Читать книгу La sangre de los King - Jim Thompson - Страница 4
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Justo antes de la primera luz, justo antes de que el alba pintara sus colores veteados sobre la pradera del Territorio de Oklahoma, Critch salió a la plataforma descubierta del tren y se quedó esperando a la novia del soldado. La chica había ido al servicio (¡menuda novedad!), así que tenía tiempo de prepararse mentalmente para lo que tendría que hacer si la actitud de ella lo exigía; para visualizar la escena final de un drama de robo y violación.
Si la señorita le ponía las cosas difíciles, la sacaría del andén de un golpe. La mandaría entre los dos vagones y las chirriantes ruedas del tren. Había siete vagones detrás de ese. Cuando hubieran acabado con ella, la señorita se habría convertido en carne picada. Una no existencia que sería menos que nada cuando el alba llegara acompañada de los coyotes y los buitres.
Riendo en voz baja, Critch encendió un purito, pensando en cómo le habría elogiado Ray de haber seguido con vida y poder dedicar elogios. Oh, Ray, ya lo creo que lo hubiera puesto por las nubes. Quizá con alguna reserva de poca importancia.
«No pierdas de vista el objetivo, muchacho. El punto vital. El cual, permíteme añadir, nunca está en el útero. A no ser que... ja, ja..., a no ser que estés mucho mejor equipado que yo».
¡Ah, Ray, Ray! Pero todas las reglas tenían excepciones; y a veces el alumno supera a su maestro. Ella llevaba el dinero bajo la ropa, por lo que ¿cómo podía alcanzarlo a no ser que fuera bajo la guisa del amor? Y conseguir el dinero donde lo había conseguido había sido su seguro de vida. A no ser que la chica fuera idiota, ahora no podía hablar. A no ser que fuera idiota, ella no intentaría tomar ninguna represalia. Por lo demás, a pesar de su inocencia a la hora de quitarse la ropa, ella tendría que explicar lo que no podía explicarse. No a su marido. Ni a ningún futuro marido. No aquel día ni en aquella época.
Critch dio unas caladas a su purito, pensando con insólita nostalgia en Ray, el hombre que había sido su guía y guardián durante tantos años. Le costaba imaginar a Ray como un hombre envejecido, un hombre que había perdido esa astucia que le había sacado de tantos momentos de apuro. Sin embargo, a pesar de su cuerpo juvenil y esbelto, y de su cara increíblemente joven, había envejecido. Ray se había vuelto viejo, y su edad la delataban su tendencia a vacilar cuando se imponía tomar una decisión, su obsesión por los peros y nimiedades, y una mirada y una actitud furtivas incipientemente fatales.
Tal como lo veía Critch, solo se podía hacer una cosa. La misma que habría hecho Ray de haberse invertido los papeles. Tras haberla hecho, la supervivencia requería poner tierra de por medio entre él y la víctima de su traición. La puso, borrando sus huellas mientras huía.
Ray se había quedado en Texas. Critch acabaría en las lejanas Dakotas. Así pues, felizmente, no había presenciado el final, y solo había podido verlo de manera indirecta a través de los ojos de un dibujante de periódico.
Critch esperaba sinceramente que ese dibujante no estuviera muy bien de la vista. Le habría dolido creer —al menos durante un tiempo no muy largo— que el hermoso cuello de Ray había acabado siendo tan largo como la longitud de su cuerpo.
(Critch arrojó el purito, impaciente. ¿Por qué tardaba tanto la mujer? ¿Acaso la muy idiota se había caído dentro del retrete?)
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Tulsa lochopocas. El lugar donde se reunían los clanes de los osages.
Se encontraba en la bifurcación del río Arkansas, cerca de la confluencia del Verdigris; un enclave comercial (en la medida en que había algo de comercio) y un lugar de encuentro mucho antes de que el hombre blanco llegara a poner el pie en el continente americano.
Tulsa lochopocas. Ciudad de Tulsa. Tulsa.
A Critch le había gustado su aspecto desde el momento en que se bajó del tren procedente de Kansas City. Era un lugar caótico, donde las calles discurrían de cualquier manera y por donde les daba la gana, y los edificios se desparramaban y se arrastraban por todas partes igual que en la época del dinero fácil.
