Читать книгу Tiempo de espera - Jessica Hart - Страница 6
Capítulo 2
ОглавлениеHABÍA dicho que no.
Entonces, se preguntó con furia a la mañana siguiente, ¿por qué demonios iba por la M1 con Rosalind a su lado y Jamie dormido en el asiento de atrás del coche?
De no haber sido por esa maldita llamada telefónica, estaría solo, concentrado en volver a meter todos los recuerdos de ella en el cajón mental de «Gran Error». Cinco minutos más tarde y Rosalind se habría marchado y él habría podido continuar con su vida. Pero bebían café cuando sonó el teléfono móvil de ella.
Al principio, él no había prestado mucha atención. Jamie había derramado parte del zumo sobre la falda de Rosalind, y Emma y ella se habían incorporado en busca de un trapo para limpiar la tela y las manos del pequeño. El imperativo sonido del teléfono hizo que Rosalind se pusiera a buscar con nerviosismo el bolso, que había dejado en la mesa junto a la entrada.
—Debe ser Simon –le indicó a Emma—. Dijo que llamaría.
Irritado por tanto alboroto, Michael daba vueltas por el salón con la taza en la mano, preguntándose cómo podía esperar ocuparse de un niño cuando casi ni siquiera era capaz de ocuparse de un poco de zumo derramado. Pero algo en la cualidad del silencio reinante hizo que se volviera; dejó la taza sobre el televisor con tanta brusquedad que cayó por el borde.
Rosalind estaba inmóvil junto a la puerta, con el teléfono pegado al oído; miraba al frente con una expresión de tan absoluto terror que Michael sintió un nudo en la garganta.
Luego no tuvo recuerdo de haber cruzado la estancia para quitarle el teléfono de su mano floja.
—… sería una pena que le sucediera algo a un niño tan bonito, ¿verdad? –oyó, y comprendió lo que había querido decir Rosalind sobre la voz. Era curiosamente asexuada, y tan llena de maldad que se le puso la piel de gallina—. Verás, sé dónde estás. Sé que se encuentra contigo…
Michael había oído suficiente. Cortó la conexión y depositó el teléfono sobre la mesita con una mueca de desagrado. Emma parecía consternada, Jamie desconcertado y un poco ansioso, como si temiera que la atmósfera tensa fuera consecuencia del zumo que había tirado. Rosalind seguía con la vista clavada al frente, con los labios tan apretados que Michael pudo ver el esfuerzo que le costaba impedir que le temblaran.
Le tomó el brazo y la llevó de vuelta al sofá para que se sentara. Tenía rígido el cuerpo esbelto y, percibiendo su angustia, Jamie se apoyó en su rodilla. Ella lo abrazó con fuerza.
—Está bien, cariño, no tienes que preocuparte por nada –dijo con un poco de inseguridad, y entonces alzó los ojos y Michael se encontró mirando en sus titilantes y verdes profundidades.
—De acuerdo –se oyó decir él—. Mañana podéis venir conmigo a Yorkshire.
¿Por qué lo había dicho? Se recordó que no era asunto suyo. Se trataba de Rosalind, la reina de hielo en persona, y si alguien había aprendido a desconfiar de esos enormes ojos verdes, ése era él. Entonces, ¿por qué tuvo que mirarlo de esa manera para que se diera cuenta de que incluso después de todos esos años la idea de que ella pudiera estar herida o asustada le resultaba insoportable? No supo si quería conocer la respuesta.
«Al menos tuve el sentido común de establecer algunas condiciones», pensó mientras adelantaba un coche. Era evidente que Rosalind no había pensado más allá del hecho de convencerlo para que la llevara con él, y se quedó pasmada cuando le informó de que iba a tener que hacer algo sobre su aspecto.
—Deberás cambiar esa imagen –había afirmado—. En un pueblo de Yorkshire llamarías mucho la atención así. Nadie va a creer que eres la esposa de un arqueólogo si vas por ahí llevando ropa que, seguramente, cuesta la mitad de lo que gano al año.
Había esperado que protestara, pero dio la impresión de que Rosalind había decidido no tentar demasiado su suerte. Sin embargo, su expresión cuando Emma expuso la ropa que Michael la había enviado a comprar, resultó elocuente.
—¿No podría llevarme algunas de mis cosas? –rogó al levantar una falda de pana y mirarla con una mezcla de incredulidad y desagrado.
