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Desperté en una habitación amplia, pintada de azul pálido, cuyas paredes no guardaban proporción. Supe que estaba junto a un jardín, pues por la única ventana que había entraban los cantos de los pájaros. Me encontré desnudo, cubierto por una sábana, en un lecho bajo y de colchón apretado. Mi mente buscó en la memoria para ubicar aquella estancia en alguna casa conocida, pero se encontró con el vacío. Cuando intenté incorporarme, sentí el agudo dolor en el vientre y me llevé la mano en un acto reflejo. Sobre la piel había una venda de lino que sujetaba un emplasto húmedo.

Entonces recordé súbitamente la noche anterior y, entre brumas, la herida sangrante, pero nada más.

—¡No te muevas! —dijo una voz.

En la puerta había una mujer joven, mirándome con gesto asustado. Salió y regresó al momento con un hombre delgado, de barba y cabellos canosos.

—He cosido yo mismo la herida y he aplicado una pomada curativa. Es mejor que permanezcas quieto, hasta que lo dañado empiece a sanar.

—Pero ¿dónde estoy?

—Soy médico, sacerdote de la casa de Mitra. Te trajeron anoche aquí para que me ocupara de ti pues conozco la física. Mi nombre es Menipo.

—¿Quién me trajo?

—Lo siento, pero no puedo decírtelo; la persona que se apiadó de ti cuando te desangrabas me pidió que le ahorrara complicaciones.

—Debo regresar a mi casa. ¿Dónde están mis ropas? —dije, intentando incorporarme de nuevo, pero el dolor me hizo desistir.

—Se están lavando —respondió la mujer—. Haz caso al sacerdote; lo mejor es que descanses.

—Pero alguien debe avisar a mi familia; ahora tienen que estar muy preocupados.

—Yo mismo iré a tu casa —dijo el sacerdote—. ¿Dónde vives?

—En la vía Lautitia, en casa de Trásilo Quinctio, el tribuno.

—¡Ah! En casa del senador Quirino. Tú debes de ser su nieto, hijo de la pobre Aponia, devota de Isis.

El sacerdote se marchó para dar el aviso en mi casa. Mientras estuvo fuera, la mujer me hizo compañía; sentada, cosía y, de vez en cuando, me miraba de reojo. Pasado un rato, se presentó en la habitación un anciano de elevada estatura y aspecto venerable, acompañado de dos jóvenes.

Los tres vestían las ropas rituales del servicio de Mitra, con dorados soles bordados en el pecho. La mujer se inclinó y besó ceremoniosamente la mano del anciano. Después se acercó hasta mí.

—Es el sumo sacerdote, viene a verte —me dijo al oído.

El venerable patriarca me habló con voz solemne, casi metálica.

—Las tinieblas quisieron sumirte ayer en la oscuridad que reina bajo su mandato, hijo. Pero el dios-luz ha querido que tu alma siga unida a los quehaceres del mundo.

Después alargó la mano y uno de sus acompañantes depositó en su palma algo oscuro, que extrajo de una vasija de cobre.

—Esto es ceniza —dijo el sumo sacerdote—, sacada del brasero donde se consumen las ofrendas del todo-luz. Todos venimos del polvo de la tierra y a él volveremos un día. Las cenizas son el signo de lo que ahora es, pero ha de llegar a consumirse. Mientras el alma humana habita en el cuerpo por deseo del astro, somos reflejo de la luz de Mitra. Pero, igual que las ofrendas son consumidas por el fuego emanando destellos, un día sufriremos la purificación que nos hará alcanzar el rostro divino.

Dicho esto, con la otra mano cogió un poco de la ceniza y la dejó caer sobre mi cabeza.

—Solo él ha querido que tú, hijo, sufras ahora una purificación. Anoche atravesaste la puerta, pero el divino sol quiso retenerte aún, solo él sabe por qué misteriosos designios. Esta ceniza es el signo de que has sido purificado. Siempre que el cuerpo sufre injustamente, se despoja de parte del lastre que lo une a las tinieblas. Debes estar ahora contento, porque el dios está contigo.

Cuando estaba pronunciando ante mí estas palabras, vi el rostro de mi padre que entraba en aquel momento en la estancia, acompañado de Lico y de mi tío Hiberino. Se acercó hasta la cama y arrancó la sábana de un tirón.