Era ese tipo de ciudad, se dijo. Una ciudad de dinero fácil. Una ciudad de río y ferrocarril, de algodón y ganado. Pieles, madera, comestibles. Todo llegaba a Tulsa, todo pasaba por Tulsa, un infinito flujo de incremento. Y ahora incluso había petróleo, pues unos prospectores, perforando con el primitivo método de percusión, habían agujereado el suelo de arcilla roja hasta conseguir un respetable chorro. En aquel entorno, y sin instalaciones para refinar el producto, todavía tenía poco valor comercial, casi tan poco como esos minerales de los que oías hablar solo en libros, como por ejemplo el uranio. Pero daba igual. Había mucho dinero sin necesidad de petróleo, y el lugar prácticamente anunciaba que uno podía ser lo que quisiera, siempre y cuando tuviera lo que hay que tener.
Así era como Critch veía Tulsa. Y no se equivocaba al verla así. Lo que no veía era algo indefinible, algo que hombres más inteligentes y mejores tampoco habían visto al posar sus ojos por primera vez sobre Tulsa (la población de Tulsa, tulsa lochopocas). Hombres que solo de palabra tenían lo que hay que tener.
Aproximadamente dos siglos antes, un hombre llamado Auguste Choteau comandó un pequeño ejército de paisanos hasta Arkansas: cazadores y tramperos profesionales que le habían seguido de manera provechosa y sin percances desde Francia; que habían amarrado sus botes en la bifurcación del río —tan obviamente perfecta era para sus fines— y se habían puesto a la labor de enriquecerse rápidamente.
No fueron codiciosos. Ni por un momento se habrían enriquecido si eso hubiera supuesto el empobrecimiento de los indios. La política francesa siempre había consistido en mantener la amistad con los indios y Choteau, un buen hombre y un caballero, habría seguido esa política de todos modos. Él y sus hombres pretendían fundar allí un asentamiento permanente; incluso había llegado a escoger un nombre, el nombre de su santo patrón. Construirían allí una ciudad en la que los franceses y los osages fueran iguales. Y, siendo hombres razonables, y para que estos grandes sucesos fueran posibles, ¿cómo y por qué iban los osages a poner objeción alguna a la hora de compartir una fracción de su pródiga riqueza, cuando disponían de una abundancia que jamás se acabarían?
Los osages admitieron ser hombres razonables. Y al ser razonables, sugirieron que no había ninguna razón válida para compartir lo que ya poseían y que era su prerrogativa, no la de los franceses, decidir si lo necesitaban o no.
El grupo de Choteau se irritó. Se mostraron muy firmes con los ciudadanos de tulsa lochopocas. Y no fueron los últimos que lo hicieron. A pesar de la emergente independencia de Tulsey Town, la idea de que trataría con el mundo estrictamente imponiendo sus propias condiciones se hacía más fuerte a cada día de su bravucona historia.
Más de doscientos años después de darles repentinamente calabazas a los camperos y cazadores franceses, Tulsa le decía a Wall Street que recogiera sus finanzas y sus reaseguros y se largara (o utilizó unas palabras similares). J. P. Morgan & Co., et al., se lo tomaron a broma en lugar de enfadarse. La idea de que la advenediza población de Oklahoma pudiera recaudar los miles de millones necesarios para la adecuada explotación de sus recursos petrolíferos simplemente daba risa. Y sin embargo... aquella población advenediza recaudó aquellos miles de millones. No solo para sí misma, sino también para otras. Y al final, Wall Street se vio obligado a admitir que tenía un rival. Aún siguió siendo el principal centro financiero de la industria petrolífera en las capitales del mundo donde estaba la pasta de verdad. Pero la pequeña Tulsa —o, más bien, la no ya tan pequeña Tulsa— ahora ocupaba el segundo lugar.
Así pues, ahí es donde estabas. Ahí estaba Tulsa. Una ciudad amistosa, una afable ciudad de vive y deja vivir. Una ciudad orgullosa, a la que le gustaba hacer las cosas a su manera y sabía exactamente qué hacer con aquellos que opinaban lo contrario.
No fue hasta los primeros años del siglo XX cuando hubo tráfico fluvial al norte de las Dakotas. Fue tan relativamente abundante, en comparación con el comercio ferroviario, que algunos llegaron a imaginar que el Medio Oeste sería el futuro centro de la población del país, y hubo una campaña para trasladar la capital de la nación desde su sede oriental a algún lugar más conveniente del Territorio de Nebraska.
A causa de su ubicación, Tulsa albergó a no pocos viajeros fluviales y les proporcionó lo que necesitaban. Para algunos, tumbas. Para otros, alquitrán y plumas. Para otros —aquellos cuyas ideas coincidían con las de la ciudad—, un hogar y felicidad, y a menudo riqueza.
