Читать книгу ¿Morirme yo? No, gracias - Joan Carles Trallero - Страница 9

Оглавление

El miedo toma el control

Volví a maravillarme por la forma en que nos aferramos a la vida y me dije que habría mucho menos sufrimiento si no lo hiciéramos. La vida sin esperanza es tremendamente difícil, pero con cuánta facilidad consigue la esperanza volvernos necios a todos.

Henry Marsh

Del mismo modo que hemos devenido consumidores insaciables de bienestar, igualmente nos hemos convertido en adictos a la seguridad. Tal vez, como explica Zygmund Baumann, porque ese bienestar con el que nos gratificamos es solo superficial pero no genera bienestar a nivel espiritual, en lo que deberían ser nuestras raíces. Y a falta de ese arraigo al suelo mediante algo más profundo, lo sustituimos por el sucedáneo de la seguridad.

Buscamos la seguridad ante todo. A nivel particular y a nivel colectivo, a nivel personal y a nivel municipal o estatal. Normas y más normas. Advertencias y más advertencias. Pólizas y más pólizas de seguros. Un seguro de salud, si atendemos a lo que evoca su nombre, parece estar destinado a garantizar nuestra salud. Un seguro de vida, en un surrealista juego de palabras, sabemos sobradamente que no sirve para asegurar la vida, sino para garantizar un montante económico para los que se quedan tras nuestra muerte. La presunta seguridad es un dique de contención que levantamos frente a lo imprevisto, frente a los cambios, frente a la contingencia, frente a la incertidumbre. No soportamos la incertidumbre. Nos genera ansiedad, nos conecta con nuestros miedos, y por supuesto con nuestro temor a la adversidad, al sufrimiento, a la muerte. Y cuando algo hace saltar la alarma, cuando un acontecimiento de menor o mayor envergadura viene a perturbar esa balsa de aceite sobre la que soñamos estar flotando, corremos hacia alguien o algo que nos devuelva a la seguridad, al terreno de la certeza. Y ese alguien o ese algo, cuando sentimos amenazada nuestra integridad física, es el sistema sanitario.

Pedimos esa certeza, y la pedimos, la exigimos, con celeridad, no hay paciencia, no hay espera, porque no queremos vivir ni un minuto más del necesario en ese no saber, en ese peligroso y traicionero imaginar al que nos entregamos sin ninguna misericordia hacia nosotros mismos. Ante unas décimas de fiebre no pensamos en lo más probable, una virasis intrascendente; ¿y si fuera el comienzo de una meningitis, o de una sepsis, o de una infección por un virus letal? Y aunque este mecanismo de pensamiento ya existía antes de la pandemia por el coronavirus, la alarma institucionalizada ha legitimado el permanente estado de susto ante cualquier señal mínimamente sospechosa. No permitimos a nuestros síntomas responder a la lógica, o incluso a la estadística, porque por cualquier resquicio se cuela la duda, el y si…, por algo que nos suena o que hemos oído, o lo que es peor, porque hemos acudido a la red. Ansiamos la certeza de que estamos bien, de que nada malo nos va a ocurrir (a nosotros o a nuestro ser querido), queremos garantías, seguridades, para poder abandonarnos y dejar de preocuparnos. Pero no nos damos cuenta de cuán ridícula acaba siendo esa actitud, como calificaba Voltaire a la pretensión de obtener la certeza para superar la incómoda incertidumbre. Siempre habrá, al menos en medicina, una duda razonable con la que habrá que convivir, por muy molesta y desagradable que nos resulte, pero en eso consiste vivir. La vida planificada al milímetro, en la que todo está previsto y controlado, no existe, por fortuna, porque esos mundos ya los describieron autores como Huxley y no son como para desearlos, creo yo.

Por otra parte, es esa petición angustiosa de que nos devuelvan la seguridad que ha alterado una fiebre, un dolor, un malestar, unas crucecitas en un análisis, o una imagen dudosa en una prueba que nunca debió pedirse, la que lleva al profesional, o al sistema, a tratar de proporcionarla con más y más pruebas que aporten datos supuestamente objetivos que apoyen esa certeza de que no hay nada que temer. Procedimiento que no es en absoluto inocuo, por cierto. Y lo que no se dice es que el profesional es un ser humano que tolera igual de mal la incertidumbre, “la peor tortura para los médicos”5 en palabras del neurocirujano Henry Marsh. Y como aquel papelito pegajoso que nos traspasan y del que ahora somos nosotros los que no nos podemos desprender, el profesional se ve abocado a tratar de devolver la tranquilidad con los mínimos márgenes de duda a su paciente porque es lo que la mayoría esperan de él, y condenado a tragarse su propia incertidumbre, a no ser que caiga en la soberbia de creerse que efectivamente la ciencia y el conocimiento pueden acabar totalmente con ella.

