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EL RETO Y LA ANDADURA

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Cuando, como es el caso, quiero saber qué decimos cuando decimos «Dios», puede que no esté de más recordar que me planteo la pregunta en plural, porque entiendo que no me encuentro solo en esta andadura. Y puede que tampoco lo esté contextualizar la razón de ser de esta iniciativa, probablemente sorprendente para quienes se mueven en el ámbito de un discurso teológico más ocupado en mostrar el rostro históricamente interpelante de Dios que en indagar, dialogando con una parte del ateísmo contemporáneo, su consistencia racional.


1. El reto de Paolo Flores d’Arcais


No hace mucho tiempo tuve la oportunidad de releer el debate que mantuvieron el entonces cardenal y prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, Joseph Ratzinger, pocos meses antes de que fuera elegido papa (Benedicto XVI, 2008-2013), y Paolo Flores d’Arcais (1944), conocido por su crítica contundente del pontificado de Juan Pablo II 1.

Para el filósofo italiano, a los creyentes y, concretamente, a los católicos actuales, no se les debilitaba ni cuarteaba criticándoles –como había sido común hacía ya unas cuantas décadas– por su ausencia de compromiso, por su falta de entrega generosa o por descuidar la transformación solidaria de este mundo. En lo que tocaba al «apoyo a los marginados, a los últimos, respecto al deber de la solidaridad», los creyentes –sostuvo– sacaban a los no creyentes bastantes puntos de ventaja. Y, probablemente, carecer de fe hacía «mucho más difícil la capacidad de renunciar al egoísmo, de sacrificarse por los demás». Eso no quería decir, matizó, que lo hiciera imposible 2.

Evidentemente, prosiguió, también se daba entrega y generosidad entre los ateos e increyentes; sobre todo en los momentos más trágicos de la historia de la humanidad. Pero era una entrega que, sin saber muy bien por qué, se mostraba intermitente cuando había que afrontar el compromiso –discreto y paciente– del día a día: «Ni que decir tiene –indicó– que tanto un laico como un ateo puede sacrificar su vida. No obstante –balbució–, tengo la impresión de que resulta más fácil…, o sea, más fácil…, menos difícil, sacrificarla en momentos excepcionales que hacer sacrificios menores, pero cotidianos (para quien no cree que para quien cree o, por lo menos, que para algunos que no creen)». En síntesis, concluyó este primer punto: «La piedra donde tropezar es para el ateo la incapacidad de caridad».

Sin embargo, pocas páginas antes sostenía que las llamadas «pruebas de la existencia de Dios» habían sido refutadas gracias a las objeciones planteadas con notable éxito por la tradición atea. En consecuencia, diagnosticaba, los cristianos y los teístas vivían en «una especie de desencanto interiorizado», ya que lo que decían cuando decían «Dios» era percibido en el fondo como falso o inconsistente. Como también lo eran las religiones. Sorprendentemente, proseguía, en vez de dedicarse a exponer las supuestas pruebas o evidencias racionales de la existencia de Dios, se limitaban a practicar el «deporte filosófico-teológico de masas de tiro al blanco […] contra la verdad, en la acepción empírico-científica del término». No se percataban de que, al proceder de esta manera, estaban reconociendo que lo suyo era, más bien, «consolar», «rescatar», «salvar» y satisfacer las necesidades de consumir sentido. Nada que ver con una explicación racional del cosmos, de la naturaleza, de la vida y de la existencia 3.

Más aún, muchos de ellos tenían dificultades para darse cuenta de que tampoco los ateos podían vivir sin fe. Sucedía que les bastaba con tenerla en la razón empírico-racional y en la libertad. Esta «fe», concluyó, nada tiene que ver con un Dios trascendente, manifiestamente inverificable; al contrario que el mar, las estrellas o las personas con las que vivimos y convivimos.

A fecha de hoy, considero esta observación de Paolo Flores d’Arcais más digna de ser tenida en cuenta que cuando la leí por primera vez. Cada día que pasa comparto con él que, a lo largo del siglo XX, fue incrementándose de manera notable la fuerza testimonial de los creyentes gracias a la asociación, recuperada tras siglo y medio de olvido, entre Dios y la bondad o la justicia. Eso me parece indudable o, al menos, difícilmente cuestionable.