De manera parecida, cuando la Franja Cherokee quedó abierta para la colonización y los grandes ranchos se dividieron en propiedades de casi sesenta y cinco hectáreas, Tulsa alimentó a estos vaqueros ahora sin trabajo, a los aventureros y forajidos que antaño habían vagado por la Franja; se encargó de ellos... de una u otra manera. Y cuando los nuevos colonos, a menudo sin financiación, fueron expulsados por la sequía o por cualquier otro desastre en su primer año, Tulsa de nuevo les dio lo que necesitaban... a su manera.
Tulsa supo exactamente qué hacer con la rebelión de Serpiente Loca, el último de los alzamientos indios. Supo exactamente qué hacer, y lo hizo, cuando los alborotos raciales amenazaban con destruir la población. La ciudad...
Pero eso sería adelantarnos. Retrocedamos un par de cientos de años, hasta Auguste Choteau y sus hombres:
La «firmeza» de estos con los residentes de tulsa lochopocas fue devuelta con intereses. De hecho, los franceses se vieron obligados a huir para salvar la vida; se subieron a sus botes alargados y remontaron el Arkansas, y después el Mississippi, en cuyas orillas, en una zona de marismas muy poco atractiva, se establecieron al final de manera permanente, dándole al asentamiento, como corresponde, el nombre de su santo patrón.
Se convirtió en una ciudad grande y próspera, tal como ellos habían predicho. Una ciudad que Critch visitaba a menudo para su provecho. Ahora, al final de su segundo día en Tulsa, con la cartera vacía y el lugar donde la llevaba dolorido por culpa de la patada de un tulsano, Critch maldijo el estúpido destino que lo había guiado hasta allí en lugar de a la amistosa metrópoli fundada por Auguste Choteau, la ciudad de St. Louis.
De hecho, Tulsa lo había incomodado hasta tal punto que incluso le daba miedo responder a un pequeño negocio aparecido en el periódico local. Un anuncio publicado en negrita en el que se invitaba a Critchfield King, el hijo menor de Isaac Joshua King, a presentarse de inmediato en las oficinas del juez Washington Caballo Agonizante, abogado.
c
Le llevó una noche de hambre y desvelo, una noche muy larga sin dinero ni para comida ni alojamiento, transformar su miedo en fatalismo y concluir que la vida no podía conducirlo a trago más amargo que aquel en el que ya se encontraba. Así pues, por la mañana, tras afeitarse y asearse en la estación de ferrocarril, finalmente se presentó en la oficina del juez Caballo Agonizante.
Se encontraban el uno frente al otro, en el despacho del abogado. Critch sonreía con serenidad y sus manos con manicura reposaban sobre la empuñadura de oro falso de su bastón; el abogado le estudiaba con sus ojos oscuros y muy hundidos, y en su cara broncínea no había expresión. Critch conocía la técnica de la demora. El único truco consistía en demorarse en hablar, en obligar a su oponente —y el mundo estaba hecho de oponentes— a enseñar su mano.
Al final, aquellos ojos muy hundidos se permitieron un parpadeo y su propietario habló:
—Así que es usted Critchfield King y tiene veintitrés años.
—Lo soy y los tengo —dijo sonriendo Critch—, y usted es el juez Washington, esto... No creo haber oído antes ese nombre, ¿verdad, señor? Cherokee, ¿no?
Aquella era burda adulación; los cherokees eran un pueblo muy cultivado, los más avanzados de las Cinco Tribus Civilizadas. El abogado rechazó de plano el cumplido.
—El título del juez es honorario, señor King, y mi nombre es osage. Una de las tribus no civilizadas. «Incivilizable», en opinión del gobierno de Estados Unidos. Por eso se les asignó esta zona concreta de Oklahoma, una zona que al parecer solo sirve para la pesca y la caza, pero no para el cultivo.
—¿Y? —Critch transformó sutilmente su sonrisa—. Así que usted no es más que el señor Caballo Agonizante, un abogado osage, y quería verme a mí, Critchfield King, el hijo menor de Isaac Joshua King. ¿Por qué?
—Quería que me hablara de usted —dijo el osage frunciendo entrecejo—, desde la época en que huyó de la casa de su padre con su madre y el amante de esta...
—Yo no hui —mintió Critch—. Me secuestraron.
—Es probable; solo tenía usted diez años. Y ahora hábleme de usted: qué ha hecho, en qué se ha convertido, desde los diez años hasta hoy.
—¿Por qué?
—¿Por qué no?
—Porque no hay gran cosa que contar. Suponga que su vida hubiera estado dominada por un delincuente profesional y una madre que era una puta y más durante la mayor parte de su vida. ¿Estaría usted orgulloso de ello?
—Bueno... —El abogado Caballo Agonizante asintió a regañadientes—. Pero su propia madre huyó de ese hombre. Chance... Raymond Chance... después de unos años.