La duda es dura y difícil para todos. Nos guste o no, hemos de convivir con la incertidumbre. Pero cómo nos cuesta. Entre otras cosas, porque es un fenómeno que anuncia la posibilidad de un cambio, y los cambios tampoco nos van. Mayoritariamente la sociedad bienestante prefiere que la vida transcurra dentro de unos cauces conocidos y previsibles, sin sobresaltos. Si conocemos bien el terreno que pisamos, nos sentimos más seguros, menos amenazados. Cuando se anuncia un cambio, de la índole que sea, ese terreno empieza a moverse, y tememos caernos, o no saber desenvolvernos en él. Invertimos grandes esfuerzos en eludir o evitar los cambios, resistiéndonos al flujo de la vida. Y si hace falta, recurrimos a la hostilidad, o a la defensa numantina para que todo siga igual.

Lo mismo ocurre en términos de salud. Nos resistimos a los cambios que puedan suponer pérdidas de salud y bienestar, y esa resistencia nos va a llevar a sufrir más, aunque no somos conscientes de ello. Nos abonaremos a la defensa mediante la negación (“no es cierto, no está sucediendo”) o mediante la confrontación, es decir, la lucha contra los acontecimientos, tanto si esa lucha tiene un sentido como si no lo tiene.



En el fondo, lo que traduce nuestra mala tolerancia al cambio y a la incertidumbre no es más que miedo. Miedo. Una palabra que aparecerá innumerables veces en este libro, porque está presente de un modo absolutamente determinante cuando hablamos de enfermedades y sus posibles consecuencias sobre nuestras vidas. Una palabra que ha sido capaz de paralizar al planeta entero en este último año.

El miedo es una fuerza poderosísima, como pocas. Se siembra (y se utiliza) con una pasmosa facilidad, anida en nuestras mentes como un virus invisible pero muy pernicioso que además es extremadamente contagioso y toma posesión de nosotros condicionando, y en qué medida, nuestras decisiones. ¿Cuántas de nuestras elecciones a lo largo del día, o de la semana, están subordinadas a alguno de nuestros múltiples temores, conscientes o inconscientes? Más de las que podemos suponer, y más de las convenientes para nuestra libertad y felicidad.

Podemos temer a algo concreto, identificado, con nombres y apellidos, o podemos temer a lo abstracto, a lo indefinido, a lo que no sabemos, a lo que en realidad solo imaginamos. El miedo a algo concreto se puede combatir de muchas maneras. El miedo a lo desconocido, aparentemente no. A no ser que hagamos el esfuerzo por pasar una parte de lo presuntamente desconocido al lado de lo conocido.

El miedo a lo que no conocemos, a lo que anticipamos por propia iniciativa o por poco piadosas sugerencias del entorno, no es racional, en sí es absurdo, pero por eso mismo es incontrolable y no responde a argumentos teóricos. Cuando el miedo se desmelena, no hay quien lo pare, es como un incendio fuera de control que lo devora todo a su paso. Pero siempre se pueden construir cortafuegos. ¿O no?

El miedo a la muerte no es exactamente miedo a morir, o no es solo eso. Es miedo a todo lo que ha de suceder alrededor de la muerte. Antes, durante y después. No hemos pasado por ello, por tanto, tiramos de imaginario colectivo, heredado o aprendido. Y la cruda y paradójica realidad, que extraigo de la experiencia directa, es que aunque el miedo anda repartido, la mayor cantidad apunta a todo lo que tenga que ocurrir antes del último suspiro. Hemos hecho que muchos enfermos tengan más miedo al tratamiento que a la propia enfermedad, o a que su sufrimiento (en vida) no sea debidamente atendido y paliado.

Tal vez el lector no esté de acuerdo con estas afirmaciones. Vamos a plantearnos entonces algunas preguntas, para tratar de identificar cómo repartimos cada uno de nosotros nuestro propio miedo a morir.

