Читать книгу Historia contemporánea de América - Joan del Alcàzar Garrido - Страница 8
ОглавлениеIntroducción
Este libro, que puede ser útil para el lector no universitario interesado en la materia, es el resultado de una necesidad compartida por los cuatro profesores que hemos trabajado en su elaboración: la de ofrecer a nuestros estudiantes un texto de trabajo, consulta y referencia para el estudio de la Historia Contemporánea de América. Además, es fruto de la estrecha colaboración a la que hemos llegado sus autores, docentes de las universidades de Valencia, Alicante y las islas Baleares; cuatro profesores de Historia Contemporánea de América que hemos unido nuestras fuerzas para construir, finalmente, el libro que tiene en sus manos.
El problema por resolver, aquél que fue la chispa que puso en marcha la iniciativa, venía determinado por la exigencia de alcanzar la mayor calidad posible en nuestra docencia en una asignatura que se imparte en todas las universidades españolas y en buena parte de las americanas, tan amplia y compleja como la misma historia contemporánea de América.
Una asignatura que nos obliga a hablar de la evolución histórica de todo un continente tan grande y heterogéneo como es el americano, con sus dos grandes áreas: la latina y la anglosajona. La propia configuración de la asignatura nos ha obligado desde hace años a reflexionar continuamente respecto a cómo abordar su docencia. Hemos sido conscientes siempre de dos peligros que nos amenazan, por exceso o por defecto: o bien proponemos unos programas amplios, con el riesgo de banalizar los diversos temas en ellos contemplados, teniendo presente la falta de tiempo de docencia real; o bien reducimos drásticamente el temario, con todo lo que esto podría significar de empobrecimiento en la formación de unos estudiantes que puede que sólo con nuestra asignatura trabajen sobre América durante su licenciatura. Es evidente que debemos huir decididamente del primer peligro, pero… ¿no provocará esto que caigamos en el segundo? El lector, con el libro que tiene en sus manos, podrá juzgar si lo hemos conseguido.
Tal y como más tarde insistiremos, estamos hablando de América, de todo el continente americano. Es decir –y aunque parezca una obviedad es necesario insistir–, debemos abordar los procesos históricos tanto de los Estados Unidos y Canadá como de América Latina. Con la finalidad de que los estudiantes entiendan la evolución histórica americana es necesario que hablemos de los diversos procesos de independencia; de sus consecuencias en las tierras del norte y en las meridionales (la guerra de Secesión y la época de los caudillos, respectivamente); de la integración de las economías del sur en el sistema capitalista como economías de exportación durante la época oligárquica; de la constitución de los Estados Unidos como gran potencia y de su participación en la historia mundial y, singularmente, en la de América Latina; de la evolución interna de los Estados Unidos desde la crisis de 1929; de los populismos latinoamericanos; y, finalmente, de América a partir de 1945: la lucha por los derechos civiles y las repercusiones internas de la guerra de Vietnam junto con la revolución conservadora de Reagan en los Estados Unidos y el retorno de los demócratas con Clinton; y de la revolución y las alternativas revolucionarias, de las dictaduras junto con la Década Perdida y las transiciones a la democracia en América Latina.
Nos situamos, abordando el objeto de estudio desde este plano amplísimo y a la vez integrador, en una posición que entendemos novedosa en los estudios que conforman lo que podríamos llamar, aunque la formulación no nos satisface demasiado, el americanismo.
En España, la guerra civil provocó el exilio de profesores como Ots Capdequí y Altamira y, con su marcha, la paralización de fructíferas líneas de investigación. Desde 1942 los estudios americanistas quedaron bajo la batuta de la nueva Escuela de Estudios Hispanoamericanos, con residencia en la Universidad de Sevilla. La creación de esta escuela era parte de la estrategia del Consejo de la Hispanidad de dar relevancia a «lo mejor de nuestra estirpe», mediante la formación de americanistas a los que se les pediría «un compromiso político cultural rotundo, sin vacilaciones» con la nueva situación española abierta con la victoria de Franco. Posteriormente, con este origen, el americanismo español se instaló en las universidades de Madrid y Sevilla, así como en el csic. Más tarde serían Barcelona y Valladolid (Tabanera, 1999).
