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La gran negación

Andrei no solo sabía que iba a morir, sino que se daba cuenta de que se estaba muriendo. Se daba cuenta de su alejamiento de todas las cosas de este mundo, de su gozoso alejamiento de esta existencia. Sin prisas ni turbaciones esperaba lo que tenía que ocurrir.

Lev Tolstói

Cuando una afirmación se repite una y otra vez y resuena en nuestros oídos como una cantinela de fondo acaba por perder fuerza y se va alejando del verdadero significado y alcance que tiene. La reiteración reduce progresivamente el impacto y conduce silenciosamente hacia la indiferencia. Eso es lo que sucede, por ejemplo, con el hecho de que la muerte sea un tabú en nuestra sociedad. Conferencias, artículos, reportajes, comienzan con esa frase que ya todos sabemos e incluso también repetimos sin despeinarnos. Sí, la muerte es un tabú, ¿y qué? ¿En qué me afecta eso a mí? No deja de ser otra frase hecha, una de tantas, que nos resbalan y sentimos como ajenas. Y no hay consciencia de las repercusiones que eso tiene, ya no en nuestra futura muerte, sino en nuestra vida presente.

La palabra tabú, de origen polinesio, viene a significar lo prohibido. Obviamente no existe la prohibición como tal, pero sí la consideración como de mal gusto y por tanto susceptible de ser reprobada, rechazada o acallada de cualquier referencia seria al tema de la muerte. Ah, bueno, si solo es eso… No, no solo es eso. De hecho, que hablar de la muerte resulte difícil en casi cualquier contexto no es más que la punta del iceberg, algo que asoma a la superficie y bajo la cual hay una inmensa negación que lastra nuestras vidas de un modo que no vemos (como no vemos la gran masa de hielo que hay bajo el nivel del agua) pero que es tan real como que nuestra vida tendrá un día un final. Si metiéramos la cabeza bajo el agua y viéramos lo que hay, tal vez entonces nos convenceríamos de que hay que modificar el rumbo y no seguir navegando como si eso no existiera. Hacerlo no solo es posible, sino que son muchos quienes lo han hecho y lo siguen haciendo, demostrándonos que no es tan terrible. Se puede hablar de ello, se puede pensar en ello, y el resultado es sorprendente. Pero hay que atreverse, venciendo a ese entorno que presiona para que sigamos navegando como si nada, como si no existieran los icebergs, como si nunca se fuera a terminar nuestro combustible, como si el mar estuviera a nuestro servicio para que nuestra travesía fuera siempre plácida e inacabable.

El tabú, la prohibición, solo es un modo de hablar, una metáfora. Es obvio que no está prohibido morirse. O sí, a veces lo parece, a veces da la sensación de que efectivamente está prohibido morir, está prohibido sufrir, está prohibido enfermar, está prohibido envejecer… Cuando alguien se salta una prohibición, recibe una advertencia, o es castigado. ¿No es eso lo que hacemos? Nuestras advertencias y castigos vienen meticulosamente disfrazados de modo que no son reconocibles, y a menudo están revestidos de una sincera buena intención, e incluso de mucho amor. Pero acaban convirtiéndose en una penalización para quien ha osado romper la fantasía de que todo va bien y debe seguir yendo bien.

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¿De dónde procede esa negación? Entender por qué nos pasa lo que nos pasa puede ser de gran ayuda no solo para reconocer un problema e identificarlo, sino para ser mucho más comprensivos con nosotros mismos y con los demás, y al mismo tiempo empezar a trabajar una solución para salir del bloqueo en el que estamos inmersos, un bloqueo que a su vez será negado por muchos, porque hay muchas negaciones concatenadas dentro de la gran negación.

Desde un punto de vista que abarque siglos de historia de la humanidad, el fenómeno es relativamente reciente, aunque no es de hace cuatro días. Es evidente que no siempre la hemos negado, que no siempre nos hemos comportado como ahora lo hacemos, y también que probablemente nunca la hemos temido tanto. Pero todo tiene su razón de ser, nuestra actitud ante la muerte ha evolucionado respondiendo a la propia evolución de la sociedad humana, y al estudiarlo comprendemos que todo tiene su lógica. Hagamos un rápido recorrido por la historia.