Pero también lo es que se ha ido extendiendo una especie de descrédito racional –en nombre del saber científico-empírico– sobre el contenido asociado o referenciado a lo que decimos cuando decimos «Dios». Y, en consecuencia, se ha incrementado el número de personas –al menos en una significativa parte de la Europa occidental– para las que la asociación entre la divinidad y la bondad con justicia es percibida como algo admirable e incluso seductor, pero, a la vez, rancio y huidizo; incapaz de afrontar como es debido la fuerza veritativa del discurso ocupado en denunciar la falta de consistencia racional y la nula credibilidad de lo que se entiende por Dios.

No queda más remedio que tomar en serio esta cuestión, a no ser que se busque recluir el fundamento y objeto de lo que se dice cuando se dice «Dios» en el ámbito de lo privado, meramente subjetivo, o en el plácido –y crecientemente insignificante– discurso únicamente escriturístico y exegético o, en el mejor de los casos, en un comportamiento solidario, admirablemente moral e interpelante, pero, como sostiene el filósofo italiano, para nada racional o coherente con los avances científico-empíricos, con la antropología o la reflexión filosófica de calidad.

Esta es, por tanto, una tarea ineludible también para quienes nos movemos y sentimos más a gusto en el imaginario de un Dios amor, articulación a la vez de misericordia y justicia y asociado de manera preferente con los pobres; y que, a diferencia de los llamados nuevos ateos, hemos asumido –y comprobamos– la fuerza unificadora, la luz comprensiva y la racionalidad fraterna que arroja el principio teocognoscitivo según el cual «quien ama conoce a Dios y está en Dios» (1 Jn 4,8).


a) El ateísmo científico-empírico


Pero los hechos siguen siendo hechos. Y estos muestran que una parte notablemente creciente de nuestra sociedad tiene problemas con lo que entiende por Dios, no tanto por su incuestionable relación con la solidaridad o con la justicia social y redistributiva, sino también con la racionalidad de orden científico-empírico, antropológico y argumentativo o filosófico. Es lo que debo a Paolo Flores d’Arcais; y, con él, a otros nuevos ateos 4.

Ellos me recuerdan, además, la importancia de aceptar que el debate sobre lo que decimos cuando decimos «Dios» ha de afrontarse no solo partiendo de lo que se ha formulado y alcanzado en la fecunda y rica tradición cristiana o en las de otras religiones, o de lo que se percibe en la Escritura, sino teniendo muy presentes los interrogantes, dudas y explicaciones alternativas que plantearon los maestros de la sospecha y que sus herederos intelectuales, los llamados «nuevos ateos», siguen reformulando en la actualidad. Conozco excelentes aportaciones en diálogo con la primera generación de ateos modernos. Me cuesta más encontrar las formuladas desde la segunda, aunque existen. Y algunas de ellas muy buenas, pero escasas y poco difundidas.

Por tanto, aceptando el marco de juego racional y argumentativo –y, en este sentido, veritativo– en el que se desenvuelven, estoy con el filósofo italiano en que estos, los nuevos ateos, ya no tratan la cuestión de Dios tanto en términos de incoherencia ética o de insoportable complicidad con la injusticia social –la crítica de K. Marx–, sino, sobre todo, como un asunto que tiende a recluirse en el ámbito de la interpretación moral o de la entrega generosa, pero que no está debidamente contrastado con las aportaciones que se vienen alcanzando estos últimos decenios por la astrofísica (¿es Dios eterno o más bien lo es el mundo?), la protobiología (la vida, ¿creada por Dios o fruto del azar?) o la antropología filosófica (¿quién crea a quién? ¿Dios al ser humano o es al revés?).

Estas y otras cuestiones aletean sobre muchos cristianos en nuestros días, apoderándose de ellos; incluidos los que se comprometen en defensa de los parias de nuestros días y por un mundo no solo más justo y libre, sino también fraterno y solidario.

