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Capítulo 1

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TE ACUERDAS de Rosalind, ¿no?

Michael se quedó paralizado. Estaba agotado después de llevar horas metido en el avión, pero se había levantado cuando Emma fue a abrir la puerta; se hallaba junto a la ventana, frotándose el cuello con gesto de cansancio. Al sonar el timbre no había tenido ninguna advertencia previa, ninguna premonición de que la vida que había levantado con tanto cuidado durante los últimos cinco años estaba a punto de desmoronarse a su alrededor.

Muy despacio bajó la mano y se volvió con la absurda esperanza de haber oído mal el nombre, pero ahí estaba, entrando en la habitación como si fuera su dueña.

Rosalind, con el cabello largo del color de las hojas de la haya. Rosalind, con los hechiceros ojos verdes y la sonrisa que aún acosaba sus sueños. Rosalind, a quien se había esforzado en olvidar.

—Hola, Michael –dijo ella.

Sólo Rosalind había sido capaz de erguirse de esa manera, tan segura de su belleza, de conseguir lo que quisiera. Daba la impresión de que esperaba que él se postrara a sus pies.

«Si es así, ya puede esperar», se dijo. Ya había estado a sus pies, y había sido una experiencia amarga y humillante, que no tenía intención de repetir.

—Rosalind –replicó con voz impasible.

Se sentía sacudido, como si hubiera chocado contra una pared en la oscuridad, pero cuando miró con expresión acusadora a su hermana, ésta sonreía, mirándolos con satisfacción, anticipación y un creciente desconcierto por la respuesta apagada de él ante la sorpresa que le había preparado.

—Deben haber pasado muchos años desde la última vez que os visteis –decía Emma—. ¿Por qué no os ponéis al corriente mientras preparo café?

Rosalind observó a Michael con consternación. Se había sentido tan nerviosa por volver a verlo que experimentó un absurdo alivio cuando entró y descubrió que seguía igual. Mostraba la misma cara sosegada e inteligente de ojos grises y alertas. El mismo cuerpo compacto. El mismo aire de quietud e independencia que resultaba fascinante e intimidante al mismo tiempo.

Pero entonces pudo percibir que había cambiado. Tenía los ojos velados, la expresión reservada, la boca dura.

—Emma, no creo que sea una buena idea –comentó.

—Michael aún no me ha decepcionado nunca –sonrió desde la puerta—. Lo único que debes hacer es explicárselo. Y no te preocupes por Jamie, lo vigilaré –cerró la puerta a su espalda y Rosalind y Michael se quedaron mirándose.

Costaba creer que alguna vez habían reído juntos, se habían amado. Rosalind podía sentir la hostilidad erigida a su alrededor como una barrera invisible. En el pasado se habría sentido segura de su capacidad para hechizarlo en contra de su voluntad. Lo único que habría necesitado era una sonrisa, una mirada o un simple contacto para que Michael se dejara cautivar. Pero, al contemplar la figura quieta y atenta junto a la ventana, sabía que en ese momento no lo permitiría, que estaba en guardia contra ella.

Sin embargo, debía intentarlo.

—¿Cómo te ha ido, Michael? –preguntó al fin.

—Bien.

Ella suprimió un destello de irritación ante el tono sarcástico de su voz. Quizá hubiera sido una pregunta tonta, pero tenía que empezar en alguna parte.

—Bien –titubeó y se mordió el labio con incertidumbre. Se suponía que era su turno para preguntarle cómo estaba y brindarle la apertura que necesitaba, pero era evidente que no tenía intención de seguir los convencionalismos de una conversación agradable—. Y tu investigación –perseveró—. ¿Trabajas en algún emplazamiento interesante?

—Para mí sí –metió las manos en los bolsillos y la observó con creciente suspicacia—.Para ti lo dudo.

Rosalind reconoció para sí misma que antes no había mostrado ningún interés. Jamás había sido capaz de entender qué veía Michael en la arqueología, del mismo modo que él no había comprendido cómo podía ser feliz sin una carrera. Era otro ejemplo de lo distintas que habían sido sus vidas, de lo diferentes que aún eran. A veces pensaba que lo único que habían compartido era una intensa atracción física. «Algo que ni siquiera tenemos ya», pensó con melancolía. Michael mantenía las distancias.