No obstante, en la inmediata posguerra, la Facultad de Letras de la Universidad de Valencia pudo llegar a constituirse en el tercer centro americanista español. En efecto, en 1941 Manuel Ballesteros Gaibrois obtuvo la Cátedra de Historia Universal, siendo ya un americanista relevante, gracias, entre otras cosas, a su doctorado conseguido en Berlín, entre los años 1932 y 1935, bajo la dirección de eminentes especialistas alemanes como Walter Lehman. Alrededor del Seminario Juan Bautista Muñoz, Manuel Ballesteros formó un modesto y desprotegido grupo de estudiantes preocupados por la historia y la antropología americana integrado por José Alcina Franch, Manuel Tejado, Leopoldo Piles, Miguel Enguídanos, Bartolomé Escandell y Mario Hernández Sánchez-Barba. Casi todos marcharon a Madrid y se instalaron en la Universidad Complutense y en el Instituto Gonzalo Fernández, de Oviedo, del csic, a medida que iban terminando su carrera y encontraban dificultades para doctorarse y continuar sus trabajos americanistas en Valencia.
Así lo hizo Alcina Franch, después de impartir su primer curso de Arqueología Peruana en Valencia en 1947, para doctorarse en Madrid, donde inició una relevante carrera universitaria que le conduciría a la Cátedra de Arqueología Americana de Sevilla en 1957 y a la de la Complutense en 1969, tras de la cual se jubiló. Igualmente intensa fue la dedicación de Hernández Sánchez-Barba, quien, al terminar su licenciatura en Valencia en 1949, marchó a la Complutense, donde ejerció de manera ininterrumpida como profesor y, desde 1968 hasta su jubilación, como catedrático de Historia Contemporánea de América.
Al volver Ballesteros a Madrid, en 1950, aquel grupo inicial, ya prácticamente disuelto, no tuvo continuidad en la Universidad de Valencia, a pesar de haber tenido y formado inicialmente a dos de los especialistas más conocidos de los estudios españoles en arqueología y antropología americana y en historia contemporánea de América.
Como es conocido, por otra parte, la Universidad de Valencia experimentó una dinamización y una renovación académica e intelectual desde finales de los años cincuenta hasta los setenta. El trabajo destacado de docentes en diversas materias como José María Jover, Miquel Terradell, Miquel Dolç, Antonio López Gómez, Antonio Ubieto, Joan Reglà o Emili Giralt, fue determinante en lo que ha sido definido como la «entrada en la modernidad» de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Valencia (Llobregat, 1995).
En esta transformación, no obstante, no hubo espacio para los estudios históricos americanos, gravemente perjudicados por la ausencia de especialistas en esta materia, así como por la escasa tradición y peso de los contactos entre América y el País Valenciano, y por las dificultades lógicas en el acceso a las fuentes que pudiesen incitar a los estudiantes y a los jóvenes licenciados a ocuparse de estos temas. Valencia, la más antigua de las tres universidades que están implicadas en este trabajo, sufrió no sólo el empobrecimiento del americanismo que afectó a todas las universidades españolas –el cual estaba muy vinculado a aquellas cátedras franquistas que parecían sólo interesadas en la búsqueda del pasado imperial–, sino que también padeció la casi desaparición de esta rama de la disciplina.
Aquella triste, larga y pesada etapa de la dictadura tuvo efectos perversos sobre el americanismo. En un estudio titulado Estado actual de la investigación en Historia de América, publicado por el csic, Serrera y Pérez Herrero eran bien contundentes al afirmar:
La Historia de América que se realiza en nuestro país es esencialmente nacionalista, ya que no es más que una simple extensión de la Historia de España en América, que deja de lado el estudio y la comprensión de los fenómenos propiamente americanos […] La mayoría de las cátedras e institutos de investigación de Historia de América creados en los años cuarenta respondían al criterio de potenciar y defender la idea de la Hispanidad, o lo que es lo mismo, de la «gesta descubridora y conquistadora». [Por eso] la Historia de América tiene en la actualidad un marcado perfil orientado hacia el estudio de la Historia Moderna y exclusivamente centrado en los territorios que formaban el imperio español (Serrera y Pérez Herrero, 1988).
Pensamos que, aunque hay evidentes pervivencias de este pasado del que hablaba el informe del csic en 1998, la situación está cambiando en los últimos años. En nuestras universidades, América, especialmente la latina, se ha convertido en objeto de investigación en ramas que van des de las ciencias jurídicas a las económicas, desde la filología (con investigaciones relevantes respecto a la literatura hispanoamericana o al español de América) a la historia de la ciencia y, también, ciertamente, en el campo de la historia contemporánea. Creemos que nos encontramos dentro de un proceso de revitalización de un nuevo americanismo.