Situémonos unos cuantos siglos atrás, en la época antigua hasta entrada la Edad Media, aunque los cambios en las actitudes nunca fueron bruscos y definitivos, y las diferentes visiones se entremezclaron y convivieron durante largos periodos. Imaginemos una sociedad en la que la media de supervivencia a duras penas alcanzaba los treinta años y en la que las familias solían tener numerosos hijos de los cuales la mayoría no llegaban a adultos. Las enfermedades infecciosas, y la mano del hombre (que siempre ha causado más muertes que la propia muerte), se ocupaban de que morir fuera algo habitual, que formaba parte de la cotidianeidad. En una sociedad en la que lo natural y lo sobrenatural convivían sin que hubiera unos límites claros entre ambos, la muerte no era una extraña a la que se hace el vacío, sino que cuando se presentaba era esperada y reconocida, y no era negada en absoluto (lo que no significa que se aceptara estoicamente). Era un acontecimiento comunitario y público, que se vivía con sencillez, y salvo que se produjera de manera súbita (por entonces la muerte más temida y vergonzante, ahora la más deseada), el hecho de reconocerla permitía la despedida y la toma de disposiciones. El hombre se sabía mortal, lo que constituía un destino común para todos, y como tal se vivía. Siglos más tarde, incluso el más célebre de los locos, Alonso Quijano, Don Quijote, la ve venir y muestra ante ella mayor clarividencia que la que había mostrado en vida.

Avanzada la Edad Media, en una sociedad en la que el peso de la religión es abrumador y condiciona el día a día de todos, desde el siervo más miserable hasta el noble más poderoso, y en medio de un férreo orden establecido, la muerte empieza a ser considerada como algo no tan colectivo sino más personal. La conciencia de un juicio final en el que el hombre se jugará su destino eterno añade trascendencia y dramatismo al hecho de morir y a lo hecho en vida. La individualización de la muerte, primer paso hacia la soledad del morir, empieza a tomar protagonismo. Y también se hace su espacio el miedo, aunque sea a la condenación hasta el fin de los tiempos. Por otra parte, la contemplación del muerto ya empieza a resultar intolerable, por lo que se oculta a la visión. Y la tumba igualmente individualizada comienza a adquirir significación.

El romanticismo (a partir de finales del siglo XVIII) abre un paréntesis en que la muerte llega a considerarse bella, hasta poética y deseable, como punto final a los sufrimientos. Pero esta belleza no deja de ser una ilusión, una máscara tras la que se pretende ocultar la realidad, en un nuevo avance hacia la negación. Paralelamente, el sentimiento que predomina y se impone a todos los demás es el dolor por la separación, que se traduce en una exacerbada expresión de las emociones. La muerte adquiere todo su dramatismo, la pérdida (la muerte del otro) resulta intolerable, y quienes sufren y sienten la pérdida, es decir, el entorno del moribundo, le roban a este el papel principal. El raudal emocional gira alrededor de los que se quedan, que sufren y no aceptan la muerte de su ser querido. Es la antesala de la gran negación.

Será en la segunda mitad del siglo XIX cuando se da un paso decisivo hacia la fantasía. El dolor que produce la idea de la muerte del otro lleva a dar por hecho que al otro le producirá el mismo horror cuando se trate de su propia muerte, y por tanto lo más conveniente será ocultárselo, mentirle, y mantenerlo en la ignorancia. Todos sienten como su obligación moral escatimar la verdad al enfermo grave y que se encamina hacia su final. Ya no importa que se prepare, porque en la sociedad ya no pesan tanto las creencias religiosas, que se someten a los miedos, hasta el punto de no administrar la extremaunción hasta que el moribundo esté inconsciente. Es el germen de la llamada conspiración de silencio, admirablemente descrita por Tolstói en La muerte de Iván Ilich.