Él no decía ni hacía nada, pero la atmósfera vibraba de tensión. Con la esperanza de mitigarla algo si se mostraba más relajada, Rosalind se dirigió al sofá y se sentó. Luego deseó no haberlo hecho. Michael ignoró la invitación a imitarla.

Lo observó con disimulo. Era un hombre de aspecto tranquilo, no mucho más alto que ella, pero con una cualidad de dureza y contención que resultaba extrañamente perturbadora. En una ocasión habían sido amantes, pero en ese momento a Rosalind no se le ocurría qué decir.

—¿Has tenido un buen vuelo? –fue lo mejor que se le ocurrió.

—En realidad, no –de pronto perdió la paciencia—. Fue largo, con retraso y muy incómodo, y me vi obligado a dejar el emplazamiento en el peor de los momentos posibles, de modo que no estoy con ganas de mantener una conversación social. ¿Por qué no dejas de fingir que somos desconocidos educados y expones lo que tienes que decir?

—Somos desconocidos ahora –lo miró y luego apartó la vista. Jamás debió dejar que Emma la convenciera; con gesto nervioso se puso a darle vueltas al anillo de compromiso. Era inútil tratar de hablar con él. Entre ellos había un abismo—. Has cambiado –añadió con tristeza.

—Tú no –soltó con voz dura—. Vamos, Rosalind, será mejor que me cuentes qué es lo que quieres. Porque supongo que quieres algo, ¿no? Siempre ha sido así.

Ella reculó interiormente ante su tono, pero alzó la barbilla y se volvió para mirarlo a los ojos. Tampoco tenía muchas ganas de mantener una conversación social.

—De acuerdo –reconoció—. Quiero algo.

—¿Y de qué se trata esta vez? ¿Alguien que vaya corriendo ante tu más mínimo capricho? ¿O alguien que se eche para ser un felpudo sobre el que puedas limpiarte los pies?

Con pesar, se dio cuenta de que no la había perdonado. No tenía ni idea de la amargura con la que lamentaba haberlo tratado como lo hizo, pero sin duda ya debería haber comprendido que, si hubieran estado juntos, todo habría sido un desastre. Pero no tenía sentido tratar eso. No podía permitirse el lujo de involucrarse con el pasado. Lo que importaba en ese momento era el presente… y Jamie.

—Nada semejante –se obligó a reponer con naturalidad—. Necesito tu ayuda. Es importante.

—Si no recuerdo mal, para ti todo siempre fue importante —indicó él—. La gente dedica todo su tiempo a ayudarte. Si no logras manipularla para que haga lo que quieres, la compras. ¿Se te ha ocurrido alguna vez, Rosalind, que si alzaras uno de esos dedos tan cuidados podrías ayudarte a ti misma?

—Esto es diferente –se sonrojó y cerró los dedos sobre su regazo.

Pasándose una mano por la cara en gesto de agotada resignación, Michael se apartó de la ventana y se sentó en el sofá frente a ella,

—¿Qué es exactamente lo que quieres que es tan diferente? –inquirió.

De pronto, Rosalind se dio cuenta de que parecía extenuado. Había viajado dos días y resultaba evidente que ella era la última persona que había querido ver al final de su viaje. ¿Sería mejor dejarlo?

Y entonces, ¿qué? ¿Continuar como estaba, con la esperanza de que el problema desapareciera? La perspectiva la dejaba helada. Ya no podía proseguir de esa manera. También ella estaba cansada de mirar por encima del hombro, de ponerse tensa cada vez que el teléfono sonaba o la puerta se abría, de preocuparse de dónde y con quién estaba Jamie en cuanto no lo tenía a la vista. No quería solicitar la ayuda de Michael, pero por Jamie tendría que hacerlo.

—Emma me ha contado que vas a Yorkshire a visitar a una tía abuela a la que no has visto en años.

