1934, 1940, 1970 ó 1995.

Es cierto que la moral de cada pueblo se asimila cada vez más a la de los demás pueblos —al menos, los de una misma cultura y civilización—, a través de un proceso de universalización de la moral en sus principios más altos. Y que la moral a que dan acogida las leyes a través de diversas locuciones no puede equipararse a las costumbres corrientes de una localidad2). Pero no puede desconocerse «la realidad social del tiempo en que han de ser aplicadas», como impone el artículo 3 del Código Civil al establecer los criterios de interpretación.

Y es que, como dice Federico DE CASTRO al comentar las normas del Código en las que la moral aparece como límite a la libertad contractual (arts. 1.244 y 1.275), ello no significa una utópica recepción de todas las reglas de la Etica, sino limitándola a las «buenas costumbres» —expresión que se emplea en otros artículos del Código—. «Las buenas costumbres —dice— hacen referencia a la moral y, a su vez, a la consideración social, según aquélla, de las conductas. Se trata de una conducta moral exigible y exigida en la normal convivencia de las personas estimadas honestas»3).

Como mi propósito es ofrecer un sistema de Derecho positivo, considero ineludible comenzar por destacar la evolución de los principios informantes del Ordenamiento jurídico español. Porque son los principios los que informan este Ordenamiento —como dice el art. 1.4 del Código Civil—, orientan la labor interpretativa y los Jueces y Tribunales aplicarán las leyes conforme a la interpretación de las mismas que resulte de las resoluciones del Tribunal Constitucional —según expresión del art. 5.1 LOPJ.

Es evidente que sin producirse una tan drástica sustitución de los principios como la que supuso la entrada en vigor de la Constitución de 1978, la realidad social puede imponer no ya una distinta interpretación de las normas, sino hasta su derogación. Ejemplo expresivo en el aspecto que quiero hoy tratar es el de unas normas sobre trajes de baño y vestuario en playas y piscinas de 1940, que no fueron derogadas expresamente por ninguna posterior. La invasión del turismo determinó su olvido e inaplicación hasta en los municipios de España más conservadores. Pero cuando lo que cambian son los principios generales informantes del Ordenamiento, cuando estamos ante un Ordenamiento jurídico nuevo, lo que se entiende por moralidad, honorabilidad y buenas costumbres es algo que nada o muy poco se parece a lo que por estos conceptos se entendía en el Ordenamiento derogado.

1

De Buen, La moral en el Derecho civil, conferencia pronunciada en 1940, al empezar su exilio mexicano, y publicada en la «Revista de la Facultad de Derecho de México», tomo XL, núms. 172 a 174 (1990), pág. 58 y sigs.

2

De Buen, La moral , cit., pág. 69.

3

De Castro, El negocio jurídico, Ed. Civitas, 1985, pág. 246.

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