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II

Evolución: del Estado confesional al Estado laico

Sumario:

  1. El Estado confesional

  2. La Constitución de 1978

  3. Evolución posterior

1. EL ESTADO CONFESIONAL

El Estado español ha sido confesional desde la Constitución de 1812, salvo muy limitados períodos de tiempo. El artículo 12 de aquella Constitución proclamaba que «la religión de la Nación española es y será perpetuamente la católica apostólica romana, única y verdadera». Y tan solemnes declaraciones se encuentran en la generalidad de los textos constitucionales ulteriores —con la excepción de la Constitución de 1869 y la de la II República— hasta llegar al Ordenamiento jurídico del Estado que se instauró en España en 1936, en el que, sin duda por reacción contra el anticlericalismo que dominó la Constitución de 19311) se proclamó la confesionalidad del Estado en términos no menos solemnes que en las Constituciones anteriores.

Aunque se reconociera —como se reconocía en el art. 6 del Fuero de los Españoles de 1945— que nadie sería molestado por sus creencias religiosas ni el ejercicio de su culto, se consagraba entre los Principios fundamentales «el acatamiento de la Ley de Dios, según la doctrina de la Santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana, única verdadera y fe inseparable de la conciencia nacional que inspirará su legislación» (principio II de la Ley de 17 de mayo de 1958). Y profesar la Religión católica era una de las condiciones que, para acceder a la Jefatura del Estado, exigía el artículo 9 de la Ley de Sucesión de 26 de julio de 1947.

Llegó a reconocerse la libertad religiosa; pero tímidamente. Y la Religión católica siguió siendo la del Estado español y gozaba de protección oficial (art. 6 del Fuero de los Españoles).

Lo que, forzosamente, había de reflejarse en algunas disposiciones administrativas, en las que la moral a que se referían no era otra que la moral católica.

Ha de reconocerse, no obstante, que, cuando la doctrina se enfrentaba con el sentido que había de darse a la moral, honorabilidad o buena conducta a que se remitían las leyes, en modo alguno las vinculaban a la concepción católica. No pueden ser más expresivas las afirmaciones citadas por Federico De Castro.

Del «Estado católico-social y representativo» según se definía en el artículo 1 de la Ley de Sucesión a la Jefatura del Estado de 26 de julio de 1947, se va a pasar al Estado social y democrático, en que «ninguna confesión tendrá carácter estatal», en términos de la Constitución de 1978 (art. 16)2).

2. LA CONSTITUCIÓN DE 1978

La sanción de la Constitución de 1978 va a determinar una legislación nueva, en la que no sólo desaparecerá cualquiera vinculación de la moral a la moral católica, sino en la que se observa una tendencia a barrer de nuestras leyes algunas de las referencias a las reglas de moral que en ellas se contenían. A lo que, quizás, contribuyó el modo en que había sido aplicada la normativa anterior. Ejemplo expresivo es el de los certificados de buena conducta.

Existen una serie de actividades sujetas a la obtención de una licencia, autorización o permiso. El administrado no podrá realizar aquellas actividades sin obtener el acto legitimador dictado por la Administración competente. Si para algunas de estas actividades basta verificar si el sujeto no adolece de ningún defecto físico que lo impide o si posee unos conocimientos que le habilitan para su ejercicio, en otras se estima necesario acreditar una buena conducta. El ejemplo típico ha sido siempre la licencia para el uso de armas.

En principio, nada parece más razonable. Que el Estado, antes de permitir a un ciudadano la tenencia y uso de armas, trate de asegurarse de que, por su conducta, no es presumible que vaya a hacer mal uso de ellas tiene perfecto sentido. Lo que no ha sido razonable, lo que no tenía sentido, era la forma de acreditar la «buena conducta», a través de un certificado expedido por un órgano administrativo, en cuya decisión podían influir —y de hecho influyeron— los motivos más diversos. L. MARTÍN-RETORTILLO recuerda el caso de un viejo colega universitario, inveterado cazador que, al solicitar un año el certificado de buena conducta exigido para obtener la licencia de armas de caza, le fue denegado por haber firmado un escrito colectivo de protesta sobre ciertas actuaciones políticas y por haber asistido a una reunión política no autorizada3).

La Ley 68/1980, de 1 de diciembre, sobre expedición de certificaciones e informes de conducta ciudadana puso fin a aquella situación con una fórmula que no podía ser más simplista. Salvo en supuestos en que por norma con rango de Ley se exigiere una declaración distinta, «las certificaciones e informes de conducta ciudadana, consistirían en la certificación de antecedentes penales». De este modo, se sustituía el subjetismo del titular del órgano por la objetiva constatación de si ha existido o no una condena penal. Ya con anterioridad a esta Ley, la jurisprudencia había matizado los criterios determinantes a la hora de decidir sobre la buena conducta. Una importante sentencia de 19 de enero de 1977 (Ar. 274) decidió un recurso interpuesto contra el acto por el que un Gobernador civil había clausurado un bar por no cumplir su propietario el requisito de buena conducta exigido, al ser frecuentes las violentas discusiones conyugales. La sentencia estimó el recurso y anuló el acto. Porque —decía— no importan las consideraciones generales sobre las cualidades de una persona, sino su peculiar comportamiento en relación con una determinada actividad; lo que interesa es una noción concreta y no abstracta de buena conducta, de modo que, por ejemplo, las discusiones conyugales nada tiene que ver con la gestión de un bar4).

Y, por supuesto, han desaparecido de entre los atentados al orden público las faltas a la moral. En el Ordenamiento vigente ha desaparecido la potestad que a los Gobernadores civiles atribuía la LRL de 1955 de sancionar los «actos contrarios» a la moral y disciplina de las costumbres [art. 260.i)].

3. EVOLUCIÓN POSTERIOR

Pasando el sarampión democrático, se observa en algunos aspectos concretos una revitalización de la honorabilidad, y precisamente por incidencia del Derecho comunitario europeo5).

Pero no resulta posible sentar fórmulas generales. La extensión e intensidad en nuestras leyes administrativas de la referencia a reglas de moralidad, honorabilidad o buena conducta, ha de concretarse a los distintos ámbitos de regulación. Porque la moral, honorabilidad o buena conducta, son términos que no siempre se utilizan en un mismo sentido.

1

Así, BENEYTO, en Comentarios a la Constitución española de 1978 (dirigida por O. Alzaga), Madrid, 1984, II, pág. 343); Fernández Segado, Las Constituciones históricas españolas, Ed. Civitas, 1986, pág. 285 y sigs.

2

González Pérez, La dignidad de la persona, Ed. Civitas, 1986, pág. 15 y sigs.

3

L. Martín-Retortillo, Honorabilidad y buena conducta como requisito para el ejercicio de profesiones y actividades, «RAP», núm. 130, pág. 48.

4

F. Sainz Moreno, Comentario a la sentencia citada, «REDA», núm. 13, pág. 329 y sigs.

5

L. Martín-Retortillo, Honorabilidad y buena conducta, cit., pág. 37 y sigs.

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