—¡Por Júpiter! ¿Pero qué ha pasado contigo?

El sacerdote Menipo comenzó a explicarle entonces el alcance de la herida. Mientras, Lico se acercó a mi mejilla haciendo ademán de besarme, pero me habló al oído:

—No sabe nada de anoche —susurró—, puedes contarle la versión que desees.

Mi padre se dirigió entonces con brusquedad al sumo sacerdote:

—¡El aún no es hombre y yo decido sobre su vida! Si esto es consecuencia de algún rito oscuro, habréis de comparecer ante los tribunales.

—¡No, padre! —exclamé—. A ellos les debo estar ahora vivo. Alguien me recogió anoche, herido, y me trajo al sacerdote Menipo para que me curara la herida.

—Bien, eso lo veremos —afirmó Hiberino—. Ahora es mejor volver a casa.

—Lico, tómalo en brazos y llévalo hasta la litera que está en la puerta —ordenó mi padre.

—Puedes hacer con él lo que quieras, pues es tu hijo —dijo Menipo—, pero si ahora se mueve y se abre la herida, volverá a sangrar. Aunque la muerte no le amenace, su estado es delicado y requiere el cuidado de alguien que entienda.

—Tiene razón, amo —intervino Lico—. Yo conozco bien a este sacerdote, pues a él traen a los heridos del anfiteatro después de las luchas de gladiadores. Entiende bien las heridas y posee medicinas que aceleran la curación.

Mi padre pareció dudar.

—Escucha a tu criado, tribuno —dijo la mujer—. Si tu hijo está vivo se lo debes solo a él. Mejor harías en visitar el templo del todo-luz y depositar allí tu súplica y tu ofrenda. Deja aquí a tu hijo, nosotros lo cuidaremos hasta que se reponga.

Mi padre hizo salir a los demás de la habitación y quedamos tan solo él y yo. Entonces quiso saber lo que había pasado.

—Debes decirme la verdad. El que te ha hecho esto pagará su delito.

—No recuerdo nada, créeme —respondí angustiado.

—Pero… ¿dónde estuviste? ¿Con quién? Quizá alguien pueda aclararnos el asunto, si recuerdas a algún conocido.

—Sé que bebí mucho y que, llegado un momento, perdí la noción de las cosas; se formó un tumulto y me encontré con la herida, pero más no puedo decir.

—Bien, te quedas aquí hasta que te cures, pero cuida de que los sacerdotes no te llenen la cabeza de pájaros. En nuestra casa nunca hubo devoción a Mitra.

Cuando se hubieron marchado, el sacerdote me dio a beber una pócima amarga y dormí durante todo el día y la noche siguiente. Al despertar, sentí que el dolor era más tenue. Me trajeron alimentos y, después de cambiar los vendajes y lavar la herida, sacaron el camastro al jardín, donde permanecí solo toda esa mañana. Por la tarde, volvieron a llevarme a la habitación azul.

Acudieron entonces a mi mente los acontecimientos de los días anteriores, que se habían sucedido de forma rápida y atropellada. Me sentí transportado por el destino en volandas o manejado como un juguete por los dioses. Recordé el infinito placer del triunfo en el circo y cómo deseé morir en aquel momento, al presentir que la Fortuna no podía ya reservarme mayor felicidad que la de la puerta triunfal. Recorrí cada momento de aquel día y llegué a la fiesta de mi tío. Allí estaba Eolia, envuelta en sedas, hablándome dulcemente durante la cena. Sentí entonces el remordimiento, por haberla deseado solo para mí, y creí haber dado con la causa de mi herida. Pero después recordé el templo de Atis: a los devotos enloquecidos, llorando y lanzando gritos de aflicción por la separación fatal entre el dios y Cibeles; las mutilaciones y la furia de los coribantes, buscando la sangre de los fieles. Había deseado tanto participar en las Megalensias que, al encontrarme en aquella cama, privado de fuerzas, me sentí excluido y recordé a Prometeo con las entrañas devoradas.

