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Оглавление1. EMAÚS, PARADIGMA DE TU ALMA
Ese mismo día, dos de ellos se dirigían a una aldea llamada Emaús, que distaba de Jerusalén sesenta estadios.
DOS HOMBRES CAMINAN HACIA Emaús desde Jerusalén, recorriendo una cierta distancia —diez kilómetros aproximadamente— con el corazón lleno de oscuridad. Vuelven tristes y apesadumbrados. La vida les ha golpeado y ha interrumpido abruptamente sus sueños y esperanzas, hasta el punto de que solo encuentran una chispa de consuelo desahogándose entre sí.
En un recodo del camino alguien se les acerca y se interesa por su conversación, hasta acabar en pocas horas transformando completamente sus vidas. Ese misterioso personaje es alguien que ya conocían y por el que habrían dado la vida, pero en esos momentos sus ojos son incapaces de reconocerle. Te invito a contemplar, como marco para tu reflexión, este bello pasaje de un atardecer en Judea, que pone ante tus ojos el camino de tu propia alma hacia el encuentro con Jesús.
Te propongo que dejes al Señor que intervenga así en tu vida, pues Él siempre trata de aproximarse mientras caminamos. Pero sólo podrás lograrlo si haces una lectura creyente de tu historia y de tu situación personal, tal como eres hoy. Deja que Jesús provoque en ti el fenómeno de la conversión. Es un proceso que quizá empezaste hace muchos años, y que es ante todo obra de la gracia, no resultado de tu esfuerzo. Deseas convertirte, dejar atrás tantas cosas feas —¡ojalá nunca se hubieran producido!—, renovarte, recuperar paz dentro de ti..., sí, pero debes recordar que la conversión no es tanto hacer cuanto ser. Es un cambio de mentalidad, de forma de mirar la propia vida, que solo puede suceder mediante la intervención amorosa de Dios. No depende, por tanto, de tu sacrificio, como quien trata de aprobar una asignatura —aprendes, te esfuerzas, lo pones en práctica y te conviertes—. Nada más lejos de la realidad: el único protagonista de la conversión no es el hombre, sino el Señor. La conversión es la consecuencia necesaria de contemplar el amor de Cristo.
Podríamos decir que somos lo que contemplamos.
Pero “contemplar” requiere frenar, detenerse, observar sin prisa algo: y no tenemos tiempo para esas cosas. Preferimos correr, experimentar, sentir intensamente el rumor del mundo girando velozmente a nuestro alrededor. Y nos subimos al tiovivo del activismo, que mide todo en función de los sentidos, de los resultados, y deja tras de sí un poso de tensión, estrés, angustia y vacío interior.
No lo permitas. Acude a Dios y contempla su Ser. A la vez que te asomas a tu corazón, a tu historia personal, atrévete a dar un paso más y contempla el corazón de Dios.
Al hacerlo descubrirás el gran amor, que es Cristo. Descubrirás su verdadero rostro pues, aunque seguramente le tratas y le escuchas a diario, Él no deja de preguntarte, como a los primeros discípulos en Cesarea de Filipo: «¿Quién dices que soy Yo?»[1]. “¿Quién soy yo para ti, después de tantos años de trato cercano, de tantos ratos como has pasado conmigo?”. Porque puede ocurrir que desarrolles una actividad caritativa frenética, que participes en reuniones “apostólicas” que, en vez de acercarte a tu Señor, te estén distrayendo de Él. Quizá tanto compromiso personal esté provocando que vivas en un continuo agobio, sin saber al final por qué haces las cosas. ¿Tienes una experiencia personal y cotidiana de Jesucristo o le conoces solo de oídas? ¿Eres un cristiano apasionado por Cristo, o más bien tuviste una vivencia hace años y vives del recuerdo?