Por eso creo que ha llegado la hora de tener muy presente que las pruebas o evidencias científico-empíricas, las aportaciones antropológicas o las argumentaciones filosóficas en las que dicen apoyarse los nuevos ateos pueden ser percibidas también como señales, transparencias e indicios que fundan consistentemente una explicación alternativa, sea deísta o teísta. E incluso de hacerse eco de los discursos, particularmente de los ateos que se han pasado al deísmo o al teísmo convencidos de la mayor consistencia racional de las explicaciones creyentes que las de las ateas, y hasta antiteístas de corte científico-positivo en las que han militado hasta no hace mucho. Son referenciales al respecto, como he adelantado, Antony Flew (1923-2010), el padre de dicho ateísmo y del correspondiente antiteologismo durante el siglo XX y convertido, según algunos, al teísmo o, según otros –en mi opinión, más acertadamente– al deísmo. Y, junto a él, Francis S. Collins (1950), el genetista estadounidense, director del Instituto Nacional Estadounidense de Investigación del Genoma Humano, ateo hasta los 27 años y convertido a un Dios personal y amoroso e interesado por nosotros. Y, con ellos, Clive Staples Lewis (1898-1963), sin duda alguna un adelantado para su tiempo. Estos tres forman parte del colectivo que podría ser tipificado como el de los «nuevos creyentes».


b) El ateísmo antropológico


Pero otro tanto hay que sostener cuando se aborda la relación entre Dios y el deseo humano, que, desde el ateísmo antropológico de L. Feuerbach (1804-1872), ha desembocado en una dogmática atea, superadora, al decir de los partidarios, de toda idea, imaginario o representación de la divinidad fundados en una realidad objetiva, tal y como han sostenido desde siempre los teístas. Según esta dogmática atea, cuando decimos «Dios» ya no estamos diciendo el «Creador», sino el ser humano que nos gustaría ser y que, porque no podemos ser, proyectamos en una idea fantástica, dotándola de existencia y denominándola «Dios». A partir de esta explicación, es frecuente escuchar que no es Dios quien ha creado el mundo ni el ser humano, sino que, al revés y a contrapelo de lo tenido como tradicionalmente comprobado, es el ser humano quien ha creado lo que decimos cuando decimos «Dios».

No faltan quienes, acogiendo como irrefutable o, cuando menos, difícilmente cuestionable, la tesis aportada por L. Feuerbach, se pasan a las filas del ateísmo o agnosticismo-ateo por él propuesto y afrontan la muerte como fusión con la finitud; y lo que pudiera ser la eternidad, como perpetuación en los hijos o memoria en la posteridad. Esta es, sostienen los ateos encuadrables como antropológicos, una alternativa racionalmente más consistente que la recibida del teísmo cristiano.

Los creyentes –tanto deístas como teístas– nos topamos de nuevo con otra cuestión de calado cuyo correcto afrontamiento no nos permite huir o refugiarnos en los amables campos de la dogmática eclesial o de la exégesis bíblica. No nos queda más remedio que aceptar, en principio, el campo de la sospecha antropológica en el que L. Feuerbach lo planteó para mostrar, teniendo presentes las pruebas o conclusiones alcanzadas por la antropología moderna, la mayor fortaleza racional de la tesis creyente: no es el deseo o la fantasía lo que crea a Dios, sino más bien es Dios quien activa el deseo de encontrarse y relacionarse con él.

W. Pannenberg (1928-2014) es, probablemente, quien ha formulado y propuesto la mejor y más fundada explicación al respecto en los últimos tiempos. Lo ha hecho, ajustándose al marco antropológico fijado, estudiando sus aportaciones más significativas y mostrando, a partir de las pruebas o evidencias alcanzadas, la mayor consistencia racional y veritativa de la cosmovisión teísta. Por eso, llegará a proclamar provocativamente que el alienado es el ateo, no el deísta o el teísta. Y lo es porque, esclavo de un tipo de conocimiento de corto vuelo (que algunos denominan «materialismo bruto» o «casualismo ocioso»), acaba subyugado y sometido a una fantasía prometeica y termina autoincapacitándose para percibir y reconocer en el ser humano, en el cosmos, en la vida y en la historia las señales o transparencias de lo que se dice cuando se dice «Dios».


c) El ateísmo ametafísico


Existe, en tercer lugar, otro grupo de pensadores que, porque defienden que la finitud es un límite racionalmente intraspasable, condenan al absurdo lo que sea que digamos cuando nos referimos a lo que se manifiesta en la finitud como residiendo también más allá del límite finito en cuanto tal, y que por ello se denomina «Dios». Me permito tipificar esta aportación como «ateísmo supuestamente ametafísico», es decir, como negación y rechazo de que sea posible hablar de manera racional de lo que, estando más allá de la finitud, se transparenta en ella con entidad propia y como diferente a la finitud en cuanto tal.