Mi cuerpo estaba muy débil y la mente se me llenó de tinieblas. No recordaba haber temido antes a la muerte, aunque había crecido contemplando ese miedo en mi madre. Pero pude ver a las parcas haciendo deslizar entre sus dedos el final de mi ovillo. Entonces grité. Debía de tener fiebre, porque un frío sudor me recorría la frente y la espalda y sentía muy secos los labios.

Menipo acudió al escuchar los gritos.

—¿Por qué temes? —preguntó.

—He tenido una pesadilla —respondí.

—¿Qué has visto?

—Una de las hilanderas sostenía el final de mi vida.

—Todo hombre ve alguna vez el rostro de su muerte, pero eso no significa que deba dejar de vivir en ese momento. Solo los idiotas y los niños viven como si no hubieran de morir nunca.

—Pero era tan real…

—Los sueños son la máscara con la que la verdad acude a encontrarse con los hombres. Si se presentara con el rostro descubierto no podríamos soportar su fulgor. Los sueños de muerte son signo de algún remordimiento, de algún juicio en el que nos hemos declarado culpables. Si has soñado con la muerte es porque tu verdad ha querido enfrentarte con algo que te reprochas. ¿Has tomado algo prohibido?

Quedé pensativo. Pero era solo una forma de callar, porque ya había encontrado la causa de mi sueño de muerte.

Después, como llevado por una necesidad, dije:

—Amo y deseo a la mujer del hermano de mi padre.

—Eolia es muy bella y lleva consigo un torbellino capaz de arrastrar al más firme de los hombres —dijo—. Eres aún muy joven para afrontar una pasión como esa. Pero no temas: no hay luz en este mundo que no sea eclipsada por otra más brillante.

—¿Qué quieres decir?

—Que la vida sigue su curso. Ahora estás deslumbrado por una mujer para la cual no existen secretos, pero la belleza pasa y Eros no pierde el tiempo. Puedes estar seguro de que aparecerán otros amores capaces de inflamarte tanto como este o más aún.

—¿Y, mientras, qué puedo hacer?

—Quizá va a resultarte duro mi consejo, pero estoy consagrado a la verdad y no puedo negar al dios que me sustenta y rige.

—Has curado la herida de mi cuerpo. Confío en ti, Menipo.

—¡Bien! Esto será difícil para ti, y más ahora que te encuentras débil. Apártate de esa mujer, pues solo puede acarrearte perjuicios. Sé fuerte y considéralo como una medicina para tu alma. No hay pócima que no resulte amarga, pero en su mismo sabor de hiel lleva la salud.

—Siempre se ha portado bien conmigo. No es culpable de que me haya enamorado de ella. Sería desagradecido si ahora me mostrara distante, después de las atenciones que me ha dispensado estos meses.

—Permíteme que sea aún más consecuente con la verdad, aunque te hieran mis palabras. Eres ya un personaje conocido en la ciudad, a pesar de tus pocos años. Todo el mundo habla de Félix, el hijo del tribuno Trásilo Quinctio, ganador de los juegos de las Megalensias; tu belleza, tu simpatía y tu discreción no han pasado desapercibidas. Las ciudades se enamoran siempre de las novedades. A nadie se le escapa que Eolia está encaprichada contigo; te has paseado con ella por toda Emerita la noche de Atis, y ahora todos saben que te repones en la casa de Mitra de una herida sufrida en un tumulto. A la gente le gusta que la vida discurra por los cauces de los dramas teatrales. Pero la mejor forma de eludir la tragedia es descubrir dónde acecha, para cambiar uno mismo el curso de las cosas, con valor y con disposición. Créeme, el fatum no existe, no hay destino escrito e irrebocable.

—¡Ojala pudiera creerte! Hace ya tiempo que tengo la sensación de que los acontecimientos me persiguen, como si fueran gorgonas aladas, y cuando me dan alcance, me encuentro manejado por lo inevitable.

—Eso es porque eres aún muy joven. Llegará un día en el que podrás ser tú mismo el dueño de tu vida. Pero eso requiere destreza. Recuerda si no cómo has llegado a dominar la biga. Supongo que no naciste en un carro, ¿verdad?

—No —respondí sonriendo—, he tenido que prepararme a fondo, pero no voy a negar que la Fortuna estuvo a mi lado aquella tarde.