—¿Y eso qué tiene que ver contigo? –preguntó con cautela.

—Quiero acompañarte.

—¿Que quieres qué? –habló tras un largo silencio.

Rosalind respiró hondo. Lo había empezado, y ya tenía que terminarlo.

—No sólo yo. También irá Jamie.

La contempló con incredulidad, en busca de alguna señal de que se trataba de una broma.

—¿Y quién es Jamie? –quiso saber con tono tranquilo y peligroso.

—Es mi hermano.

—¿Tu hermano? –evidentemente era lo último que había esperado. Frunció el ceño—. No sabía que tuvieras un hermano.

—En realidad, es mi hermanastro –se obligó a mirarlo—. Mi padre volvió a casarse después… después de que te fueras al extranjero.

«Después de que me pidieras que me casara contigo y yo te rechazara», corrigió mentalmente. Eso tendría que haber dicho. Por su expresión, supo que Michael pensaba lo mismo.

—Papá murió el noviembre pasado –continuó ella—. Es probable que lo leyeras en los diarios –Gerald Leigh había sido famoso tanto por su extravagante estilo de vida como por sus inversiones financieras globales, y durante un tiempo su inesperada muerte había aparecido en las noticias internacionales. Michael asintió—. Natasha, su esposa, iba con él cuando el helicóptero cayó. Volvían para celebrar el cumpleaños de Jamie. Cumplía tres años –bajó la vista a las manos al recordar ese frío día de noviembre. Estaba de compras cuando sonó su teléfono móvil—. Creo que Jamie no ha terminado de entenderlo. Tenía a su niñera, de modo que por fuera la vida no cambió mucho para él –había sido diferente para ella. Una llamada, y toda su vida se había vuelto del revés.

Se preguntó si sería capaz de explicarle cómo se sentía; lo miró y vio que la observaba con algo que casi podría haber sido comprensión, pero, en cuanto sus ojos se encontraron, él los apartó.

—Mira, siento lo de tu padre, desde luego –expuso Michael con sequedad—, pero, ¿qué tiene que ver esto conmigo?

—No tardarás en descubrirlo –hizo caso omiso de la impaciencia de él y ordenó sus pensamientos—. Al ser la más próxima en parentesco, de pronto me vi tutora de Jamie. Natasha y yo nunca nos llevamos bien, de modo que apenas pasaba tiempo con él, y entonces no pensé que tuviera que cambiar mucho mi vida. Me trasladé a vivir a la casa Belgravia, pero imaginé que lo único que tendría que hacer era ocuparme de que tuviera una niñera que lo cuidara.

—Ser responsable de un niño requiere algo más que contratar a una niñera –espetó Michael sin molestarse en ocultar su desprecio—. No puedes entregárselo a un ejército de sirvientes sólo porque te quita parte del tiempo que dedicas a hacer compras.

—Eso he averiguado –a Rosalind le costó mantener la voz impasible. Con un deje de desesperación, se recordó que necesitaba a Michael. No podía permitir que su sarcasmo y el evidente desagrado que sentía por ella la irritaran—. Si me hubieras dejado acabar, iba a decir que no tardé mucho en darme cuenta de que me equivocaba. Jamie ahora forma parte de mi vida, y es muy importante para mí. No estaría aquí si no fuera por él.

—De acuerdo, así que cuidas de tu hermano –resumió él sin mostrarse impresionado—. Aún no has explicado por qué quieres ir a Yorkshire o por qué de repente se espera que yo haga de chófer.

—Jamie corre peligro –en vez de sobresaltarse horrorizado o de tomarla en brazos con promesas de protegerla, se mostró profundamente irritado.

—¿Qué tipo de peligro?

—No lo sé exactamente –repuso despacio—, pero tengo miedo –lo vio iniciar un gesto de impaciencia y se adelantó para interrumpirlo antes de que pudiera pronunciar algo devastador—. Por favor, ¿puedo contártelo? –sus ojos verdes se lo rogaron—. Jamás he tenido que suplicar por nada –continuó con una honestidad que pareció sobresaltarlo—, pero te lo suplico ahora. Deja que te lo explique.