Situémonos al otro lado. ¿Nos da miedo estar muertos? ¿Nos da miedo no estar, no ser? ¿Tememos a la aniquilación que puede suponer la no vida? ¿O tememos precisamente a lo que pueda haber en la otra vida, si es que creemos en ella? Es evidente que preguntas como estas nos confrontan con nuestras creencias más profundas y con el sentido de nuestra vida, y que son preguntas que la humanidad se ha venido haciendo desde siempre. Epicuro lo solucionó diciendo que si estaba la muerte él ya no estaba y por tanto no había de qué preocuparse. Cicerón, fiel a su estilo, fue más contundente al afirmar que no quería morir pero que le importaba un comino estar muerto. ¿Dónde nos posicionamos nosotros? ¿Hemos pensado o pensamos en ello seriamente? Son preguntas que corresponden al terreno más personal, aquí no hay certeza que valga, por muy firmes que sean las creencias. Es tarea y responsabilidad de cada individuo plantearse estas cuestiones, buscando la ayuda o los apoyos que considere oportunos para prepararse en la medida en que cada uno pueda. Pero a donde quiero ir es a la pregunta de si, ante la posibilidad de morir, esto es lo que más miedo nos genera, lo que ocurrirá después. ¿Lo es?

Desplacémonos ahora a la frontera, al instante de morir, al momento del tránsito. Algo que infunde un extraordinario respeto, como es lógico. ¿Cómo debe ser eso? En realidad, el acontecimiento de morir no es más que un breve y fugaz tiempo de traspaso hacia lo desconocido. Si a los que murieron no podemos preguntarles cómo se está al otro lado (aunque habrá quien lo contradiga y considere que esa comunicación sí es posible), a los que estuvieron en el alambre sí podemos preguntarles para saber si es tan terrible como nos imaginamos que debe ser.

Michelle de Montaigne tuvo una experiencia al respecto que narra en uno de sus célebres Ensayos. A los 36 años sufrió una terrible caída del caballo de la que salió muy malparado, permaneciendo durante unos inacabables días entre la vida y la muerte. La medicina del siglo XVI seguramente podía hacer poco más que esperar a que la naturaleza siguiera su curso en una situación de gravedad como esa. Y la naturaleza decidió que Montaigne volviera a la vida para seguir escribiendo. Y al no morir, pudo explicar su experiencia y reflexionar acerca de ella (como reflexionaba acerca de todo). Mientras percibía cómo los que le atendían y acompañaban lo pasaban muy mal y sufrían por su situación, él se sentía en otro plano distinto, entregado, plácido, como en el sopor que precede al sueño, y a eso lo comparó. Consideraba que la naturaleza era la mejor aliada en ese trance, y que había que dejarla hacer, sin resistirse a sus designios. Justo lo contrario de lo que hacemos.

En la misma línea expone sus conclusiones la doctora Kathryn Mannix, quien desde la amplia experiencia recogida en años de dedicación (con más de 10.000 casos a sus espaldas) nos cuenta cómo la mayor parte de las muertes que ha acompañado son más tranquilas de lo que nos imaginamos.

Es obvio que no todas las muertes son tranquilas y plácidas, con o sin cuidados paliativos (aunque sin ellos tendrán muchas menos posibilidades de serlo). Pero también es cierto que muchas personas se imaginan el momento del morir (y su prólogo) como algo aterrador, cuando la verdad es que no es así la mayoría de las veces, tal como describe la doctora Mannix.

Incluso si cedemos aquí un espacio a quienes han padecido una experiencia cercana a la muerte, coincidiendo con una parada cardiaca, sabemos que lo que relatan no es en absoluto terrorífico. E independientemente de la interpretación del porqué, lo que es irrefutable es que la mayoría de los que han vuelto a la vida tras tenerla en suspenso durante unos minutos refieren menos miedo a morir, cambian sus prioridades y valores y viven con mayor paz y en libertad, no tan sujetas a condicionantes a los que ya no conceden tanta importancia.

Otro asunto es la vivencia de los supervivientes, que sí puede ser angustiosa (como la de quienes rodeaban a Montaigne), porque está empapada hasta la saturación de la negación a la muerte, de la intolerancia a la contemplación del sufrimiento (el que se imaginan, en muchos casos) y de la resistencia a que suceda lo inevitable. Además, y no es menos importante, por supuesto, del dolor de la pérdida, pero ese dolor pertenece sobre todo al que se queda, no al que se va.