—Puedes llevarte los vaqueros y tu ropa interior, pero cualquier otra cosa que luzcas en público ha de salir de aquí –recalcó Michael, que aún seguía furioso consigo mismo.
—¡Pero pareceré tan anticuada!
—¡Eso es lo que buscamos, Rosalind! –exclamó con los dientes apretados—. Le pedí a Emma que te comprara ropa práctica que fuera adecuada para una madre corriente. Si quieres encajar con tu entorno para que nadie note tu presencia, tendrás que vestirte como todos los demás.
—Pensé que bastaría con que me presentaras como tu esposa –suspiró y dejó la falda sobre la mesa, con el resto de la ropa que había comprado Emma.
—Pues no. Si quieres llamar la atención, aparece como vas ahora. ¡Pero no esperes que le diga a nadie que tienes algo que ver conmigo! Y no es sólo cuestión de lo que te pongas. Será mejor que también hagas algo con tu pelo.
—¿Qué tiene mi pelo? –instintivamente se llevó las manos a la cabeza.
—Córtatelo –ordenó, sintiendo una perversa satisfacción al pensar en ella sin ese cabello glorioso, sedoso y brillante.
—¿Y si no lo hago? –se rebeló.
—No te llevaré conmigo –repuso.
—¡Eso es chantaje!
—Depende de ti –se encogió de hombros.
—Me temo que tiene razón, Roz –se disculpó Emma cuando su amiga recurrió a ella en busca de apoyo—. Tu pelo es tan hermoso y de un color tan inusual, que alguien terminará por hacer algún comentario sobre él. Puede que incluso te reconozcan. Recuerda todas las fotos que aparecieron de Simon y de ti en los periódicos cuando anunciasteis vuestro compromiso. Entonces se hicieron muchos comentarios sobre tu cabello.
Michael casi había esperado que Rosalind se negara a aceptar su ultimátum y le proporcionara la excusa para cancelarlo todo. Pero cuando la vio aquella mañana, el pelo apenas le llegaba hasta la línea de la mandíbula, teñido de un castaño apagado y ratonil. De lejos, apenas la reconoció.
Mirándola de reojo a su lado, con el cabello mal cortado y un jersey azul abultado encima de los vaqueros, parecía una desconocida. Había querido que fuera una desconocida con el fin de mantener a raya los amargos recuerdos, pero no resultaba tan fácil. Nada podía cambiar las líneas puras de su perfil o el torrente de pestañas sobre sus resplandecientes ojos verdes.
Era la misma Rosalind. Entre ellos flotaba la tenue, cautivadora y amargamente familiar fragancia. La misma boca, el mismo hueco tentador en el cuello. Apretó con fuerza el volante. «El mismo egoísmo», se recordó con un deje de desesperación. «La misma vanidad y arrogancia».
A su lado, Rosalind se volvió por enésima vez para ver a Jamie. Dormía en el asiento infantil que Michael había alquilado con el coche, con la cabecita rubia ladeada. Estaba a salvo; eso era lo único que importaba. Por su seguridad, valía la pena perder el pelo y llevar la espantosa ropa que llenaba su maleta, incluso soportar la hostilidad de Michael.
Aún no estaba segura de qué era lo que lo había hecho cambiar de idea. Hubo un momento después de la horrible llamada en que habría jurado que vio preocupación en sus ojos; pero, si ése era el caso, él no lo reconocía. Desde entonces había sido brusco con ella, y, cuando intentó darle las gracias, descartó su gratitud con un gesto de la mano.
—Lo hago por Jamie, no por ti –le había dicho.
—Y yo también –fue su respuesta.
Suspiró y volvió a mirar hacia la carretera; se llevó una mano al cuello. Era extraño no sentir la densa cascada de pelo caerle por la espalda. Liberado de su propio peso, se ondulaba con suavidad en torno a su cara.
—Deja de jugar con el pelo –pidió irritado Michael.
—No puedo evitarlo –protestó ella—. No siento que sea yo.
—Querías un disfraz –señaló él.
—Lo sé –miró por la ventanilla—. No comprendí que parecer diferente me haría sentir diferente.
—Espero que haga que te comportes de forma diferente –dijo él sin apartar la vista del frente.
—¡No pensé que las mujeres de los arqueólogos se comportaban de distinta manera que nosotras! –lo miró con resentimiento.
—¿El resto de nosotras? –enarcó una ceja con expresión cáustica—. ¿Cuántas mujeres crees que se comportan como tú?