—Muy bien –aceptó él mesándose el pelo, entre molesto y resignado.

No era la reacción de simpatía que había esperado ella, pero al menos escuchaba.

—He estado recibiendo cartas y llamadas anónimas —comenzó Rosalind—. Empezaron con la muerte de mi padre. Al principio, pensé que se trataba de un chiflado, alguien que había visto mi foto en una revista. Ni siquiera eran especialmente amenazadoras, sólo parecía alguien que quería que supiera que me había visto y que sabía dónde había estado y qué ropa llevaba puesta. Pensé que resultaba inquietante, pero nada más, y me olvidé de las cartas.

Hablar de ello la ponía tensa. Nerviosa, se puso de pie y se acercó a la chimenea, como si quisiera recibir calor, aunque no estaba encendida. Cruzó los brazos y se volvió hacia Michael.

—Entonces comenzaron las llamadas telefónicas. No puedo decirte cómo era la voz… –tembló al recordar su malevolencia—. Ni siquiera sé si es un hombre o una mujer. Lo que de verdad me asustó es que se puso a hablar de Jamie. No para de decir cosas como «Era una chaqueta azul muy bonita la que llevaba Jamie hoy, ¿verdad?», por lo que sé que nos vigila –respiró hondo para tranquilizarse. No iba a ponerse a llorar para que Michael tuviera la excusa de acusarla de histérica—. Y ha empezado a amenazarlo. «Sería terrible si Jamie se perdiera, ¿no?» «No querrás que nadie lo lastime, ¿verdad?», cosas de ese tipo –tragó saliva y juntó más los brazos—. Cuelgo el teléfono, desde luego, pero me aterra pensar que ese… ese loco… planee secuestrar a Jamie.

—¿Ha intentado alguien acercarse a ti?

—Nunca he visto a nadie, pero sé que nos vigila allá a donde vamos.

—Suena muy desagradable –comentó Michael pasados unos momentos—, pero, ¿no crees que es un asunto para la policía?

—He hablado con ellos –indicó con cierta impaciencia—. Hacen lo que pueden, pero hay un límite para su capacidad de acción cuando se trata de llamadas telefónicas y cartas, y ni siquiera se han producido amenazas específicas. Mi número no figura en la guía, pero de todos modos lo he cambiado, y todo continúa igual.

Michael frunció el ceño, como si estuviera irritado consigo mismo por haberse involucrado.

—¿Por qué no te marchas una temporada –sugirió—. Te lo puedes permitir.

—¿No crees que he pensado en ello? En febrero me llevé a Jamie y a su niñera a ver a su abuela en Los Ángeles. Fue maravilloso los tres primeros días, pero entonces llegó una carta –recordó que había empezado a relajarse cuando la doncella le entregó la carta aparecida en el buzón. Miró a Michael con la cara pálida—. No se trata de un extraño. Es alguien que me conoce, que conoce a mis amigos y que puede subirse a un avión y seguirme a donde vaya —¿entendería su temor? ¿Sería capaz de imaginar qué se sentía al no poder confiar en nadie, al pasar todo el tiempo mirando una y otra cara y preguntándote si sería ésa?

—¿Qué hiciste entonces? –inquirió él.

—Volvimos a casa –alzó las manos en un gesto desvalido—. Al menos aquí nos encontramos en un terreno conocido. Por desgracia, la niñera ya estaba tan asustada que se marchó, y no me he atrevido a sustituirla. No puedo dejar a Jamie con una desconocida cuando hay alguien ahí afuera listo para hacer cualquier cosa para lastimarlo.

—Entonces, ¿quién se ocupa de él en este momento?

—Yo –repuso con un ligero desafío. Michael no dijo nada. Contempló su traje verde pálido con la falda corta, las medias y los tacones de las poco prácticas sandalias, el maquillaje impecable, las uñas inmaculadamente pintadas. Enarcó una ceja y Rosalind se sonrojó—. Por lo general, no voy vestida así –se contuvo de añadir que se lo había puesto porque sabía que le quedaba bien y quería impresionarlo. Aunque no tendría que haberse molestado. Tarde, recordó que hacía falta mucho para impresionar a Michael.