La muerte ya no es pública, ni es esperada, ni es bella, ni es tolerada, sino que se ha convertido en algo que debe ocultarse para no ofender a los vivos. Y en ese contexto, la sociedad de principios del siglo XX atisba algo llamado bienestar, asociado a los diversos progresos que ha conllevado la transformación de la economía. La medicina entra en una nueva aurora, y con el descubrimiento de los primeros antibióticos como avance estrella, las cifras de mortalidad ahora sí pueden iniciar un vertiginoso descenso, solo interrumpido por la barbarie de las dos grandes guerras.

Y en medio de esa fiebre por el bienestar y esa obsesión por pasarlo en grande, todo lo que suene a muerte o a algo que se le parezca no encaja, estorba, y debe ser relegado. Con el progreso de la medicina los hospitales ya no son meros morideros o depositarios de enfermos, sino que son lugares que ofrecen esperanza y posibilidades de tratamiento. Y las camas de sus hogares dejan de ser la ubicación normal de los enfermos, que son enviados a los hospitales para que se haga con ellos todo lo posible, y en caso contrario para que al menos se ocupen de ellos hasta el final. La medicina recibe el encargo no escrito de procurar que la muerte transcurra de un modo aceptable para los vivos, sin emociones, sin aspavientos, sin ruido, y por supuesto sin sufrimiento de ninguna clase, para nadie. La muerte ya no pertenece al moribundo, sino que ha sido entregada al sistema para que se haga responsable de ella y se convierte más en un fenómeno técnico que en un acontecimiento humano. La desmesurada confianza en la ciencia médica y en su presunta capacidad para cambiar el destino de los hombres y mujeres, aireada a bombo y platillo desde todos los medios y foros, hizo el resto.

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La negación tiene diversas caras, como lo es el negarse a aceptar que una vida se acaba (y actuar en consecuencia), como lo es el escatimar la verdad o parte de la verdad al enfermo, como lo es empecinarse en una lucha a veces tan estéril como absurda, como lo es negarle al moribundo la posibilidad de prepararse, como lo es que en los tanatorios la mayor parte del tiempo uno no diría que está precisamente en un tanatorio, o como lo es que el duelo se convierta en una auténtica odisea para el doliente, recordatorio viviente para el resto de algo que les resulta desagradable y que tratan de finiquitar cuanto antes.

La negación vino hace muchos años y lo hizo para quedarse, está firmemente instalada en nuestra sociedad en la que ha echado profundas raíces, y no va a ser nada sencillo sacarla de ahí. Además, tiene infinidad de defensores acérrimos, que harán lo imposible para que siga en su sitio, facilitando que sus vidas sean vivibles (o eso creen), y señalando como pájaros de mal agüero a quienes intentan abrir (y abrirles) los ojos. Y cuenta con poderosos aliados, como lo son el miedo al cambio, el miedo a la incertidumbre y, por supuesto, el miedo a la muerte.

Quien niega no lo hace por mala fe. Quien miente no pretende hacer daño alguno, sino todo lo contrario. Quien protege (o se protege) hace lo que ha aprendido o lo que le han enseñado o lo que intuitivamente da por sentado que es lo correcto. Pero todos ellos están a un lado del muro, al otro lado las cosas se ven de distinta forma. Asomarse al muro puede dar respeto, es comprensible, pero ¿y si quienes se han asomado, porque la vida allí los ha conducido sin pedirles permiso, o porque la profesión que escogieron implicaba hacerlo, nos dicen que esa visión no es tan horrible? ¿Y si dejar de aferrarnos a la negación como quien teme soltar la tabla de salvación en el mar nos llevara en realidad hacia una liberación? ¿Y si abrirnos a cambiar nuestras ideas preconcebidas pudiera resultar útil para vivir nuestras vidas con mayor plenitud y serenidad? Yo estoy convencido de que es así.