En coherencia con esta opción, supuestamente ametafísica, lo racional y verdadero es sostener –como hizo E. Tierno Galván (1918-1986)– que solo contamos con la finitud y que esta es absoluta, además de aproblemática y satisfecha. De ahí la mayor racionalidad y consistencia veritativa del agnosticismo –en esta ocasión, no metodológico, sino ateo– frente a cualquier explicación deísta o teísta. Y de ahí la conveniencia de hacer de la necesidad –la limitación y el perecimiento inexorables– virtud: vivir la finitud de la mejor manera posible. Y de ahí también la urgencia de proclamar la muerte de lo que se dice cuando se dice «Dios»; de manera semejante a como hizo el loco de la parábola de F. Nietzsche (1844-1900) por calles, bares, plazas e iglesias.

Pero, más allá de la gran variedad de agnosticismos en curso –incluidos los deístas y teístas–, la interpretación facilitada por E. Tierno Galván ha llevado a que otros pensadores contemporáneos denuncien su cortedad de miras. Si bien es cierto que se puede escuchar en nuestros días que la finitud puede ser percibida, sobre todo en el primero de los mundos, como un absoluto –o como una cárcel de oro–, también lo es que no faltan quienes la viven como una insoportable fuente de problematicidad, insatisfacción y con conciencia de una agobiante relatividad e insoslayable limitación. Son los pensadores que forman el grupo tipificable como «nihilistas trágicos».

Para estos, es mucho más racional reconocer la existencia de una relación con lo que, estando más allá de lo finito y sin saber qué es y cómo es, sin embargo resulta percibido en cuanto tal, provocando en quien lo capta la maravilla de que tal relación existe en términos de agonía o lucha por intentar traer al concepto lo transparentado en lo finito, así como de ética o cuidado por no asfixiar tan asombrosa percepción o la soledad que acompaña a la ausencia experimentada y al vacío, a veces vivido como insuperable. M. Cacciari (1944), entre otros, muestra la existencia de tan singular relación con la brillantez y complejidad que le caracterizan.

Pero tampoco han faltado quienes, desde el campo teísta, y yendo más lejos que los nihilistas trágicos y, en concreto, que el exalcalde de Venecia, han mostrado que eso que se trasluce en la finitud no solo es percibido como maravilla, agonía y ética, sino también como lo que decimos cuando decimos «Dios». Es posible percibirlo como tal en la finitud, porque también la finitud, e incluso su anverso más oscuro y trágico, es nexo o mediación a través de la cual se transparenta. Tal es el caso, entre otros, de las explicaciones aportadas por E. Hillesum (1914-1943), D. Bonhoeffer (1906-1945), E. Wiesel (1928-2016), R. Panikkar (1918-2010) o J. Cortina (1934-2005). Y estas son explicaciones que, asumiendo y prolongando las de los llamados «nihilistas trágicos», son además racionalmente más sólidas que las explicitadas por E. Tierno Galván y el colectivo agnóstico-ateo que representa.


d) La muerte injusta y antes de tiempo


Tenemos un cuarto grupo de personas, inmenso en esta ocasión, para quienes saber qué decimos cuando decimos «Dios» pasa por clarificar cuál es la relación entre su posible omnipotencia y bondad con la existencia de la muerte injusta y antes de tiempo. Por tanto, nada –o muy poco– que ver con el ineludible –y puede que necesario– perecer como ley de vida. Es una vieja cuestión que fue formulada hace más de dos milenios por Epicuro (341-270 a. C.): «¿Quiere Dios evitar el mal, pero no puede? Entonces es impotente. ¿Puede, pero no quiere? Entonces es malévolo. ¿Sí puede y quiere? Entonces, ¿por qué existe el mal?».