—Veo que sigues empeñado en ver presencias acechantes, para lo bueno y para lo malo. ¿Quieres saber por qué me enamoré del dios Mitra hasta el punto de consagrarme a él?

—Sé poco del dios persa. Mi padre es muy tradicional en materia de religión.

—¡Pues bien, ya es hora de que sepas algo de él! —exclamó—. El dios-luz es enviado desde el cielo para ayudar a los hombres en su lucha contra las fuerzas tiránicas del mal. Hasta ahí nada nuevo, eso ya lo habían hecho otros dioses. Su novedad radical estriba en que no conduce a los hombres a ningún sitio, ni aporta beneficios pasajeros; él mismo es la salvación. Unirse a él es participar de su misma sangre y obtener la inmortalidad. Y todo por pura vocación suya de hacer el bien a los hombres, porque él es el sumo bien.

—Eso que me dices suena muy bonito, pero de todos es sabido que los seguidores de Mitra os imponéis grandes privaciones y os abstenéis de muchos de los placeres de este mundo. ¿Puede un dios del sumo bien consentir el sufrimiento como forma de acceder a él?

—Veo que eres un joven razonable y que has sido instruido. Te contestaré a la altura de tu preparación. El dios no necesita nada de los hombres; él mismo se ofrece enteramente para conseguir el beneficio. Pero los hombres necesitamos de signos, si no andaríamos extraviados y nos ganarían las fuerzas engañosas del mundo, sin que pudiéramos manifestar nuestra adhesión al todo-luz. Nuestros ritos y purificaciones no son sino las señales de que atravesamos barreras para alcanzar nuestra entrega total. Cada uno ofrece lo que puede. A nadie se le exige que dé más de lo que sus fuerzas le permiten. Hay diversos grados de iniciación en el misterio, y el fiel es enteramente libre. Cada paso es un poco más de luz, un peldaño en el ascenso a la total iluminación…

—Pero… ¿por qué ocultarse? La religión tradicional celebra sus ritos en pleno día, en la presencia de todo el pueblo, frente a las autoridades públicas, en las plazas, sin temor a expresar su esencia. En cambio, las religiones orientales, las de caldeos, sirios, judíos, cristianos…, parece que necesitan de lo oculto, como si temieran dispersarse en el ambiente.

—Es por ser fieles al misterio. Nuestras criptas y sótanos son también un signo de lo real. El nacimiento es el paso de la oscuridad a la luz: del vientre cerrado de la madre a la libertad de movimientos y al aire exterior. La iniciación es un segundo nacimiento donde el neófito experimenta que este mundo es como el subsuelo, la planta baja de otra realidad superior, elevada y luminosa que le espera en la otra vida, en la cual todo será iluminado con el fulgor de la verdad, y lo que ahora tan solo vislumbramos, pues lo contemplamos en la penumbra, alcanzará su plena comprensión.

—Creo que ya te entiendo, Menipo. Eso que has dicho me ha recordado uno de los diálogos de Platón en el que Sócrates disertaba sobre una caverna oscura. Mi pedagogo solía hacernos leer ese capítulo.

—No es exactamente lo mismo, pero la figura es muy acertada. Platón presenta este mundo como imagen deformada de otro perfecto. Yo te hablo de la salvación, de la restauración radical de todas las cosas, de la desaparición definitiva de cuanto hay de imperfecto y caduco en este mundo.

—¿Crees de verdad que llegará eso que propones?

—No tengo la menor duda. Si amamos aquí, si podemos deleitarnos con la belleza, con la amistad, con el deseo de la vida, aunque todo pasa y se marchita, es porque esta vida es el signo de algo supremo que no tiene fin.

Ambos quedamos en silencio durante unos instantes. La noche había caído del todo. La habitación estaba en penumbra, iluminada tenuemente por una lucerna que permanecía siempre encendida, aunque fuera pleno día.

—Bien —dijo Menipo—, es hora de que descanses, y yo me siento en pecado, pues prometí a tu padre no hacer proselitismo contigo, sino cuidar únicamente de tu herida.

Menipo se marchó. Cuando quedé solo en el lecho, volví a sentir que las cosas suceden siguiendo un plan, a pesar de lo que habíamos estado hablando. Pero en ese momento no me sentí perseguido, sino que una paz profunda acudió a mi alma.

La luz del Oriente

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