Éste se reclinó en el sillón y juntó las manos detrás de la cabeza, disfrutando de la visión de Rosalind.

—Me gustaría ver cómo te ocupas de un niño revoltoso –comentó divertido.

—Puedes hacerlo –indicó un poco agitada.

La diversión que brillaba en sus ojos grises había transformado al distante extraño en el Michael que recordaba, el hombre fascinante e inaccesible con la sonrisa que resultaba devastadora al tiempo que inesperada. Sólo pensar en esa sonrisa logró resecarle la garganta, y deseó no haberla recordado. Eso significaba recordar otras cosas sobre él, como el contacto de su boca fresca y sus manos cálidas, la expresión en sus ojos al abrazarla… cosas que era mejor olvidar.

—No lo creo —con una mezcla de alivio y decepción, Rosalind vio que la sonrisa se desvanecía de su rostro cuando bajó las manos y se incorporó de repente—. Sé que esperas mi simpatía, y no me importa afirmar que lo siento por ti si eso es lo que quieres, pero no entiendo qué pretendes que haga al respecto, ni lo que esperas lograr acompañándome a Askerby. Si esa persona que te está acosando puede llegar a Los Ángeles, Yorkshire no le planteará muchos problemas.

—Por eso necesito disfrazarme –expuso Rosalind con ansiedad, viendo al fin una oportunidad.

—¿En qué pensabas? –la miró con sarcasmo—. ¿En una nariz y un mostacho falsos?

—No. Algo mucho más sencillo.

—¿Sí? –se mofó—. ¿Y de qué pensabas disfrazarte?

Ella respiró hondo y rezó para mantener la voz firme.

—De tu esposa –soltó—. Y Jamie podría ser tu hijo.

—Lo siento, creo que debo tener el oído mal –fingió destaparlo—. ¿Podrías repetirlo? ¡Por un minuto pensé que habías sugerido acompañarme a Yorkshire fingiendo ser mi esposa! Desde luego, de inmediato me di cuenta de que no te podía haber escuchado bien. Ni siquiera tú, Rosalind, podrías ser tan arrogante como para rechazar una propuesta de matrimonio y suponer que, cinco años después, el mismo hombre al que rechazaste con tanta indiferencia seguiría lo bastante enamorado para aceptar tomar parte en semejante farsa.

Rosalind se ruborizó, pero apretó los dientes y continuó.

—No te lo pido por eso. Sé muy bien que no estás enamorado de mí. Te lo pido porque puedes ofrecerme el disfraz perfecto –intentó explicar—. Ese hombre, mujer, o quienquiera que me esté haciendo la vida miserable, va a buscarnos a Jamie y a mí allá donde vayamos. No va a buscar a la esposa e hijo de un hombre del que jamás ha oído hablar. Por eso debes ser tú –las palabras no cesaron de salir de su boca en su afán por convencerlo—. Esa persona me conoce, puede que incluso muy bien, pero no te conoce a ti. Emma es la única que sabe de la conexión existente entre nosotros, y confío en ella absolutamente.

—¿Por qué? ¿Porque no es lo bastante rica como para relacionarse con tus otros amigos? ¡Supongo que lo que la descarta como sospechosa es el hecho de que no pueda seguirte a los Estados Unidos!

—No –empezaba a sentirse tan enfadada como él. ¿Es que pensaba que le resultaba fácil pedirle si podía fingir ser su esposa, sabiendo que ya había rechazado su propuesta real de matrimonio en el pasado? ¿Percibía acaso lo humillante que eso le resultaba?— No tiene nada que ver con el dinero. Tú nunca entendiste nuestra amistad, pero Emma y yo hemos sido íntimas desde la escuela, ¡y me atrevería a decir que la conozco mejor que tú! Confío en ella ciegamente.

