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1. Los procesos de las diversas independencias americanas

La historia contemporánea de América comienza con las diversas emancipaciones político-administrativas de las colonias respecto de sus metrópolis europeas. La independencia norteamericana fue el primero de estos episodios que, dada su fecundidad y su significación política e institucional, incluso ha permitido a una amplia corriente historiográfica situarla como punto de partida de la historia contemporánea universal. Después se produjeron las emancipaciones de la colonia francesa de Haití, la portuguesa de Brasil y la de las colonias continentales españolas. El conflicto no ha terminado todavía de forma completa y las emancipaciones más recientes, las de décadas pasadas, forman parte de los últimos episodios del proceso. Pese a esto, justo es decir que, más allá de la permanencia de pequeños enclaves coloniales heredados del viejo imperialismo, ya en 1825 la mayoría del territorio americano era un conjunto de estados independientes.

Las primeras independencias se produjeron durante un período histórico largo, de más de cincuenta años, con varios factores que fueron sumándose. Entre éstos es necesario destacar la articulación de la sociedad colonial, el reformismo metropolitano y las resistencias de los colonos, los enfrentamientos internacionales y sus repercusiones en las colonias, las coyunturas y los intereses económicos...

Hubo importantes diferencias en cada una de las emancipaciones, teniendo en cuenta las características propias de cada colonia y la política de las metrópolis que las habían originado durante la Edad Moderna. Las colonias británicas crecieron como refugio de los discrepantes con el régimen político inglés. Las latinas lo hicieron con el fin de dar mayor gloria y recursos económicos a la Corona. En las colonias británicas no se toleró el mestizaje ni la convivencia con los indios, mientras que en las latinas sí. Paralelamente, éstas eran principalmente católicas, mientras que las inglesas no (Abellán, 1971).

A pesar de sus diferencias, en la segunda mitad del siglo xviii, tras la guerra de los Siete Años, las metrópolis coincidieron en la necesidad de efectuar reformas para adaptar a los nuevos tiempos las relaciones entre ellas y las colonias, sobre todo reformas fiscales y administrativas. Estas reformas motivaron numerosas protestas en los territorios de ultramar que, en el caso de las colonias inglesas, condujeron a la independencia de los trece territorios continentales de Norteamérica. Hay que tener presente que estos colonos tenían algunas instituciones formadas, como las asambleas coloniales, por los vecinos más notables, con una autonomía que no tenían sus homólogos de las colonias latinoamericanas.

En los procesos de independencia también influyeron las rivalidades imperiales de las metrópolis y las de las propias colonias que, en el caso de las españolas, llegaron hasta enfrentamientos internos por la jurisdicción de determinados territorios. El papel de las metrópolis francesa y española fue esencial para la independencia de las Trece Colonias británicas de Norteamérica. Igualmente, el papel de los ingleses fue importante para la ruptura del monopolio comercial español y para las emancipaciones de las colonias latinoamericanas.

Las motivaciones más inmediatas que aceleraron las independencias también fueron diferentes. La creación de Estados Unidos fue la respuesta de los colonos contra el despotismo metropolitano (Adams, 1980). Las repúblicas hispanoamericanas fueron, en última instancia, la contestación de los criollos para superar –en el contexto de las repercusiones de las llamadas reformas borbónicas– la orfandad motivada por la abdicación de Carlos IV y Fernando VII, en 1808, y su negativa a aceptar, por una parte, la autoridad de la monarquía de los Bonaparte y, por otra, la del Parlamento liberal español. Entre 1809 y 1825 el proceso evolucionó de acuerdo con la progresiva incapacidad de Fernando VII y de la metrópoli para controlar el destino de sus colonias a raíz de los efectos de las reformas de Carlos III y, posteriormente, del hecho de que España hubiera perdido el poder naval y, como consecuencia, el control del tráfico marítimo con las Indias. El imperio de Brasil fue la solución adoptada por el heredero de la Corona portuguesa e hijo del rey ante las exigencias de los liberales de la metrópoli y de las aspiraciones de los propios colonos, quienes le mostraron su lealtad. Haití fue, en buena medida, el resultado de las repercusiones en la isla caribeña de la Revolución francesa (Halperín Donghi, 1990).

El resultado de las emancipaciones tampoco fue el mismo para todas las colonias. Los Estados Unidos de Norteamérica, Haití y el imperio de Brasil conservaron la unidad de su antiguo territorio colonial, y sobre todo Estados Unidos se expandió con la conquista de nuevos territorios. En Hispanoamérica, la supuesta unidad territorial de la antigua colonia se deshizo. Cada virreinato, cada capitanía general e, incluso, las presidencias de audiencia generaron estados diferentes y divergencias que, en algunos casos, se rompieron todavía más con nuevas repúblicas delimitadas por la frontera de las viejas intendencias. A la mística disgregadora del Imperio español es necesario unir el problema racial y de relaciones de poder entre criollos, mestizos, negros e indios.

Con respecto a los sistemas políticos, una serie de principios abstractos elaborados por los filósofos podían plasmarse en instituciones reales que articulaban a la sociedad. Así lo hicieron las Trece Colonias norteamericanas, que llegaron a generar una república federal presidencialista. Los brasileños se organizaron como imperio constitucional con el monarca heredero de la dinastía portuguesa de los Braganza. Los haitianos se debatieron entre la república y el Imperio, igual que habían hecho los metropolitanos en Francia. En las ex colonias hispánicas hubo de todo, desde el breve imperio de Agustín I en México hasta la dictadura perpetua de José Gaspar Rodríguez de Francia en Paraguay, pero principalmente proliferaron las repúblicas más o menos inestables. Esencialmente los criollos de estos nuevos estados hispanoamericanos mostraron, durante las primeras décadas de vida independiente, la fachada de la política liberal, pero se constituyeron con regímenes militarizados de signo caudillista.

1.1 De las Trece Colonias al Estado nacional: Estados Unidos

América del Norte había sido colonizada principalmente por franceses, ingleses y españoles que avanzaron desde las riberas del océano Atlántico y del mar Caribe hacia el interior. Los franceses penetraron en Canadá y Louisiana e hicieron exploraciones desde el Mississippi hasta las Rocosas. Los ingleses se establecieron en la bahía de Hudson y crearon colonias a lo largo de la costa atlántica, de norte a sur, hasta el campo misionero español de La Florida, donde se planteó un prolongado problema de límites con las colonias españolas desde la creación de la colonia inglesa de Georgia hacia 1730. Los principales conflictos de frontera entre franceses e ingleses se produjeron al norte y al oeste de las colonias inglesas. Otra potencia imperial con intereses en América septentrional fue Rusia, que exploró las costas de Alaska de norte a sur.

La victoria británica en la guerra de los Siete Años (1756-1763) contra franceses y españoles tuvo como consecuencia que los ingleses adquirieran los enormes territorios canadienses y la cuenca del río Mississippi, así como Ohio y La Florida, una ampliación ratificada con la paz firmada en París en 1763. Los españoles fueron compensados con Louisiana. Después de la conquista, el gobierno de la entonces nueva colonia británica del Quebec fue encargado a un gobernador real con la misión principal de someter a los colonos franceses y a los indios, además de regular el reparto de los colonos procedentes de Nueva Inglaterra y Nueva York, asentados principalmente en Nueva Escocia junto con alemanes e irlandeses (Jones, 1996). Una década después, el Gobierno británico dictó el Acta del Quebec (1774) para establecer claramente las fronteras de la nueva colonia y regular su gobierno. Sus fronteras fueron hacia el oeste –Ohio y Mississippi–, y al frente de la colonia se colocó un gobernador militar fuerte sin asamblea representativa y que tuvo, sin embargo, un Consejo constituido por protestantes y católicos en igualdad de condiciones. Se adoptó el francés como lengua oficial y también el derecho civil de la antigua metrópoli francesa. A diferencia de las viejas Trece Colonias inglesas, donde el Gobierno de la metrópoli británica fracasó en su propósito de fortalecer el poder imperial mediante la expansión del estatuto de colonias reales, en las tierras de Canadá sí que se consiguió establecer este fuerte control imperial mediante la mencionada Acta del Quebec (Ciudad et al., 1992).

Las Trece Colonias de referencia eran Massachusetts, Connecticut, New Hampshire, Rhode Island, Nueva Jersey, Nueva York, Delaware, Pennsylvania, Virginia, Maryland, Carolina del Norte, Carolina del Sur y Georgia. En su origen, la fundación de las viejas colonias británicas fue encomendada a particulares pero, como consecuencia de la importancia que fueron adquiriendo estos territorios, el Gobierno de la metrópoli se propuso fortalecer el poder imperial con la expansión del estatuto de colonias reales a aquellas que lo aceptaron o a las que se lo pudo imponer. El estatuto de colonia real implicaba una mayor sujeción a la Corona, que así nombraba al gobernador y a otros cargos. El gobernador protegía los intereses imperiales y su poder sólo estaba limitado por las asambleas que controlaban los presupuestos. Poco antes de iniciarse el proceso de la independencia, existían tres tipos de colonias: las de propietarios con motivo de una concesión real, las corporativas y las reales. El crecimiento de éstas últimas fue espectacular a mediados de siglo xviii, como consecuencia del reformismo desarrollado desde la metrópoli para controlar mejor a las colonias. Nueve de las Trece Colonias eran reales, solamente Maryland y Pennsylvania conservaban su dependencia de los propietarios, y Rhode Island y Connecticut su estatuto corporativo.

Desde la anexión de Portugal a la Corona de Felipe II (1580), Inglaterra se sintió acosada por España y por el papa. En los círculos de negocios ingleses se hace evidente la necesidad de luchar contra el monopolio comercial español, al mismo tiempo que gana posiciones el interés por establecer colonias. El representante más cualificado de esta corriente será sir Walter Raleigh, quien fundará Virginia y realizará unos cuantos viajes a Centroamérica con objetivos comerciales. Al volver a la metrópoli, en 1618, será ejecutado por influencia del embajador español, el conde de Gondomar.

La colonización fue modesta, en tanto no se redujo el poder de España (guerra de los Treinta Años) y se consolidó la Revolución inglesa de Cromwell. La autonomía colonial, sin embargo, fue amplia (Degler, 1986). Se trata, en su origen y como ya hemos dicho, de una colonización privada, desatendida por la Corona. De hecho, Nueva Inglaterra es una colonia fundada en 1620 por puritanos que pretenden una reforma moral, que han sido perseguidos en Inglaterra pero no han querido acercarse a España. Fletaron un barco, el May Flower, en el cual embarcarán los «padres peregrinos», que la mitología yanqui considera los Padres de la Patria.

1.1.1 La consolidación del sistema colonial inglés

Las colonias de la primera mitad del siglo xvii tenían escasa importancia y era problemática su viabilidad de futuro. Los focos de la colonización fueron: Nueva Inglaterra, Virginia, Maryland y las Pequeñas Antillas. Nueva Inglaterra será una colonia puritana en tierra pobre, caracterizada por su intransigencia religiosa. La Compañía controla la colonia y los colonos reciben tierras, pero el hecho de que sean poco rentables hará que la Compañía se desentienda. Surge una comunidad de colonos que cederá tierras a los nuevos que llegan. Con el tiempo se formará un tipo de oligarquía de terratenientes que sólo cederá tierras nuevas a cambio de pago o de servicios. Los recién llegados se comprometían a servir a un propietario durante cuatro años, tras los cuales se les daba una parcela. Virginia empezó a existir después de la concesión de los derechos de la vieja colonia de Raleigh a una Compañía de Londres. En principio trataba de encontrar oro; más tarde, de asentar colonos que trabajaban para la Compañía. Finalmente, el rey Jacobo I la convirtió en colonia real. Maryland fue una concesión de Carlos I de Inglaterra al católico lord Baltimore, quien pretendía instalar colonos dentro del más puro estilo feudal. La revolución de 1640 mató a Carlos I y el proceso fue abortado. Las rentas habían caído mucho en vísperas de la revolución, alcanzando una cifra de más de 37.000 libras, de las que, a pesar de todo, sólo se cobraban la mitad. En cambio se había formado una gran propiedad tras el acaparamiento de tierras por parte de los antiguos colonos, aun cuando lo que se había hecho era reproducir la economía campesina, lo cual supuso que el resultado económico no fuera demasiado interesante. La prosperidad de estas colonias vendrá ligada a la de las Antillas británicas y a la introducción del tabaco, el cual disfrutará de un gran mercado en Europa. Asimismo, se expandirá el azúcar en Barbados y, después, el té y el café.

Estos cambios van a producir otros. La producción de azúcar era más costosa que el policultivo y, además, necesitaba grandes extensiones de terreno. Aparece así el latifundio, mediante la compra que los mejor situados económicamente hacen de las tierras de aquellos menos favorecidos que emigran a otros lugares. Se necesitaba una capacidad financiera para poner en marcha el ingenio azucarero y también se necesitaba una gran cantidad de mano de obra, que en ningún caso se podía cubrir con los pocos europeos que había. La solución fue la esclavitud, la importación de esclavos, lo que no hizo sino agudizar el proceso latifundista.

Quienes han vendido sus propiedades ven cómo las tierras hasta entonces conocidas están prácticamente saturadas. Ellos y los recién llegados de Europa empezarán a ocupar toda la franja costera de los actuales Estados Unidos, llenando el vacío entre Maryland y Nueva Inglaterra. Así, surgirán colonias como Nueva York, Nueva Jersey, Pennsylvania y New Hampshire. Estas tierras serán eminentemente cerealícolas y trabajadas por campesinos de clase media. Mientras tanto, la Corona inglesa queda bastante al margen, muy preocupada por su propia revolución. Cuando se dé cuenta, se encontrará con una situación radicalmente distinta de la del control ejercido por España sobre sus colonias desde las reformas de Carlos III.

El sistema colonial inglés tiene su zona más interesante, desde el punto de vista económico, en las Antillas. La metrópoli, después de Cromwell, se regula por el mercantilismo, resaltando cada vez más la importancia de las mercancías por ellas mismas. El objetivo será conseguir un saldo favorable para las colonias, saldo que los de ultramar tendrán que cubrir en metálico. Progresivamente se insiste en que las colonias también tienen que remitir bienes o productos manufacturados, ya que así bajarán los precios en la metrópoli, lo cual permitirá mantener unos salarios bajos. Ésta, sin embargo, sería la teoría, puesto que los obreros ingleses no consumirán grandes cantidades de azúcar, té o tabaco. La realidad es que los ingleses se aseguran la distribución de estos productos en Europa, lo que originará, desde 1660, una gran acumulación de capital. Así, la complementariedad del sistema dependía de los productos coloniales, lo que permite que podamos dividir las colonias en tres grupos en función de su actividad económica:

a) Las Antillas, donde las plantaciones se dan desde el principio, lo que permite producir azúcar para la exportación. Con este azúcar se puede pagar todo lo que es necesario importar de la metrópoli (manufacturas). Presenta, pues, el mayor grado de complementariedad con el sistema inglés.

b) El sur de América del Norte, con plantaciones de tabaco y otros. Hasta la independencia subsistirá una economía campesina tradicional y, aunque se ha introducido el algodón, el grado de complementariedad será menor, puesto que la balanza comercial es bastante desfavorable para la colonia.

c) Las colonias del norte, con una economía basada en el cereal o en el autoconsumo, sin nada que ver con las grandes plantaciones. Tenían que importar las manufacturas de Inglaterra y disponían de muy poco para exportar, sólo madera para la construcción naval inglesa. Esto permitirá la aparición de sistemas compensatorios. Exportarán trigo hacia la América española.

Evidentemente, una parte del sistema colonial inglés subsistirá al margen de las relaciones bilaterales con Inglaterra. En 1776, un informe de B. Franklin dirá que Pennsylvania cubre el 90 % del coste de sus importaciones gracias a lo que exporta a otras zonas americanas. Por ejemplo, produce trigo para Connecticut o Massachusetts, tierras pobres que empiezan a implantar actividades manufactureras. No obstante, la metrópoli empezará a poner trabas ya desde el siglo xvii: en 1699 prohíbe la elaboración de textiles y, en 1750, la de metales. No obstante, las colonias harán boicot a los productos ingleses el cual, además de ser muy eficaz, demostrará que pueden autoabastecerse. La metrópoli no intentará una solución de fuerza por varias razones: una, porque sabe que será un enfrentamiento total; y otra, porque el control que ha logrado sobre la economía mundial le permite no depender imperiosamente de sus colonias (Jones, 1996).

Paralelamente, las colonias tampoco querrán enfrentarse a la metrópoli, y esto porque son conscientes de una serie de ventajas. Por una parte, les asegura un mercado para los productos de plantación; por otra, subvenciona determinados productos como la madera; y, en tercer lugar, es cierto que el transporte maritime y la distribución también reportan beneficios para las colonias, puesto que desde Cromwell sólo los navíos ingleses son admitidos en los puertos británicos.

Además, hay motivos políticos y militares, como son la presión de los franceses en el noroeste, que reclaman unos territorios que podrían ahogar a las colonias inglesas, y las malas relaciones con los indígenas del oeste, que controlan unos territorios vitales para la expansión agrícola y que son aliados de los franceses. La existencia de estos peligros influyó en la organización de las colonias, tanto dándoles cohesión como reforzándolas militarmente.

En la guerra de los Siete Años, que significó la desaparición de Nueva Francia, los colonos hicieron una lucha autónoma y popular, absolutamente apoyada por la opinión pública. La paz de París, en 1763, supuso el fin del poder francés, así como el inicio de los problemas con la metrópoli, puesto que el azúcar de las Antillas inglesas empieza a tener problemas por el agotamiento de las tierras y por el absentismo de los terratenientes, y las colonias americanas vendían y compraban mercancías en las Antillas francesas. Por eso es por lo que una de las disposiciones de la metrópoli para las colonias fue la Proclamation Act, según la cual las colonias no podían extenderse más. Las monarquías borbónicas, España y Francia, habían firmado un pacto de familia contra Inglaterra. Sin embargo, la guerra de los Siete Años significó la derrota de los dos países; concretamente España perdió La Florida y recibió Louisiana, no conquistó Portugal ni recuperó Gibraltar; los ingleses entraron en Montevideo y en La Habana. A pesar de todo, a Inglaterra también le costó cara la partida y, como consideraba que la guerra se había producido por defender a sus colonias, entendió que eran éstas quienes tenían que pagar la factura.