Para redescubrir el rostro de Dios, para volver a encontrarnos con Él, es necesario desprendernos de cierta mundanidad que, sin darnos cuenta o quizá a causa de nuestras omisiones y pecados, ha podido entrar en nuestro corazón. Mundanizar la vida interior significa aplicar patrones meramente humanos —empresariales, sociológicos— a nuestra vida de fe, desdibujando así el verdadero rostro de Cristo y el modo de relacionarnos con él.
El papa Francisco nos previene ante tantas actitudes que se introducen en el corazón, tras el contagio de las ideologías. Actitudes que nos enfrían, nos debilitan, hacen que perdamos el amor primero y entremos en una lógica que tiene más que ver con la vida de la carne que con la vida del espíritu.
Siempre ha ocurrido en la historia de la Iglesia la inclinación, por parte de unos cuantos, a dejarse arrastrar por las corrientes de pensamiento propias de cada momento histórico. También ahora. Chesterton dijo acertadamente que no queremos una Iglesia que se mueva con el mundo, sino una Iglesia que mueva al mundo. Pero Jesús insiste: «¿Quién dice la gente que soy Yo? Y vosotros, ¿quién decís que soy Yo?»[2]. El Señor quiere avisarnos: “No vaya a ser que al final acabéis diciendo lo que dice la gente de Mí, o de mi Esposa, que es la Iglesia”. Por tanto, trata de detenerte. Para un poco, y encuentra unos momentos de soledad ante tu Señor, en el silencio, porque quizá estés tratando de vivir un amor del que todavía no te has empapado completamente. Y entonces, ¿qué puedes ofrecer a los demás? Si no frenas, si no te detienes, puede suceder que te estén viviendo la vida otras personas u otras cosas y no la estés viviendo tú. Puede ser que no estés viviendo tu vocación cristiana cristianamente, y estés dando palos de ciego, sin ordenar tus prioridades.
Jesús te pregunta hoy si quieres que Él sea el amor de tu vida. Quiere que recapacites y mires en tu interior para comprobar si el encuentro auténtico con Él es lo que realmente te sostiene y dirige. Hay una frase del Apocalipsis, en el mensaje a la iglesia de Éfeso, que puede servirte como comienzo para este viaje interior: «Conozco tu conducta, tu esfuerzo constante, has sufrido por mi causa y no has sucumbido al cansancio, pero tengo contra ti que se te ha enfriado el primer amor»[3]. No se te pide que hagas una regresión emocional a los años de la adolescencia o a la primera juventud, sino que recuerdes que la fuerza del primer amor es el motor que tiene que mover tu vida de fe. ¿Cómo piensas perseverar si no actualizas el encuentro que tuviste con el amor de Cristo?
Volver a ese primer amor es también dejar todo el protagonismo de tu vida cristiana al Espíritu Santo, que te unge y te transforma, que une lo que está roto, que limpia lo que está sucio, que renueva lo que está viejo. Decía Benedicto XVI:
En los sacramentos, el Señor nos toca por medio de los elementos de la creación. La unidad entre creación y redención se hace visible. Los sacramentos son expresión de la corporeidad de nuestra fe, que abraza cuerpo y alma, al hombre entero. El pan y el vino son frutos de la tierra y del trabajo del hombre. El Señor los ha elegido como portadores de su presencia. El aceite es símbolo del Espíritu Santo y, al mismo tiempo, nos recuerda a Cristo: la palabra “Cristo” (Mesías) significa “el Ungido”. La humanidad de Jesús está insertada, mediante la unidad del Hijo con el Padre, en la comunión con el Espíritu Santo y, así, es “ungida” de una manera única, y penetrada por el Espíritu Santo. Lo que había sucedido en los reyes y sacerdotes del Antiguo Testamento de modo simbólico en la unción con aceite, con la que se les establecía en su ministerio, sucede en Jesús en toda su realidad: su humanidad es penetrada por la fuerza del Espíritu Santo. Cuanto más nos unimos a Cristo, más somos colmados por su Espíritu, por el Espíritu Santo. Nos llamamos “cristianos”, “ungidos”, personas que pertenecen a Cristo y por eso participan en su unción, son tocadas por su Espíritu. No quiero sólo llamarme cristiano, sino que quiero serlo, decía san Ignacio de Antioquía[4].