Nos queda por analizar brevemente la fase que precede al morir. ¿Qué parte de nuestro miedo a la muerte es en realidad miedo a la enfermedad, al sufrimiento, a la dependencia, a la pérdida de autonomía, a no ser bien tratados por los profesionales, a que nos cosifiquen, a que no nos tengan en cuenta a la hora de decidir, a quedarnos solos, a causar sufrimiento a nuestra familia, a ser una carga…? Pues puedo afirmar, ahora sí desde la experiencia directa que me proporciona mi trayectoria, que es aquí, en esta etapa, que sí depende de todos nosotros, donde radica la mayor parte del miedo. He escuchado muchas veces el “doctor, no me deje sufrir”, mientras que muy ocasionalmente he escuchado el grito desesperado del “doctor, no quiero morir”. Son mayoría los enfermos que reconocen tener más miedo a sufrir que a morir, y que nos piden a los profesionales que les ayudemos, que controlemos ese sufrimiento con todos los medios a nuestro alcance, que no permitamos que el sufrimiento evitable convierta en un infierno el tramo final de sus vidas.

Y esa conclusión es triste y esperanzadora a la vez. Triste porque traduce la ya mencionada desconfianza hacia un sistema y una ciencia que debería estar al servicio del ser humano. Si confiaran, no lo pedirían, lo darían por hecho. Pero no se da por hecho, todo lo contrario: la desconfianza está fundamentada en años y años de actuaciones en las que la medicina ha perdido el norte y se ha olvidado de cuál debería ser siempre su misión, centrada en lo más conveniente para el paciente, desde el punto de vista del paciente, no desde el suyo. Y esperanzadora porque es reversible, mejorable, modificable. No solo a través del desarrollo e implantación equitativa de los cuidados paliativos y de cambios en la formación de los profesionales, sino a través del conocimiento, ese conocimiento que ha de poner luz para que dejemos de imaginar y empecemos a contrastar, y a confiar, en lo que nos explican quienes sí tienen experiencia en el acompañamiento de personas que van a morir, o en el testimonio de familiares que ya lo han hecho y han comprobado que esa vivencia no les ha amargado la vida, sino que más allá del dolor de la pérdida ha podido resultar transformadora y ha confortado durante el duelo. El sufrimiento puede controlarse en buena medida, y el que va más allá de la farmacología puede acompañarse. El amor hará el resto.

En definitiva, lo que es un hecho es que nuestros miedos no guardan proporción con los teóricos peligros o amenazas que los causan, y si en lugar de dejarnos llevar por el miedo y permitirle apoderarse de nuestro ser buscamos el modo de conocer cuáles y cómo son esos peligros de verdad, les garantizo que los temores disminuyen y se hacen más llevaderos. La cuestión no es no tener miedo, porque lo vamos a tener. El miedo es básicamente subjetivo, no necesita nada tangible para irrumpir, y no podemos evitar que surja, pero no es una verdad absoluta, y no debemos permitir que nos asfixie. Y para eso es mucho más práctico admitirlo, aunque ponga al descubierto nuestra vulnerabilidad, y afrontarlo, dejando que nos ayuden, que nos guíen, que nos expliquen, que nos conforten. Eso es ser valiente. No es valiente quien no tiene miedo (que tal vez sea más bien un temerario o un inconsciente), sino quien no le da el gusto de que le paralice la vida. Y se es valiente cuando hay una razón para serlo, y aquí creo que se lleva la palma, una vez más, el amor, ese amor que sostiene la presencia valiente de quien acompaña y cuida a pesar del miedo, y también, por qué no, de quien es cuidado.



Van a ser la negación y el miedo los principales fabricantes de otro enemigo del buen morir: las falsas expectativas. Revestidas con la palabra esperanza, se atribuyen el camino hacia un proceso tolerable. Pero esa esperanza no fundamentada se va a convertir en una trampa para todos, y sobre todo para el más vulnerable, el enfermo.

Todo tiene su lógica. La esperanza, aunque sea falsa, se convierte en el último baluarte frente a la realidad que trata de imponer su ley. Aceptar esa realidad resulta excesivamente duro para los familiares, y también para los profesionales. ¿También para el enfermo? Seguramente, aunque a menudo no tiene la oportunidad de comprobarlo porque la cortina de humo generada le dificulta la visión y acaba viendo lo que quiere ver o lo que le dejan ver. En plena oscuridad, necesitamos una luz, por pequeña que sea. Una luz a la que aferrarnos para no desesperar, una luz que nos dé permiso para seguir evitando y aplazando el difícil paso de la aceptación.