Como si ésa fuera su entrada, Emma apareció con una bandeja en la que llevaba una cafetera, tres tazas, un vaso de plástico y un plato con galletitas. Mantuvo la puerta con la cadera mientras un pequeño de aspecto angelical trotaba a su lado. Tenía el pelo rubio y enormes ojos castaños con unas pestañas muy largas; en una mano sostenía un tren de juguete y en la otra una galletita. Al ver a Michael, se paró en seco y lo observó con la inquietante franqueza de los niños.

—Éste es Jamie –dijo Emma al dejar la bandeja sobre la mesita de centro—. Todavía no lo conoces, ¿verdad?

—No –Michael hizo un esfuerzo por dominarse y esbozar una sonrisa—. Hola, Jamie.

—Hola –saludó al rato, al parecer aceptándolo después de observarlo con cuidado—. Tengo un tren.

—Eso veo –corroboró Michael—. Yo tenía uno igual de pequeño.

—Míralo –Jamie no era un niño muy abierto, pero para sorpresa de Rosalind, se acercó a Michael y le enseñó el tren. Michael se agachó junto a él e inspeccionó el juguete con seriedad, dándole la vuelta en sus dedos largos.

Rosalind observó el rostro de Jamie mientras los dos compartían una conversación en apariencia intensa, y volvió a sentir que el corazón se le encogía. Costaba creer que no lo había amado siempre. Posó los ojos en Michael con cierto desconcierto. Era una persona tan distante e independiente que no había esperado que se llevara bien con los niños, aunque ya daba la impresión de haber cautivado a Jamie. Algo se retorció en su interior.

—¿Y bien? –preguntó Emma en voz baja al arrodillarse junto a la mesita para servir el café—. ¿Habéis llegado a un acuerdo?

—En realidad, no –Rosalind se obligó a concentrarse en el problema al regresar al sofá.

Michael había captado el intercambio. Devolvió el tren a las manos pegajosas de Jamie y lo dejó en cuclillas, la atención dividida entre el juguete y la galletita.

—Llegamos hasta el punto en que Rosalind sugiere que me cargue con una esposa y un hijo para mi viaje a Yorkshire –le informó a su hermana mientras aceptaba una taza.

—Como ya habrás deducido por su tono, Michael no cree que sea una buena idea –suspiró Rosalind.

—¿Por qué no? –Emma miró a su hermano con sincera sorpresa.

—En realidad, creo que es una buena idea que desaparezcas durante unas semanas –miró con frialdad a Rosalind—. Lo que no entiendo es por qué ha de ser conmigo –se volvió hacia su hermana, esperando que al menos ella pudiera ver el sentido común—. Rosalind puede permitirse el lujo de ir a cualquier parte del mundo –señaló.

—¡Exacto! –exclamó su hermana—. Razón por la que un tranquilo poblado de Yorkshire sería el último sitio en el que buscaría alguien que quisiera encontrarla.

—Bien, que vaya a Yorkshire si es lo que desea, pero, ¿por qué involucrarme a mí?

—¡Oh, Michael, sólo tienes que mirarla! —como una sola persona, los hermanos se volvieron a estudiar a Rosalind, que parecía terriblemente fuera de lugar en el viejo sofá. Irradiaba un destello indefinible, un aura de riqueza y sofisticación que sólo en parte se debía a la ropa cara que lucía—. Sobresaldría a un kilómetro de distancia a cualquier parte que fuera –señaló Emma innecesariamente—. Roz no es el tipo de chica que pasa desapercibida. Puede que no sea una celebridad, pero mucha gente conoce su nombre, o reconocería su foto de la sección de sociedad. Si Jamie y ella van con sus nombres, no tardarían en rastrearlos. Han de adoptar una nueva identidad, por unas pocas semanas, hasta que la policía logre dar con la persona que le está haciendo esto.

»En realidad, fue la misma policía la que lo sugirió –continuó Emma—. Y ahí pensé en ti. Acababa de recibir tu mensaje en el que decías que vendrías por un mes para arreglar el problema de la tía Maud, y de pronto comprendí que serías la tapadera perfecta. Nadie te asocia con Rosalind y, lo que es más importante, irás a un sitio donde nadie te conoce ni espera que seas otra persona que quien afirmes que eres. Si presentas a Rosalind y a Jamie como tu esposa e hijo, ¿quién va a cuestionarlo?»