1.1.2 El proceso de independencia

Se trata de un proceso largo en el cual podemos ver dos fases: la primera, desde la paz de París (1763) a la matanza de Boston (1770), y la segunda, desde 1770 a 1776 (Declaración de Independencia, tras una guerra interna desde 1775) (Nevins et al., 1994).

La paz de París significa, además de la derrota de España y Francia, la victoria de los colonos de América del Norte, al ser eliminada la amenaza francesa. La metrópoli empieza a pasar facturas y, además de la Proclamation Act, impone la compra de azúcar antillano a las colonias del norte, azúcar que ha perdido competitividad, cuando los colonos están comprándolo más barato a los franceses.

Otras medidas de la metrópoli serán la lucha contra el contrabando, es decir, todo el comercio que, desde el punto de vista británico, se considera ilícito; la Stamp Act o Ley del Timbre, por la cual todo documento público se tiene que hacer en papel oficial; la Quartering Act o Ley de los Cuarteles, que establece un ejército de cien mil hombres que tendrá que ser pagado por los colonos; las Leyes de Towshend, que no eran más que impuestos sobre el consumo de productos como el azúcar, el té y otros. Ante esto se produce una moderada reacción de los colonos, aunque no coincide exactamente con el deseo de independencia. Destacan hombres como Dickinson, Franklin y Sam Adams. El primero critica todas las medidas porque perjudican a los colonos; el segundo avisa que, al venir las disposiciones de Londres, si no se paga será necesario enfrentarse con la metrópoli; Adams es partidario de no pagar si no hay una representación de los colonos para hacer oír su voz en el Parlamento inglés: «ninguna contribución sin representación» (Adams, 1980).

Sin embargo, no todas las protestas son tan refinadas y no todos escriben libros. Existen los llamados Comités de Correspondencia, que se limitan a provocar a los ingleses y a organizar disturbios. Se trata de sectores más populares que, en ocasiones, ponen en dificultades a los dirigentes de la sociedad colonial.

El primer ministro North, que había sustituido a Pitt en 1770, concedió el monopolio de la venta de té a la Compañía de las Indias Orientales, lo cual significaba que todo el té consumido por los norteamericanos, incluido el comprado al por menor, tenía que ser vendido por esta compañía. Éste fue el motivo del Boston Tea Party (cincuenta americanos disfrazados de indios destruyeron todo el té almacenado en el puerto de Boston, en diciembre de 1773), que sería contestado por Londres con las que se conocerán como las Leyes Intolerables, es decir: autorizó el alojamiento de tropas británicas en casas particulares de americanos; clausuró el puerto de Boston hasta que se recogiera en metálico una cantidad igual a la de las pérdidas ocasionadas y se aceptara pagar los impuestos; los responsables serían juzgados en Londres; el Canadá francés se unía al Canadá inglés, dejando de formar parte de Nueva Inglaterra; y, finalmente, la disolución de la Asamblea y el cambio de la Constitución de Massachussets.

Ante estas medidas, la oposición anticolonial se unificará en un Congreso, el primero de Filadelfia, en el cual se aprobará la Declaración de los Derechos de los Colonos, se creará una comisión de seguimiento de los acontecimientos y se decretará el boicot a los productos ingleses, lo cual supondrá la autosuficiencia.

La reacción inglesa al Primer Congreso será inmediata: las colonias serán declaradas en rebeldía, al mismo tiempo que se envía a un ejército de mercenarios alemanes para reforzar la guarnición inglesa. En 1775 se convocará el Segundo Congreso, todavía con posiciones conciliadoras. Aunque no se rechazan soluciones de vinculación con la Corona (parecidas a lo que después sería la Commonwealth), los acontecimientos se aceleran y un incidente en Lexington marcará el inicio de la guerra. Una escaramuza entre británicos y campesinos patriotas norteamericanos, que tuvo lugar en la primavera de 1775, en la cual murieron ocho americanos, es considerada como el comienzo de la revolución. Se cuenta que Sam Adams, al escuchar los disparos, exclamó una frase que, cierta o leyenda, se incorporó a la mitología norteamericana: «¡Qué gloriosa es esta mañana!» (Nevins et al., 1994).

En 1776, el Tercer Congreso de Filadelfia impondrá la emancipación, encargándose Thomas Jefferson de la redacción de la Declaración de Independencia:

Consideramos evidentes las siguientes verdades: que todos los hombres fueron creados iguales; que su Creador los ha dotado de ciertos derechos inalienables; que entre éstos están los de la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad. Que, para garantizar estos derechos, se han instituido Gobiernos entre los hombres, y su poder jurídico deriva de la aprobación de los gobernados; que cada vez que alguna forma de gobierno impide la realización de estos fines, el pueblo está en su derecho de alterarlo o suprimirlo y de instituir un nuevo Gobierno, poniendo sus fundamentos en tales principios y organizando sus poderes de la forma que les parezca más conveniente para la consecución de su seguridad y su felicidad. (Nevins et al., 1994)

Interesa resaltar, como dice W. P. Adams (1980), que no fueron móviles democrático-radicales ni proyectos de reforma social los que impulsaron a la élite política a manifestarse de este modo en 1776, a decantarse tan claramente por la igualdad entre los hombres y el pleno derecho de los gobernados a derribar a los gobernantes. La necesidad de justificar la independencia de un nuevo Estado fue la que condujo a esta proclamación de nuevos principios del poder legítimo.

Tras la Declaración de la Independencia vendrá la guerra. Francia y España permanecerán neutrales hasta 1778, momento en el que los esfuerzos de B. Franklin por hacer aceptable la causa ante las monarquías borbónicas tendrán éxito. Francia presionará a la marina inglesa, y España actuará desde el sur. Como efecto de su implicación recuperará La Florida –y también Menorca–, pero Francia sólo conseguirá un enorme endeudamiento exterior. En 1783, mediante el Tratado de Paz de Versalles, la independencia será reconocida. De este modo, el derecho a la rebelión entrará a formar parte del corpus ideológico de las revoluciones burguesas.

Con la Declaración de Independencia empezó una guerra de más de seis años entre la metrópoli y las Trece Colonias rebeldes. La nueva colonia canadiense, gobernada militarmente sin asamblea, continuó fiel a la metrópoli y se convirtió en el principal refugio y base de operaciones de los realistas que lucharon contra los colonos sublevados. La guerra empezó con demostraciones de fuerza de la metrópoli –Nueva York y Filadelfia–, y operaciones arriesgadas de los rebeldes –Trenton y Princeton–. En 1777 las milicias continentales consiguieron en Saratoga la rendición del general Burgoyne, que comandaba las tropas realistas del norte que se refugiaron en Nueva York. La guerra se desplazó hacia el sur y, el 19 de octubre de 1781, el general realista Cornwallis se rindió en Yorktown. Las tropas de Washington ganaron la guerra porque disfrutaron de una coyuntura internacional muy favorable. El rey francés envió tropas y dos escuadras navales para apoyar las acciones militares de Washington; la escuadra francesa de De Grasse fue vital para la rendición de Cornwallis. Los franceses también atacaron otras posesiones coloniales británicas, igual que los españoles, que aprovecharon la coyuntura para penetrar por el norte de Nueva España y atacar las posesiones británicas del Caribe y, en Europa, las próximas a la península Ibérica. En 1779 los franceses y los españoles firmaron un tratado para recuperar los territorios que habían perdido en la guerra de los Siete Años y, en 1780, los franceses crearon una liga a favor de la libertad de los mares.

En conclusión, la independencia se produjo porque la metrópoli quería controlar cada vez más y mejor a las colonias, y las respectivas asambleas de éstas no estuvieron dispuestas a aceptar este reformismo centralizador. Las colonias habían experimentado un crecimiento económico y de población –se había producido una intensa inmigración de europeos y una incorporación forzada de esclavos africanos–, y este crecimiento les permitió hacer frente a la metrópoli. Es necesario añadir que la política imperial francesa y española, como ya hemos dicho, también tuvo una gran trascendencia en el proceso (Hernández Alonso, 1996).

1.1.3 Evaluación del proceso

La razón de la independencia fue clara y explícita: el hecho de pertenecer al Imperio británico era un obstáculo para el crecimiento de las propias colonias. La pregunta, pues, es inmediata: ¿significó la independencia un gran desarrollo?

Con respecto a la población, el crecimiento fue extensivo:

1710 = 0,33 millones de habitantes.

1775 = 2,5

1815 = 8,5

Económicamente, Inglaterra subvencionaba algunos productos que le resultaban interesantes: madera, construcción naval, añil..., y permitía el transporte de mercancías en barcos de las colonias en sintonía con las actas de navegación. Después de la independencia, lo que pasó fue que pesó más el crecimiento basado en: a) la producción campesina de cereales, puesto que antes Inglaterra había prohibido el tráfico y había grabado su consumo; b) las manufacturas autóctonas, que Inglaterra no necesitaba y que, por tanto, no compraba; y c) las grandes plantaciones (arroz, tabaco), con una expansión antes controlada por la metrópoli mediante el monopolio comercial. Es necesario hacer énfasis en que los intereses agrarios fueron decisivos, puesto que, en 1775, un 90 % de la población eran campesinos (G. Washington y T. Jefferson también eran campesinos, un concepto amplio que no debemos conectar a la extensión de la propiedad).

En conclusión, lo que sucedió fue que, a la hora de la verdad, pesó más aquel sector de la economía colonial que no se beneficiaba de la articulación con la metrópoli y que deseaba desarrollarse autónomamente. En esto consistió la independencia.

Que la constitución del nuevo Estado abriera el camino de este crecimiento no quiere decir que éste surgiera inmediatamente. Lo que sí quedó claro fue que, hasta 1793, las relaciones con Inglaterra experimentaron una importante reducción.

Valor de las exportaciones a Inglaterra:

1772-1775 100,7

1784-1787 83,7

1788-1791 90,6

En 1793 se invertirá la tendencia, gracias a la introducción masiva del algodón (la desmontadora) y a la guerra en Europa.

¿Qué pasó con el otro sector de la economía? Estados Unidos habría podido incrementar sus exportaciones en otros países, pero era un mal momento, por el proteccionismo generalizado y por la supremacía inglesa, tal y como evidencia un informe de T. Jefferson de 1793 (Douglas-North, 1969). Esto no quiere decir que la independencia fue un fracaso, puesto que permitió un desarrollo propio, a largo plazo; un desarrollo que empezará a partir de 1793, especialmente, como ya hemos dicho, por la introducción masiva del algodón y su exportación a los países beligerantes europeos. Y fue posible aprovechar esta coyuntura porque Estados Unidos ya no era una colonia inglesa. En este sentido fue una revolución burguesa, en la medida que sentó las bases del desarrollo del capitalismo en el ámbito político, mediante la representación política, al crear un Estado propio. Por lo que respecta a las estructuras internas, los cambios fueron menos importantes. Se procedió a la expropiación de los lealistas y se cambiaron algunas leyes del pasado que no eran más que reliquias, pero la propiedad no sufrió grandes modificaciones. Paralelamente, las estructuras sociales que habían surgido dentro del sistema colonial (estructura de la propiedad, esclavitud, etc.) no fueron alteradas (Zinn, 1997).

En este contexto, con estas modificaciones y estas permanencias, Estados Unidos se convirtió en una nación. Para la historiadora francesa M. Elise Marientras (1977), la revolución de las Trece Colonias es la creación artificial de una nación, puesto que sólo existe en común la voluntad de crecer y de desarrollarse, obviando la exposición de la forma en la cual se realizará este propósito. Esta realidad tendrá grandes repercusiones a lo largo de toda la historia de Estados Unidos hasta la actualidad. El historiador radical R. Hofstadter (1984) opina que el nuevo país estará caracterizado por un sentido paranoico de manía persecutoria; esto es, una obsesión porque se ponen obstáculos a su crecimiento, lo cual condicionará extraordinariamente su comportamiento político.

1.1.4 La construcción del Estado independiente

El proceso de independencia había sido lento. La configuración de una nueva sociedad y una nueva economía fue, igualmente, un proceso pausado. Por eso es por lo que las fórmulas políticas para la formación de un nuevo Estado fueron definiéndose poco a poco. Sus formas definitivas se adaptaron a las nuevas necesidades originadas por la independencia.

a) Durante la guerra

Los congresos de Filadelfia eran reuniones eventuales con objetivos casi exclusivamente defensivos. En 1776, R. Lee, el mismo que había propuesto la aprobación de la independencia, sugirió la constitución de una confederación: una organización estatal en la cual las partes integrantes no renuncien a su soberanía, y que se diferencia de lo que es un Estado federal. Las antiguas colonias se erigen en soberanas, aun cuando voluntariamente se integran dentro de una unidad superior: la confederación. Hasta tal punto no implica pérdida de soberanía particular, que cualquiera de ellas podría separarse en el momento que lo considerara oportuno.

La soberanía reside en los Estados, no en los ciudadanos. No hay ciudadanos de la confederación, sino de los distintos estados, lo cual consagraba la autonomía de las antiguas colonias para decidir sobre sus problemas internos. No es necesario insistir en la importancia de este hecho, teniendo en cuenta que la estructura social y política de los estados iba a ser decisiva. A pesar de todo, sólo dos estados se dotarán de nuevas cartas: Massachusetts y New Hampshire. Como el resto se limitó a reformar las viejas cartas coloniales (tan sólo eliminando las alusiones al Parlamento y al rey inglés), éstos dos se ganaron la fama de revolucionarios.

La dirección estatal de la confederación tendrá asignados varios papeles (cuyo cumplimiento se concede a un débil Congreso): el arbitraje entre los estados, el Ejército, las relaciones exteriores y el cobro de los impuestos en relación directa con los habitantes de cada Estado. Un problema importante, como es el de las tierras existentes al oeste de cada Estado, que cada uno reclamaba como propias, se resolvió acordando que estas tierras fueran patrimonio de la confederación (Adams, 1980).

La aprobación de los artículos de la confederación fue una tarea larga y pesada, puesto que, inevitablemente, chocaban los distintos intereses de los diferentes estados. Y es que a los problemas mencionados, es necesario añadir los directamente ligados a la depresión económica sobrevenida después de la independencia. Con posterioridad al Tratado de Versalles, la confederación empieza a tener problemas económicos por la financiación de los gastos originados por el conflicto. Algunas colonias habían emitido deuda pública, que había sido colocada incluso en Europa de forma incontrolada. Unos estados habían hecho más que otros y, en caso de no pagar, la credibilidad internacional del nuevo Estado sería nula. Además, también los inversores internos querían cobrar.

b) Después de la guerra

Entran en un período crítico con motivo del profundo bache por el que atraviesa la economía. Podemos concretar los problemas subsiguientes a la constitución de la confederación en los siguientes:

– Financiación de la guerra y del comercio posterior. Pago de las emisiones de deuda federal, limitadas por las aportaciones de los estados (la confederación propondrá cobrar una tasa del 5 % del comercio de cada Estado); pago por la disolución del Ejército, que hará necesario un préstamo de los Países Bajos para pagar los salarios atrasados.

– Disturbios por el cobro de los impuestos. Hubo desórdenes públicos que hicieron entender a las élites dirigentes que era necesario pactar entre ellas para no perder el poder. En Massachusetts hay una revuelta dirigida por Shays en contra de unos impuestos; es una rebelión de los Hijos de la Libertad, que muestra que esta corriente, desaparecida durante años, podía reaparecer. La rebelión será reprimida por las tropas, pero el aviso será efectivo. No fue una rebelión contra el Gobierno, sino una protesta violenta en contra de condiciones de existencia que se habían vuelto intolerables (Nevins et al., 1994).

Hacia 1786 parece necesario reformular el Estado, modificando los artículos de la confederación. A propuesta de Madison, Hamilton y otros se realizará un congreso en Filadelfia, en el que se pondrá en marcha la Constitución de 1787. Ésta fue un mal menor para todos, puesto que se trataba de un documento lleno de compromisos, de intentos de conciliar intereses contrapuestos. Los compromisos son evidentes a tres niveles: el Congreso, legislativo; el presidente, el ejecutivo; y los estados de la Unión, el aspecto federal. La inspiración ideológica se encuentra en Montesquieu, con la división de poderes como forma de evitar los peligros de la democracia. En cuanto a los conflictos estatales, se pronuncian por la república federal, pero basada en los derechos de los estados y en su igualdad, con un sistema de voto no regulado por la Constitución, sino por los respectivos estados. Con respecto a las tierras del oeste, se aprueba que podrán crearse nuevos estados al alcanzar la cifra de setenta mil habitantes.

La nueva Constitución viene a establecer un gobierno federal con capacidad para cobrar impuestos, reglamentar el comercio, acuñar monedas, mantener un Ejército y una Armada, firmar tratados, solicitar préstamos, resolver las disputas entre los estados federados y legislar. La forma de Estado y de régimen previstos fueron los de una república federal presidencialista con un Congreso de dos cámaras: el Senado y la Cámara de Representantes.

La aprobación de la nueva Constitución por los trece estados entre 1787 y 1790 provocó un debate entre sus partidarios, llamados federalistas, como Alexander Hamilton, James Madison y John Jay, y quienes defendían la situación anterior, llamados antifederalistas, como Patrick Henry. Finalmente ganaron los partidarios de la nueva Constitución de 1787 y, en 1789, George Washington fue elegido primer presidente de la nueva república federal presidencialista, y John Adams vicepresidente.

Las primeras medidas del nuevo y fuerte gobierno federal fueron resolver los problemas que hacían peligrar el futuro de la independencia. El primer secretario del Tesoro de la Unión de Estados de América, Alexander Hamilton, convenció al Congreso de 1790 para que reconociera el pago de la deuda pública. En 1791 creó el Banco de los Estados Unidos –en 1809 los inversores europeos poseían el 72 % del capital social del banco–, e introdujo varios impuestos federales, y en 1798 empezaron a aplicarse incluso impuestos sobre la renta (Jones, 1996).