Y la medicina siempre tiene un nuevo conejo que sacar de la chistera, las alternativas que puede ofrecer son inacabables, siempre habrá alguna opción, aunque sea en forma de ensayo clínico para contribuir a la investigación. ¿Y si suena la flauta? ¿Quién puede resistirse a eso? ¿Quién puede negarle esa esperanza al enfermo?

El caso de M. tenía poca solución. El tumor avanzaba, su estado se deterioraba, y a él le costaba enormemente mantener la concentración y poderse entregar a sus pasiones favoritas, que eran leer y escribir. Era muy consciente de lo que sucedía, no eludía la información ni buscaba una falsa complacencia de los médicos. Le ofrecieron participar en un ensayo con un nuevo fármaco. Sabía que las probabilidades de éxito eran muy escasas, y que podían aparecer más complicaciones a consecuencia del tratamiento que aún deterioraran más su ya menguada calidad de vida. Lo hablé con él en una visita. Ante la pregunta de si realmente deseaba entrar en ese ensayo, su respuesta fue que no pensaba quedarse esperando sin hacer nada, que prefería morir intentándolo, porque la pasividad le resultaba aún peor.

Cuando el paciente sabe a qué juega, y asume la decisión con consciencia, ejerce su derecho a elegir sobre lo que quiere hacer, con conocimiento. Pero ¿qué ocurre cuando ese presunto conocimiento es parcial o totalmente sesgado? El verdadero problema no está en negarle la esperanza al enfermo, el problema está en cómo se le presenta esa esperanza, qué expectativas se generan, cómo se explica, cómo se entiende, cómo se interpreta y cómo se llega en numerosas ocasiones a una especie de autoengaño colectivo. Y ¿eso es malo? Sí, lo es, por supuesto que lo es. Porque es muy diferente comprar lotería con la ilusión de que te pueda tocar, pero consciente de que tu vida ha de seguir igual porque es harto improbable que te toque, a apostarlo todo a que te toque. La frustración que causan las expectativas no cumplidas, aquellas en las que habíamos depositado todo lo que nos quedaba, esa sí que es devastadora.

Llevados de una visión todavía excesivamente paternalista, o con cierta dosis de autoengaño porque también la negación juega un papel en su inconsciente, los médicos pueden dibujar un panorama mucho más optimista de lo que es en realidad, idea a la cual se apuntan los familiares, y el enfermo. Llegan a imaginar que aún es posible liberarse de la enfermedad; nunca acabamos de creernos que aquella pueda ser la última. Por tanto, no hay necesidad de preparar un plan B, porque solo el plan A ofrece esperanza. Y entonces viene el gran batacazo, las expectativas defraudadas, la frustración, la sensación de haber sido engañados o de no haber entendido bien, el impulso de echarle la culpa a alguien, y la constatación de que de haberlo sabido tal vez se hubiera empleado ese tiempo de otro modo, y ahora ya es tarde. Las consecuencias de esas expectativas desmesuradas levantadas con el pretexto de que el enfermo no pierda la esperanza serán demoledoras y van mucho más allá de lo inicialmente visible, porque van a causar más dolor y frustración, van a condicionar negativamente la toma de decisiones, van a expropiarle al enfermo la posibilidad de decidir cómo quiere vivir y a qué quiere dedicar su tiempo mientras haya vida (porque está ocupado en la tarea de sobrevivir), y no van a hacer que todo transcurra con serenidad, sino todo lo contrario. Las expectativas ilusorias son pan para hoy y hambre para mañana. Son una solución transitoria que aplaza el problema, pero no lo cambia, hasta que el problema se muestra definitivamente.