—Supongo que muchas –repuso, empezando a irritarse—. Puede que tenga más dinero que la mayoría, pero eso no significa que no piense y sienta como cualquier otra persona.
—Bajo ningún concepto te comportas como el tipo de mujer con el que es probable que me casara –la miró de reojo con desagrado.
—Te habrías casado conmigo en una ocasión si te hubiera aceptado –le recordó, picada, al tiempo que giraba para mirarlo con ojos peligrosamente entrecerrados—. ¿O lo has olvidado?
—No, no lo he olvidado –contestó tras una leve pausa—. Pero ahora buscaría algo más que simple belleza en una esposa.
—¿Como qué?
—Amor. Claro está que tú no sabes lo que es eso, ¿verdad, Rosalind? El amor jamás figuró en tu agenda.
Su voz sonó fría, y Rosalind se clavó las uñas en las palmas de las manos, decidida a no permitir que supiera que la había herido.
—Puede que entonces haya sido mejor que no me casara contigo –sonrió con expresión frágil.
—Es posible –coincidió él.
—Espero que estés agradecido por haberme negado.
—Desde luego no lo estuve en aquel momento, pero no te equivocaste al decir que no encajábamos juntos.
Rosalind sabía que había hecho lo correcto, pero, de algún modo, eso no la consoló después de que Michael se fuera, y seguía sucediéndole lo mismo. La súbita y vigorizadora oleada de furia desapareció casi al instante, dejándola cansada e inexplicablemente deprimida.
—Debe ser la primera vez que coincides conmigo en algo –había querido que sonara como una broma, pero sonó como algo triste.
—¿Sí?
Su voz sonó extraña, y Rosalind se preguntó si también él pensaba en las veces que habían discutido y peleado, para luego besarse y reconciliarse. Al menos en la cama siempre habían coincidido. Aún podía sentir el tembloroso deleite de su boca sobre su piel, de sus manos lentas y seguras explorándole el cuerpo.
El silencio, cargado de recuerdos, se estiró entre ellos. Rosalind se encontró recordando el vigésimo primer cumpleaños de Emma. Se había puesto un vestido verde mar que mostraba sus largas piernas y casi toda su espalda; reía mientras alguien volvía a llenarle la copa con champán cuando su vista se posó en Michael en el otro lado del salón. Los ojos de él estaban particularmente vivos en su austero rostro, y, sobresaltada, tuvo que apartar la vista y beber un sorbo de champán.
Cuando volvió a alzar los ojos, no estaba. Un poco irritada por su propio interés, había circulado por la fiesta con la esperanza de verlo de nuevo, pero daba la impresión de haber desaparecido. Y entonces, justo cuando se había rendido, Emma la había llevado a un lado para presentarle a su hermano.
—Éste es Michael.
Rosalind había vuelto a mirar los mismos ojos grises y sosegados y el corazón le dio un vuelco.
Si Michael la había reconocido por la breve y ardiente mirada que intercambiaron, no dio señal de ello. Se mostró educado pero nada impresionado, y Rosalind, que había aprendido a aceptar sin cuestionar una admiración universal y absoluta, se había sentido molesta. Él había irradiado un leve aire de desaprobación, un ligero deje de burla en su voz, que la irritó. ¿Quién era Michael Brooke para mostrar desaprobación? No era atractivo; no era encantador. Sólo era el hermano de una amiga del colegio. Entonces, ¿por qué le resultaba tan fascinante?
Por supuesto, su relación había estado predestinada desde el principio. Michael no pertenecía a su ingenioso y superficial mundo social; ella era una criatura extraña y exótica en el suyo. Cuando llegó el momento, descubrieron que no tenían absolutamente nada en común. Sin embargo… Rosalind no pudo evitar recordar cómo las diferencias existentes entre ellos se habían disuelto en cuanto se tocaron. Cinco años después, aún podía sentir el cosquilleo de excitación que le había recorrido la espalda cada vez que Michael apenas la rozaba.
Casi contra su voluntad, miró de reojo las manos de él, controladas y competentes sobre el volante, y el recuerdo hirvió en su interior al pensar en esas mismas manos recorriendo con gesto posesivo su cuerpo, derritiéndole los huesos con su dura promesa, despacio…
Apartó los ojos para encontrarse con su boca, y contuvo el aliento. En ese momento se veía comprimida en una línea fina, pero ella sabía cómo podía relajarse y exhibir una rara e inesperada sonrisa que jamás había fracasado en marearla de placer, como si de la nada hubiera recibido un regalo maravilloso. Y esos labios en el pasado se habían demorado tentadoramente sobre su piel.