Las medidas de Hamilton tropezaron con la oposición de algunos sectores del Congreso, lo que provocó la formación de dos partidos políticos: los partidarios de la política federal fuerte –Federal Interest– y los contrarios –Republican Interest o Republican Party–. En 1796, al renunciar Washington a presentar de nuevo su candidatura a la Presidencia, hubo una campaña electoral donde se enfrentaron los dos partidos. Ganaron los federales de John Adams, quien reafirmó el poder federal con la Ley de Sedición, para castigar a quien conspirara contra las medidas del Congreso de Estados Unidos. Los republicanos de Jefferson ganaron las siguientes elecciones presidenciales en 1801, pero la política económica del nuevo Gobierno, como podía esperarse, no fue tan diferente de la de sus antecesores.

La solución de las disputas territoriales con los imperios europeos encontró una coyuntura favorable, gracias a las guerras generadas con motivo de la Revolución francesa en Europa desde 1793. La legación diplomática de John Jay consiguió un primer acuerdo con los británicos en 1794 para que abandonaran destacamentos militares del noroeste, a cambio de la neutralidad americana en la guerra europea. Los colonos británicos no cumplieron el acuerdo hasta la batalla de Fallen Timbers. En 1795 los españoles –por el Tratado de San Lorenzo– concedieron a Estados Unidos el derecho de navegar por el Mississippi, un depósito de mercancías en Nueva Orleans, y fijaron las fronteras de Louisiana y Florida. En 1800 los españoles cedieron Louisiana a los franceses, y los americanos volvieron a negociar el tema de las fronteras con éstos, los cuales finalmente les vendieron este territorio en 1803 por quince millones de dólares. De esta manera, la nueva frontera de Estados Unidos se situó en las Montañas Rocosas y empezó la colonización de las tierras del oeste. La frontera con Florida se mantuvo en el paralelo 31º hasta el Mississippi.

La guerra europea también facilitó a Estados Unidos el aumento de sus exportaciones, pero la Corona británica declaró contrabando el comercio de alimentos norteamericanos y no les permitió negociar con las islas inglesas del Caribe. El comercio exterior de Estados Unidos progresivamente se vio afectado de forma negativa por las medidas económicas de las guerras británicas y francesas y, lo que fue más grave, por la política británica de reemplazo forzoso de marineros –entre 1793 y 1811 los ingleses reclutaron por la fuerza a diez mil marineros norteamericanos–. Tras varios incidentes, Madison declaró la guerra a Gran Bretaña en 1812 –aquel año Louisiana fue admitido como uno más de los Estados Unidos–. La guerra acabó en 1814 con la paz de Gante, sin que hubiera una victoria clara de nadie (Adams, 1980).

Esta segunda guerra contra Gran Bretaña sirvió para que los estados del norte impulsaran la producción de manufacturas que sustituyeran a las importaciones que necesitaban los estados agrícolas del sur, y también puso en evidencia la debilidad militar y naval de la nueva nación. Después de la guerra se firmó un nuevo tratado comercial con los ingleses, pero continuaron cerradas al comercio norteamericano las islas británicas del Caribe.

La consecuencia más importante de la guerra fue la apertura de una nueva era de armonía nacional entre republicanos y federalistas. Los republicanos se convencieron de la necesidad para el desarrollo del país de unas atribuciones federales fuertes. Desde el Gobierno prepararon un ejército y una marina de guerra federal; dictaron aranceles proteccionistas; crearon un segundo banco de los Estados Unidos después del cierre el primero en 1811; e intervinieron en la construcción de carreteras interestatales. El senador de Kentucky, Henry Clay, dijo de esta política que era el «sistema americano», el cual estaba por encima de cualquier rivalidad entre los partidos (Jones, 1996).

La creación de nuevos estados continuó: en 1816 Indiana, en 1817 Mississippi, en 1818 Illinois y en 1819 Alabama. Precisamente, la creación de nuevos estados hizo peligrar el futuro y la armonía del país. En 1820 los habitantes de Missouri partidarios de la esclavitud pidieron la constitución de un nuevo estado esclavista. Los estados no esclavistas de la Cámara de Representantes, que tenían la mayoría, se negaron, mientras que en el Senado las votaciones estuvieron igualadas. La cuestión se resolvió con un compromiso que permitió crear el Estado no esclavista de Maine (1820) para mantener la igualdad en el Senado entre unos y otros; acto seguido se aceptó el Estado esclavista de Missouri (1821). También acordaron que quedaba prohibida la esclavitud al norte del paralelo 36º 30' (Nevins et al., 1994).

En 1821, aquellas Trece Colonias costeras que se independizaron de Gran Bretaña se habían convertido en una gran república federal presidencialista, compuesta por veinticuatro estados y por un territorio por colonizar de iguales dimensiones a las de todos los estados juntos. En 1818 Gran Bretaña les había cedido la región de la frontera canadiense del oeste de los Grandes Lagos, al norte de Louisiana. En el sur, después de que Andrew Jackson castigara a los indios semínola de Florida ante la impotencia española, que bastante tenía con las guerras de independencia, los norteamericanos compraron esta región a los españoles por cinco millones de dólares en 1819. La nueva frontera con las colonias españolas era ahora Texas.

A modo de conclusión, se puede decir que los dos aspectos centrales de la independencia son la búsqueda de un desarrollo propio, independiente del área de acumulación británica, y por otro lado, una clara identificación de este desarrollo nacional con los intereses de las estructuras vigentes. La Constitución consagraba políticamente la independencia real, que se puede resumir en el liberalismo de Adam Smith, es decir, que el desarrollo económico es algo espontáneo, fruto de la naturaleza propia de las cosas, que la ampliación del mercado y la incorporación de tecnología son las raíces de la prosperidad, y que el bien común es la suma de los bienes individuales.

Es decir, lo que Thomas Paine había visto en el movimiento independentista, el derecho del hombre a la felicidad y a la propiedad de los frutos de su trabajo y el ataque contra los privilegios que van contra la libertad. Esto era la independencia. No obstante, cuando el nuevo sistema no proporcionaba prosperidad para todos, emergía el sustrato social que le servía de base: las estructuras sociales de los más afortunados, que tenían que defenderse. Así, se producirá una relación entre liberalismo y mantenimiento del orden social, que quedará establecida en la Constitución.

Esta Constitución tendrá toda una serie de insuficiencias: a) la no existencia de un desarrollo de los mecanismos electorales en la propia Constitución –las leyes particulares de cada Estado se hacen en función de la correlación de fuerzas internas de cada uno de ellos; en los estados del sur se tomó la medida de considerar a los negros como 3/5 de blanco, y sólo en la elección de compromisarios, lo cual no les daba derecho al voto–; b) se puede decir que el poder federal surgía como compromiso, como una prevención contra la participación popular –se crea así un poder político que no se adaptará bien a la pluralidad de la sociedad cuando ésta se haga más compleja–; y c) quizás una de las más importantes insuficiencias de la Constitución americana sea la inexistencia de una declaración de los derechos de los ciudadanos. Normalmente las constituciones tienen una parte teórica y otra normativa; Estados Unidos carece de la programática, que ha sido suplida parcialmente después mediante enmiendas. Una de las primeras fue la del derecho a la propiedad; después, la de tener y comprar armas y la de intervenir en problemas de orden público cuando así lo pida el gobernador del Estado (Hernández Alonso, 1996).

1.2 La independencia de las colonias hispanoamericanas

Es posible afirmar que, si bien la desaparición real del dominio colonial español sobre las tierras americanas se inicia a partir de la invasión de la península Ibérica por las tropas de Napoleón, las causas remotas de este proceso, sin embargo, tenemos que buscarlas en la segunda mitad del siglo xviii, cuando la monarquía de Carlos III introdujo una serie de reformas en la política colonial con el objetivo de recuperar un timón que las anteriores administraciones metropolitanas habían perdido. Las contradicciones generadas por aquellas mismas reformas en la sociedad colonial y entre las colonias y la metrópoli, en un contexto internacional determinado, estallarán en el momento en que en España se produzca la doble abdicación de Carlos IV y Fernando VII.

En 1808, la formación de las juntas, en sintonía con las que habían sido creadas en la península Ibérica, abrirá la puerta a la formación de dos bandos: los autonomistas criollos y los realistas adictos. Si bien el primer juntismo tiene que ser considerado como un fenómeno totalmente controlado por España, cuando en la metrópoli las juntas sean vaciadas de contenido –sobre todo por la instalación de la Junta Central en 1808 y, en 1810, por la delegación que se hace sobre el Consejo de Regencia–, en América se encontrarán cada vez más enfrentadas, incluso militarmente. Con la derrota de los franceses en 1815, Gran Bretaña dará un apoyo más efectivo a los rebeldes criollos sin que España sepa o pueda hacer nada por contrarrestar la actividad de éstos. Fue esta polarización en facciones, cada vez más radicalizadas, lo que favoreció realmente la continuidad de las acciones bélicas.

Pero no debemos creer que durante las luchas por la independencia se produjo, de forma homogénea en el territorio, una fragmentación política nítida entre la población blanca americana: por un lado, los blancos criollos partidarios de la secesión y, por el otro, los peninsulares decantados por el mantenimiento de la autoridad de la monarquía española. Ni tampoco debemos pensar que las ansias emancipadoras alentaron por igual a los criollos de las diversas regiones. Las guerras dividieron familias, ciudades y territorios, y como muestra podemos aludir a la decisión tomada en 1810 por el cabildo abierto de Córdoba que –pese a la postura de Buenos Aires– juró fidelidad a la regencia metropolitana, o –tal y como recuerda Miquel Izard (1990)– la «pública alegría de Caracas por la instalación de la Suprema Junta Central». En otras zonas, que en un principio se sumaron a la insurgencia, dieron marcha atrás al ver que el radicalismo de algunos revolucionarios proclamaba la igualdad entre indios y blancos, principio fácil de asumir cuando éstos representaban una minoría, pero no cuando constituían las dos terceras partes de la población. Razones de este tipo explican que Perú fuera un bastión realista durante muchos años. En México, el 95 % de las tropas que se enfrentaron al levantamiento del cura Hidalgo eran mexicanas; el propio Agustín de Iturbide fue un general realista hasta 1820.

Respecto a los peninsulares, conviene saber que también entre ellos se producen deserciones, como, por ejemplo, la evidenciada por la proclama del alzamiento de Buenos Aires, en 1810, avalada por importantes comerciantes peninsulares; o la del capitán general de Guatemala, que colaboró con los independentistas.

Con respecto al proceso emancipador en su conjunto, el caso más singular es, muy probablemente, el de Perú, en cuyo territorio tropas de procedencia argentina y chilena, comandadas por San Martín, fueron recibidas con indiferencia en 1820. Posteriormente, en la decisiva batalla de Ayacucho, que significó la desaparición española, las tropas de Sucre eran mayoritariamente colombianas. Las tropas realistas de Perú estaban formadas por oficiales peninsulares y criollos, pero el grueso de la fuerza militar eran indios y cholos. La presencia de Bolívar tendrá una buena acogida aunque, después de su marcha, su representante será expulsado en los prolegómenos de la declaración de guerra que Perú hará a la Colombia bolivariana. Asimismo, para entender el desarrollo del proceso americano después de la desaparición del poder español, será necesario tener en cuenta disputas territoriales internas y anteriores, como la pugna entre el Río de la Plata y Brasil por el control de la banda oriental uruguaya, o el enfrentamiento entre Buenos Aires y Paraguay que, después de la derrota de Belgrano, dio paso a la revolución de 1811, en la que éste último territorio proclamaba su independencia de Buenos Aires y de España.

Los argumentos en clave política no son, lógicamente, suficientes. No podemos olvidar que, durante más de tres siglos, España ejerció –con mayor o menor vigor– el control total sobre las colonias americanas. El objetivo no era otro que la explotación económica, por lo que el desarrollo autóctono de formas políticas, sociales y económicas dio lugar a una sociedad piramidal de amplia base, con una cúspide ocupada en exclusiva por blancos, criollos y peninsulares. La modalidad de relaciones económicas imperiales, junto con el proyecto político que las sustentaba, favoreció la aparición de grupos oligárquicos de poder económico que cumplían el papel de intermediarios. Paralelamente, con un peso cuantitativo mucho más reducido, fueron surgiendo ciertas capas medias entre la minoría criolla. El resto, excepción hecha de los blancos peninsulares, constituía la mayoría de la población, formada por indios, negros y mestizos, colectivos social y políticamente excluidos de toda actividad que no fuera la de sujetos activos de la explotación colonial.

Es necesario tener en cuenta que la composición social existente en la América hispana durante el siglo xviii viene determinada fundamentalmente por la división étnica, la cual presenta cuatro grupos, que son los indios, los mestizos, los negros y los blancos en sus variadas subdivisiones. Se trata de lo que Lucena Salmoral (1988) denomina la «sociedad tricolor». Como anécdota hay que recordar que el venezolano Miranda introdujo el color amarillo en la bandera independentista como símbolo de la población india y mestiza, ejemplo que más tarde sería seguido por varios países después de su independencia; nadie, sin embargo, incorporó en éstas el color negro.

La sociedad tricolor en 1810 (ámbito continental)

GruposTotalPorcentajes
Blancos3.850.00020,7
Mestizos4.400.00023,6
Indios7.050.00037,9
Negros3.300.00017,7
TOTAL18.600.000100

Desde esta óptica podemos decir que a la emancipación política se llegará por tres tipos de razones estrechamente interconectadas, que sólo a efectos explicativos exponemos de forma separada:

– Razones de carácter económico, por el callejón sin salida al cual condujo la política colonial de Madrid. Centrada fundamentalmente en una férrea política fiscal que, pese a haber producido una reactivación económica durante buena parte de la segunda mitad del siglo xviii, acabaría dando paso a una crisis que, paulatinamente, iría generalizándose a lo largo y ancho de todo el territorio, con la única excepción de Cuba, gracias a sus relaciones económicas con Estados Unidos, y de algunos puertos favorecidos por el incremento comercial. Es necesario incluir aquí las primeras repercusiones originadas por el proceso industrializador, que provocará transformaciones fundamentales no sólo en los ámbitos comerciales, sino también en el ámbito de las relaciones internacionales. Los mercados coloniales latinoamericanos jugarán un buen papel a la hora de la comercialización de una parte de la producción textil de los primeros años de la industrialización. Esta expansión de los intercambios hay que ponerla en relación con el predominio naval y la red financiera británica. Irán configurándose así los elementos de lo que será la nueva división internacional del trabajo, aunque la concreción total del modelo se producirá más tarde, cuando llegue a imponerse el free trade (1846) y la afluencia masiva de capitales para invertir en los países periféricos del sistema capitalista.

– Razones de carácter político y social. Respecto a las primeras, por el grado de madurez política que alcanzarán amplios sectores de las clases dirigentes criollas, que se habían visto favorecidas durante los años de bonanza mercantil sin que su creciente relevancia económica hubiera tenido una traducción política. Este malestar se agudizará a partir de la década de los noventa, al sentirse ahogados políticamente y perjudicados económicamente por España. Por otra parte, la crisis política abierta en la monarquía española por la invasión francesa de 1808 provocará en las colonias un debate sobre la soberanía y la representación en ausencia del rey, lo cual dará paso –a partir de 1810– a un proceso revolucionario con objetivos independentistas. En lo que se refiere a las razones sociales, estas clases dirigentes se sienten amenazadas por las mayorías no blancas (el proceso haitiano las horrorizará, especialmente después de haber vivido las insurrecciones indígenas de la década de los ochenta) y entienden que sólo cuentan con sus propias fuerzas para mantener el statu quo.

– Razones de carácter ideológico que vienen dadas, en primer lugar, por la influencia de la Ilustración, y que darán una cierta base teórica a las reivindicaciones criollas. Este es un punto polémico en la historiografía, puesto que se ha exagerado la supuesta influencia de las Luces, especialmente por aquellos que querían ver grandes paralelismos con la evolución estadounidense, lo cual últimamente se matiza mucho, hasta el punto que Lynch (1976) afirma que suponer que la Ilustración hizo revolucionarios a los americanos es confundir causa y efecto. En segundo lugar, dentro de las razones ideológicas, es necesario incluir las repercusiones que en América Latina tendrán tres hechos históricos sobre los cuales volveremos más tarde: la independencia de las Trece Colonias, la de Haití y la Revolución francesa.

En este marco podemos adelantar, como primera conclusión, que el acceso a la independencia será, como dice Pierre Vilar (1976), el resultado de la decisión de las minorías criollas, en un proceso que tendrá dos hitos señalizadores: el caso de Haití, donde los esclavos se hicieron con el poder; y el de las Antillas, donde la clase dominante criolla, en una situación de pleno desarrollo, decidió no romper sus lazos de unión con la metrópoli. Para comprender plenamente este proceso es preciso analizar la evolución de la situación política, social y económica de las colonias hispánicas durante la última parte del período colonial.

1.2.1 Las reformas borbónicas

Aceptando la definición clásica, un sistema colonial es un complejo de relaciones reguladas con la pretensión de crear un imperio colonial autosuficiente, de partes económicas mutuamente complementarias, cuyas características básicas se configuran a partir de un objetivo, la defensa imperial, mediante el ordenamiento fiscal como medio de captación de recursos. Desde esta perspectiva debemos acercarnos al análisis de la crisis colonial aceptando la contradicción entre lo que la monarquía española decía pretender en sus escritos políticos públicos y la cruda realidad imperial. Es en los textos elaborados para el consumo interno de la élite dominante donde los objetivos colonialistas aparecen con impúdica claridad, con lo cual no hay sitio para la confusión. Como dice Fontana (1991), en los escritos redactados para el consumo público siempre se habla de los «paternales desvelos» de la Corona por la felicidad de sus súbditos, mientras que en los segundos se utiliza el lenguaje crudo de las necesidades de Estado. En 1785, el conde de Aranda dirigía al secretario de despacho, el conde de Floridablanca, la siguiente carta:

Nuestros verdaderos intereses son que la España europea se refuerce con población, cultivo, artes y comercio, porque la del otro lado del charco océano la hemos de mirar como precaria a años de diferencia. Y así, mientras la tengamos, hagamos uso de lo que nos pueda ayudar, para que tomemos sustancia, pues, en llegándola a perder, nos faltaría ese pedazo de tocino para el caldo gordo.