—Es cierto. Lo cual me dejó completamente a merced de él.
—¿No se le ocurrió huir también?
—Se me ocurrió y lo hice. —Otra mentira, pero tenía todos los visos de verdad—. Por desgracia, yo no tenía los, digamos, recursos de mi madre para sobrevivir. Hasta hace unos años no conseguí marcharme.
—Mmm. ¿Y desde entonces?
—Cosas diversas. Barman. Camarero en un vapor. Recepcionista del hotel. Vendedor... —Esto era verdad; la mitad de la verdad. Había tenido todas esas ocupaciones, y muchas más, pero solo como trampolines, accesos a otros turbios tejemanejes—. Últimamente me he dedicado casi exclusivamente a la especulación.
—¿Algodón?
—¿Qué, si no?
Caballo Agonizante lo miró de arriba abajo: el traje y el sombrero eran caros, las botas se habían hecho a mano y la ropa blanca estaba inmaculada. Un joven de buen aspecto que sabía hablar. Un joven que era casi demasiado apuesto, demasiado convincente. Su instinto indio le susurró que ahí había un hombre que no era digno de aprecio ni de su confianza, y sin embargo, sintió aprecio por él y le despertó su confianza.
—Parece que le ha ido bien en la especulación, señor King.
—Me gano la vida.
—Dichas transacciones son difíciles de seguir.
—Yo diría que es imposible.
—De hecho —insistió el abogado con obstinación—, dudo que exista alguna manera de comprobar la verdad y veracidad de ninguna parte de su historia.
—Yo también lo dudo. ¿Y qué?
El osage suspiró; soltó una carcajada un tanto irritable. Su instinto cedió al persuasivo encanto y la personalidad de Critch King (cuando se molestaba en utilizarlo) y, de pronto, dio una palmada en el escritorio con su mano broncínea y enfática.
—Señor King —dijo poniéndose en pie—, creo que deberíamos continuar esta conversación tomando una copa.
En el reservado de uno de los salones más elegantes de Tulsa, un local de suelos alfombrados y arañas de luces de cristal, el abogado sirvió whisky para ambos y encendió el puro de Critch King. Sorbió delicadamente el licor, estudiando a su joven invitado por encima del borde de la copa. Critch examinaba con gran interés un documento enmarcado que colgaba de la pared, un homenaje manuscrito al salón, firmado por Washington Irving.
—¿Conoce Viaje por las colinas, señor King?
—Creía conocerlo hasta que he visto esto. —Critch señaló con la cabeza el documento—. No sabía que el señor Irving hubiera viajado por la zona de Tulsa.
Caballo Agonizante soltó una risita de aprobación; convino que aquel punto era desde luego discutible.
—Pero hace mucho tiempo que en el este de Oklahoma conocemos el arte de la imprenta y las artes y los oficios asociados con ella. El periódico de George Creekmore probablemente sea el primer diario importante al oeste del Mississippi.
—Un periódico en lengua cherokee —asintió Critch—. Entonces ¿este homenaje es una falsificación?
—Mmm. Llevada a cabo por un vagabundo con poco talento y mucha sed. Como el grabado que hay allí, por ejemplo.
Critch se puso en pie y se acercó a la pared de la otra punta del cuarto. Lanzó una prolongada mirada al dibujo que colgaba, en el que se veía a un indio a caballo, los dos con la cabeza gacha y abatida mientras contemplaban la caída de un acantilado.
—No. —Negando con la cabeza, Critch regresó a la mesa y se sentó—. En este punto tengo que disentir con usted, señor. Eso es un Remington auténtico o no he visto ninguno.
—¡Sabe usted juzgar el arte, señor King!
—Gracias, señor.
—Veo que es usted un joven singular. ¡¿Cómo es posible que una persona haya superado los obstáculos que ha sufrido usted para convertirse en un caballero y un estudioso...?!
Critch farfulló unas palabras de agradecimiento por la buena opinión del abogado, señalando con modestia que las penalidades a menudo sacaban lo mejor de los hombres.
—Cuando un hombre no tiene a nadie que le ayude, no le queda más remedio que esforzarse. Al menos, así es como yo lo he visto siempre. ¡Si un hombre quiere llegar a algo, puede hacerlo, tanto da cuál sea su cuna y su origen!
Caballo Agonizante observó el semblante joven e inocentemente serio de su invitado, y en su corazón nació una simpatía que rara vez sentía hacia un hombre blanco. «Tanto da cuál sea su cuna». ¡He ahí a un hombre inteligente! ¡He ahí a un hombre que ha sabido lo que era sufrir y luchar teniéndolo todo en contra!
