Читать книгу La luz del Oriente - Jesús Sánchez Adalid - Страница 11

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Yo nací el mismo año en que murió asesinado el emperador Heliogábalo. Mi padre supo la noticia de la muerte de aquel descentrado pocos días después de mi llegada al mundo; supuso que había sido un feliz presagio y decidió ponerme de nombre «Félix». Por aquel entonces, reinaba el descontento entre la gente como mi padre, acostumbrada al orden de los tiempos de Septimio Severo. Las locuras de su sobrino oriental desconcertaban a los militares. Severo Alejandro trajo de nuevo la estabilidad y los caballeros se sintieron más cómodos.

Mientras fui menor de nueve años tuve que vivir la suerte de los niños, al cuidado de las mujeres y privado de la libertad que gozan los mayores. Pero, acabado el período de la infancia, pasé a manos del pedagogo que ya se había ocupado de mis seis hermanos mayores. Hasta entonces, yo los veía aprender lleno de envidia. Creo que por eso saqué tanto provecho a las enseñanzas del viejo Jano.

Jano era un liberto oriundo del Ponto, contratado por mi padre cuando el mayor de sus hijos llegó a la edad en la que se precisa aprender. Era ya muy maduro cuando llegó a Villa Camenas y había servido en el oficio de educar desde sus tiempos de esclavo. Su aspecto era poco agradable y sus gestos afectados. Mi padre sabía que disfrutaba contemplando a los muchachos. Cuando lo presentó en casa, le dijo:

—Mira cuanto te plazca, pero el día que toques a uno de mis hijos, yo mismo te cortaré las manos.

Como mis hermanos estaban presentes, pudieron manejarlo a sus anchas y sacaron poco provecho de su atemorizado maestro. Muchas veces vi a mi hermano mayor burlarse de él y someterlo a todo tipo de crueldades. Por eso, Jano se fue haciendo indiferente y se acostumbró a poner el mínimo empeño en su tarea.

Pero mi padre no quería prescindir de él, por ser inigualable a la hora de recitar sátiras y leer comedias. Era la mayor diversión que tenía el grupo de amigos en las temporadas en las que no había espectáculos públicos. Se reunían en el atrio o en los jardines y escuchaban a Jano, cuyo repertorio nunca se agotaba. En efecto, era capaz de transformarse en hetaira, en tabernero o en senador en el tiempo que se tarda en soltar un estornudo.

Cuando me llegó la hora de recibir sus enseñanzas, Jano estaba ya mermado de fuerzas: seco, escéptico y meditabundo. Se apreciaba que el trabajo se le hacía cuesta arriba.

Pero la desgana del maestro no provenía de la falta de conocimientos. Jano estaba lleno de sabiduría y dominaba ampliamente las materias. Comencé por leer en voz alta y aprendí recitaciones. Solía enfadarse cuando repetía mecánicamente y sin convencimiento las frases. Él quería que adoptara aires de galanura y ademanes teatrales, lo cual me hacía esforzarme e identificarme con el texto. Luego, fui tocándolo todo sin profundizar en nada. Mientras estudiaba las obras que Jano elegía, iba conociendo las leyendas poéticas; la música que me acercaba a la métrica de las odas y los coros de la tragedia; y con ellas las matemáticas, necesarias también para la astronomía; la geografía, siguiendo las peripecias de Ulises en su regreso; y la historia, para saber de los hechos de los grandes y las vicisitudes del Imperio. Cuando la gramática me llevó a la Epístola de Horacio, los Fastos de Ovidio, la Farsalia de Lucano y la Tebaida de Estacio, tenía dieciséis años y conocía ya a los griegos, porque Jano había cambiado. Con mi interés se había enamorado de nuevo de la docencia. Él miraba siempre hacia atrás. Cuando narraba los hechos de Alejandro Magno, me hacía navegar por el océano Índico o entrar en Babilonia, lo veíamos resplandeciente sobre su caballo, Bucéfalo, o como un dios delante de los sacerdotes del templo del fuego sagrado. En El banquete de Platón se extasiaba ponderando la fuerza y el poder de Eros para elevar el espíritu y llevar a los hombres a hacer cosas grandes y hermosas. Manejaba a la perfección las tres clases de elocuencia que distinguía Aristóteles: la que puede mover la decisión, la que es capaz de justificar y la que elogia y relata los hechos con belleza. Siempre me pregunté el porqué de la permanencia de Jano en su humilde condición. En este momento me doy cuenta de que, aunque su saber era vasto, su concepción de la vida era simple y sin pretensiones. Además, era un hombre falto del espíritu que mueve la voluntad, medroso y necesitado, capaz de mendigar el mínimo gesto de amor. Cuando lo ganaba la melancolía se sumía en sus cavilaciones y se hacía hosco y desconfiado.

La luz del Oriente

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