Es necesario entender esta concepción para no equivocarse. El conde de Revillagigedo, virrey de México, escribía en 1794:

No debe perderse de vista que esto es una colonia que debe depender de su matriz, la España, y debe corresponder a ella con algunas utilidades por los beneficios que recibe de su protección. Y así se necesita gran tino para combinar esta dependencia y que se haga mutuo y recíproco el interés, lo cual cesaría en el momento en que no se necesitase aquí las manufacturas europeas y sus frutos. (Fontana, 1986)

Quizás parezca una simpleza pero no lo es. En el análisis del proceso es necesario partir de la base de que España tenía unas colonias en América y que su interés no era otro que explotarlas en su beneficio. Las colonias –la clase dirigente de éstas– debían aceptar este estado de cosas a cambio de la protección: ¿protección de qué y ante quién? Lógicamente, de sus intereses particulares y de raza ante la mayoría de la población, sujetos activos de la explotación colonial, especialmente ante las mayorías étnicas de indios, negros y mestizos. A nuestro parecer, cualquier planteamiento que olvide este punto de partida resultará estéril.

Desde los tiempos de la conquista, la intervención del Estado tenía que garantizar que se cumplieran tres directrices básicas: traer la plata (pero no en exceso, para evitar su depreciación), exportar mercancías y dar ocupación a la marina española. La clave del éxito del sistema comercial radicaba en el acierto o la equivocación en la combinación de estos factores y en asegurar la dependencia entre las dos partes del imperio. Aun así, hacia finales del siglo xvii, empieza lo que Burkolder y Chandler (1975) han denominado la «etapa de impotencia» de la administración colonial española. Los esfuerzos desplegados durante los reinados de Felipe V y Fernando VI para la adecuación de España a las pautas del mercantilismo contribuyeron a agravar los problemas de liquidez del Tesoro. Lo que los franceses llamaban el exclusivo –la obligación de las colonias a comprar sus necesidades y vender sus frutos a la metrópoli– era más teórico que real, en buena medida por la incapacidad española para cubrir los pedidos de aquéllas.

Esta incapacidad se agudizará desde 1713, puesto que, después de la firma del Tratado de Utrecht, España había hecho unas concesiones a Inglaterra que habían abierto una brecha legal: el derecho de asiento (que daba a los británicos el monopolio del tráfico) y el navío de permiso. Además, el contrabando británico desde Jamaica, el holandés desde Curaçao y el francés desde el Caribe eran cada vez más importantes.

Durante el siglo xvi y buena parte del siglo xvii, el sistema de monopolio impuesto por España había sido superado ilegalmente por las propias colonias. Un importante comercio intercolonial surgió con rapidez y este cambio económico dará pie a un cambio social: una élite criolla de terratenientes y comerciantes entrará con fuerza en la estructura social de las colonias. Ya desde el principio, los intereses de esta élite y los de la metrópoli no siempre eran coincidentes, especialmente respecto a las demandas de propiedad y de mano de obra que continuamente exigían los criollos. El nuevo equilibrio de poder, determinado por la presencia de esta nueva élite junto con una burocracia formada por peninsulares, corrupta porque era de su agrado o por obligación, pronto tuvo repercusiones económicas para España, puesto que el tesoro remitido desde las colonias registrará una bajada muy sensible (Van Bath, 1989).

Las colonias desarrollaron su propia industria de astilleros y disfrutaron de una autonomía global en materia defensiva. Las defensas navales de México y Perú eran pagadas por la tesorería propia, exactamente igual que los astilleros, los talleres de armas y toda la industria subsidiaria. Y es que la pérdida de relevancia de la minería en el contexto económico americano y en las relaciones comerciales entre la metrópoli y las colonias no marcó necesariamente un signo de recesión económica, sino que pudo significar un cambio, una transición de una economía de base estrecha a otra de base más amplia.

Claro que, entonces, una pregunta que puede surgir espontáneamente es: ¿por qué las colonias no aprovecharon la crisis metropolitana de la guerra de Sucesión para conseguir la independencia? La respuesta es concreta: ni el ambiente ideológico y político de principios del siglo xviii favorecían esta demanda, ni los territorios americanos necesitaban declarar la independencia formal, puesto que disfrutaban de un buen nivel de independencia de facto. Cuando el nuevo colonialismo de la administración borbónica les afecte tan decisivamente como lo hará, las cosas cambiarán de verdad. La reacción se producirá cuando la metrópoli entre en actividad, no mientras estaba mortecina.

Por eso es por lo que la primera intención del reinado de Carlos III con respecto al problema colonial fue detener la primera emancipación americana. A partir de la derrota de la guerra de los Siete Años, España empieza a hacer un enorme esfuerzo por reequilibrar su situación, no sólo en Europa, sino también en América. La España de Carlos III pretendía controlar el comercio de las colonias, limitando drásticamente el papel que –de forma ilegal– había llegado a lograr buena parte de los criollos, así como el que desempeñaban determinadas potencias extranjeras en relación con el comercio americano. España estaba, efectivamente, muy preocupada por controlar mejor a los extranjeros y sus actividades comerciales. No obstante, el principal objetivo no era expulsarlos, sino controlar a los criollos. Ésta era, pues, la base de la «segunda conquista de América» (Brading, 1975; Lynch, 1990).

Durante el reinado de Carlos III (1759-1788), la necesidad de nuevos ingresos fiscales se hizo urgente, teniendo en cuenta que los envíos de Indias con destino a la Real Hacienda tendían claramente a la baja en una primera etapa, hasta 1777, tal y como ha demostrado García-Baquero (1976). En una segunda fase, después de las reformas, veremos cómo la situación cambia radicalmente (Delgado, 1990).

La urgencia de incrementar los recursos fiscales se hizo todavía más necesaria después de la guerra de los Siete Años (1756-1763), al demostrarse que los sistemas de defensa de las plazas coloniales habían quedado obsoletos frente a la nueva capacidad militar británica (como puso en evidencia la toma de La Habana y Manila), por lo cual resultó imprescindible proceder a la renovación de las fortificaciones de los principales puertos de las Indias. Lógicamente esto tenía que hacerse a costa de los contribuyentes americanos, sin que implicara una reducción de las ya escasas remesas de capitales que llegaban a la metrópoli (Delgado, 1990).

Es en este contexto donde debemos entender el reformismo de los ilustrados de Carlos III. En opinión de Brading, el primer paso dado por éstos fue organizar una fuerza militar adecuada que preservara a las colonias tanto de los ataques de otras potencias europeas como de los posibles alzamientos internos. Se crearon regimientos coloniales, que eran más numerosos cuanto más elevados eran los recursos locales. Estos contingentes militares se formaron mayoritariamente con alistados nativos y con unos mandos que, de capitán para abajo, eran criollos, realidad ésta que tendrá enormes consecuencias a la hora del enfrentamiento militar posterior (Domínguez, 1985). Más adelante vendría la decidida acción sobre los jesuitas, que ejercían una gran influencia sobre las élites criollas mediante la enseñanza, pero lo más relevante de la nueva política americana fueron las reformas administrativas.

Tras crear un nuevo virreinato con capital en Buenos Aires, éstas se centrarán en la entrada en funcionamiento –especialmente desde el nombramiento de José de Gálvez como visitador general– de una burocracia asalariada.

Se estableció el monopolio del tabaco y se reorganizó la recaudación de la alcabala, se incrementó la producción de plata mediante las exenciones de impuestos y la consiguiente reducción en los gastos de productos como la pólvora y el mercurio. Además, como los Borbones entendían que las colonias interesaban en la medida que ofrecían productos que no se encontraban en Europa, al deseo del control sobre el oro y la plata se añadieron el del cacao, el azúcar, el café y el tabaco. Esto permitió a la monarquía incrementar sustancialmente las recaudaciones fiscales como consecuencia de la expansión de la actividad económica provocada por las reformas en el comercio y el fomento de las exportaciones coloniales.

En 1765 se puso fin al monopolio de Cádiz. En 1774 se autorizó el comercio entre las regiones americanas de Perú, Nueva Granada, México y Guatemala; y, dos años después, se incorporaron Buenos Aires y Chile. En 1775 se autorizó el comercio libre entre quince puertos españoles y veinticuatro americanos. Como dice Josep Maria Delgado, las reformas del comercio libre no pretenderían romper el marco proteccionista en el cual se desarrollaban los intercambios con América, sino hacerlo más eficiente, aumentando la participación del comercio español mediante la concesión de facilidades a las regiones de la periferia mejor dotadas económicamente para ello. El estímulo de esta participación fue fiscal y burocrático: simplificación del sistema impositivo, reducción de los derechos arancelarios, de los estorbos burocráticos, etc. (Delgado et al., 1986).

El resultado fue espectacular: entre 1778 y 1788 el tráfico se multiplicó por siete y, a finales de siglo, el comercio monopolístico crecía más que el ilícito. La Real Hacienda fue la gran beneficiada, puesto que aumentaron los ingresos fiscales en concepto de comercio exterior, se consiguió que las regiones no productoras de plata generaran los recursos que necesitaban y también incrementar los envíos de mineral a España pese a la subida de los gastos públicos en las Indias. Los efectos del comercio libre sobre América han sido estudiados por John Fisher, quien ha demostrado un notable incremento de las exportaciones americanas hacia los puertos peninsulares, procedentes, especialmente, de Nueva España, el Caribe y el Río de la Plata. Entre los productos exportados, el oro y la plata superan con claridad al conjunto global del resto de productos. Como dice Fisher, refiriéndose al llamativo caso de Nueva España, la explicación fundamental del papel dominante de este virreinato en el comercio hispánico durante este período no deriva de sus actividades agrícolas, sino del crecimiento dramático de su minería. Josep Fontana ha escrito que, en líneas generales, el comercio libre rompió las articulaciones de la vieja economía colonial, sin reemplazarlas por otras nuevas, lo cual ayuda a entender, además, el difícil arranque de estos países una vez conseguida la independencia (Fontana, 1982).

La situación económica de la América hispana durante la segunda mitad del siglo xviii es una cuestión polémica:

a) La tesis clásica puede quedar representada por C. F. S. Cardoso y H. Pérez Brignoli (1984), para quienes este período es, exceptuando la década final, una época económica muy positiva: crece la población, la producción y el comercio, y los centros mineros dan paso a una serie de actividades subsidiarias de cierta complejidad (ganadería, agricultura, artesanía). Las economías coloniales se diversificarán con respecto a los puntos de origen y de destino, al abrir un abanico, antes insospechado, de posibles rutas comerciales. Además, según estos historiadores, entre el contrabando y el comercio legal todavía habrá espacio para que respiren ciertas actividades manufactureras, aunque escasamente desarrolladas.

b) La tesis más actual, producto de las últimas investigaciones, está en la línea del trabajo de Josep Maria Delgado (1990) –tesis que sintoniza con la defendida por Fisher–: las consecuencias del ímpetu reformista variaron según las características de las diferentes regiones americanas, puesto que la nueva política favoreció el desarrollo de las economías portuarias (La Habana, Buenos Aires o Caracas) ligadas al comercio con España, como resultado de la expansión del gasto público en ellas y de las nuevas oportunidades de beneficio mercantil, posibilitado por el comercio libre con la península Ibérica. Aun así, en las antiguas regiones neurálgicas del imperio (México central, Nueva Granada y Perú),en las cuales incidiría con fuerza la inflación provocada por el incremento de la producción de plata, el impacto fue negativo.

La tesis de Delgado sintoniza con la de Slicher Van Bath (1989), quien insiste en la idea de los tiempos de bonanza vividos por la Real Hacienda, apoyándose en su pormenorizado estudio cuantitativo, donde demuestra que, después de 1760, los ingresos fiscales del gobierno español alcanzaron cifras antes desconocidas. Esto, advierte Slicher Van Bath, no es por definición una señal positiva de la situación económica de las colonias, puesto que, aunque el aumento de los ingresos gubernamentales puede ser un signo de bienestar económico, en este caso se había alcanzado tal punto de presión impositiva que estaba provocándo se una asfixia lenta de la vida económica. Este historiador utiliza el trabajo de Van Oss sobre la construcción de edificios –con la convicción de que éste es un indicador fiable de la situación económica– y advierte la escasa actividad del sector en México, en Perú y en Quito, lo cual le permite afirmar que la región sufría una severa crisis económica que puede conectarse a la inflación provocada por la plata, origen de un sensible incremento de los precios de los principales artículos de consumo, como por ejemplo el maíz y el trigo (Van Bath, 1989).

Este proceso se hará particularmente evidente desde la última década del siglo, cuando empieza lo que Halperín Donghi (1986) llama la «crisis colonial»: el inicio de una etapa depresiva, caracterizada por la ruptura de los mecanismos reproductores que habían dotado de dinamismo a la economía interna y por una profunda crisis social, provocada por el aumento de la detracción fiscal sobre un campesinado y unos trabajadores urbanos atrapados por el descenso de sus ingresos y el incremento del precio de las subsistencias. Esta crisis económica, también advertida por Cardoso y Pérez Brignoli, se caracterizó por un triple proceso de desindustrialización, desmonetarización y desurbanización. A juicio de estos dos últimos historiadores, hacia 1790, no sólo parece evidente que los sueños de poder imperial se han desvanecido, sino también que los reajustes administrativos y fiscales obstaculizaron notablemente la prosperidad económica y liberaron odios y resentimientos que los grupos sociales afectados no olvidaron. El intendente de Venezuela, José de Ábalos, ya en 1781, escribía al rey:

Todos los americanos tienen o nace con ellos una aversión u ojeriza grande a los españoles en común, pero más particularmente a los que vienen con empleos principales, por parecerles que les corresponden a ellos de justicia y que los que los tienen se los usurpan. (Pérez, 1977)

No obstante, el impacto –positivo o negativo– del reformismo borbónico no puede generalizarse. Trabajos más recientes (Pérez Herrero, 1991) evidencian como en Nueva España la reforma fiscal no implicó un aumento simple de la presión impositiva, sino que supuso también un claro mecanismo de redistribución del ingreso entre las élites, comprometidas en el mantenimiento del statu quo colonial hasta mediados de la segunda década del siglo xix.

En un plano más general, conviene añadir que las reformas puestas en marcha por la metrópoli producirán una serie de transformaciones sociales. Llegarán a América nutridos grupos de administradores peninsulares con el fin de poner en funcionamiento las reformas –especialmente, como ya hemos dicho, desde el nombramiento de José de Gálvez como visitador general– y se incrementará la inmigración peninsular. Los españoles continuarán, lógicamente, siendo minoritarios; pero su peso político y económico será mayor y más evidente, puesto que la Corona se decantaba ostensiblemente por los peninsulares a la hora de cooptar al personal que tenía que velar por los intereses de la metrópoli. Tanto la oposición contra los peninsulares –favorecidos en la carrera administrativa, en la militar y en la eclesiástica– como la oposición contra el cada vez más evidente centralismo eran tan sólo un aspecto de las reacciones provocadas en las colonias durante el siglo xviii.

Además, el reformismo se interesó por las formas de propiedad de la tierra y por la situación de la mano de obra. Puede afirmarse que la Real Instrucción de 1754 fue una especie de reforma agraria, ya que fueron confirmadas las propiedades anteriores a 1700, pero se necesitó la presentación de títulos y el pago de los derechos de aquéllas que eran posteriores a esta fecha; igualmente, se dieron garantías a los resguardos, que eran continuamente asediados por los grandes propietarios. En lo que se refiere a la mano de obra, mientras que los esclavos negros continuaran siendo legales, los indios –sólo en la teoría protegidos por la legislación de los Austrias– fueron beneficiados al decretarse la desaparición de las encomiendas y pasar los indios encomenderos a indios de resguardo (los resguardos los hacían dueños de unas tierras por las cuales tenían que pagar tributos al rey). Lógicamente, esto fue entendido por la élite criolla como una intromisión intolerable en su control de la mano de obra. Es lo que Pierre Vilar (1976) denomina «la contradicción social fundamental», aquélla que se daba entre indios y criollos, entre trabajo y propiedad. Podía entenderse, y así se entendió, como una provocación de la metrópoli a la oligarquía criolla.

Las reformas no se centraron exclusivamente en la esfera administrativa y burocrática con intencionalidad económica. La Iglesia católica fue otro de los frentes de combate de la monarquía borbónica. Por un lado, mantuvo las cúpulas jerárquicas en manos de los peninsulares y, por otro, en 1767, fueron expulsados dos mil quinientos jesuitas, buena parte de los cuales eran criollos, puesto que un objetivo básico de los reformadores era –tanto en la metrópoli como en las colonias– reducir la capacidad de respuesta de la Orden de San Ignacio para, después, atacar su potencia económica, especialmente evidente en lo que concernía a la propiedad territorial.

Por lo general, la Iglesia reaccionó con excesiva dureza contra la nueva política, aunque no propició un enfrentamiento con la Corona sino, más bien, una no declarada resistencia para la cual contó con la ayuda y el apoyo de amplios sectores seglares. Mayor importancia tendrá, como veremos después, la actividad llevada a cabo por los jesuitas exiliados como teóricos del americanismo criollo. El bajo clero, por el contrario, se sintió atacado allá donde más daño le podían hacer, puesto que los fueros eclesiásticos eran el único patrimonio con el que contaban. Del bajo clero, golpeado por la desamortización de Godoy, surgirán buena parte de los oficiales insurgentes y de los dirigentes de las partidas guerrilleras durante las luchas por la independencia. Joseph Pérez (1977) ha explicado muy bien la influencia del bajo clero en los movimientos precursores de la emancipación.