Cuando hay que enfrentarse con semejante drama (y con la contradicción –existencial y teórica– que funda), es normal que se asista no solo al derrumbe del imaginario de un Dios todopoderoso e incluso bondadoso, sino también –y frecuentemente– a la defensa de la mayor consistencia racional del ateísmo o del agnosticismo-ateísmo frente a las explicaciones deístas o teístas. Uno de los ejemplos, probablemente el más llamativo de los últimos tiempos, es el argumentado testimonio del pastor estadounidense Bart D. Ehrman (1955) sobre su tránsito de la fe cristiana a dicho agnosticismo-ateísmo, precisamente por no haber podido soportar esta contradicción entre un imaginario de Dios como bondad y poder infinitos y la muerte prematura e injusta.

Pero tengo que recordar, como necesario e ineludible contrapunto, que tampoco faltan en nuestros días teólogos para quienes este es, ante todo y sobre todo, un problema estrictamente filosófico o racional. Y, por ello, del que también son partícipes los deístas y teístas, ateos o agnósticos-ateos e incluso antiteístas, sean del signo que sean. Ya no vale, apuntan, criticando a estos últimos, creer haber alcanzado una explicación racional más consistente que la teísta negando la existencia de lo que se dice cuando se dice «Dios» –al menos del Dios todopoderoso e infinitamente bueno– y quedarse, según los casos, plácida, tranquila o angustiosamente sumidos en el silencio o en el mutismo. Semejante respuesta o ensayo de alternativa –que no acaba de eludir la perplejidad que atenaza a todos, teístas o ateos– no es, cuando se dé, la racionalmente más sólida y adecuada. Si así fuera presentada, no dejaría de ser otra expresión, una más, del voluntarismo ciego y de la incertidumbre veritativa que también se apodera del ateísmo, del agnosticismo-ateísmo o del antiteísmo y que, semejantes a la que inevitablemente aparecen entre algunos teístas o deístas, es compatible con un admirable compromiso en su erradicación. Pero no es para nada una explicación más firme que la creyente.

Prueba de ello es que la cuestión de articular un imaginario de Dios concebido a la vez como omnipotencia y bondad infinita en el marco de un mundo en el que persiste la muerte injusta y antes de tiempo ha obligado a que los creyentes no bajaran nunca la guardia y a que no dieran por definitiva ninguna interpretación, incluida la que, también en el campo creyente, ha constatado la contradicción y la perplejidad o ha reconocido el silencio como la respuesta más racional y adecuada, compartiéndola con ateos y antiteístas. En los últimos años se ha asistido a la formulación de tres explicaciones que han sido acogidas, al menos en las filas deístas y teístas, como dotadas de una mayor racionalidad que la mera negación de Dios o que el establecimiento del silencio como la única respuesta o la alternativa formulada por Bart D. Ehrman. Tales son las explicaciones facilitadas por J. A. Estrada (1945) sobre la «imposible teodicea», J.-B. Metz (1928) sobre la teología como memoria passionis y A. Torres Queiruga (1940) sobre un Dios que, creando por amor, es presentado como el «Antimal».

Juan Antonio Estrada declara «imposible» el intento de armonizar racionalmente el mal con un Dios bueno y omnipotente o creador. No se puede exculpar a Dios. Cuando se intenta, se acaba favoreciendo el imaginario de un ser malvado a costa del sacrificio de la persona. Es más sensato reconocer que el cristianismo, no teniendo la respuesta racional a este problema, habilita, sin embargo, para afrontarlo de manera coherente y lúcida. La teodicea –el intento de articular bondad y poder en Dios– es imposible. Pero la imposible articulación racional no sume al cristiano en la indiferencia, en particular si se autocomprende como un seguidor del Crucificado. Cuando acontece tal autocomprensión, es posible afrontar el mal como lo hizo Jesús.