Sé que para una familia es muy difícil aceptar que no hay nada más que hacer para modificar el curso de la enfermedad, al menos dentro de lo razonable. Pero sí hay mucho que hacer desde el punto de vista del acompañamiento a su ser querido. Y afirmo categóricamente que unas expectativas ajustadas a la realidad, cuando son aceptadas, aunque duelan, aunque causen miedo a lo que vaya a pasar a partir de ahora, son el mejor camino para poder vivir de forma serena el proceso, para aprovechar el tiempo restante, para experimentar lo que significa acompañar desde el amor y la estima, y para conseguir poner las bases de un duelo que irá mucho mejor. No podemos eludir el dolor de la pérdida, forma parte de la existencia despedirnos un día de personas a las que amamos, y engañarnos no nos va a ayudar, solo comporta ponernos un anestésico local que tendrá un efecto limitado. Pero la experiencia de estar a su lado desde la presencia, a pesar del miedo, a pesar de la tristeza, sin necesidad de mentir, dejándonos ir, puede resultar transformadora, y así la explican quienes dieron ese paso. Está al alcance de todos. Hay que atreverse. La vivencia de la pérdida será muy distinta.



Otra de las cartas de presentación de la negación y del miedo es el hecho de convertir la relación entre enfermo y enfermedad en una batalla campal permanente y sin tregua. El lenguaje belicista se ha apoderado de esa difícil relación, y no parece entenderse de otro modo. No importa si es durante la celebración del día contra tal o cual enfermedad, o si es en una conversación entre amigos o familiares. Y el tratamiento informativo de la pandemia tanto por parte de las autoridades como de los medios ha sido una auténtica exhibición pseudomilitar. Al convertirlo en una confrontación, contra la enfermedad, contra la muerte, automáticamente generamos vencedores y vencidos en esta contienda. Con el grave riesgo de colgarle al ya sufrido enfermo, además, la etiqueta de perdedor si las cosas salen mal.

La permanente y reiterada apelación a la lucha evidencia que lo último que se está dispuesto a hacer es aceptar lo que está sucediendo, y como los últimos soldados que defienden una posición y están dispuestos a morir todos antes que entregar las armas (o les obligan a ello porque si no serán fusilados), se empuja a numerosos enfermos a hacer lo mismo. Nada de deponer las armas, eso es de cobardes, hay que pelear, hay que luchar por seguir vivo, hay que… El auténtico problema viene cuando esos deseos de pelea vienen de quienes la contemplan desde fuera pero no la sufren en sus carnes.

La insistencia en la fuerza de voluntad, la llamada a no desfallecer, no deja de traducir una fantasía, la de que las cosas dependen de nosotros. Pero debemos tener en cuenta que depositan sobre los hombros del enfermo la responsabilidad de salir adelante, o incluso la responsabilidad de no morirse como si eso fuera una jugarreta para el que va a sobrevivir. Y de ahí a hacerle sentir culpable, por no sentirse capaz de soportar otra quimioterapia, o por estar ya exhausto y anhelar el reposo, o simplemente porque quiere aprovechar los últimos meses de su vida para otras cosas y para prepararse, solo hay un paso. Pero el miedo a la pérdida, o el miedo imaginado que empuja a aplazar desesperadamente la posible cuenta atrás porque solo la idea ya resulta insoportable, impide ver a la persona y conectar con sus verdaderos deseos.

Resulta complicado comprender que tu familiar a quien tanto amas y a quien no deseas perder puede decidir que ya tiene suficiente, que acepta lo que la vida le ha traído, que en su balanza (la suya, que es la que debería contar) no le compensa someterse a determinados tratamientos que tampoco le ofrecen garantías, y que acepta su destino. Hace falta mucho respeto, mucho amor, y también mucha valentía. Porque esta es la verdadera valentía que ha de ponerse en juego.

Debemos saber, porque es así, que a buena parte de los enfermos estos mensajes de lucha no les ayudan en nada, o incluso llegan a molestarles y perturbarles. Ni los médicos ni los familiares tienen derecho alguno a exigir fortaleza ni resistencia. El enfermo es el primer interesado en lo más conveniente para él, pero lo más conveniente desde su punto de vista no tiene por qué ser hacer todo lo posible y por tanto seguir peleando. Lo hará si considera que le merece la pena, o porque valore que los posibles beneficios le compensen los riesgos, o porque lo prefiera a aceptar que ya no se puede hacer nada por detener la enfermedad (lo que no significa en absoluto que no se pueda hacer nada). Decía la doctora África Sendino, ya enferma de muerte, que no se podía exigir fortaleza al enfermo, y que en todo caso había que darle razones para tenerla. Por supuesto que así debería ser. Nos sacrificamos y esforzamos por aquello que para nosotros tiene un sentido, el enfermo debe poder decidir si lo tiene.