Recapitulando, podemos decir que la reformulación de las relaciones coloniales, llevada a cabo por los ilustrados de Carlos III, hizo todavía más evidentes –como afirma Lynch– las obligaciones, la pesada carga que suponía la metrópoli al abrir nuevas posibilidades a la economía americana que España no estaba en condiciones de satisfacer. Una metrópoli con un papel que, en la realidad, no iba más allá del de simple intermediaria con la Europa que se estaba industrializando y, quizás más importante –y retomamos así las palabras ya citadas del conde de Revillagigedo–, una metrópoli que ya no parecía estar en condiciones de proteger a la oligarquía criolla de las posibles demandas de las razas no blancas. Por todo esto, la lucha por la independencia será también la lucha por el contacto directo entre la América hispana y la que era cada vez más la nueva potencia económica mundial: Gran Bretaña; y, a la vez, será una opción clara de las oligarquías criollas para controlar férreamente una realidad social que España no sólo no les podía asegurar, sino que cuestionaba con disposiciones que afectaban a las relaciones con la masa indígena.

Hay una polémica entre aquellos que entienden que el proceso emancipador arranca del siglo xix y aquellos que opinan que es necesario descender a mediados del siglo xviii. Halperín Donghi se encuentra entre quienes afirman que no conviene exagerar estas cuestiones puesto que, al menos durante la mayor parte de la segunda mitad del siglo, no eran más que alarmas sobre el futuro del lazo colonial. Unas alarmas que en ningún caso hacían pensar en un desenlace tan acelerado. Todavía más: según este historiador, en los primeros momentos, con las alarmas ya encendidas, pese a la crítica de carácter económico, pese a la crítica a ciertos aspectos del marco institucional y jurídico, la Corona y la unidad imperial son escrupulosamente respetadas. En nuestra opinión cabe matizar esta idea puesto que, aun siendo cierto que sólo tardíamente la Corona será cuestionada explícitamente, contemporáneos de la época mantenían serias preocupaciones respecto a cuál podía ser el final del imperio colonial español ya en las décadas finales del siglo xviii. Y entre aquellos que la cuestionan se encuentran los casos más conocidos de Francisco de Miranda (el revolucionario y precursor venezolano), Manuel Gual, José María España (partidarios decididos de instaurar un régimen republicano ya en 1797), Antonio Nariño (colombiano que sufrirá prisión y exilio también por su republicanismo) o Juan Pablo Viscardo (autor, en 1792, de la famosa Carta dirigida a los españoles americanos, donde hace una agria denuncia de la explotación española) (Alcàzar, 1995).

Entre los peninsulares, el intendente de Venezuela comunica, en 1781, a Carlos III que «las Américas han salido de su niñez», lo cual –a su parecer– resulta evidente por la reciente rebelión encabezada por Túpac Amaru; un proceso que:

Si hubiese tenido un jefe de alta esfera en la clase de los blancos me persuado que hubiera sido muy difícil o imposible el desempeño de reducirlo o vencerlo, y no se sabe si el mal se ha extinguido o si cuando menos se piensa volverá a descubrirse con violencia inexpugnable. (Pérez, 1977)

Y es que el intendente es consciente de los acontecimientos internacionales recientes, lo cual hace que se plantee una pregunta concreta:

Si no ha sido posible a la Gran Bretaña reducir a su yugo esta parte del Norte, hallándose cercana bastantemente a la metrópoli, ¿qué prudencia humana podrá dejar de temer muy arriesgada igual tragedia en los asombrosos y extensos dominios de España en estas Indias? (Pérez, 1977)

El conde de Aranda, en una línea similar, afirma en 1783 que «el dominio español en América no puede ser muy duradero», y esto no sólo por la dificultad de defenderlo teniendo en cuenta la distancia y por los abusos de los funcionarios peninsulares, sino porque la excolonia británica «a corto plazo se convertirá en un gigante que pronto amenazará las posesiones españolas» (Pérez, 1977).

Así pues, parece evidente que, más allá de algunas formulaciones ya aludidas, podemos decir que fundamentalmente serán los problemas originados en la segunda mitad del siglo xviii los que conducirán a las independencias. Éstas suponen, en última instancia, el desenlace de la degradación del poder español, producido a una velocidad vertiginosa, que se hará patente de forma inequívoca alrededor del año 1795 y siguientes.

La guerra con Gran Bretaña, señora del Atlántico, separa a España de las colonias. El monopolio comercial, devaluado desde hace años, se hace entonces imposible de mantener en su concepción anterior. La Corona propicia las reformas mercantiles, y toda una serie de medidas de emergencia liberalizan buena parte del comercio de las colonias americanas. Esta nueva política será celebrada desde las Antillas al mar del Plata, y toda la costa atlántica se propone aprovechar la nueva coyuntura reforzando los cambios producidos. Aun así, de forma temprana, desde algunos centros comerciales –Buenos Aires puede ser el mejor ejemplo–, se constata la existencia de una discrepancia de intereses con España, hecho que surge en paralelo a la confianza en las propias fuerzas de las diversas zonas americanas para navegar en solitario por el sistema económico occidental.

La derrota española en Trafalgar, en 1805, será el golpe de gracia que marcará la evidente inferioridad de España en materia marítima. Las buenas perspectivas comerciales de pocos años atrás se rompen, y comerciantes y productores son conscientes de que las ataduras con la metrópoli sólo les ocasionan problemas y ninguna ventaja, ni siquiera la de la protección.

El horizonte de la independencia se presenta como la única salida válida, al menos para una parte de la élite que, eso sí, irá ganando adeptos en sintonía con la evolución de la situación interna y externa. España ya no puede dirigir la economía de sus colonias, y las potencias europeas tampoco estarán dispuestas a que ésta cierre de nuevo el mercado americano, tal y como hizo en el siglo xvii, dejando a los demás exclusivamente la puerta del contrabando para conseguir una parte de los beneficios. En 1806 se producirá el primer aviso: en la capital del Río de la Plata la legalidad quedará hecha añicos cuando las milicias impongan su ley, porque ellas son las que han expulsado a los invasores británicos.

De esta manera, parece acertada aquella idea de Brading y Lynch según la cual España había intentado con las reformas borbónicas la segunda conquista de América, que acabaría en fracaso. En opinión de Lynch, hay una diferencia esencial entre la primera y esta segunda conquista: la primera era la conquista de los indios; la segunda se proponía el control de los criollos. Aun así, las cifras nos permiten entender que era una batalla perdida de antemano: a inicios del siglo xix, de los poco más de tres millones de blancos que habitaban el subcontinente, sólo ciento cincuenta mil eran peninsulares. Esta minoría, evidentemente, no podía aspirar a mantener indefinidamente el poder político.

Así, puede considerarse que, en este sentido, la independencia –una partida que en la práctica sólo jugaban los blancos, aunque la carne de cañón será en buena medida la de los negros, los indios y los mestizos– tenía una cierta inevitabilidad demográfica (Lynch, 1976); que la independencia no fue más que la victoria de la mayoría –minoritaria dentro del conjunto de los americanos– sobre la minoría.

Como primera conclusión puede decirse que la segunda conquista finalizó cuando los ejércitos de Napoleón invadieron la península Ibérica. No obstante, es necesario decir que la estrategia borbónica había sido subvertida desde dentro y había sido víctima de sus propias contradicciones. Las mismas reformas llevaban en su seno el virus de su autodestrucción. Muy probablemente, los reformistas españoles –excepto, como hemos visto, algunos altos cargos como el conde de Aranda, el intendente de Venezuela y otros– no habían llegado a imaginar las consecuencias de sus medidas, ni la respuesta de los americanos (Alcàzar, 1995).

Obviamente, el caso cubano presenta una singularidad que no puede ser ignorada. Antonio García-Baquero (1973) ya ofreció una hipótesis interesante: Cuba fue la única colonia española que no se planteó ni siquiera la posibilidad de su independencia cuando estalló el movimiento general en el continente. Si tenemos en cuenta que, a lo largo de todo este período, son los cubanos los que adoptan una postura de mayor oposición a la península Ibérica en defensa de sus intereses, el fenómeno parece incluso más contradictorio. Tal vez sea necesario pensar que los intereses económicos españoles en esta colonia eran superiores a los de las restantes. En el mismo volumen se recoge un debate en el que participaron varios historiadores, y resulta relevante recoger una parte de la intervención de Manuel Tuñón de Lara (1973) respecto a las razones de los cubanos para no acceder a la independencia. Estas razones no vienen principalmente de España, ni de la represión: vienen del hecho de que las clases dirigentes cubanas no aspiraban profundamente a la independencia. En la base de este rechazo a la independencia no se puede ignorar, en efecto, lo que han subrayado Vilar y Salomó: el problema de la esclavitud. Se daba el caso que llegaban esclavos por decenas de miles y que «burgueses» o «hacendados», es decir, las clases dirigentes criollas, experimentaban el miedo de no tener un aparato represivo suficiente, si conseguían la independencia, para mantener la esclavitud. También existía el problema que los negros que llegaban año tras año no estaban integrados en Cuba, es decir, existía un problema de nacionalidad en formación. Hay finalmente otro factor, como es el de la política norteamericana de aquella época, que consiste en el hecho de que Cuba siga con España, teniendo en cuenta además que en aquel entonces Estados Unidos era esclavista. Es necesario contemplar estos tres factores para entender el comportamiento diferenciado de la burguesía cubana respecto de otras burguesías criollas del continente.

1.2.2 El complejo marco ideológico

Al abordar el análisis de las reformas borbónicas hemos dejado constancia tanto de las razones de carácter económico como de las políticas y sociales que es necesario atender para comprender el proceso que concluyó con la emancipación de las antiguas colonias hispánicas. Queda por explicar el contexto de interacciones de raíz ideológica y mental que constituyeron las razones que concluirán con la rebelión y posterior independencia.

Este contexto viene delimitado por cuatro fenómenos de diversa genealogía. Uno de ellos, la influencia de las Luces –de las teorías de la Ilustración– enmarca los tres restantes: la independencia de las Trece Colonias, la Revolución francesa y la independencia de Haití.

Antes hemos citado la opinión de Lynch respecto al hecho de que creer que la Ilustración hizo revolucionarios a los americanos es confundir causa y efecto. Este es un asunto que ha provocado opiniones discrepantes.

La valoración más optimista con respecto a las correspondencias entre la difusión de las ideas de los ilustrados y el desarrollo de las de los independentistas la encontramos en Jacques Lafaye (1990), para quien éstas circularon con rapidez por América desde la segunda mitad del siglo xviii y alentaron a los criollos a asumir el liderazgo cultural e intelectual del mundo hispánico. A su parecer, después de la independencia norteamericana y de la Revolución francesa, el número de adeptos a las ideas revolucionarias se incrementó sensiblemente.

En el desarrollo de este proceso tuvo –siempre según Lafaye– una enorme influencia la expulsión de los jesuitas. Éstos controlaban la educación ideológica y espiritual de los criollos y contribuyeron de forma importante al surgimiento del patriotismo americano. La existencia creciente de una «burguesía profesional y comercial» en los principales puertos continentales, junto con la llegada de las obras de los ilustrados, catalizó un sentido de la injusticia por su casi absoluta exclusión de los altos cargos de la burocracia, la Iglesia o el Ejército.

La expulsión de los jesuitas, más allá de las repercusiones de carácter religioso, echó a perder la vida social, cultural e intelectual. Las demandas de conocimiento científico y filosófico, y de independencia respecto de la burocracia española, empezaron a ser cubiertas con la proliferación de sociedades secretas de orientación masónica. Lafaye afirma que, desde la segunda mitad del si glo xviii, florecieron las artes y las ciencias; se crearon cátedras de derecho de las cuales surgirían los juristas que más tarde serían los teóricos de la emancipación y, después de la independencia, los miembros destacados de las asambleas constituyentes. Además, este fermento intelectual no quedó circunscrito a las universidades o a las logias masónicas, sino que fue propagado en publicaciones periódicas como la Gaceta de Madrid (que se reimprimía en América), las Gacetas de México y de Lima, o en el Diario Erudito, Económico y Comercial de Lima. Igualmente se publicaron obras que condensaban el saber acumulado por los estudiosos americanos: la Storia Antica del Messico, el Diccionario Geográfico Histórico de las Indias, o las Memorias (publicadas posteriormente) del dominico fray Servando Teresa de Mier Noriega y Guerra. Todos ellos fueron hombres influidos por la Ilustración, que leían a Feijoo y Jovellanos, y también a Bentham, Voltaire y Rousseau. Su actividad permitió que las élites americanas lograran –como confirma von Humboldt– un elevado nivel cultural a finales del siglo xviii.

Mucho más matizada es la tesis que sobre este tema defiende Céspedes del Castillo (1988), para quien la interrelación entre Ilustración y procesos independentistas debe ser estudiada a partir de una premisa básica: que la Ilustración fue en América un fenómeno de reducidas minorías, que provocó un contundente rechazo entre los conservadores (aquellos que simplemente pretendían sustituir a los españoles) y una aceptación matizada entre los progresistas (aquellos que deseaban introducir mayores o menores transformaciones estructurales). Pese a esto, el liderazgo social asumido por la minoría ilustrada supondrá a largo plazo una reorientación intelectual completa. Céspedes del Castillo diferencia lo que denomina cuatro hechos básicos con respecto a los efectos en América de las ideas de las Luces: a) que la Ilustración fue un proceso dinámico, que ofrece variantes importantes en los diferentes países europeos; b) que la recepción de estas ideas no fue homogénea en los diversos territorios americanos; c) que la mayor rapidez de las comunicaciones aumentó la velocidad de la difusión de las ideas; y d) que la influencia de la Ilustración presenta tres fases: la primera, hasta 1808; la segunda, la de los años de la emancipación; y, la tercera, la más intensa e importante, después de la independencia.

Respecto al período que nos interesa ahora, Céspedes del Castillo defiende que se aceptan los principios intelectuales, científicos y económicos, pero no los estrictamente políticos. Las ideas de democracia, soberanía del pueblo y anticlericalismo son rechazadas. Los pocos adeptos que estas ideas pudieron captar, como es el caso de Francisco de Miranda, se cuentan –a su parecer– con los dedos de una mano. Simón Bolívar fue especialmente crítico al juzgar la Primera República venezolana (1811-1812) encabezada por Miranda:

Lo que debilitó más al Gobierno de Venezuela fue la forma federal que adoptó, siguiendo las exageradas máximas de los derechos del hombre, que, al autorizarlo para que se rija por sí mismo, rompe los pactos sociales y constituye a las naciones en anarquía. (Marichal, 1986)

Bolívar, un hombre que para Juan Marichal es un hijo del siglo de las Luces y de la revolución de 1789, propugnó, en la Constitución de Venezuela, una Cámara Alta o Senado hereditario; más tarde, en la Constitución de Bolivia, añadió la Cámara de los Tribunos y la Cámara Alta (ambas electivas), y una tercera, la de los Censores, que sería vitalicia (ibidem).

Dos posiciones, pues, enfrentadas, las defendidas por Lafaye y las defendidas por Céspedes del Castillo. Centrémonos, sin embargo, en aquellos tres fenómenos de distinta genealogía sobre los cuales existe un consenso con respecto a su influencia, para así recapitular después y poder llegar a establecer conclusiones.

La independencia de Estados Unidos, que ofrecerá, no sólo el convencimiento de la posibilidad de romper con éxito los vínculos coloniales, sino, de cara al futuro, un modelo de sociedad y de instituciones que en buena medida incidirán en el proyecto de las clases dominantes latinoamericanas, ofreciéndoles al menos, como han escrito Cardoso y Pérez Brignoli, un horizonte ideológico hacia el cual avanzar. Probablemente, la influencia de la independencia de las antiguas colonias británicas del norte fue la más duradera sobre América Latina, aunque parece acertada la tesis de Céspedes del Castillo según la cual ésta aumentará a medida que avance el siglo xix. Con anterioridad a las luchas por la independencia de las colonias hispanoamericanas, la propia existencia de Estados Unidos haría poco más que excitar la imaginación de los hispanoamericanos, por utilizar la acertada idea de Lynch. No parece, pues, que la colaboración española en la lucha de los norteamericanos contra Gran Bretaña tuviera mayores repercusiones.

Es cierto que las obras de Paine o los discursos de John Adams, Jefferson y Washington circularon por las todavía colonias españolas; es cierto que algunos de los independentistas viajaron a la nueva nación del norte, pero no contamos con indicadores fiables de que el proceso emancipador recibiera más apoyo –aunque fue muy importante– que la idea de que el yugo colonial podía ser roto, como habían conseguido los americanos del norte después de enfrentarse a una potencia en su apogeo como era Gran Bretaña.

Aun así, con posterioridad a 1810, podemos rastrear una mayor incidencia de la experiencia republicana de Estados Unidos, como nos lo demuestran las constituciones de países como, por ejemplo, México o Venezuela. A los intercambios comerciales que los estadounidenses establecieron desde una fecha temprana con el Caribe se añadirán, tras la emancipación, aquellos que establecerán con el Río de la Plata y con la costa del Pacífico; y no sólo serán mercancías lo que llevarán los barcos, sino también libros e ideas.

– La Revolución francesa tendrá una relativa importancia en el campo ideológico, aunque resulta difícil establecer las dimensiones reales de ésta, a pesar de que historiadores como E. B. Burns (1989) hablan de una «monumental influencia». Conviene tener en cuenta que la idea de igualdad propugnada por los revolucionarios franceses sintonizaba mal con una sociedad en la que el segmento de población mayoritario estaba formado por indios, negros y mestizos. Quizás la influencia más notoria sea la referida a Haití –a la que nos referiremos más adelante–, por las repercusiones de la propia revolución en la isla de Santo Domingo, así como en Martinica y Guadalupe. En el plano ideológico, conviene no olvidar la huella que el proceso francés dejó en alguno de los más cualificados independentistas, como Gual, España o el mismo Miranda. En opinión de Burns, la élite hispanoamericana quedó deslumbrada por los escritos de Montesquieu, Voltaire, Rousseau y demás pensadores de la Ilustración, pero en líneas generales puede decirse que:

La Revolución Francesa insertó acciones radicales e ideas; los ibéricos y los americanos reaccionaron rechazando las acciones, mientras que aceptaron las ideas, seleccionando aquellas que podían aceptar sin dificultad, modificando algunas e ignorando o rechazando otras. (Burns, 1989)

François X. Guerra (1993) señala que la influencia de la Revolución francesa en la América española se extenderá a partir de las abdicaciones de Bayona, una vez se había producido una ruptura radical en las ideas y en el imaginario de las élites. Dejando de lado los principios pactistas del constitucionalismo histórico, los insurgentes americanos adoptarán, después de 1810, el lenguaje, los símbolos, las instituciones y otras referencias de la Francia posrevolucionaria.