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Cualquier adicción se caracteriza por la necesidad de consumir algo de lo que no se puede prescindir, y esa necesidad empuja a comportamientos que pueden resultar no solo inapropiados sino incluso nocivos o claramente perjudiciales, tanto para el individuo y como para la comunidad en la que vive. El consumo incesante de bienestar es una de las adicciones preferidas de nuestra sociedad occidental. No solo eso, se considera un derecho que nos hemos ganado (habría que ver a costa de qué y de quiénes), y que por lo tanto nadie nos puede arrebatar. Ni siquiera la vida. Ni siquiera el ciclo de la vida. Y ese anhelo de bienestar no entiende de límites, ni entiende de calendarios, ni de circunstancias. No tiene caducidad. Y como se considera un derecho, el sistema tiene la obligación de seguirlo suministrando.

La salud se relaciona con el bienestar. La falta de salud, con la ausencia de bienestar, o con la presencia de malestar. Esa falta de salud en cualquiera de sus formas puede conllevar algún tipo de sufrimiento, y eso en general no estamos dispuestos a aceptarlo. El sufrimiento no tiene cabida, lo consideramos inútil, un atraso, algo inaceptable en una sociedad científica avanzada como la nuestra. Aspiramos (y asombrosamente nos lo creemos) al control total del sufrimiento, al sufrimiento cero. Pedimos (o exigimos) solución para cualquier tipo de problema de salud (o que atribuimos equivocadamente a la salud desde el punto de vista biológico), porque nos sentimos con derecho a ello, y porque nos hemos vuelto absolutamente intolerantes con la adversidad o el sufrimiento. No soportamos ver sufrir a nuestros seres queridos, o ni tan siquiera imaginar que puedan sufrir. La simple idea nos genera tal desazón que acudimos al servicio de urgencias más próximo en busca de ayuda. Así educamos a nuestros hijos, tratando (inútilmente) de protegerlos y preservarlos de cualquier contrariedad que pueda causarles (supuestamente) sufrimiento. Y eso nos convierte en individuos frágiles y extremadamente vulnerables, de los que el miedo se apodera con facilidad.

Pensar en la ausencia permanente de sufrimiento como ideal a perseguir y creer de verdad que eso es posible es una doble tragedia. En primer lugar, porque sencillamente no es posible. Y, en segundo lugar, porque eso va a determinar unas decisiones y una forma o filosofía de vida en la que el temor a perder lo que se tiene, incluida la salud, va a estar siempre presente y no contribuirá precisamente a que seamos más libres, ni más felices.

Hace unos años, en el acto inaugural de un congreso nacional de cuidados paliativos, y ante una audiencia de más de mil profesionales, escuché estupefacto cómo uno de los ponentes, periodista invitado para más señas, nos echaba en cara haber fracasado como disciplina porque no habíamos logrado eliminar el sufrimiento al cien por cien. Y se quedó tan ancho. Al margen de que eso es en mi opinión una majadería, y de la inoportunidad de ofender a la mayor parte de los presentes, lo peor es que refleja una corriente de pensamiento existente entre nosotros: la de que el sufrimiento que se atiende en cuidados paliativos se puede eliminar del todo.

Sin embargo, el sufrimiento es inherente a la condición humana. Nos guste o no, forma parte de nuestra vida. No se trata de buscarlo, ni de desearlo, ni de permitirlo cuando es controlable y reversible, pero de ahí a pretender que lo podamos eliminar siempre y del todo, hay un abismo. No es real. Suena a totalitario. Y atribuye a los profesionales de la sanidad un poder que no tienen, ni les corresponde.

Ahora bien, hay algo que en mi opinión trastorna a las personas aún más que el sufrimiento y perturba más su día a día, y eso es el temor a sufrir. Decía Montaigne que “quien teme sufrir sufre ya por lo que teme”.3 Y así es. La anticipación es el estandarte del miedo. Y el miedo genera sufrimiento. Buena parte de lo que tememos cuando caemos enfermos o enferma alguien a quien amamos, sencillamente nos lo imaginamos, porque en realidad no lo sabemos. Nuestra imaginación, alimentada por un entorno mediático en todas sus formas y voces que es una fábrica inagotable de rumores y bulos amenazantes, es nuestro peor enemigo. Pero lo cierto es que muchas de esas pesadillas que nuestro pensamiento anticipa y convierte en sufrimiento hoy nunca van a suceder mañana, y por tanto son gratuitas y absurdas. El temor a sufrir se transforma en algo peor que el propio sufrimiento.