Respiró entrecortadamente y se obligó a desviar la vista. Era estúpido sentirse tan nerviosa. Otras parejas rompían y lograban volver a verse sin experimentar una tensión aguda. Acomodó los hombros en el respaldo y se esforzó por relajarse. Quizá no pudieran olvidar el pasado, pero al menos podían fingirlo.
—¿Tuviste la oportunidad de llamar a tu tía? –preguntó en un intento por mitigar la atmósfera.
—Le dije que llegaría un poco más tarde –repuso sin mirarla—, y que conmigo llevaría a mi esposa e hijo –puso énfasis con cierto desagrado al anunciar el papel que desempeñaría ella.
—¿Le importó? –prosiguió Rosalind, decidida a mantener la conversación lo más neutral posible.
—No lo sé –se encogió de hombros—. Por teléfono se mostró brusca, aunque quizá sea así todo el tiempo.
—Emma me ha dicho que es más bien excéntrica –se sintió animada por el hecho de que Michael al fin le hablara.
—Eso nos han comentado siempre, pero ninguno de nosotros sabe mucho sobre ella. No la veo desde los nueve años. Recuerdo que me llevaron a tomar el té a su casa. Resultaba un poco intimidante, pero me cayó bien de un modo algo peculiar. A los niños nos hablaba del mismo modo que a los adultos.
—Pero si tenías nueve años la última vez que la viste, eso significa que han pasado veinte años desde entonces.
—Veintidós –corrigió Michael—. Maud se casó con el hermano de mi abuelo, y hubo una especie de separación con mi abuela. No sé a qué se debió… probablemente a algo trivial, pero se dijeron algunas palabras y ambos lados se ofendieron, y la tía Maud rompió todo contacto con la familia. Mi tío abuelo murió hace unos cinco o seis años, y he de reconocer que también la di por muerta a ella hasta que de repente me escribió una carta hace unos meses.
—¿Una carta? ¿Qué ponía?
—Que ya no podía ocuparse de los asuntos de mi tío, y prácticamente me ordenaba, al ser el último varón de la familia, que fuera y asumiera esa responsabilidad.
—No es normal que te dejes ordenar –la tía Maud debía ser una mujer valiente. Por recompensa recibió una leve sonrisa, más un esbozo que algo real, pero Rosalind sintió como si hubiera ascendido una montaña.
—No puedo decir que me gustara –reconoció Michael, ajeno al efecto que había tenido sobre ella—. Mi primer impulso fue escribirle y recomendarle que contratara a un buen abogado, pero su carta me inquietó. Al leer entre líneas me pareció que pedía ayuda, pero que era demasiado orgullosa para hacerlo de forma clara. Ahora es una mujer mayor; no tiene hijos y está sola –calló unos instantes al meterse en el carril veloz—. Me dio la impresión de que los asuntos de mi tío eran una excusa para reconstruir algunos puentes, así que le escribí y le expliqué que me hallaba en el extranjero, pero que iría a verla en cuanto tuviera unas semanas libres. Ésta ha sido la primera oportunidad que se me ha presentado de venir.
—De modo que has regresado al Reino Unido por el bien de una anciana tía que no has visto en veintidós años.
—Emma y yo somos la única familia que tiene –repuso un poco a la defensiva—, y como mi padre murió, supongo que también es la última familia que nos queda. No puedo ignorarla.
—No –miró por encima del hombro al pequeño, que aún dormía—. No, sé a qué te refieres. Yo pensé que podría hacerlo con Jamie, pero cuando llegó el momento, no fui capaz.
—¿Por qué querrías ignorar a tu hermano pequeño? –la miró con incredulidad.
Rosalind no respondió de inmediato. Juntó las manos en el regazo y contempló sus dedos.
—Supongo que estaba celosa –repuso despacio—. Sé que es terrible decirlo. No me gustaba Natasha, ni yo a ella, y cuando se casó con mi padre me sentí tan excluida que me marché y me compré mi propia casa. Empeoró cuando nació Jamie. Estaba acostumbrada a ser la única niña de papá, y de pronto apareció un bebé…
—¿Y encima un niño? No me extraña que estuvieras furiosa.