De forma colateral, debemos apuntar que la participación española en la coalición continental formada en 1793 para atacar a la Francia revolucionaria tendría importantes consecuencias. A finales de 1795, España tuvo que firmar un nuevo tratado de alianza y ceder Santo Domingo. La respuesta británica, en forma de bloqueo naval absoluto, reduciría el comercio español a sus índices más bajos. Por otra parte, el posterior imperio napoleónico dará, desde 1808, la medida de la crisis que afecta a España, aunque ésta ya era bien conocida desde Trafalgar.

– La revuelta de los esclavos de Haití (1791), consolidada en 1804, abrió una nueva grieta en la red colonial. Será, a la vez, una señal de alarma que actuará de avisador para todas las oligarquías del continente, especialmente después de que la violencia se propagara entre los esclavos de Venezuela. Los cambios políticos podían no tener el final deseado por los criollos, teniendo en cuenta que la capacidad de presión de los sectores menos favorecidos podía inclinar la balanza de su lado. El proceso haitiano tuvo, además, otras importantes repercusiones, entre las cuales se puede destacar la gran transformación de la hasta el momento reducida industria azucarera cubana. De este extraordinario desarrollo surgirá lo que M. Moreno Fraginals denomina la sacarocracia, que tomó buena nota de cuál podía ser el resultado de las veleidades de la población blanca minoritaria frente a los habitantes de origen africano.

1.2.3 Las causas de la independencia

Hemos analizado las repercusiones políticas, sociales y económicas de la nueva política colonial española puesta en marcha desde los tiempos de Carlos III. Después hemos repasado los cuatro fenómenos que delimitan el complejo marco ideológico en el que se produce el proceso independentista. Es ahora el momento de recapitular, de retomar aquellas razones de la emancipación aludidas anteriormente para intentar comprender la respuesta de las élites dirigentes americanas, de forma que podamos resolver el problema de cómo y por qué cayó el imperio.

La respuesta de los sectores dirigentes americanos vendrá determinada por el complejo juego de las contradicciones internas y externas de la sociedad colonial que, bajo la dirección de los «más o menos españoles» (los criollos), generaron el deseo de la independencia a partir de una conciencia (el criollismo americanista) que concluyó, después, en un mosaico de naciones a partir de la mitosis de esta conciencia, que en primera instancia fue americana para pronto ser chilena, peruana, mexicana, etc. En este sentido, podemos decir que el criollismo primerizo es el punto de arranque de lo que será la base inicial de las guerras de liberación para pasar a ser, finalmente, el sustento de las sociedades poscoloniales, que no dejarán de ser criollistas (cada nación del suyo), esto es: diseñadas por los criollos, en beneficio de los criollos y basadas en aquella conciencia americana diferenciada que denominamos criollismo (Alcàzar, 1995).

Los criollos son, por definición, los hijos de los peninsulares nacidos en América y, por extensión, los descendientes de aquellos, siempre y cuando la mezcla racial les hubiera respetado en cuanto a la tonalidad de la piel o en cuanto a las dimensiones del patrimonio. Ellos, herederos directos de los autores de la primera expoliación, no hicieron otra cosa que seguir el camino iniciado por sus mayores.

A aquella contradicción social fundamental entre indios y criollos es necesario añadir una secundaria: la que se producía entre criollos y españoles, y esto en la medida que éstos últimos eran los responsables más o menos fieles de velar por los intereses de la metrópoli. Claro está que convendría hacer puntualizaciones y matizaciones regionales y cronológicas. Ya sabemos que la unidad en la diversidad –como dice Marcello Carmagnani– de América Latina no permite establecer generalizaciones sin que se tambaleen los modelos. El planteamiento, aun así, puede ser aceptado como marco general porque lo que interesa es ver cómo bajo aquellas dos contradicciones hay otras que, aunque deudoras de éstas, establecen las bases para el desarrollo de aquel embrión de conciencia americana y antiespañola. Contradicciones de los criollos con los peninsulares; contradicciones administrativas y de representación (los cabildos frente al resto de las instancias coloniales); contradicciones económicas, fruto del más o menos vigoroso monopolio metropolitano y de una política fiscal que, de poco efectiva en la época prerreformista, se convertirá en asfixiante; y contradicciones por el papel de segundones en la milicia o en la Iglesia, ambas dirigidas por españoles. Unas oposiciones estrechamente conectadas, porque la fundamental será el freno de las secundarias, especialmente por el pánico que despertará entre los criollos la posibilidad de la pérdida del control sobre la oposición propiedad / trabajo o, lo que es lo mismo: la oposición criollos / indios-negros.

Antes de las reformas, cuando el control económico peninsular era ineficaz, cuando era evidente la venalidad de buena parte de los cargos designados, cuando era prácticamente imposible hacer funcionar la maquinaria colonial, se podía vivir, decían los americanos. El reformismo borbónico lo trastocará todo. La más o menos ambigua configuración de la conciencia diferenciada irá perfilándose cada vez más. Había, evidentemente, un problema: los otros, es decir, aquellos que no eran ni criollos ni españoles. Indios, mestizos y negros no debían, no podían –desde la posición criolla– tener una conciencia perfilada, sobre todo si ésta era de grupo o de raza. Asegurarse el control social de estos grupos será –una vez quede claro que la protección de la que hablaba Revillagigedo ya no era tangible– una meta irrenunciable del criollismo, teniendo en cuenta que los objetivos de liberación de la opresión colonial no venían determinados por un posicionamiento nacional en el sentido convencional. Había naciones en formación, pero éstas eran exclusivamente criollas, puesto que, aunque alguno de los grupos étnicos (los mestizos) tenía una cierta concepción del problema, ni los indios ni los negros tenían sentido de la nacionalidad.

El nacionalismo criollo inicial presenta una débil raíz liberal (valorativa de la vertiente regional, geográfica), puesto que la idea de América no hace sino esconder la carencia de un proyecto perfilado, como se verá tras la emancipación, con la proliferación de repúblicas. Y, evidentemente, no tiene nada de jacobino, en tanto que es de libre adscripción. Es el proyecto de un grupo al cual le está reservado el derecho de admisión, y éste es aplicado en un sentido claramente exclusivista. Será necesario, pues, controlar a quienes pueden poner en cuestión la propuesta emancipadora; será necesario perderles el miedo, el pánico, que en el pasado ha actuado como fortalecedor de las relaciones con los otros blancos, con los españoles españolistas; y será necesario hacerlo porque hay mucho en juego.

Así, este americanismo exclusivista y de clase, este criollismo, nacido al calor de unas imposiciones políticas y económicas, que ha ido desarrollándose en un mundo que asiste a trascendentales cambios políticos, económicos e ideológicos, evolucionará hasta convertirse en la idea legitimadora de una liberación clasista: no hay posibilidad de compartir la dominación con los peninsulares; los criollos tienen que hacerse con el control exclusivo.

La coyuntura que permitirá poner en marcha este proyecto, el de los criollos, se producirá al estallar la guerra contra los franceses en España. Aunque la metrópoli mantendrá su contacto con las colonias gracias a su nueva alianza con Gran Bretaña, como contrapartida, la poderosa aliada asegurará su influencia sobre aquéllas. La guerra en la península Ibérica exigirá recursos que habrían sido necesarios para actuar en las posesiones de ultramar, donde las contradicciones entre peninsulares y americanos estallarán sin freno. España pronto quedó reducida a Cádiz, donde los representantes en las Cortes parecían dispuestos a revisar las relaciones de la metrópoli con las Indias, transformándolas en provincias ultramarinas de un Estado renovado por la introducción de instituciones representativas. Si esta era una vaga promesa de futuro político, el verdadero futuro económico pasaba por asumir que sólo la alianza con Gran Bretaña aseguraba el contacto de las tierras americanas con los mercados europeos, lo que ofrecía una lectura bien sencilla: España no era más que un obstáculo insoportable y no tenía sentido mantener los vínculos, renovados o no, de épocas anteriores.

1.2.4 El proceso de independencia

Las noticias de la abdicación de Bayona y de la sublevación popular peninsular de mayo de 1808 llegan a América en julio y dan origen a reacciones comparables de patriotismo y fidelidad a Fernando VII. La crisis política y de legitimidad abierta se trata de resolver en América, como en España, con la convocatoria de juntas, que en ausencia del rey debían reasumir la soberanía. Con este recurso, la concepción pactista tradicional se convirtió en un argumento gravemente perturbador de las relaciones coloniales, al asumirse que las juntas americanas eran tan soberanas como las españolas, por lo que no tenían que supeditarse a ninguna de ellas (Domínguez, 1985).

Sin embargo, varios motivos explican el primer fracaso de la creación de juntas en América y la general aceptación de la Junta Central de Sevilla como representante legítima de toda la monarquía: la distancia geográfica, que alejaba la posibilidad de una invasión francesa de las colonias americanas, la ausencia de autoridades colaboracionistas con el agresor y la fuerza del deseo de concentrar la ayuda en la península Ibérica. Esta situación se vio consolidada con la convocatoria de elecciones para nueve representantes americanos en la Junta Central, en enero de 1809. El largo proceso de elección concluyó en Venezuela, Puerto Rico, Nueva Granada, Perú, Nueva España y Guatemala, mientras que en Chile y en Río de la Plata estaba todavía en marcha cuando la Junta Central se disolvió y se constituyó el Consejo de Regencia, en enero de 1810.

Las protestas iniciales desencadenadas meses atrás por la desigual distribución de delegados, que situaba en inferioridad a los americanos frente a los representantes de las juntas de la península Ibérica, se agravaron entre las élites americanas, reacias a aceptar la legalidad del Consejo de Regencia y las condiciones, de nuevo discriminatorias para la representación americana, impuestas para la prevista elección a cortes (Guerra, 1993). Todo esto, junto con el convencimiento, en aquellos primeros meses de 1810, de que la derrota definitiva ante los franceses era inevitable e inmediata, despertó nuevamente los movimientos de autogobierno, desplegados en ciudades principales al formarse juntas a partir de la convocatoria de cabildos abiertos (Caracas, en abril; Buenos Aires, en mayo; Santa Fe de Bogotá, en julio, etc.), los cuales seguían manifestándose fieles a Fernando VII. Como señala Jaime C. Rodríguez (1996), estos movimientos, al contrario de los de 1809, desencadenaron la actividad de distintas fuerzas sociales, representantes de territorios y grupos descontentos que pretendieron desde entonces reparar los perjuicios que sufrían.

Las luchas entre fidelistas y autonomistas se manifestaron pronto, con el triunfo permanente de los segundos en Buenos Aires y la victoria más que precaria en Caracas. En la capital del Río de la Plata, la «revolución del 25 de mayo» de 1810 alejó del poder a los administradores coloniales y abrió paso a un período de autogobierno apoyado por las milicias criollas, en defensa especialmente de la libertad de comercio y del fin de los privilegios de los españoles. La independencia del litoral rioplatense sería ya irreversible, aunque fracasaron los intentos de los líderes de la junta de Buenos Aires de extender la revolución en el interior paraguayo. A pesar de todo, provocaron la declaración de independencia de Paraguay el 7 de mayo de 1811, y la de la banda oriental, en febrero de aquel mismo año.

En Caracas, sin embargo, la defensa de la oligarquía local de las libertades comerciales no bastó para ganar el apoyo de otras importantes ciudades, como Valencia. La proclamación de la independencia de las Provincias Unidas de Venezuela, el 5 de julio de 1811, estuvo acompañada de un llamamiento a su defensa por parte de la población, que por aquellas fechas contaba con un 61 % de negros y pardos. El temor de la oligarquía a propiciar una movilización de la población negra que no pudiera ser controlada explica la no abolición de la esclavitud y, con esto, el hecho de que las tropas realistas pudieran atraer más exitosamente a la población negra y a los llaneros de Tomás Boves para poner fin definitivamente a la denominada República Boba en julio de 1814. Hasta aquella fecha, la lucha independentista había continuado bajo la dirección de Simón Bolívar, que en un intento por socavar las bases sociales de los fidelistas proclamó la «guerra a muerte» a los españoles en 1813. Los fracasos sucesivos, anteriores y posteriores a 1814, llevaron a Bolívar a Nueva Granada, donde se uniría a la lucha independentista, aunque con escasos resultados.

También en Nueva España, el miedo de la oligarquía criolla a una explosión social indígena y mestiza, que representaban el 50 % y el 30 % de la población respectivamente, y el buen control por los fidelistas de las escisiones socioétnicas llevaron al fracaso de los primeros y violentos intentos de los curas Manuel Hidalgo, iniciado con el grito de Dolores en septiembre de 1810, y de José María Morelos. Hidalgo encabezó una sublevación apelando a Fernando VII, a la Virgen de Guadalupe y a la independencia, integrada por veinticinco mil personas, mayoritariamente indios y mestizos del Bajío, desesperadas por la crisis alimentaria y la penuria económica. La violencia desatada contra los blancos, especialmente en el ataque a Guanajuato, alejó a los criollos de cualquier inclinación en favor del movimiento indígena, rural y campesino de Hidalgo y de su seguidor en el sur del virreinato hasta 1813, Morelos. La aportación de Morelos fue dar a los proyectos independentistas un cuerpo ideológico legitimador igualitario, republicano, religioso y nacionalista, que se concretó en la inoperante Constitución de Apatzingan de 1814.

En última instancia, la debilidad política de los insurgentes permitió que fuera casi absolutamente exitosa la reacción realista ante estos intentos independentistas producidos entre 1810 y 1814, basada en la contrainsurgencia, la politización de las escisiones socioétnicas y, aunque con menos resultados, en la cooptación política mediante la representación americana en las Cortes (Domínguez, 1985).

La llegada del rey Fernando VII a España desde el exilio, en diciembre de 1813, abriría un nuevo período en la lucha por la independencia, una vez que las múltiples promesas reales empezaron a desvanecerse tras el nuevo absolutismo impuesto con la abolición de la Constitución de Cádiz. Una nueva fase, caracterizada por una adaptación mayor de las estrategias de los independentistas a las condiciones sociopolíticas de las colonias; por el convencimiento de que la garantía de las independencias de cada territorio dependía de la expansión de la rebelión por todo el continente; y, finalmente, por los intentos de reconquista y por la represión a cargo de los realistas, mediante el envío de veinticinco expediciones que traerían a unos cuarenta y cinco mil soldados a América.

El mariscal Pablo Morillo llegó al frente de una de ellas a Caracas, en abril de 1815, poniendo fin a la sublevación de la Capitanía General de Venezuela y, un año más tarde, de Nueva Granada. La ocupación militar iba acompañada de la confiscación de bienes de los rebeldes y de la creación de consejos de purificación que reprimían con dureza a los vencidos. Aquella intransigencia realista, según Céspedes (1988), radicalizó el autonomismo y amplió sus bases al hacer imposible cualquier tipo de conciliación y de concesión ante la injusticia y la represión arbitrarias.

Un ejemplo de esta radicalización lo encontramos en la fuerza reunida por Bolívar a raíz de su promesa de manumisión de los esclavos, en los acuerdos con sus antiguos enemigos llaneros y en el apoyo económico y humano recibido de Gran Bretaña. Estas fuerzas se encontrarían, en adelante, con un enemigo que iría debilitándose por descomposición interna, debido a las crecientes deserciones, a los graves problemas de intendencia y a la oposición surgida entre los comandantes y los soldados procedentes de la guerra contra los franceses, de inclinaciones liberales y opuestos a sus jefes absolutistas.

Tras las primeras importantes victorias sobre los realistas, Bolívar instaló su base en Angostura, donde un congreso celebrado en 1819 proclamó la Tercera República de Colombia, a la espera de la definitiva liberación de todos los territorios de Venezuela y Nueva Granada. Ésta última avanzaría finalmente tras la llegada de tres mil hombres comandados por Bolívar a la meseta desde las llanuras venezolanas, así como por la derrota de los realistas en la batalla de Boyacá (7 de agosto de 1819) y la inmediata toma de Santa Fe de Bogotá. A pesar de este triunfo insurgente, la derrota definitiva de los realistas en Venezuela se produciría dos años más tarde, al romperse una tregua abierta con Morillo propiciada por el triunfo liberal en España. La batalla de Carabobo (24 de junio de 1821) permitió a Bolívar ocupar definitivamente Caracas y realizar la integración de la antigua Capitanía General de Venezuela en la Gran Colombia, siendo él mismo su presidente.

Paralelamente al desarrollo de estos acontecimientos, en Buenos Aires existe la convicción de que la definitiva derrota realista en tierras peruanas era indispensable para asegurar la independencia de las Provincias Unidas de Suramérica, que había sido declarada en el Congreso de Tucumán en 1816.

Los primeros resultados de aquella táctica se recogieron en Chile, en un intento inicial de tomar Perú por el sur. El motor del proyecto fue José de San Martín, gobernador de Cuyo, quien organizó una expedición que atravesó los Andes en enero de 1817. La osadía de aquella inesperada empresa favorece a los independentistas en sus enfrentamientos con los realistas chilenos en Chacabuco, quienes tomaron Santiago un mes después. Bernardo O’Higgins estará a la cabeza de la nueva junta creada, como director supremo. La batalla definitiva con los realistas será la de Maipú (5 abril de 1818), tras la cual se declararía la independencia de Chile (Rodríguez, 1996).

Con aquella base chilena, San Martín retoma su proyecto de atacar Perú. Las duras condiciones del desierto de Atacama, que separa Chile de Perú, hicieron que San Martín decidiera enviar a sus 4.500 hombres por mar en agosto de 1820, con los barcos de lord Cochrane. Un último intento de negociación por parte del virrey Pezuela, más tarde derrocado por un golpe militar y sustituido por José de la Serna, resultó inútil. Por esto, y pese a que San Martín no pudo reclutar un elevado número de seguidores en Perú, Lima fue abandonada por los divididos realistas y tomada casi sin lucha por éste, quien proclamaría la independencia peruana en julio de 1821 y sería nombrado protector provisional de la nueva república. No obstante, el Alto Perú quedaría por un tiempo como reducto de los realistas.

