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PRESENTACIÓN

LA MAYOR CONSISTENCIA RACIONAL
DE LA EXPLICACIÓN CREYENTE

A lo largo de los últimos años han sido bastantes las personas que me han invitado a escribir sobre las transparencias y anticipaciones seculares en las que es perceptible lo que decimos cuando decimos «Dios». Entendían que en ello estaba en juego algo tan importante como la consistencia racional de la fe y de la teología. Es cierto que tampoco han faltado otras que me han manifestado su escepticismo al respecto. E incluso quienes me han dicho –amigablemente, por supuesto– que se trataba de un proyecto ingenuo e inútil, habida cuenta de la potencia argumentativa que presenta el ateísmo en las sociedades más desarrolladas y del espléndido futuro que, según sus pronósticos, le aguarda. Son ellos a quienes –con nombres y rostros y tras largos e intensos diálogos e incluso amistad compartida desde la infancia– he tenido delante, y de manera preferente, escribiendo el presente libro. Se puede decir que, en alguna medida, son los «responsables» indirectos de estas líneas. Indirectos porque, como es evidente, el primer y único responsable de lo aquí escrito soy yo y nadie más que yo.

Pero tengo que manifestar que, junto a los diálogos mantenidos y a las sugerencias recibidas, existe también una inquietud personal que atraviesa de principio a fin todas y cada una de estas páginas: entiendo que ha llegado la hora de prestar atención de nuevo a la consistencia racional de la idea de Dios a partir de las pruebas científico-empíricas que se vienen alcanzando desde hace años, concretamente en la cosmología, en la biología y en la antropología modernas. Y creo que es algo que se puede hacer sin renunciar al imaginario –en mi caso, cristiano– de un Dios amor y justicia que, transparentándose en tantos millones de crucificados de todos los tiempos, es perceptible a la vez como belleza, atrayente y fascinante por sí misma.

Además, creo que he de hacerlo dialogando con los llamados «nuevos ateos», es decir, con aquellas personas que cuestionan en la actualidad la solidez argumentativa y la verdad de lo que decimos cuando decimos «Dios» tanto a la luz de las evidencias científico-empíricas como de las conclusiones a que están llegando la antropología y la filosofía modernas, e incluso apoyados en algunas aportaciones teológicas y exegéticas de los últimos decenios.

Pero pienso, además, que he de andar este camino acompañado de los que me atrevo a llamar los «nuevos creyentes»; y, en concreto, de tres personas que, habiendo sido ateas, han descubierto que las explicaciones deísta o teísta son mucho más consistentes que la increyente, en la que se habían mantenido hasta entonces y que incluso alguna de ellas había liderado durante buena parte de la segunda mitad del siglo XX 1. Aunque los elegidos han sido Antony Flew, Francis S. Collins y Clive Staples Lewis, bien podrían haber sido otros. En la confrontación autocrítica que mantienen consigo mismos y crítica con sus excompañeros ateos se aprecia, más allá de que se puedan aceptar o no sus argumentos, una admirable frescura y libertad de pensamiento que agradezco.

Comparto con ellos que la explicación creyente es mucho más sólida racionalmente que la increyente a partir de las pruebas alcanzadas por la astrofísica, la protobiología y la antropología contemporáneas. Si es cierto que estas han venido siendo para los ateos, tipificados como «científico-empíricos», señales inequívocas en apoyo de su cosmovisión increyente, también lo es que son signos o «murmullos» (E. Hillesum 2) en los que se transparenta aquello a lo que nos referimos los creyentes cuando decimos «Dios». Y también estoy de acuerdo con ellos en que nos hemos adentrado en una época en la que conviene recuperar el debate –para nada nuevo u original, aunque necesario– sobre la mayor firmeza racional de estas diferenciadas interpretaciones.

Pero, antes de adentrarme en el diálogo, hay algunas consideraciones previas que me parece oportuno resaltar.

La primera, para recordar que todos podemos entrar en este debate, ya que la cuestión que se plantea no es de orden científico-empírico, sino explicativo: discernir la mayor o menor fortaleza racional de las distintas interpretaciones a las que dan pie dichas pruebas. Para esto no es necesario ser un especialista en astronomía, en biología o en antropología, sino tener un conocimiento suficiente de los resultados que se van alcanzando y, por supuesto, de las diferentes explicaciones (ateológicas o teológicas) a las que dan pie, con el fin de evaluar la mayor o menor fuerza racional de todas y cada una de ellas. Por eso, el lector se encontrará con expresiones tales como «científico-filósofo» o «cosmólogo-filósofo» y «biólogo-filósofo», e incluso «científico-ateo» o «nuevos creyentes». Con ellas quiero indicar que en este debate también intervienen, aportando sus explicaciones filosóficas, teológicas o ateológicas, muchos astrofísicos, astrónomos, biólogos, protobiólogos, antropólogos, zoólogos o científicos del comportamiento social. Y que la fortaleza de sus respectivas interpretaciones no descansa en el reconocimiento de sus aportaciones científico-empíricas, sino en la mayor o menor consistencia racional que presentan, sean deístas, teístas o ateas. Este es el criterio que, fijando los términos del diálogo, lo abre a todo aquel que, sin ser investigador, esté interesado en él.