Confiamos en que este volumen contribuirá a fortalecer las vías de investigación sobre América en nuestras universidades. No obstante, cuando constatamos que crece el interés por la asignatura, cuando crece de manera insospechada el número de estudiantes del tercer ciclo que inscriben proyectos de tesis doctoral de temática americanista, reflexionamos sobre aquéllos que en nuestras aulas deben cursar nuestra asignatura.
Caracterizamos el colectivo de estudiantes de la licenciatura como un conjunto heterogéneo formado por diversos y variados subconjuntos, a los cuales se debe impartir docencia universitaria. Intuimos que es aquí donde yace una de las razones –no la única, ciertamente– que explican las extraordinarias diferencias que observamos entre nuestros estudiantes. Diferencias de interés, de motivación, de dedicación, de formación, que el profesor ha de tener en cuenta a la hora de plantearse su tarea profesional.
Parece evidente, por tanto, que los problemas se hallan alrededor de dos grandes preguntas: qué historia debemos enseñar y cómo debemos enseñarla. Ciertamente, ésta ha sido una preocupación central desde que asumimos la responsabilidad docente, y alrededor de esto hemos pensado mucho sobre la relación entre los profesores y los estudiantes y, lógicamente, sobre aquello que los estudiantes esperan de nosotros como profesores. Alfredo Bryce Echenique, el escritor peruano, ha descrito de manera muy bella justo-aquello-que-nosotros-no-que-remos-que-pase cuando, refiriéndose a sus años de estudiante en París, recordaba:
Todas las mañanas iba a clase a la Sorbona y aplaudía al profesor. Aplaudía fuerte, más fuerte que los demás alumnos […] Uno tras otro los profesores abandonaban los anfiteatros aplaudidamente, vestidos de azul marino […] Debían ser unos sabios esos profesores, porque los anfiteatros estaban siempre repletos, a pesar del calor tropical, repletos hasta el punto de que si uno no llegaba una hora antes a la clase, tenía que quedarse parado toda la hora, y apoyando papel y lápiz sobre la espalda del de delante si quería tomar notas. Y ahí todo el mundo quería tomar notas. O sea que unos sentados, sacando manteca, y otros parados, con un lápiz medio incrustado en la espalda, tomábamos y tomábamos notas mientras los profesores hablaban y hablaban y yo no entendía nada […] En todo caso el asunto era tomar bien las notas porque a fin de año el que mejor las memorizaba y las pasaba a la hoja del examen obtenía la mejor nota. Era un mundo circular y perfecto, en el que los profesores recibían lo mismo que daban, y daban lo mismo que pensaban recibir. (Bryce Echenique, 1981)
En esta reflexión sobre las relaciones con los estudiantes es muy clarificador un artículo de Roland Barthes (1974) sobre el «contrato implícito» que se establece entre el docente y el discente en el ámbito universitario. A juicio de Barthes, son ocho los puntos que resumen aquello que el estudiante espera del profesor: a) que le conduzca hacia una buena integración profesional; b) que ejerza todos los papeles tradicionales atribuidos al profesor –autoridad científica, trasmisión de un capital de saber, etc.–; c) que le revele los secretos de una técnica –de investigación, de cómo realizar un examen, etc.–; d) bajo la bandera de un santo laico, el método: que sea un iniciador, un gurú; e) que represente un movimiento de ideas, una escuela, una causa, que sea un prohombre; f) que admita al estudiante en la «complicidad de un lenguaje particular»; g) para aquellos que tienen el fantasma de la tesis, que garantice la realización y la culminación de este fantasma; y h) que el profesor sea, paralelamente, un «arrendatario de servicios» –firmar certificados, presentar instancias, evaluar los exámenes y trabajos, etc.–. ¿Es esto lo que esperábamos de nuestros profesores cuando éramos estudiantes? ¿Es esto lo que ahora nosotros queremos ofrecer a nuestros estudiantes? Obviamente, la respuesta a ambas preguntas es no, muy probablemente porque las ocho claves de Barthes se corresponden más a la figura del viejo profesor / maestro de épocas pasadas que con nuestra realidad actual. A pesar de esto, este planteamiento puede constituir una referencia útil, siempre que sea convenientemente adaptado a nuestro tiempo y a nuestro espacio.
Esta última digresión viene motivada por el problema de la relación entre los profesores y los estudiantes, pero no olvidemos que estábamos formulándonos una de las preguntas centrales de nuestra realidad: aquello de cómo y qué historia debemos enseñar a aquel colectivo plural del que hemos hablado anteriormente.