Será poco después cuando se unirán los caminos de los dos grandes libertadores, Bolívar y San Martín. Éste último solicitó la colaboración de Bolívar para culminar la derrota realista en el interior del antiguo virreinato peruano, retrasada por la falta de ayuda exterior y de suficientes apoyos internos. La entrevista entre ambos se produjo en Guayaquil (julio de 1822), y será poco después cuando San Martín se retire del proceso liberador, y vaya a un exilio europeo, con lo cual quedaría Bolívar como el encargado de culminar la independencia del subcontinente.

Tras superar rebeliones internas contra su poder en Lima, Bolívar emprendería la campaña definitiva en el Alto Perú en mayo de 1824, hasta que la derrota realista en Ayacucho (9 de diciembre de 1824), a manos de José de Sucre, puso prácticamente punto y final a la resistencia realista. Desmembrado este territorio, separado de los dos virreinatos a los que había estado unido, se constituyó como la nueva República de Bolivia.

Si hemos señalado anteriormente que la convulsa situación política en España había agravado la tensión en América y había obstaculizado la solución de los conflictos, un ejemplo claro de este impacto lo encontramos en Nueva España. Allí la independencia se origina como una revolución conservadora contra las disposiciones liberales que llegaban de Madrid desde 1821. Las medidas contra la Iglesia y la anulación de los fueros militares, entre otros, enemistaron a la élite criolla con la metrópoli liberal, contraria a cualquier cambio que modificara el estricto orden social impuesto (Domínguez, 1985). Un antiguo general realista, Agustín de Iturbide, concluyó en febrero de 1821 un acuerdo con el guerrillero indígena Vicente Guerrero, conocido como el Plan de Iguala, por el cual se garantizaban todos los privilegios de la Iglesia católica, se proclamaba la independencia (en su segundo punto) y se adoptaba la monarquía. El compromiso de defender las tres garantías –religión, independencia y unidad entre españoles y criollos– se convirtió en el nexo de unión de grupos enfrentados por otras causas, con tanta fuerza que el virrey O’Donojú reconoció en septiembre de aquel año la independencia de México.

El rechazo de este acuerdo por las Cortes de Madrid, en febrero de 1822, impidió que se optara por un príncipe español para encabezar la nueva monarquía, y Agustín de Iturbide ocupó el trono imperial como Agustín I. El fin de este breve imperio también supondría, ya en 1823, la separación de México de las Provincias Unidas de América Central, mediante una declaración del Congreso, reunido en Guatemala, comparable a la que había decretado la anexión previa en 1821.

1.3 Haití: la independencia desde abajo

La segunda colonia que consiguió emanciparse tras Estados Unidos fue Haití, pero las causas y los protagonistas de la independencia de esta colonia francesa fueron muy diferentes, como señala Luis Alberto Sánchez (1975). Esta colonia estaba situada en la mitad occidental de la antigua isla Hispaniola. Los franceses se instalaron allí tras el Tratado de Ryswick, de 1697, por el cual los españoles les cedieron esta parte de la isla; la frontera entre la parte española –Santo Domingo– y la francesa fue trazada definitivamente en 1776 (Moya, 1974). Los franceses desarrollaron una explotación cafetera con esclavos negros y unos pocos blancos que controlaban las haciendas. Por cada blanco había más de veinte esclavos negros y un mulato o negro con carta de libre. Los blancos, a pesar de ser una minoría, no estaban bien avenidos porque los hacendados criollos no podían ver a los administradores llegados de la metrópoli. En 1787 se crearon las asambleas coloniales y, desde éstas, los hacendados criollos pidieron a la metrópoli el derecho a ocupar también los cargos coloniales, igual que los blancos llegados de la metrópoli (Sevilla, 1981).

La isla envió representantes a los Estados Generales que protagonizaron el estallido de la Revolución francesa. En París vieron la proclamación de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, el reconocimiento de los derechos políticos de los mulatos y de los negros y, más tarde, durante la etapa de la Convención, la abolición de la esclavitud. Atemorizados por las repercusiones que estas medidas podían tener en la isla, los criollos de Haití rechazaron las disposiciones revolucionarias de la metrópoli, proclamaron su fidelidad a Luis XVI e incluso pensaron en la emancipación. Los jacobinos enviaron a un joven mulato educado en París, Vicente Ogné, que cuando llegó a la isla dejó de lado las reclamaciones y se incorporó a los levantamientos violentos de mulatos que pedían sus derechos legales. Vicente Ogné fue ejecutado en 1791, pero la isla caminó hacia la anarquía con constantes enfrentamientos muy violentos y sanguinarios entre blancos, negros y mulatos, y numerosas plantaciones fueron destruidas. Los blancos que sobrevivieron emigraron a las islas próximas y hacia Estados Unidos.

Como dice Moya (1991), lo que empezó como una revuelta de esclavos se convirtió en una guerra civil y en una guerra internacional, con la participación de España, Inglaterra y Francia. Durante esta coyuntura, y con motivo de la declaración de guerra en Europa contra la Francia revolucionaria en 1793, los españoles y los ingleses intentaron conquistar el territorio haitiano pero, finalmente, desistieron. Los españoles lo hicieron en 1795 porque firmaron el Tratado de Basilea con los franceses, a quienes cedieron la parte oriental de la isla. Los ingleses, en 1798, abandonaron la isla ante los problemas que tenían en Jamaica.

En 1796, el Gobierno de la República Francesa nombró lugarteniente del gobernador a un antiguo esclavo negro para luchar contra los ingleses: Toussaint-Louverture. Cuando los ingleses abandonaron la isla, éste se quedó en ella como principal hombre fuerte e inició una nueva guerra racial muy dura junto a sus soldados negros, que en 1800 mataron a los mestizos de Riagud. En 1801 ocupó la parte española e intentó crear un Estado nuevo donde él sería gobernador vitalicio. La tierra se trabajaría con un sistema de remuneración por el cual los trabajadores de la plantación recibirían una cuarta parte de la cosecha; los propietarios que no habían abandonado la isla o habían vuelto, otra cuarta; y el tesoro público, la mitad que quedaba. Las tierras abandonadas por sus propietarios serían expropiadas. Napoleón no aceptó el gobierno de Toussaint-Louverture y envió al general Leclerc en 1802, quien encarceló y deportó a Francia al antiguo esclavo negro, el cual murió en 1803.

Jean Jacques Dessalines, un antiguo esclavo, lugarteniente de Toussaint-Louverture que el general Leclerc dejó como jefe militar del sur de Haití, inició de nuevo una guerra racial contra la esclavitud con ayuda de otro antiguo esclavo lugarteniente de Toussaint-Louverture, Henry Christophe. En 1804 declararon la independencia de Haití y en 1805 fue proclamado emperador constitucional con el nombre de Jacques I. Desde el Gobierno intentó conquistar la parte de Santo Domingo donde resistían los franceses, e hizo una reforma agraria con el reparto de las tierras expropiadas. Las tensiones raciales entre mulatos y negros continuaron y Jacques I fue asesinado en 1806. Henry Christophe encabezó el nuevo Gobierno, que dominó sólo el norte de Haití, donde instauró una tiranía personal como emperador con el nombre de Henry I. Éste se suicidó en 1820 cuando vio que sus soldados le habían abandonado. El sur de Haití estuvo bajo el gobierno de un mulato libre educado en Francia, Alexandre Pétion, quien fue elegido presidente de la república implantada en el sur en 1807. En 1816 promulgó una Constitución que le concedió la presidencia vitalicia. Aplicó una reforma agraria con la división de la tierra en pequeñas parcelas que repartió entre los funcionarios y los soldados retirados. Murió en 1818 y le sucedió en la presidencia otro mulato libre, Jean Pierre Boyer, quien había luchado contra los negros en 1800. Tras el suicidio de Henry I, éste se convirtió en presidente de todo Haití y, en 1822, ocupó militarmente Santo Domingo, que acababa de independizarse en 1821 bajo la protección teórica de Bolívar. De este modo, toda la isla quedaba bajo la presidencia de Boyer. Francia reconoció la independencia de Haití durante un proceso iniciado en 1825 y culminado en 1838, a cambio de una considerable cantidad de francos (Bitter, 1970).

En Haití se había producido una revolución social mediante la cual los esclavos negros y los mulatos libres asumieron el poder y proclamaron la independencia; incluso se hizo una reforma agraria que permitió la pequeña propiedad, un caso único entre las independencias americanas. Los mulatos comandados por Boyer acabaron dominando el poder y marginaron a los negros. Precisamente, un hecho es la importancia del color de la piel y la raza en el movimiento nacional independentista haitiano. A pesar de la independencia, los problemas raciales no estaban resueltos y se agravaron con la incorporación de Santo Domingo, donde quedaban los grandes hacendados blancos y mestizos. En la coyuntura independentista de las colonias iberoamericanas de 1808-1825, la isla de Haití fue, para los blancos nacidos en América, un ejemplo de dónde podía llegar una independencia promovida por una guerra racial. En 1833, la mayoría de la población blanca había emigrado. También es muy significativo que Estados Unidos no reconociera la independencia de Haití hasta 1862, cuando se separaron los estados esclavistas del sur.

1.4 Brasil: la independencia desde arriba

Las razones últimas que condujeron a la independencia de Brasil fueron muy diferentes a las de Estados Unidos y a las de Haití. Así como las independencias de las colonias españolas las hemos conectado a la guerra contra los franceses en la península Ibérica, también la independencia de Brasil fue precipitada por los acontecimientos producidos en Portugal entre 1820 y 1821 (Bethell, 1991a). La metrópoli portuguesa también había hecho reformas administrativas durante el siglo xviii para controlar más y mejor a las colonias (Sarabia, 1991); es necesario mencionar las del ministro Pombal (las reformas pombalinas) y las de la reina María I, pero la sociedad colonial no respondió tan articuladamente como la norteamericana contra el reformismo metropolitano. Hubo algunos jóvenes estudiantes, como Tiradentes, que intentaron imitar a Estados Unidos y pidieron ayuda a la gran república del norte, pero fracasaron (Oliveira, 1907). También hubo movimientos republicanos de mulatos y mestizos fácilmente sofocados, como fue la conjuración de los alfaiates de 1798, que pretendían una república en Bahía (Boxer, 1992).

Para explicar los orígenes de la independencia de Brasil es necesario tener presente la coyuntura europea de las guerras napoleónicas y las medidas tomadas por la monarquía portuguesa. En 1807, en Fontainebleau, los franceses y los españoles firmaron un tratado con el fin de invadir militarmente Portugal y encarcelar a la familia real de los Braganza. Esta familia negoció con los británicos la protección necesaria para trasladarse a Brasil a cambio de la ocupación temporal de Madeira por parte de las tropas británicas. El 29 de noviembre de 1807, el príncipe regente João –hijo de la reina María I–, con más de diez mil cortesanos, salió hacia Brasil con la mayoría de sus bienes bajo la protección de los barcos británicos.

La principal consecuencia de la llegada del príncipe regente João a Brasil fue que la colonia –sobre todo Río de Janeiro, donde se instaló la corte– triplicó su población, se convirtió en el centro del Imperio portugués y sus funciones se asemejaban a las de una metrópoli. Fue suprimido el sistema del monopolio colonial, y los puertos de Brasil se abrieron al comercio internacional para todos los estados amigos. Los principales beneficiados fueron los británicos, quienes se vieron favorecidos por el tratado de 1810, el cual estableció una buena reducción de las tasas de aduanas para los productos ingleses. Así, los comerciantes británicos introdujeron sus manufacturas a precios más bajos que el resto, incluidas las de los portugueses y las fabricadas en el propio Brasil, que eran más caras. Para mejorar la articulación de la colonia se desarrollaron las infraestructuras –construcción de caminos, puertos, barcos...–, el cobro de impuestos, la administración de Justicia, e incluso se creó el Banco Nacional de Brasil. También se creó una Academia de Marina, la Real Academia Militar, los colegios de Cirugía y Medicina, la Escuela de Comercio, y una Biblioteca Pública con el mobiliario y los sesenta mil volúmenes de la Biblioteca Real que João había traído de Portugal (Armitage, 1981).

La presencia de la Corona en Brasil y el apoyo de la flota británica también permitieron un ensanchamiento del territorio brasileño. Por el nordeste, ocuparon la fortaleza francesa de Caiena, donde establecieron una administración portuguesa, pero tras el Congreso de Viena tuvieron que devolverla a los franceses. Por el sureste, atacaron las posesiones españolas. El príncipe regente João estaba casado con la hija del rey español Carlos IV, la princesa Carlota. Como su familia había sido capturada por Napoleón en 1808, la princesa entendía que le incumbía administrar los territorios de su familia en América, porque era el único miembro de la familia de los Borbones que residía en el continente. Se planteó la unión del virreinato del Río de la Plata con Brasil, pero los británicos se negaron y se tuvo que abandonar la idea. Después, los brasileños invadieron la parte oriental del río Uruguay, porque los rioplatenses les pidieron ayuda en 1814 para defenderse de Fernando VII, quien había recuperado la Corona española. El caudillo uruguayo Artigas fue el único en oponerse, y se resistió a la invasión brasileña, iniciada en septiembre de 1816 por Lecor. Aun así, no pudo evitar la ocupación de Montevideo en enero de 1817, porque el cabildo de la ciudad aceptó la presencia brasileña. Lecor fue nombrado capitán general y gobernador de la nueva provincia Cisplatina, creada en 1817 e incorporada a Portugal en 1821. La guerra contra Artigas continuó hasta que Lecor consiguió atraerse a los caudillos y prohombres conservadores locales. Artigas se exilió a Paraguay, que se había proclamado independiente en 1811 (Mello, 1963). Paralelamente, la corte portuguesa de Brasil tuvo que sofocar alguna rebelión interior, la más importante de las cuales fue la republicana de Pernambuco.

Los notables brasileños no aceptaron volver al sistema colonial y vieron en el príncipe Pedro la solución para impedirlo. El príncipe llegó cuando tenía nueve años, en 1807, y en 1821, cuando era príncipe regente, se consideraba más brasileño que portugués. Los diputados en el Parlamento liberal de Lisboa emigraron a Inglaterra, y ocho mil notables de las provincias brasileñas solicitaron por escrito al príncipe Pedro que se quedara en Brasil. El príncipe decidió quedarse el 9 de enero de 1822 –esta fecha en la historiografía brasileña se conoce como el Dia de Fico (Southey, 1981)– y cambiar su equipo de gobierno por otro pro brasileño. Por iniciativa de las logias masónicas brasileñas –las había que ya en el siglo xviii habían conspirado contra el reformismo metropolitano– le concedieron a Pedro, en mayo de 1822, el título de defensor perpetuo de Brasil.

La respuesta del Parlamento metropolitano fue contundente. El 7 de septiembre de 1822 Pedro recibió, cuando estaba en el río Ipiranga, una orden de Lisboa que le requería la disolución de su gobierno, que aceptara el nombrado por la metrópoli y que volviera inmediatamente a Lisboa. El príncipe proclamó allí mismo la independencia de Brasil –la historiografía brasileña denomina este hecho como el grito de Ipiranga (Southey, 1981): en este río sacó la espada y dijo «libertad o muerte». El 1 de diciembre fue coronado en Río de Janeiro emperador constitucional de Brasil, con el nombre de Pedro I.

A diferencia de las independencias de las Trece Colonias norteamericanas, de la de Haití y de las hispanoamericanas continentales, la independencia de la colonia portuguesa de Brasil se consiguió con poca violencia (Beyhaut y Beyhaut, 1986). Sólo se resistieron a aceptar el gobierno de Pedro I unos pocos reductos fieles a Portugal en Bahía, Maranhão, Pará y Pernambuco, pero en menos de un año el nuevo emperador los sometió y el resto de las tropas portuguesas fueron expulsadas. A fin de asegurarse la defensa naval, contrató los servicios de lord Cochrane, quien había combatido al servicio de San Martín durante la guerra de independencia de Chile. La emancipación brasileña fue principalmente un acto por el cual el príncipe regente, que ya tenía el poder, no aceptó las órdenes de la metrópoli y asumió sus poderes con el apoyo de los notables de la sociedad brasileña.

El principal problema que tuvo que superar Pedro I tras proclamar la independencia fue el de mantener y asegurar su gobierno imperial. Con esta finalidad, en mayo de 1823, reunió a una Asamblea Constituyente con diputados de todas las provincias de Brasil. Éstos redactaron un proyecto que no gustó al emperador porque limitaba sus poderes. Disolvió la asamblea y desterró a los diputados más extremistas. Un consejo nombrado por él redactó un nuevo texto constitucional que fue aprobado en marzo de 1824. Esta carta estableció una monarquía constitucional hereditaria con dos cámaras y un gran poder del monarca: el emperador tenía el poder moderador que lo facultaba para nombrar a los senadores de forma vitalicia y a los ministros, y para vetar los actos legislativos. El emperador también tenía la facultad de nombrar a los presidentes de las asambleas provinciales y municipales que las controlaban.

El centralismo de esta facultad imperial tropezó con la oposición de los federalistas, que en el norte, entre Paraíba y Ceará, intentaron sin éxito independizarse con la creación de la Confederación del Ecuador, en 1824. Los federalistas de la provincia Cisplatina tuvieron más suerte gracias al apoyo de las Provincias Unidas del Río de la Plata. Los uruguayos de la provincia Cisplatina se alzaron en 1825 y, tras vencer en 1827 a las tropas brasileñas en Ituzaingó, consiguieron la independencia en 1828 y, más tarde, se incorporaron como república federada a las Provincias Unidas del Río de la Plata. Pedro I tampoco pudo retener las regiones de Moixos y Chiquitos, que volvieron a la jurisdicción del Alto Perú como consecuencia de las presiones de Bolívar y Sucre (Mello, 1963).

Pedro I gobernó con poca participación del Parlamento y resolvió los problemas financieros de forma parecida a las primeras medidas del Congreso Continental Norteamericano. La situación de la hacienda pública era nefasta, puesto que João VI y su corte se habían llevado sus riquezas y los fondos depositados en el Banco Nacional de Brasil. Para solucionarlo, Pedro I emitió papel moneda sin control y provocó una inflación galopante.