Sin dejar de reconocer el silencio en el que habitualmente nos adentra la petición de una respuesta congruente por parte de Epicuro, no hay que descuidar los gritos y las demandas de justicia que, a pesar de todo, siguen dirigiendo a Dios las víctimas en nuestros días y a lo largo de la historia. He aquí el punto de partida de la propuesta presentada por J.-B. Metz. La atención a tales demandas le lleva a reivindicar la importancia de la teodicea, pero comprendida no como un discurso ocupado en armonizar teóricamente la omnipotencia y la infinita bondad divinas, sino como «interrupción» o ruptura con un mundo en el que se siguen produciendo muertes injustas y antes de tiempo y con la racionalidad que lo fundamenta. No queda más remedio que erigir tales voces y lamentos en el principio cognoscitivo de la realidad y entender la teología como memoria passionis, es decir, como memoria de un Crucificado cuyo drama se actualiza en el clamor de los crucificados de todos los tiempos. También en el de quienes siguen siendo martirizados en nuestros días.

Andrés Torres Queiruga, prolongando la vía abierta en su día por G. Leibniz (1646-1716), sale críticamente al paso de las teologías y filosofías que subrayan la oscuridad, el silencio o el retraimiento –el zimzum– de Dios y sitúa la clave explicativa del mal en la finitud en cuanto tal; por tanto, no en Dios mismo. La suya es una propuesta formalmente «armónica» y, por ello, dispuesta a mostrar la articulación existente –y sin estridencias de ninguna clase– entre la insuperable idoneidad del amor divino –caracterizado como el Antimal– y el mal que se aloja en la constituyente limitación de lo finito y, sobre todo, en el perecimiento prematuro e injusto.

A estas tres explicaciones teístas hay que añadir las aportaciones de quienes han creído –y siguen creyendo– encontrar una respuesta menos insatisfactoria en el cosufrimiento de Dios, tal y como propuso E. Wiesel cuando tuvo que asistir en el patio del campo de exterminio de Auschwitz al ahorcamiento de un niño junto con dos adultos, o en la kénosis o abajamiento de Dios en el Calvario y en el descenso a los infiernos, tal y como sostuvo H. Urs von Balthasar (1905-1988), o la propuesta de hablar de Dios desde el sufrimiento del inocente que formula G. Gutiérrez (1928) a la luz del libro de Job. Y a estas, la gran variedad de ensayos intentando discernir qué incidencia puede tener el exterminio nazi o Shoá en la idea, imaginario o representación de Dios. Son particularmente reseñables los que han sostenido que Dios no quiere más cadáveres en los calvarios contemporáneos; una tesis que no solo ha movilizado al compromiso contra la injusticia, sino que también ha abierto la puerta por la que ha irrumpido el sionismo, es decir, la transformación en victimarios de quienes hasta no hacía mucho habían sido víctimas.

Todas estas son aportaciones, en gran parte teístas, que, con sus aciertos y limitaciones, pueden ser acogidas como ensayos racionalmente más consistentes que las alternativas agnóstico-ateas, ateas o antiteístas cuando –ante la muerte injusta y antes de tiempo– defienden el silencio o se limitan a negar la existencia de Dios. Y, en todo caso, son aportaciones que no obstan para que deístas, teístas y no creyentes compartamos el compromiso en la erradicación de tanta desolación e injusticia.


e) Un Dios «sin carne»


Hay, sin embargo, una quinta cuestión que –estrictamente teológica y presente desde los primeros años del cristianismo– persiste en nuestros días cuando se pretende clarificar lo que decimos cuando decimos «Dios». Son propuestas que, calificadas como «sin carne» o «neognósticas», favorecen ideas o representaciones de Dios en términos de Mismidad, Quietud, Silencio, Misterio Indecible, Conciencia transpersonal, Océano de la Unidad Infinita o Realidad no-dual. Normalmente suele ser presentada como superación de una idea de Dios que, al enfatizar su compromiso con los parias de nuestro mundo, ha descuidado su cercanía consoladora y reconfortante en lo más íntimo de uno mismo y ha acabado siendo tipificada como «neopelagiana», es decir, como partidaria de recordar exclusivamente que Dios se transparenta como salvación conquistada gracias al compromiso y a la entrega a fondo perdido, sobre todo en favor de los parias y crucificados de nuestros días.

De estas dos representaciones, la neognóstica ha resurgido con particular fuerza en nuestros días, constituyendo una ineludible llamada a mostrar de nuevo la mayor consistencia racional de la teología y de la representación cristiana, es decir, de un Dios que, encarnado, es bastante más que armónica unidad y quietud, silencio, mismidad o paz. Y sin descuidar, por ello, que se trata de carne fundada en el amor antecedente de Dios, articulación de gratuidad y justicia, y transparente de manera particular –y por propia decisión– en los parias, los pobres y los crucificados («lo que hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis», Mt 25,40) y –no se puede descuidar– en sus lamentos, gritos y reivindicaciones.