La segunda consideración, para estar muy atentos a la riqueza y novedad que presenta entre los nuevos creyentes lo que estos entienden por Dios. Y, con ellos, entre muchos deístas o teístas que vienen abriendo, desde hace años, la idea de Dios a nuevos horizontes. Entiendo que tales aportaciones son perfectamente articulables con otras más tradicionales, sean de orden sacramental, escriturístico o magisterial, que, definitivas en su tiempo, requieren ser repensadas y reformuladas en el nuestro. Actualmente no se puede hablar de aquello a lo que nos referimos cuando decimos «Dios» sin tener presentes estas explicaciones.

La tercera, para aclarar que no abordo la cuestión del agnosticismo con sus legítimas y necesarias diferencias: el metodológico, el ateo y también el creyente y teológico. Creo que es una importante cuestión que hay que abordar con mayor detenimiento en el momento en que se trate la explicación que defiende, como argumentadamente incuestionable, la absolutez de la finitud y de nada más que la finitud y la crítica a la que queda sometida tal interpretación, entre otros, por parte de los pensadores a quienes me he atrevido a denominar «agnósticos trágicos» y, a veces, «nihilistas trágicos».

La cuarta consideración, para constatar el extrañamiento y marginación del hecho religioso, de las distintas explicaciones, del diálogo interreligioso y de los debates entre ciencia y fe por una parte de la universidad española, a diferencia del espacio institucional que tienen asignado en la cultura anglosajona. Entre nosotros es muy frecuente que, al no ser considerados temas dignos de ser estudiados por sí mismos o de manera interdisciplinar, acaben sometidos al criterio de las filias o fobias que vierte el catedrático o el profesor de turno. Sobran ejemplos sobre algunos de los comentarios formulados al respecto, llamativos, además, por su falta de rigor y solidez racional. Quizá algunas universidades, recelando de la carga confesional que pudiera presentar esta materia, hayan preferido desecharla, a la espera de mejores tiempos, que con frecuencia suele ser la manera políticamente correcta de decir «nunca». Pero también es probable que el apartamiento de este saber y de su correspondiente institucionalización académica obedezca, en otras, únicamente a una laicidad excluyente y ciega, dispuesta a renunciar, sin reparo alguno, a lo que es más propio de la universitas: la investigación racional en libertad de todo y, en este caso, del hecho religioso en sí y de las diferentes explicaciones o cosmovisiones en las que se visualizan. Dando por normal –y hasta es posible que como progresista– semejante política, renuncian a investigar un fenómeno que, omnipresente, ha marcado –y sigue marcando, para bien o para mal– la historia de la humanidad.

Hay una quinta consideración que también entiendo necesaria. Hace tiempo que conozco a Manuel Tello, en la actualidad profesor emérito de la Universidad del País Vasco (UPV/EHU) tras haber sido catedrático de Física de Materia Condensada en dicha universidad. La vida ha permitido encontrarnos en diferentes ocasiones. La última ha sido la lectura de un artículo suyo en El Correo: «Los científicos y Dios» (15 de febrero de 2019), denunciando la ligereza y temeridad de quienes proclaman que «todos los científicos son ateos» y que «Dios no existe». «Un científico –indicaba Manuel Tello– hace un flaco servicio a la ciencia cuando, en nombre de esa ciencia, realiza afirmaciones falsas o sin rigor». «Afirmar que no existe –argumentaba– exige una demostración. ¿Conocen alguna demostración sobre la no existencia de Dios?». La lectura de este texto, las muchas conversaciones tenidas al respecto y su trabajo universitario explican que le haya invitado a redactar el prólogo de este libro. E igualmente que, habiéndolo leído, entienda su modestia, pero también que me vea obligado a indicar –como imprescindible contrapunto– los motivos de dicha invitación; además, por supuesto, de manifestarle mi agradecimiento.

Concluyo resaltando un último punto que, a pesar de no quedar enfatizado con la fuerza requerida a lo largo de esta publicación, es perceptible a medida que se avanza en el debate entre creyentes e increyentes: la sorprendente convergencia de razones a favor de la mayor solidez de la interpretación creyente. Hay algún autor que incluso la califica de «abrumadora».

Ateos y creyentes

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