—¿La tía Maud? –sugirió él con ironía, pero Emma lo descartó con un gesto.

—No ha mantenido contacto con la familia durante más de veinte años, de modo que no sabrá si estás casado o no, ¿verdad?

—Puede que no –dijo con una de sus miradas implacables—, pero es una mujer mayor, y parece confusa y necesitada de ayuda. No sé por qué debemos imponerles a una mujer y un niño desconocidos bajo falsos pretextos.

—¡Michael! –exclamó Emma, decepcionada—. ¡No te puedes negar! Rosalind y Jamie están en peligro, ¡y tú eres el único que puede ayudarlos!

—Tonterías, Emma, y tú lo sabes –apretó los labios. Miró a Rosalind, que hacía girar de forma inconsciente un espectacular anillo de diamantes que llevaba en el dedo anular de la mano izquierda—. No hace falta que sigas jugando con el anillo –soltó con aspereza—. En cuanto vi lo ostentoso que era, recibí el mensaje de que encontraste a alguien lo bastante bueno para ti.

Emma se mostró desconcertada por el tono de Michael, y Rosalind se apresuró a hablar antes de que su amiga pudiera darse cuenta de que su relación con su hermano había sido algo más que una amistad. No había querido hablar de lo sucedido cinco años atrás, y era evidente que Michael tampoco.

—No intentaba enviarte ningún mensaje –explicó con mirada gélida—. Tengo la costumbre de girar el anillo siempre que pienso, eso es todo.

—Pero se trata de un anillo de compromiso, ¿no?

—Sí, lo es –repuso tras titubear unos instantes. Podría habérselo quitado antes de ir. El compromiso sólo complicaba las cosas.

—En ese caso, te sugiero que le pidas a quienquiera que te lo dio que te lleve lejos de aquí –dijo con voz llana.

—No puedo –se mordió el labio. No quería hablar de Simon, cuya rotunda negativa a verse involucrado en el asunto dolía mucho más que lo que le gustaba reconocer.

—¿No? ¿Por qué? –Michael indicó el anillo que centelleaba en su mano—. Seguro que alguien preparado para comprar semejante joya debería quererte lo suficiente como para ir de un lugar a otro del país, si eso es lo que tú deseas.

—No es tan fácil –protestó Rosalind.

—Roz está comprometida con Simon Hungerford –explicó Emma—. Habrás oído hablar de él.

—¿Hungerford? ¿El político?

—El mismo –corroboró su hermana.

Michael observó el rostro súbitamente acalorado de Rosalind.

—¿Simon Hungerford y tú? –preguntó despacio—. Sí, tiene sentido. Sólo alguien como él te bastaría. Los Hungerford son una de las pocas familias que pueden rivalizar con la tuya en riqueza, y he leído que en este momento Simon persigue el poder con la misma ambición implacable que el resto de su familia persigue el dinero. ¡Hacéis una buena pareja!

Rosalind se encogió interiormente ante el desprecio que notó en su voz, pero alzó la barbilla y se esforzó por no prestarle atención.

—Es muy difícil para Simon marcharse –intentó disculparlo—. Aunque no tuviera tantos compromisos, es demasiado conocido. Alguien terminaría por reconocerlo y entonces tendríamos a los periódicos encima, lo cual sería como poner un anuncio diciéndole a ese desconocido dónde estábamos.

—¿Lo ves? Debes ser tú, Michael –insistió Emma, ofreciendo el plato con las galletitas, pero él no estaba por la labor de sucumbir.

—Lo siento, Emma –ignoró las pastas—, pero en este momento ya tengo suficientes problemas como para actuar de guardaespaldas. Rosalind tiene un novio para protegerla, y si no está preparado para cuidarla por sí mismo, puede permitirse pagar a alguien para que lo haga por él. Yo tengo cosas más importantes que hacer.

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