2. La mayor consistencia racional del teísmo cristiano y católico


Finalmente, en el punto de llegada hay que explicitar la mayor racionalidad del teísmo cristiano con respecto a otras interpretaciones ateas, antiteístas, agnóstico-ateas e incluso neognósticas o «sin carne», indicando, en primer lugar, que la singularidad de dicho teísmo cristiano no solo se hace cargo de lo que, en términos deístas, se trasluce en el cosmos, en la vida o en la naturaleza como inteligencia originaria, creativa y teleológica, como fundamento y objeto del deseo humano, como el infinito perceptible en la finitud o como la bondad que emerge en medio del poder del mal, sino también de lo que los discípulos de Jesús de Nazaret percibieron en lo que dijo, hizo y encomendó este personaje histórico. Podríamos decir, en coherencia con ellos y mirando a los ateos contemporáneos, que, si no era Dios, se lo merecía.

Hablamos, por tanto, de un Dios que no solo se transparenta como conjunción de regularidad (legiformidad) y novedad (asimetría) a partir de las evidencias científico-empíricas que se vienen alcanzando en la astrofísica y en la protobiología contemporáneas, sino también como articulación de bondad y poder: es lo suficientemente fuerte como para encarnarse –obviamente, por amor– y hacerse perceptible en lo débil y pequeño, en lo frágil y limitado.

La historia del cristianismo y de la teología es una larga y permanente reconsideración de este equilibrio entre omnipotencia y debilidad por amor, no faltando las acentuaciones desmedidas ni los olvidos inaceptables. Pero tampoco los momentos en los que se han alcanzado felices formulaciones, racionalmente consistentes, cuando se ha prestado más atención a la unidad sin confusión y a la distinción sin separación entre Jesús y Cristo o entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo (Concilios de Nicea [325] y Constantinopla [381]). O cuando se ha atendido, de manera preferente, la diferencia y comunión de cada una de las tres Personas a las que nos referimos cuando decimos «Dios»: siendo mucha la unidad existente entre ellas, es mucho mayor la singularidad de cada una (Concilio IV de Letrán [1215-1216]).

A nosotros nos corresponde mostrar argumentadamente que los cristianos, cuando decimos «Dios», nos referimos a este equilibrio, permanentemente inestable, de unidad y singularidad entre Jesús y Cristo o de comunión entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo que denominamos «misterio». Y que lo hacemos no solo en términos de articulación entre unidad o comunión y singularidad, sino también entre verdad e historicidad, belleza y ocultamiento y, sobre todo, entre bondad y justicia.

Percatarse de esta confluencia formal no solo muestra la unidad de la verdad y su convergencia en la Verdad (de la que nuestro mundo, cosmos y vida es toda una transparencia y, a la vez, una anticipación), sino también lo saludable –y necesario– de una explicación análoga para quienes han preferido asomarse al misterio de Dios desde la bondad que se transparenta y anticipa en Jesucristo, así como en la entrega de tantas personas a lo largo de la historia y de nuestros días. Y otro tanto se podría decir cuando la referencia central de lo que decimos cuando decimos «Dios» es, además de Verdad y Bondad, Unidad y Belleza.

Caminar en esta dirección permite afrontar –y espero que superar– la parte de razón que asiste a la crítica de Paolo Flores d’Arcais sobre un cristianismo solo dispensador y consumidor de sentido, sin consistencia veritativa alguna. La tarea puede ser complicada, pero no por eso deja de ser igualmente apasionante.

Estas páginas se suman al trabajo realizado por otras muchas personas en la misma dirección y sentido… indudablemente veritativo. Y se hace con la voluntad de despejar, en el caso de que exista, algún complejo, en particular a quienes, sin tiempo para tareas más especulativas, han apostado acertadamente por disfrutar y mostrar el rostro, amoroso, comprometido y consolador, de Dios con los parias y crucificados de nuestros días.

Ateos y creyentes

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