En 1826 heredó la Corona portuguesa, pero no dejó el imperio, y abdicó para que fuera reina de Portugal su hija María. Contra el reinado de María II en Portugal se enfrentó Miguel, el hermano de Pedro I. El monarca brasileño apoyó a su hija en la guerra contra éste y como consecuencia de ello crecieron las desavenencias con los notables brasileños, sobre todo con los liberales.

Las pérdidas territoriales de anteriores conquistas en las fronteras, el malestar de los federalistas, la falta de comunicación con los diputados del Parlamento, la crisis económica y la costosa intervención en los inciertos asuntos dinásticos de Portugal llevaron a Pedro I a una situación muy difícil. Después de una crisis ministerial abdicó en su hijo Pedro, de cinco años y, el 7 de abril de 1831, abandonó Brasil camino de Portugal. Como dice Bethell (1991), hasta este momento la independencia de Brasil había sido incompleta, y sólo con la marcha de Pedro I puede afirmarse que el proceso de separación de Portugal concluyó.

Según el texto constitucional, tres miembros elegidos por las dos cámaras ejercerían el gobierno si el sucesor de la Corona era menor de edad. En 1834 se modificó esta disposición con un acta adicional, que estableció el gobierno de un regente solamente en un período máximo de cuatro años. El acta adicional también creó la Guardia Nacional, para sustituir a la abolida Milicia Colonial, y modificó el régimen de gobierno provincial: se permitió cierta autonomía en las cuestiones provinciales a las asambleas respectivas. Con esta reforma se pretendía evitar nuevas insurrecciones federalistas como las que se produjeron nada más empezar la regencia en Pará (1831), Minas Gerais (1833), Mato Grosso (1834) y Maranhão (1834); pero la descentralización de 1834 no evitó nuevas insurrecciones provinciales más violentas y difíciles de parar que las precedentes. El conflicto más grave fue el de los republicanos de Río Grande do Sul, iniciado en 1835 y que duraría hasta 1845.

Paralelamente a estos conflictos federalistas y republicanos, también se dieron enfrentamientos de palacio entre opciones de diversa ideología. La reforma constitucional de 1834 fue consecuencia del primero de estos conflictos. El emperador dejó como tutor de su hijo a José Bonifacio de Andrada, que había estado junto a Pedro I en los años de la independencia (Sousa, 1945). Andrada impulsó la corriente restauradora de Pedro I, que intentó un pronunciamiento en 1833, encontrando una fuerte respuesta del Parlamento, que modificó el texto constitucional en 1834, bajo la iniciativa de los sectores moderados. Éstos, que estaban cerca de posiciones liberales, gobernaron hasta 1837: su principal representante fue el regente, el padre Diego Antonio Feijó.

Tras morir Pedro I en 1836, los restauracionistas estructuraron una corriente conservadora a la cual se añadirían algunos moderados. En 1837 la regencia pasó a Pedro Araujo Lima, quien se identificó con los conservadores. En 1840 impusieron una ley interpretativa del acta adicional de 1834, que dio mayores poderes al presidente de las asambleas provinciales y le concedió el derecho de vetar la legislación emanada de las mismas. Este hecho motivó nuevas insurrecciones republicanas en Bahía y Maranhão, que fueron sofocadas. Durante este gobierno conservador, los jefes del levantamiento de Río Grande do Sul consiguieron mayor fuerza y se proclamaron república independiente en 1838.

Los liberales (luzias) reunían a los hacendados más progresistas de Brasil y se articularon como oposición bajo la dirección de Antonio Carlos Andrada, el nuevo jefe de la poderosa familia Andrada tras la muerte de José Bonifacio. Para quitarle el poder al regente, propusieron que se adelantara la mayoría de edad de Pedro II y, en 1841, cuando tenía quince años, fue proclamado emperador.

En conclusión, se puede afirmar que la monarquía de Pedro I garantizó, durante la independencia y después de ésta, la integridad territorial de Brasil, que se constituyó en Estado independiente con el territorio de la vieja colonia. La regencia sirvió para que las corrientes de opinión pública acabaran configurándose como partidos políticos y el Parlamento asumiera su poder. Los problemas iniciales de la regencia, la descentralización moderada de 1834 y la muerte de Pedro I generaron una reacción conservadora que ocupó a la regencia desde 1837. El gobierno conservador y su ley, de nuevo centralizadora, convencieron a los liberales de pensar en la monarquía como un remedio al prolongado gobierno conservador de la regencia y no como un poder negativo. Conservadores y liberales aceptaron por primera vez sin reticencias el régimen imperial en 1840 como la mejor opción de futuro. El imperio garantizaba la integridad territorial del Estado hijo de la vieja colonia, pero continuaron existiendo problemas importantes.

1.5 Las colonias europeas del Caribe y las colonias británicas de Canadá

Durante los procesos de las diversas independencias, la América insular adquirió un papel estratégico y económico muy destacado para las potencias europeas, sobre todo las islas del Caribe. Esta circunstancia explica, seguramente, por qué las islas no se independizaron de las metrópolis europeas; con la única excepción de Haití, cuya independencia fue muy particular. Vayamos por partes.

Tradicionalmente, las islas de los españoles en el Caribe habían sido un terreno privilegiado para dirimir los conflictos entre el Imperio hispánico y las otras potencias europeas (Laviana, 1991). Como hechos más destacados de estos conflictos es necesario citar que la pérdida de las islas del Caribe por los españoles continuó y, tras la guerra de los Siete Años, cedieron su parte de la isla de Santo Domingo a los franceses en 1795 y perdieron la isla de Trinidad en 1797 en favor de los británicos, quienes también estaban muy interesados por Puerto Rico y ocuparon momentáneamente La Habana entre 1762 y 1763. La principal consecuencia de la ocupación británica de La Habana y del interés por Puerto Rico mostrado por los británicos durante la Guerra de los Siete Años fue que el monarca español Carlos III se esforzó por reequilibrar la situación de las colonias americanas (Alcàzar, 1995).

Las islas españolas del Caribe fueron los primeros territorios coloniales donde se desarrolló este proceso de reequilibrio iniciado por Carlos III. Allí se llevó adelante el proceso de liberalización del comercio colonial con nuevos puertos de la península Ibérica en 1765 y la introducción libre de esclavos en 1789. Estas medidas permitieron una prosperidad económica (basada en el azúcar y el comercio de esclavos) y también social muy destacada en las islas de Cuba y Puerto Rico, que estuvo acompañada de una reorganización militar y de la hacienda pública, las cuales permitieron que la isla de Cuba se convirtiera en el principal enclave militar y económico del Imperio hispánico en el Caribe. Desde esta isla se apoyaron las operaciones militares contra los británicos durante la guerra de Independencia norteamericana (1776-1783), que permitieron el control español de toda la costa del golfo de México en la paz firmada en París en 1783. En esta isla se refugiaron los hacendados blancos de Haití y de Santo Domingo, que huyeron de la revolución de los esclavos entre 1791 y 1804, porque Cuba era la isla más segura del Caribe. Y, tras la guerra de Independencia de las colonias hispanoamericanas (1810-1825), las islas de Cuba y Puerto Rico fueron las únicas posesiones coloniales que le quedaron al Imperio hispánico en América.

Cuba y Puerto Rico no participaron en el proceso independentista porque había una organización militar fuertemente ligada a la metrópoli, una prosperidad económica conectada al azúcar y al comercio de esclavos, el miedo de los hacendados a una revolución de los esclavos negros como la de Haití, que los inmigrados no habían olvidado, y los intereses de Francia, Gran Bretaña, Holanda y Estados Unidos en el Caribe, para los cuales la mejor solución era la que había, la pertenencia de Cuba y Puerto Rico al debilitado Imperio hispánico. Aun así, a partir de 1810 también se hablaba de la independencia en las islas. En los decenios de 1820 y 1830 hubo algunas conspiraciones independentistas fallidas, como las de las sociedades secretas Soles y Rayos de Bolívar, en 1823, o Águila Negra, en 1829, en Cuba, con el apoyo de Colombia y México, y algunas incursiones en Puerto Rico desde Venezuela, en 1816 y en 1825. Pero, entre 1790 y 1837, las oligarquías criollas de las islas adoptaron una actitud reformista y no dieron apoyo a los independentistas. En 1810, durante el trienio constitucional (1820-1823), y en 1836, Cuba y Puerto Rico enviaron diputados a las Cortes de la metrópoli, pero las Cortes de Madrid de 1837 decidieron que Cuba y Puerto Rico se tenían que regir por un estatuto de colonia (Marimon, 1998). En 1838 hubo una conspiración independentista en Puerto Rico. En Cuba, durante la década siguiente, una parte de la burguesía criolla hizo gestiones para incorporar Cuba a Estados Unidos como Estado esclavista. Éste fue el objetivo del desembarco de Narciso López en 1850, pero fue detenido en 1851 y ejecutado (Portell, 1958). La guerra de Secesión de Estados Unidos detuvo el proceso y la burguesía cubana volvió a adoptar la actitud reformista, que fracasó, y en 1867 optó por el independentismo con el inicio de la guerra de los Diez Años.

En las colonias francesas, británicas y neerlandesas del Caribe, la época de las independencias americanas continentales (1776-1825) se caracterizó por las repercusiones de numerosas guerras, donde predominaban los conflictos y las alianzas dinásticas de los imperios europeos y el interés por controlar el azúcar del Caribe. Según David Watts (1992), durante el siglo xviii, conforme se intensificaba la lucha por el control político de los territorios del Caribe, también lo hacía la competencia económica por el control del comercio del azúcar.

Las islas de los españoles en el Caribe, que tradicionalmente habían sido un terreno privilegiado para dirimir los conflictos entre España y las otras potencias europeas, perdieron este carácter, y el declive del Imperio hispánico provocó un vacío de poder, consumado tras la batalla de Trafalgar en 1805, la cual dejó como protagonistas principales de la rivalidad por el Caribe a Gran Bretaña y a Francia. Las dos se disputaron el comercio y los territorios y, finalmente, ganaron los británicos. Además, en las islas del Caribe se dejó sentir la influencia de la Revolución norteamericana de 1776 y la francesa de 1789, y las rebeliones de los esclavos, como la revolución de Haití, que se independizó de la Francia napoleónica definitivamente en 1804.

Cuando acabaron las guerras napoleónicas y se firmó la paz en París en 1814, los británicos poseían la isla de Jamaica, las islas Caimán, las islas Bahamas, la mayoría de las Antillas Menores (excepción hecha de las islas Vírgenes danesas, San Martín, Guadalupe y Martinica), las islas de Trinidad y Tobago, además de la Guyana y los enclaves costeros de América Central. Los franceses sólo se quedaron, además de la Guyana francesa y de las islas de Saint-Pierre y Miquelon en las costas de Canadá, con las islas caribeñas de Guadalupe, Martinica y la mitad de la isla de San Martín. La otra mitad era neerlandesa; los neerlandeses también tenían unas pocas islas al norte de la costa venezolana y la Guyana neerlandesa. La única isla independiente del Caribe en 1814 era Haití. Desde este momento y durante el siglo xix se mantuvo esta situación de predominio británico (Gutiérrez, 1991).

La revolución y las guerras napoleónicas motivaron una bajada del comercio del azúcar de las colonias francesas y danesas entre 1793 y 1814; incluso los británicos ocuparon militarmente las Antillas francesas y danesas durante las guerras napoleónicas, aunque las restituyeron en la segunda paz de París. Todo lo contrario de lo que había sucedido en Canadá, donde los franceses gastaron más de lo que obtuvieron; en las colonias del Caribe se había desarrollado durante el siglo xviii un comercio rico con el azúcar y los esclavos. Tras 1814, los franceses intentaron restablecer la situación anterior a 1792. Lo consiguieron, pero el mercado mundial era diferente y les costaba obtener mano de obra, porque se vieron obligados a ratificar la prohibición del comercio de esclavos en el Congreso de Viena de 1815. Posteriormente se abolió la esclavitud y este hecho encareció la producción del azúcar antillano francés, que se vendía en un mercado muy protegido en la metrópoli y no podía competir con los precios de Cuba y las Antillas inglesas (Meyer, 1992). Las islas Vírgenes danesas se vieron afectadas de forma parecida a las islas francesas y la producción de azúcar cayó progresivamente durante el siglo xix. Por su parte, la actividad de las Antillas neerlandesas estaba centrada en el tráfico de los barcos y el avituallamiento (Vogel y Van den Doel, 1992), por lo que se vieron menos afectadas que las francesas y danesas, excepto Curaçao, que sufrió una ocupación militar británica durante las guerras napoleónicas.

Contrariamente a las islas francesas, danesas y neerlandesas, las islas británicas del Caribe, antes de la Revolución francesa y de las guerras napoleónicas, atravesaron años difíciles. Los precios del azúcar se mantuvieron bajos y el gobierno británico se preocupó más de reorganizar la administración y de obtener impuestos que de favorecerlas. La cuestión se agravó durante la guerra de Independencia de las Trece Colonias norteamericanas porque los caribeños compartían los mismos problemas y, además, tuvieron que pagar la defensa militar; pero las islas necesitaban al Imperio británico, dado que eran ricas y vulnerables, por lo que no se sumaron a la revolución independentista norteamericana. La marina británica era la única defensa que tenían. Las islas sufrieron las consecuencias de la guerra y las acciones militares de los franceses y de los españoles, que ayudaron a los norteamericanos. Cuando se acabó esta guerra, el gobierno británico desarrolló una actividad intensa para explotar las colonias americanas del Caribe y duplicó su flota mercante entre 1783 y 1792. Desde entonces se vieron dentro de las guerras contra la Francia revolucionaria y la de Napoleón, las cuales acabaron con la victoria británica. Gran Bretaña se convirtió desde 1805 (Trafalgar) en dueña y señora del Caribe y, tras derrotar a Napoleón (1814), se quedó con Santa Lucía, Trinidad, Tobago, y compró Esequibo, Demerara y Berbice (Moreno, 1991), aunque restituyó algunas de las islas que habían ocupado los franceses, daneses y neerlandeses.

Según Watts (1992), la época de las guerras napoleónicas fue muy buena económicamente para las Antillas británicas, pero las cosas cambiaron durante la posguerra. Aún controlando el Caribe, entre 1820 y 1834, la economía azucarera de las Antillas británicas sufrió una situación delicada. El precio del azúcar bajó; las Antillas francesas, danesas y Cuba aumentaron la producción; hubo dos exclusiones comerciales del azúcar entre las Antillas británicas y Estados Unidos, los cuales se convirtieron en los principales clientes de Guadalupe y Martinica y desarrollaron inversiones en Cuba. Además, las explotaciones de azúcar de las colonias británicas tuvieron que superar los problemas de la supresión del tráfico de esclavos y de la posterior abolición, mientras que los franceses todavía tardaron unos cuantos años y los españoles de Cuba décadas.

En el norte quedaban las posesiones coloniales canadienses de los británicos. Las garantías ofrecidas en el Acta del Quebec a los colonos franceses y el fuerte sistema de gobierno británico impidieron que los canadienses se sumaran al proceso independentista de las Trece Colonias del sur. Tras la guerra de Independencia y las inmigraciones, la presencia de colonos británicos y franceses generó los problemas propios de la coexistencia de dos comunidades culturales. Para solucionarlo, el parlamento metropolitano dictó el Acta Constitucional de 1791, donde se estableció un gobierno compuesto por un gobernador de la Corona y una asamblea elegida en la colonia. En 1792, la mayoría de sus miembros procedían de la comunidad francesa. El acta también dividió la antigua colonia del Quebec en las provincias del Bajo y del Alto Canadá, separadas por el valle del río Ottawa. En las provincias marítimas de Nueva Escocia, Príncipe Eduardo y Nueva Brunswick, pobladas mayoritariamente por británicos, se implantaron las instituciones representativas del colonialismo inglés. Los nuevos colonos británicos también cambiaron las bases económicas del territorio canadiense que, antes de la llegada de los colonos del sur, se centraba en el comercio de pieles y, después, en la agricultura (Ciudad et al., 1992).

La frontera del sur con Estados Unidos no quedó claramente definida en 1783 y los comerciantes de pieles de Montreal estuvieron muy activos en el territorio norteamericano. Durante la guerra de 1812-1814, los estadounidenses intentaron conquistar Canadá para impedir este comercio. La guerra, en vez de fomentar el independentismo, reafirmó la unión de la colonia con la metrópoli e, incluso, los franceses católicos y los protestantes ingleses se unieron para combatir a los norteamericanos.

Desde principios del siglo xix, la expansión territorial de la colonia se aceleró. Los pescadores de Canadá rivalizaron con los europeos en el golfo de San Lorenzo; las costas de Labrador y la bahía de Hudson fueron explotadas por compañías inglesas; la Compañía de la Bahía de Hudson comunicó esta bahía con la de Montreal para ampliar su actividad hacia el interior, y se hicieron exploraciones hacia el noroeste. Los rusos también llegaron a estas tierras buscando pieles y los españoles remontaron el río Columbia hacia el norte y la costa oeste hasta el golfo de Alaska.

La prosperidad de la colonia de Canadá y el incremento de su población libre –en 1807 los británicos declararon ilegal la esclavitud en sus colonias– permitieron a los colonos plantear su insatisfacción por el régimen político colonial y, en 1837, estalló una rebelión. La metrópoli envió a lord Durham en calidad de alto comisario y gobernador para que solucionara el conflicto. Éste presentó un informe al parlamento británico en 1839, donde propuso que la metrópoli se ocupara sólo de las relaciones exteriores y de la reglamentación comercial de la colonia. La propuesta tomó forma en el Acta de Unión del Alto y del Bajo Canadá que, en 1840, implantó una asamblea única electiva y un Consejo Legislativo nombrado por la Corona británica. El proceso culminó en 1867, cuando la metrópoli declaró al dominio del Canadá país autónomo dentro de la Comunidad Británica de Naciones. Mientras tanto, la frontera con Estados Unidos había quedado fijada en el paralelo 49º, gracias al Tratado de Oregón, firmado en 1846 (Kemp, 1981).

Historia contemporánea de América

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