Que no se malinterpreten estas palabras. Hay un tiempo para luchar y resistir, y hay un tiempo para dejar de hacerlo. Lo difícil es distinguir entre lo que es razonablemente reversible y por tanto puede otorgar sentido a la lucha, y lo que no lo es y puede convertirse en un sinsentido. Pero una vez el enfermo ha decidido, sobre todo cuando la decisión es meditada, coherente con su historia de vida y sus valores, y no es producto de un pronto, debe respetarse. Por parte de todos. Familiares, amistades, y profesionales. Sin ejercer presiones ni chantajes.

Cuando a N. le diagnosticaron una grave recaída de su enfermedad tumoral, y le propusieron volver a tratarla con quimioterapia, no dijo inicialmente nada, porque en la fragilidad que se experimenta en una cama de hospital, y limitada por las consecuencias de la nueva acometida de la enfermedad, no era cosa de reaccionar así por las buenas. Pero su mente revivió la dureza del tratamiento al que ya había sido sometida, con éxito, varios años atrás. Y tomó conciencia de que su edad era otra, que su estado físico era otro y que, aunque no se lo dijeran con claridad, sus posibilidades esta vez también eran otras. Unos días después, manifestó a su hermano, persona más cercana a ella, que no deseaba seguir tratamiento, que había sido feliz, había tenido una buena vida, y no se veía con ánimo de pasar por lo que ahora le proponían. Su hermano, desde el respeto y el amor, lo entendió, y lo aceptó. No encontró la misma complicidad en alguno de los médicos que la asistían, pues veían como lo más natural intentarlo. Como tantas veces, era para lo que habían sido entrenados, para tratar de combatir la enfermedad y alargar la supervivencia. Pero se impuso su voluntad y el sentido común y complicidad de otros profesionales. Unas semanas después, moría en su cama, en su casa, en la que pasó ese tiempo de la manera que ella quiso, en paz y bien acompañada.

Hay que ser muy valiente para tomar una decisión así. Hay que ser muy valiente para aguardar tranquilamente (o no tanto), sin empezar a dudar de lo decidido, a que tu vida se vaya apagando. Hay que ser muy valiente para llevar la contraria a los médicos, que a menudo no se lo toman muy bien. Y hay que ser muy valiente para saber acompañar esa decisión desde el respeto, sin plantearte si tú lo hubieras hecho así, y sin juzgar. De esa valentía hemos de hablar.

Decía uno de los testimonios del documental Los demás días, de Carlos Agulló, que ella no quería luchar, ella quería vivir. Más claro, agua. La pregunta es: ¿en qué quieres invertir las últimas semanas o los últimos meses de tu vida? Eso, siempre y cuando aceptes que efectivamente son los últimos meses, porque en caso contrario, si no hay aceptación, si nos seguimos agarrando al sueño de que todo acabará bien, entonces la pregunta deviene absurda. Aceptar que la batalla no la puedes ganar no implica renunciar a vivir. Justo al revés, te libera para vivir como te dé la gana ese tiempo que reste, que ahora eres consciente de que es finito, pero que siempre lo había sido, para ti y para todos, con la diferencia de que mantenemos el pensamiento a raya bajo tierra. Vivir en lugar de luchar, cuando no le ves sentido a la lucha, te permite sentirte vivo en lugar de sentirte enfermo. Y pone el foco en tu persona y no en la enfermedad que padeces.

Pensemos en ello. Acompañemos a quien debe tirar de resistencia y fuerza de voluntad para tratar de seguir adelante. Acompañemos en la euforia o en el desfallecimiento, en la esperanza y en la duda, en la serenidad y en la rabia. Nuestra presencia, sin necesidad de lanzar arengas ni bravatas, ya servirá para infundir ánimos suplementarios a quien gracias a nosotros no se siente solo en su periplo. Y acompañemos también a quien decida dejar de pelear, y hagámoslo desde el respeto, e incluso protegiéndole de quienes intentarán que cambie de opinión desde sus propios miedos. Llegados a este punto, no hay decisiones buenas o malas, hay decisiones, y siempre que se tomen reflexivamente y desde la coherencia con uno mismo (y no con lo que los demás desearían), son válidas, aunque a nosotros no nos gusten.