El Espíritu Santo nos recuerda que en la vida cristiana es más importante ser que hacer, al contrario de lo que piensa el mundo. No son tan relevantes las cosas que has hecho. Es mucho más importante qué sucede en ti, quién eres tú. ¿Eres alguien que perdona, que busca los últimos puestos, que se goza dejándose amar por el amor de Dios, que no pisotea a los de su alrededor para quedar él por encima, que se entrega a una labor silenciosa y callada sin espectáculo?
¡Qué importante es dar prioridad al ser sobre el hacer! Recuerda esta regla filosófica: operare sequitur esse. El obrar sigue al ser. Podemos llegar hasta el fondo de nuestro ser y, con la luz del Espíritu Santo, encontrar ahí la presencia de la Trinidad. Porque dice el Señor: «Quien escuche mis palabras, mi Padre le amará y vendremos a él y haremos morada en él»[5].
No podemos conocer nuestra verdadera identidad si no advertimos la presencia de la Trinidad dentro de nosotros.
No es difícil rezar a un Dios que reconocemos en la Creación, pues son muy claras sus huellas.
Tampoco es difícil rezar a un Dios que se esconde en la imagen de un crucificado.
E incluso es muy reconfortante rezar a un Dios que está realmente presente en la Santísima Eucaristía.
Lo difícil es encontrarse con un Dios que, desde dentro de mí, me acompaña, me sostiene, me mira con cariño, me apoya, me comprende. Es como el cimiento inamovible que permanece en los gozos y en las penas, que me ayuda a llegar a ser verdaderamente humano aspirando a la santidad, que es la meta más importante.
El gran enemigo de la vida de fe no es tanto el pecado cuanto olvidar la santidad para la que fuimos creados. El enemigo es quedarse en la mediocridad, en la tibieza del que nada y guarda la ropa, viviendo en el fondo como auténticos burgueses.
No olvides que el Señor nos llamó a la vida no solo para ser buenos, sino para ser santos. Si no buscamos seriamente la santidad no se cumplirá en nosotros el proyecto que Dios tiene. Escribe san Pablo a los Efesios que Dios «nos eligió antes de la creación del mundo para que fuésemos santos y sin mancha en su presencia, por el amor (...). Nos dio a conocer el misterio de su voluntad»[6].
San Bernardo se lamentaba de no haber deseado mas intimidad en su relación con Dios, consciente de que si hubiese deseado más amor lo habría tenido. Hemos de ser personas de grandes deseos, que quizá no van a llevarse ahora a término pero que sostienen y alimentan el amor. Hay una frase muy consoladora que dice: «No me juzgues por la persona que he sido, júzgame por la persona que he deseado ser». ¡Qué importante es purificar los deseos, que tantas veces son torpes, interesados y tal vez turbios! Cuando te des cuenta de ello, no te agobies, y recuerda que si Dios te hace ver una fragilidad tal vez quiera ayudarte a salir de ella…
Por eso, pídele al Señor que te conceda la gracia para atreverte a mirar dentro de ti y descubrir las motivaciones últimas de tu obrar. Busca un rato más prolongado de soledad. Ponte a tiro. Dios está deseando que tenga lugar ese encuentro, que te renovará en su amor y producirá una auténtica conversión. Pide al Espíritu Santo que te de el fuego interior, para que la lectura de este libro mueva tu alma y desees sinceramente cambiar.
[1] Mt 16, 15.
[2] Ibid.
[3] Ap 2, 2-4.
[4] Benedicto XVI, Homilía en la Misa Crismal del Jueves Santo, 21 de abril de 2011.
[5] Jn 14, 23.
[6] Ef 1, 4-10.