—Sí –se sonrojó un poco—. No me siento muy orgullosa de mí misma. Papá se mostró encantado de tener un hijo –le tembló un poco el labio inferior—. Debí sentirme complacida por él. Ojalá hubiera sido así –añadió en voz baja—. Me gustaría que ahora pudiera verme con Jamie.
—¿Es por eso que te tomas tantas molestias por el pequeño? ¿Porque te sientes culpable?
—No –miró al frente—. Lo hago por lo que Jamie significa para mí. Todo ha sido tan complicado desde que murió mi padre –intentó explicar—. Sus negocios eran extremadamente complejos, y ha habido problemas interminables para arreglarlo todo. Heredé acciones de control en muchas compañías de las que no sé nada, y todos los días se me pide que autorice documentos y acepte decisiones que para mí no significan nada.
»Al principio Jamie era otra cosa de la que ocuparse –prosiguió—. Otra persona que necesitaba que tomaran decisiones por él. Sin embargo, un día fui a ver a su niñera para hablar de su sueldo y vi a Jamie sentado en el suelo del cuarto de juegos. No hacía nada, sólo estaba sentado, con un osito de peluche en la mano, pero parecía tan pequeño y solitario».
Posó la vista en el cristal trasero del coche que tenían delante, aunque se vio a sí misma subiendo las escaleras, mirando por la puerta y deteniéndose en seco dominada por una ternura que resultaba igual de aterradora e intensa como inesperada. Rosalind había aprendido temprano que no se podía confiar en el amor, y pensaba que estaba blindada contra él, pero al final sólo había hecho falta la visión de un niño pequeño aferrado a su osito para atravesar todas sus defensas.
—Me recordó a mí misma –musitó, y Michael la miró.
—¿A ti?
—Sé lo que es crecer sin madre –respondió—. Pasé gran parte de mi infancia en ese cuarto de juegos mientras una interminable sucesión de niñeras hablaba de lo que tenían que cobrar por cuidar de mí. Al contemplar a Jamie aquel día, fue como si nunca antes lo hubiera visto. De pronto comprendí que era mi hermano y que sólo me tenía a mí para cuidar de él —tragó saliva—. Quise explicarle por qué no lo había querido antes y prometerle que le compensaría los días solitarios que había pasado allí, pero no pude. Sólo tenía tres años, no lo habría entendido.
—Pensé que no creías en el amor –comentó Michael con aspereza.
Eso es lo que ella le había dicho. Pudo oír sus indiferentes palabras a lo largo de los años y se movió incómoda en el asiento al recordar la expresión en la cara de Michael.
—No creía y no creo –repuso.
—Quieres a Jamie –señaló él con un tono de voz que en otra persona podría haber sonado casi como celos.
—A veces me gustaría que no fuera así –suspiró—. Es aterrador tener que pensar en él en todo momento.
—Comprendo que pensar en otra persona debió representar un impacto para ti –comentó Michael con una de sus miradas sarcásticas.
—No es eso. Es pensar en tener que cuidar bien de él. Has de mostrar tanto cuidado con los niños. Debes alimentarlo bien, bañarlo bien, enseñarle cómo comportarse bien… Quizá surja de forma natural si tienes un bebé propio, pero nunca supe lo que eran los niños y desconocía por dónde empezar.
—¿No crees que es una cuestión de sentido común? –preguntó poco impresionado.
—Lo que sea, no soy buena en ello –dijo Rosalind, desanimada—. Emma se ríe de mí, pero compré un libro sobre cuidados infantiles. Me pone tan nerviosa la posibilidad de hacerlo mal, que si Jamie estornuda, de inmediato consulto la sección de constipados –lo miró—. Es patético, ¿no?
Michael la observó de forma rara, y Rosalind de pronto deseó no haberle contado tanto. Esperó que él se burlara de su ignorancia, pero sólo fruncía el ceño.
—¿Jamie no tiene otros parientes con más experiencia con los niños que puedan ayudarte?
—La madre de Natasha vive en Los Ángeles. Vino para el funeral y sugirió la posibilidad de llevarse a Jamie con ella, pero tiene una vida social tan intensa que sé que lo pondría en manos de una niñera –la línea de su boca se endureció—. No pienso dejar que crezca como lo hice yo.
—¿No eras la pequeña que lo tenía todo?
—Salvo una madre –miró por la ventanilla—. Se marchó cuando yo tenía cuatro años.
—¿Te dejó? –pareció aturdido—. ¿Por qué?