Los estudiantes matriculados en nuestras facultades, más allá de sus motivaciones iniciales, más allá de las dificultades, tienen derecho a que se les ofrezca la posibilidad de adquirir un conocimiento riguroso y específico de las raíces históricas de la sociedad en la que vivimos: de esta sociedad que incide sobre ellos, que no se cierra con los límites de la ciudad ni con los de su país, de esta sociedad-mundo en la que, unos con más suerte que otros, nos ha tocado vivir.
Decíamos antes que el colectivo de estudiantes es un conjunto de subconjuntos, con diversas motivaciones, intereses y aspiraciones. Aun así, podríamos establecer un denominador común para la mayor parte de ellos –no todos, evidentemente, pero sí un porcentaje sustancial–, que es un bajo perfil político en el sentido tradicional, no ya de interés político partidista, sino de interés por la política. El panorama en los últimos años ha cambiado mucho en este aspecto. Aquella necesidad de comprender mejor un mundo que no nos gustaba para intentar transformarlo mediante la acción colectiva y partidista ha perdido relevancia. Ahora continúa sin gustarles, continúan sin aceptarlo, pero su rechazo tiene pocas repercusiones en el terreno concreto de la actividad diaria y cotidiana. A pesar de esto, hay que reflejar que, sin que sea contradictorio con nuestra tesis respecto a la escasa motivación política, hemos detectado entre nuestros estudiantes un número creciente de colaboradores y activistas de organizaciones no gubernamentales (ong). Es cierto que no se trata de un número excesivo de personas, pero sí significativo. Tal vez, han interiorizado la idea de que política es sinónimo de gestión, más o menos aséptica y desideologizada y que, además, aquélla queda en manos de unos profesionales más o menos calificados, a los cuales es difícil diferenciar en función del discurso de los grupos políticos a los que pertenecen, entre los que escogemos periódicamente en las elecciones. Pero no todo es negativo, ya que podemos decir que han asumido la forma de organización democrática –aunque se trata de una democracia pasiva–, como la más racional y viable; y si su participación no es la que debería ser –las elecciones para escoger representantes en los órganos universitarios son un ejemplo evidente–, les resulta imposible imaginar otra manera de organizar la convivencia que la democrática.
Puede que por esto la reacción de los estudiantes ante una asignatura como la Historia Contemporánea de América presente unas peculiaridades específicas. Ciudadanos políticamente moderados en su realidad social más inmediata, se radicalizan parcialmente en su contacto con la realidad histórica del continente americano, muy especialmente ante la información que reciben sobre América Latina. La extremada desigualdad social, la injusticia, la violencia institucional, las relaciones entre los países latinos y Estados Unidos y la misma polarización social interna de éste último –especialmente sensible se muestran ante los problemas raciales– los lleva con frecuencia a adoptar una posición voluntarista, con una fuerte carga moral, que puede distorsionar el proceso de análisis con facilidad porque se hacen extremadamente vulnerables a determinadas explicaciones simplistas o simplificadoras. La demonización de Estados Unidos como potencia imperialista y opresora, el horror que experimentan ante las dramáticas consecuencias de la violación sistemática y masiva de los derechos humanos, pueden confundir no ya a los estudiantes, sino también al profesor, que puede verse envuelto en esta corriente emocional, acrítica y simplificadora que puede convertir la clase en un ejercicio de denuncia del incumplimiento de los derechos humanos más elementales o en una exposición sistemática de grandes verdades indiscutibles. Esto es, indudablemente, un gran peligro, pero conviene añadir que de este entusiasmo puede nacer un fruto jugoso: el interés por profundizar, por ir más allá, por conocer los porqué de esta realidad que les hiere.
Parece una realidad aceptada que en el ámbito docente, a pesar del descrédito de la historia de los acontecimientos, a pesar de la renovación historiográfica y los cambios en la pedagogía que con aciertos y errores se han introducido, no han desaparecido todos los obstáculos que dificultan la instauración en nuestras aulas de una historia que problematice y razone de manera adecuada los hechos y los procesos históricos. El efecto pendular nos llevó a obviar la explicación de los hechos y nos situó en un punto en el cual el profesor se preocupaba (o se preocupa) demasiado enfáticamente por explicar las grandes interpretaciones historiográficas ya que, según se decía (se dice), los hechos están en los manuales. A nuestro parecer, es necesario romper con este esquema de funcionamiento, y debemos adoptar como criterio pedagógico prioritario el de contribuir a formar una tupida red de conocimientos factuales que permitan al estudiante adopter una posición crítica y reflexiva respecto a las diversas interpretaciones existentes sobre un mismo proceso histórico.