La enfermedad y la posibilidad de morir se convierten en monstruos informes frente a los que nos sentimos totalmente indefensos. Imágenes tétricas se instalan en nuestra atormentada mente, y nos bloquean e impiden analizar con un mínimo de serenidad la realidad. Y esa realidad con mucha frecuencia, sobre todo si las cosas se hacen bien, resulta ser considerablemente más llevadera. El miedo ancestral que llevamos pegado a la piel desde hace cientos de años es vulnerable al conocimiento y al acompañamiento, como la oscuridad se diluye con la luz. Pero hay que tener voluntad de encender una luz o dejar que otros la enciendan.

Cuando a los familiares de V. se les informó de la inminente alta hospitalaria, y de que podían volver a casa, sus caras y sus palabras expresaron todos los temores que se les venían encima. La enfermedad de V. entraba en su recta definitiva, quedaba cuidarlo y acompañarlo hasta el final, que no se demoraría mucho tiempo. Lo que no entraba en sus previsiones era que eso pudiera suceder en su propio hogar. ¿Cómo iban a hacerlo? Necesitaría cuidados especializados, atención permanente, podían ocurrir muchas complicaciones, ellos no sabían, ellos no podrían, él iba a sufrir mucho y no habría un timbre que pulsar para que acudiera el personal de la planta.

Se les explicó que no iban a estar solos, que un equipo de cuidados paliativos velaría por V. y por ellos, que dispondrían de un teléfono de contacto permanente y que siempre quedaba la posibilidad de volver al hospital. No del todo convencidos, aceptaron, aunque arrancando a los profesionales el compromiso de que el fallecimiento no debía producirse en casa bajo ningún concepto, y que por tanto cuando intuyeran que se acercaba el momento ingresarían a V. de nuevo en el hospital.

Durante las semanas que V. fue atendido en su casa todo transcurrió en un progresivo clima de serenidad y confianza, se solventaron los problemas que aparecieron y se acercaron sin casi darse cuenta a aquel umbral que tanto temían. Y llegada la hora de tomar una decisión, y pensando ya de forma más liberada en lo que V. hubiera deseado, accedieron a quedarse en casa, donde V. murió, en su cama, acompañado de los suyos, y con los síntomas bien controlados por los profesionales que le atendían.

Poco después, los mismos familiares que tanto se habían resistido a vivir el final de la vida de V. en casa reconocían que nunca hubieran imaginado que eso fuera posible, y que se sentían agradecidos y satisfechos por haberlo podido hacer.

Vaya por delante que no siempre será posible que las cosas transcurran así, porque intervienen otras muchas variables que pueden hacerlo inviable por muy buena disposición que tenga la familia. El objetivo no es hacer apología de un modelo, sino poner de manifiesto cómo el miedo anticipado condiciona las decisiones. Y lo que es un hecho es que sí sería posible en un porcentaje muy superior al que evidencian las estadísticas si hubiera más soportes (de toda clase) que ayudaran a poner luz sobre ese miedo.

Ninguno de nosotros es consciente de lo que es capaz de hacer hasta que se atreve o se ve obligado a hacerlo. Las familias desconocen su propia capacidad cuidadora hasta que se atreven a ponerla en práctica. Las familias desconocen hasta qué punto acompañar desde el amor y el afecto, allí donde el enfermo se encuentre, modifica la vivencia del tramo final de la vida de aquella persona a la que aman. A las familias les cuesta creer que lo que más necesita el enfermo no está al otro lado del timbre, sino que lo llevan ellos a cuestas, y solo se trata de dejarlo salir. Pero para ello hay que reconocer e identificar el propio miedo, dejarlo a un lado (lo que no significa no tener miedo), y aceptar humildemente que no es tiempo de cambiar la historia y los resultados sino de saber estar.