Hace unos años me encontraba una calurosa tarde de junio en una sala de espera de radioterapia como acompañante. Nadie va a radioterapia porque sí. Nadie va por algo banal. Todas las personas que llenaban la sala lo hacían con su particular carga de sufrimiento. La sala estaba llena porque una avería había paralizado las máquinas y había desbaratado la programación prevista. A eso había que sumar que el aire acondicionado tampoco funcionaba. Todos aguardábamos de mejor o peor humor a ver si se podían reanudar las sesiones o si nos teníamos que volver a casa. Había allí una mujer muy mayor, de no menos de 80 años, con evidentes dificultades de movilidad (necesitaba de un andador), que empezó a hacer comentarios en voz alta, buscando la complicidad de los que como ella esperaban y esperaban. Algunas de sus ocurrencias arrancaron tímidas sonrisas en los presentes. Pero no se quedó ahí, siguió hablando…

Ella cree que no debería estar aquí. Ella piensa que a su edad y con los problemas que tiene para ir a cualquier parte, acudir cada día a este tratamiento es una molestia que podría ahorrarse. Si tampoco la va a curar. Si ella ya es muy mayor. “Pero mi familia me obliga a hacer todo lo que digan los médicos, que usted nunca hace caso de nada, que usted aún ha de vivir muchos años. A mí, que nunca me ha gustado que me fuercen a nada, y ahora...”.6

Así se toman a veces las decisiones. El temor de otros, los prejuicios de otros, la fantasía de otros, se impone a la voluntad del protagonista, a quien posiblemente ni se le pregunta o no se le toma en serio si manifiesta oposición. Sin mala intención, por supuesto, pero con consecuencias, que deberían tenerse en cuenta.

Resulta difícil decidir desde la negación, desde la perspectiva de quien elude la realidad, pero eso desemboca en que en ocasiones se usurpa al enfermo el propio derecho a decidir lo que quiere o no quiere hacer, y eso ya no es inocuo. Las decisiones están muy condicionadas y mediatizadas por todo lo ya expuesto. La sombra del tabú disfrazado de expectativas desajustadas es muy alargada. Y sería importante tomar conciencia de ello. Para saber dónde estamos verdaderamente. Para no hablar de libertades al tiempo que recortamos las de nuestros familiares o las de nuestros pacientes. El miedo no debería ser la eterna excusa para todo.

Ese mismo miedo también nos atenaza la vida y el vivir. Sin embargo, podemos desprendernos de él, o al menos de parte de él. La gran paradoja es que la aceptación de la finitud, de la temporalidad de nuestra existencia en este mundo, nos libera, porque la aceptación es mágica. Integrar nuestra mortalidad como un hecho del que somos conscientes no desencadena el terror, sino todo lo contrario, nos da el permiso para deshacernos de ataduras y para aprovechar la vida como el regalo que es, y nos hace por ello más agradecidos y más capaces de adaptarnos a los cambios. Nos atrevemos a relajarnos frente al factor tiempo sin pretender controlarlo. Y ese dejarse ir, que no deja de ser un acto de humildad, es así mismo un gran acto de amor y de generosidad. Disponernos a aceptar lo que viene liberándonos de una vez por todas del estéril empeño por dirigirlo todo a nuestro gusto nos conduce a una actitud de apertura en lugar de al victimismo que culpa de nuestros males a quien sea. Hacerlo es una decisión. Desde la intuición, desde el aprendizaje y la maduración, o desde la sabiduría innata, pero es una decisión que nos enfilará en dirección contraria a la que sigue la mayoría.

El miedo no habrá desaparecido, pero en lugar de ser un veneno paralizante se convierte en un estímulo, en un catalizador que nos pone en camino hacia una transformación. La auténtica aceptación de la temporalidad y de la mortalidad, la nuestra y la de quienes amamos, transforma nuestro paso por la vida. El objetivo no es no tener miedo a morir (y no me creo mucho a quienes lo afirman), el objetivo es convivir con él sin cederle el mando, y descomprimir aquellas virtudes humanas como la compasión, la ternura, o el mismísimo amor, que a menudo no se manifiestan pese a encontrarse latentes porque el miedo las mantiene bajo tierra. Esa descompresión facilita la fuerza expansiva de lo que nos caracteriza como humanos y hace la vida digna de ser vivida. Y el miedo se rinde ante esa expansión amorosa.

5. Ante todo no hagas daño, de Henry Marsh.

6. Del artículo “Las salas de espera”, del 23/V/2017, en el blog Hablando del final de vida, de Juan Carlos Trallero.

¿Morirme yo? No, gracias

Подняться наверх