—Era actriz –Rosalind mantuvo la voz ligera—. No especialmente buena, pero era tan hermosa que no importaba. Cuando recibió una oferta para irse a Hollywood, quedó convencida de que llegaría a ser una gran estrella. Pero un marido y una hija pequeña no eran adecuados para su imagen, así que se fue.
—¿Por qué no me contaste lo de tu madre cuando estábamos juntos? –preguntó él tras una pausa.
—Supongo que teníamos mejores cosas de qué hablar –se encogió de hombros—. En cualquier caso, por ese entonces no era una gran tragedia. Tenía a mi padre. Él trabajaba la mayor parte del tiempo, y lo veía poco, pero al menos sabía que estaba ahí. Jamie ni siquiera tiene eso –lo estudió con ojos intensos—. No pienso ponerlo en manos de niñeras para sacarlo los días señalados –afirmó con determinación—. No puedo ser su madre, pero puedo hacerle ver que estaré allí mientras me necesite.
—¿Y dónde encaja Simon Hungerford? –inquirió Michael—. ¿Su papel es el de ser una figura paternal para Jamie?
Rosalind titubeó un poco. Simon exhibía muy poco interés por Jamie, e incluso le costaba recordar su nombre. La mayor parte del tiempo lo llamaba «el niño». Esperaba que cambiara de parecer cuando llegara a conocerlo, igual que ella.
—Eso espero.
—¿Por eso te vas a casar con él? –las palabras sonaron como si se las hubieran sacado a la fuerza, y ella lo miró unos momentos antes de girar la cabeza.
—Es uno de los motivos.
—¿Cuáles son los otros? –preguntó con tono abrasivo.
Rosalind no respondió en el acto. Se preguntó qué diría Michael si le contaba que había abandonado la esperanza de encontrar a otro hombre que le hiciera sentir del modo que él lo había conseguido, y que había decidido conformarse con la segunda mejor opción.
—Nos entendemos –comentó al final, recordándose todas las razones por las que tenía sentido casarse con Simon—. Procede de un entorno similar al mío. Nos gusta hacer las mismas cosas –alzó los hombros en un gesto desvalido—. Formaremos un buen equipo.
—No me extraña que no te casaras conmigo –indicó con leve amargura—. No podrías haber afirmado ninguna de esas cosas de nosotros, ¿verdad?
—No –juntó las manos en el regazo y esperó sonar sosegada—. Tú y yo no teníamos nada en común.
Salvo el fuego que surgía entre ellos cada vez que se tocaban, la risa cuando él la tiraba en la cama después de una discusión, el breve e intenso júbilo al descubrirse mutuamente.
—Y, desde luego, no sucede lo mismo con Simon y tú –se burló Michael—. Debí haber supuesto que esperarías a alguien del entorno adecuado. ¡Sólo alguien tan rico como Simon Hungerford podría bastarte!
—No es por el dinero –protestó ella.
—¿No? ¿Sabe él que no crees en el amor?
Rosalind apretó tanto las manos que los nudillos se le pusieron blancos. ¿Por qué su compromiso, que había tenido tanto sentido, de pronto le parecía triste? ¿Y por qué le importaba lo que pensaba Michael?
—Sabe que no lo amo –repuso con voz firme.
—¿Y él te ama?
—No –respiró hondo—. No, pero me respeta. Nos llevamos bien. Nos sentimos… cómodos juntos.
—¿Cómodos? –Michael rió—. ¿Qué te ha sucedido, Rosalind? –inquirió con voz burlona—. Solías ser tan apasionada. ¡Resulta que lo único que deseas ahora es una taza de chocolate caliente y unas pantuflas!
—Quizá he crecido –contestó con frialdad.
—¿Crecido? ¡Es como si hubieras pasado de la adolescencia a la vejez!
—¡Al menos he superado la fase en que era lo bastante estúpida como para involucrarme con alguien como tú! –espetó—. La pasión está muy bien, pero no dura.
—No –coincidió él—. Tú me enseñaste eso.
—Tú sabes que jamás habría durado –comentó a la defensiva, deseando que no hubieran iniciado esa conversación—. Para empezar, los dos éramos muy jóvenes. Nunca quise tener una relación tan intensa. Sólo quería divertirme un poco. Pensé que sabías que eso era lo único que estaba preparada para ofrecer.
—Es evidente que no te conocía tan bien como Simon –manifestó Michael—. ¿Recibe él diversión al igual que respeto y comodidad?
—¡No es asunto tuyo!