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“No actúes como quien va a vivir diez mil años”, decía Marco Aurelio en sus Meditaciones hace unos cuantos siglos. Efectivamente, vivimos como si nunca fuéramos a morir, no lo contemplamos como una posibilidad real, ni siquiera como quien mira de reojo algo que está ahí, aunque no nos guste. La negación es eso. La muerte no está. Tarjeta roja. Expulsión y fuera del terreno de juego. Pero la muerte no se va, aunque hagamos ver que sí. El terreno de juego le pertenece tanto o más que a nosotros. De hecho, es al revés, seremos nosotros los que dejaremos el campo un día, y ella se quedará.

Lo de considerarnos con derecho a una salud perfecta y de forma indefinida sostiene esta gran negación, es lo que hace posible la fantasía. Si no enfermamos, nada malo puede pasar, y nos bombardean con todo tipo de hipotéticas medidas preventivas y de control que han de servir para ello, para no enfermar, o para detectar a tiempo la dolencia. Si cuando enfermamos nos curan o nos alargan la vida sin límite, tampoco dejaremos espacio a la muerte. Si convertimos el envejecimiento en una enfermedad, entonces la podremos tratar, y más de lo mismo. En último término, eso de morirse acaba siendo una especie de accidente, una anomalía, algo evitable que no sucedería si…

¿Qué es lo primero que nos viene a la cabeza cuando nos enteramos de un diagnóstico funesto o de una muerte inesperada? Una justificación que nos tranquilice: “fumaba demasiado”, “ya le decía yo que tanto estrés iba a matarlo”, “no se hacía las revisiones”, “comía de cualquier manera”, “los médicos no le hacían caso, ya decía ella que no estaba bien”, “la ambulancia tardó veinte minutos”… Y así podríamos seguir con un inacabable listado. Nuestro inconsciente necesita esa justificación para poderse autoconvencer de que, si no concurre en nosotros ninguna de esas circunstancias, todo seguirá bien. Esa es otra cara de la negación.

Esta teoría se ve sacudida de forma despiadada cuando aparece la contingencia, en forma de coronavirus o de cualquier otra situación imprevista, aquello de lo que no se puede culpar a nadie (aunque siempre se encuentra a alguien o a algo, y como último recurso se levantan los ojos hacia el cielo o hacia el universo). Al desmontar la absurda teoría de que lo tenemos todo bajo control no nos queda más remedio que aceptar la finitud (y la contingencia) y cambiar nuestro punto de vista, o aferrarnos más fuerte a la negación, como suele hacer el ser humano cuando le cuestionan aquello que considera esencial para afirmar su identidad o la soportabilidad de su existencia, es decir, lo defiende a toda costa y saca a relucir la hostilidad.

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Otra consecuencia de la gran negación es la concepción longitudinal de la vida. Cuanto más, mejor. ¿Seguro? Nunca esa afirmación ha resultado más incoherente. Claro que eso depende del concepto de vivir. Si vivir es sencillamente mantener vivo nuestro organismo, sin importar en qué condiciones, sin importar si hay felicidad y plenitud o todo lo contrario, entonces todo dependerá del calendario. Pero creo que eso no se corresponde con el concepto de vivir que desearíamos la mayoría. Vivir de verdad tiene que ver con la calidad de nuestra vida, y sobre todo con el sentido que damos a nuestra vida. Quien vive una vida plena y realizada no suele lamentar tanto abandonarla como quien no lo hace. Y la plenitud tiene poco que ver con el número de años.