«¡Maldito sea Ike King! —se dijo—. ¡Está prácticamente en su lecho de muerte y así es como trata a su propio hijo!».
Echó un trago rápido y, a continuación, otro. Critch le sonrió amablemente, dándole unos golpecitos consoladores en una de sus manos broncíneas.
—No se enfade, juez. No he visto a mi padre desde que era niño e imagino que no ha cambiado nada.
—No.
—A menudo me he dicho que solo con que hubiera tratado a mi madre de manera un poco distinta... —Critch negó con la cabeza, pesaroso—. Ella tenía sangre creek, ¿sabe?, y el pelo bastante crespo. Papá solía acusarla de tener sangre negra.
—¿Ah sí? —Caballo Agonizante soltó una carcajada iracunda—. ¡Suena muy propio de él!
—Naturalmente, había matrimonios mixtos entre los creek. —Critch se encogió de hombros—. De todos modos, ¿y qué? En cualquier caso, ¿por qué echarle públicamente en cara a una mujer algo que no podía evitar?
El osage echó otro largo trago, y un intenso rubor se extendió bajo el tono más claro de su cara. Dejó el pesado vaso sobre la mesa con un golpe.
«Está un poco borracho —pensó astutamente Critch—. ¿Cuándo aprenderán estos apestosos indios que no pueden beber?».
—Señor King... hip, hip... su padre es, como puede que sepa, mi cliente en esta zona. Era mi deber, en caso de poder encontrarle, estudiarlo para decidir si era usted idóneo para que lo reclamara como hijo y heredero. He decidido que sí. ¡La única cuestión que me planteo ahora es si él es idóneo para que usted lo reclame como padre!
Critch esbozó una sonrisa un tanto vacilante. Después de todo, no deberían ser demasiado severos con el viejo.
—Me alegra tener la oportunidad de verle antes de que muera. Habría vuelto antes, pero no estaba seguro de cómo me recibiría.
—Creo que le parecerá satisfactorio —le garantizó Caballo Agonizante—, dadas las circunstancias. Ahora bien, si usted hubiera tenido mala suerte, si su vida hubiera resultado ser un fracaso y hubiera necesitado ayuda de verdad...
—Desde luego nunca habría acudido a mi padre —dijo Critch con una carcajada, compungido—. Un hombre extraño, mi padre, pero justo... totalmente justo... a su manera. Jamás disculpó sus fracasos, así que ¿por qué iba a disculpar los de los otros?
—Pero su propio hijo —objetó el abogado—. ¡Sangre de su sangre!
—Solo si él me reclama como hijo —señaló Critch—. Algo que no haría si yo no estuviera a la altura.
Charlaron un poco más. Luego el abogado echó una mirada al reloj y recordó que tenía una cita. Mientras buscaba la cartera y hacía una seña al camarero, Critch colocó sobre la mesa un billete de diez dólares.
—Yo invito, abogado. Insisto.
—Tonterías. Es una cuestión de negocios, señor King, y los dos somos aquí invitados de su padre. Yo... —Dejó de fruncir el ceño y se dio una palmada en la cadera—. ¡Maldita sea! —exclamó—. ¡He perdido la cartera!
—Vaya, eso sí que es una lástima. —Critch frunció el ceño en un gesto compasivo—. ¿Llevaba mucho dinero?
—Bueno, no mucho. Unos cincuenta dólares.
«¡Maldita sea!», se dijo Critch.
Demoró un poco su copa mientras el abogado se alejaba a toda prisa hacia su cita. Después, tras un tranquilo almuerzo gratuito proporcionado por el local, visitó el retrete que había en el patio trasero, donde sacó todo el dinero de la cartera antes de arrojarla por el agujero.
Una vez de nuevo en la calle, anduvo tranquilamente entre la muchedumbre del mediodía, con una expresión afable y sonriente, los ojos atentos a otro guiño de la fortuna. Pues desde luego no sería inteligente presentarse ante Ike King con las nimias ganancias que tenía ahora. Podía comprar un billete, unas cuantas comidas y gastos imprevistos. Estaría prácticamente sin blanca cuando llegara, algo muy peligroso para hacerle compañía a alguien tan importante como el viejo Ike. Quizá Isaac Joshua King hiciera matar un ternero cebado para el hijo pródigo, un ternero figurativamente dorado, pero solo si ese hijo pródigo se presentaba con unos cuantos novillos como prueba de su mérito.
Los relativamente escasos dólares que le había robado al abogado Caballo Agonizante no suponían más que otra oportunidad. Era algo con lo que empezar, algo que utilizar para timar a un bobalicón que estaba forrado hasta las orejas.