Todos hemos escuchado la palabra injusticia referida a la muerte de un niño, de un joven, pero también de cualquiera que no haya alcanzado la edad considerada suficiente como para que ya no sea injusta. Pero nadie dijo que la vida fuera justa, nadie nos aseguró un número determinado de nada, y no parece que el hombre, que aplica su justicia como mejor le conviene y a su medida, esté en condiciones reales de catalogar como injusto algo que no depende de él. La muerte causa dolor y sufrimiento, pero tildarla de injusta presupone que hay un modo o momento justo para que llegue, y eso no creo que sea aplicable, porque no es real, y porque va mucho más allá de lo que el ser humano puede decidir y controlar (aunque la gran negación ha encontrado otra vía de paso a través de la ya anunciada inmortalidad por algunas voces). Hay muertes que son impactantes, trágicas, demoledoras, que provocan un dolor atroz en quienes experimentan la pérdida, que lo cuestionan todo y que dejan cicatrices de por vida. Pero, por mucho que todo eso sea cierto e indudable, ¿son injustas?

Me decía al respecto una madre que había perdido a su pequeña de poco más de dos años de edad que desde un punto de vista espiritual, es decir, más allá de la visión meramente terrenal y egocéntrica, la muerte de M. no era ni justa ni injusta. Esas muertes son así, y punto, aunque es natural que desearíamos que no ocurrieran, porque el dolor que provocan es inmenso, pero ella no lo concebía como una injusticia.

Desde el momento en que venimos al mundo ya somos susceptibles de abandonarlo. No hay garantía que avale una reposición en caso de fallo inesperado, no somos un electrodoméstico. Aceptar esa verdad no es nada fácil; de hecho, es muy duro, siempre lo ha sido, pero a la dureza que por el hecho de aceptar la finitud ha acompañado a la humanidad en su historia nuestra época le ha añadido la incredulidad, con lo que esa misma dureza se incrementa, y afrontarla se hace más cuesta arriba. Sorprendentemente, aceptarla no resulta aterrador, sino liberador.

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La libertad del hombre fue ensalzada y reconocida hace ya más de doscientos años, aunque al mismo tiempo rodaban cabezas en la guillotina. El culto al individualismo fue aumentando en una sociedad occidental que pretendía presumir de ser el garante de las libertades. La sociedad del bienestar y del Estado de derecho nos hace creer que somos muy libres. Y queremos defender nuestras libertades por encima de todo, lo que lleva a menudo al conflicto provocado por la superposición de las de unos y las de otros, que se invaden y se comen el terreno. Pero esos mismos hombres y mujeres que no quieren ligaduras de ninguna clase no son del todo conscientes de que se quitan unas para ponerse otras.

“Lo que niegas, te somete; lo que aceptas, te transforma”, decía el psicólogo Carl G. Jung, y tenía toda la razón. En el momento en que acepto algo, ese algo deja de condicionar las decisiones de mi día a día, porque lo he incorporado a mi día a día, ya no puede alterarme. Si lo niego, no dejará de condicionarme. Pretender huir como sea de la enfermedad, o del envejecimiento, como indeseables antesalas del morir, implica una conducta básicamente evitativa, defensiva, autocontroladora, autoimpositiva, que puede convertirse en un asfixiante corsé, como de hecho les ocurre a muchas personas de edad avanzada (pero no solo a ellas), a veces incluso en contra de su voluntad, porque es la negación de otros la que implanta su ley.

Aceptar e integrar el hecho de que somos finitos, de que no viviremos diez mil años ni cinco mil ni posiblemente cien, no es propio de masoquistas, ni de obsesos, ni de mentes insanas. No provoca vivir en el terror del morir, ni causa depresión, ni hunde en la oscuridad a quien se metió donde nunca debió meterse. No es así. No hay más que preguntar a las personas que lo han hecho, porque han llegado ahí a través de un proceso de maduración y reflexión, o porque un día una enfermedad o un accidente los pusieron al borde de lo que creían que no iba con ellas y comprobaron que era real. Esas personas, en su mayoría, no viven atenazadas por el miedo de la consciencia de finitud. Todo lo contrario. Son más libres y viven más intensamente, sabiendo que cada día es un regalo que debe aprovecharse. Y ¿por qué no podemos aspirar cada uno de nosotros a ese estado de aceptación? ¿O es privilegio solo de unos cuantos avanzados? Pues la respuesta en mi opinión está muy clara, todos podemos llegar a ese punto liberador, pero dar ese paso no es gratuito, exige un esfuerzo (¿hay algo que valga la pena en la vida que no lo exija?), y requiere dar un paso al frente e ir contracorriente. Pero puede hacerse, y tanto que puede hacerse. ¿Significa eso que ya viviremos sin miedo? No, pero viviremos con menos miedo y sobre todo no nos engañaremos a nosotros mismos acerca de nuestros miedos, conviviremos con ellos y no les cederemos más poder del que queramos cederles.

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No quiero cerrar este capítulo sin dedicar unas líneas de atención a mis colegas. Los médicos (en una proporción nada desdeñable) también forman parte de la tribu de los grandes negadores. Cuando Elisabeth Kübler-Ross preguntaba al personal del hospital por las habitaciones en las que había pacientes moribundos o en final de vida obtenía la negación por respuesta, una negación que ella calificaba de desesperada. Una negación que desafiaba la frialdad de las estadísticas: “De repente, parecía que no hubiera pacientes moribundos en aquel inmenso hospital”.4 Una negación que cincuenta años después sigue apareciendo en los hospitales y en las instituciones cuando les hablas de cuidados paliativos. “No tenemos ese perfil de pacientes”, te contestan sin inmutarse, por ejemplo, en una aseguradora que tiene miles y miles de pólizas de salud. Ah, ¿no muere nadie? ¿O lo hacen todos de forma imprevista, con nocturnidad y alevosía? Hasta ahí llega la negación.

Los enfermos se encaminan hacia su muerte emitiendo señales de aviso desde días, semanas y meses antes, a veces incluso años, mientras su entorno lo contempla sin reconocer o sin querer reconocer lo que verdaderamente está sucediendo, y se empeña en minimizar lo que ve o en pelear en dirección contraria para que lo innombrable no llegue nunca. Pero llega. Y coge a casi todos por sorpresa. Incluidos muchos profesionales, que hasta el penúltimo momento han seguido su particular cruzada contra la muerte, haciendo lo que les enseñaron a hacer, poniendo en juego todo su saber y recursos de la ciencia médica y pensando que hacían lo mejor para el enfermo. Pero llegó un momento en que perdieron la perspectiva, y lo hacían sin contar con el enfermo. Los profesionales son también personas, y como tales acusan las mismas carencias y temores que las personas a las que atienden con la mejor de las voluntades. Queda mucho por hacer, a nivel de formación, y a todos los niveles.

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La sociedad entera tiene una tarea pendiente con esa nefasta negación, alimentada a diario desde todos los ángulos. No es competencia exclusiva de los médicos, ni del resto de profesionales sanitarios; no es competencia exclusiva del enfermo que se ve en trance de muerte y de su familia; es competencia de todos. Porque solo si el pensamiento de la comunidad empieza a virar, el individuo no se sentirá tan solo e impotente cuando le llegue el turno. Cambiar el pensamiento colectivo, y hacerlo frente a una oposición tan poderosa como la que encabeza el miedo con mayúsculas, se erige en misión titánica. Pero puedo constatar que hoy en día las cosas no son como hace quince o veinte años. Aunque con enormes dificultades, la idea de que se puede hablar del morir sin que nos tiemblen las piernas y sin que salga corriendo todo el mundo y te tachen de agorero ya no resulta tan y tan chocante. Se habla más, se pregunta más, hay más curiosidad, y el tabú absoluto, al menos a niveles de diálogo y de docencia, empieza a presentar las primeras grietas. Eso resulta esperanzador. Aunque hay que reconocer que siguen predominando los grandes muros, defendidos con uñas y dientes.

3. Ensayos, de Michelle de Montaigne.

4. Sobre la muerte y los moribundos, de Elisabeth Kübler-Ross.

¿Morirme yo? No, gracias

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