Es imprescindible, pues, establecer, por una parte, las bases con unos conocimientos que ha de proporcionar el profesor mediante la exposición de los temas del programa y, por otra, una adecuada orientación bibliográfica de carácter general y específica que ha de plantearse desde el inicio del curso, dejando claro cuáles son las lecturas que, en su opinión, son básicas. Se desprende de nuestras palabras que ha de conseguirse un equilibrio entre narración e interpretación, equilibrio muy difícil de alcanzar, pero que resulta imprescindible desde la concepción de la enseñanza de la historia que mantenemos.
Puede ser que, ingenuamente influidos por noticias relacionadas con teorías pedagógicas de otros niveles de enseñanza, algunos de nosotros hemos pretendido conseguir aquello que con excesiva ligereza llamamos clase activa. Esto es, una clase en la que los estudiantes no son simplemente taquígrafos que levantan acta de las palabras del profesor –como cuenta Bryce Echenique que hacía en la Sorbona–, sino que interrumpen, discrepan, piden aclaraciones, plantean dudas o intercambian opiniones con los compañeros… Nuestro punto de vista original ha sufrido algunas modificaciones respecto a los fervores iniciales, y mantenemos que no debemos confundir una clase con un seminario. Aun así, estamos seguros de que todavía no hemos alcanzado un método de trabajo idóneo en las aulas. En este sentido, en el pasado, constatábamos que las fluctuaciones eran muy extremadas respecto a la participación activa en la clase: pasábamos con mucha facilidad de cursos con un enorme activismo a otros poco o escasamente participativos.
Con frecuencia nos veíamos inmersos en una dinámica frustrante tanto para los estudiantes como para los profesores, convertidos en simples taquígrafos aquéllos y en bustoparlantes éstos últimos. Sería estéril la discusión sobre las causas de este estado de cosas –excepto si es producto de la incapacidad motivadora del profesor–: el sistema, el plan de estudios, la dinámica seguida durante todo el aprendizaje escolar, etc. No importa. Lo cierto es que deviene responsabilidad del profesor el romper con esta pauta de conducta, el hecho de impedir que la asistencia a clase no tenga otro objetivo que el de tomar nota, de la manera más completa, de lo dicho por el profesor. Esto, aun así, sin que caigamos en el error de entender la clase como una tertulia en la cual se confunde la noción de crítica con la de opinión, ejercida ésta en la mayoría de los casos con la convicción de que es superflua una información previa suficiente.
Surge pues, de nuevo, la necesidad de conseguir un equilibrio entre la participación de los estudiantes en la clase y la necesidad del profesor de poder articular su discurso de manera coherente y ordenada. No se trata, lógicamente, de reivindicar la llamada clase magistral sin correctivos. Se trata de que el profesor es el responsable de la asignatura, es quien tiene un programa en el que se plantean los problemas, se analizan y se presentan ordenadamente los datos de los que dispone, se contrastan las interpretaciones existentes al respecto y, finalmente, se ofrece una valoración de conjunto del problema, que en ningún caso es una simple opinión.
Nuestro propósito, que determinará el uso de diversas técnicas de trabajo y la puesta en funcionamiento de nuestras ideas docentes, es el de conseguir el mayor grado de autodisciplina posible entre los estudiantes y, paralelamente, generar un clima de confianza en ellos mismos que elimine o, al menos, rebaje aquello que algunos autores han llamado neurosis escolar (Lazanov, 1979), provocada por la desconfianza en la propia capacidad y por el miedo injustificado a los estudios.
Puede ser que aquella neurosis se haya contagiado a un segmento no menospreciable de los jóvenes estudiantes, castigados por las dificultades de adaptación de los temarios y de las técnicas docentes a la nueva realidad. Es por eso que consideramos que el esfuerzo de la reestructuración de los contenidos ha de ir acompañado por la asunción de mejores estrategias de trabajo que hagan posible, no sólo el aprendizaje, sino el aprendizaje gratificante y no neurótico.
En principio, todas las estrategias de aprendizaje tienen su utilidad, por lo que consideramos conveniente combinar, aunque con las reservas que ya señalaremos, los dos grandes grupos de estrategias didácticas: las expositivas y las de descubrimiento o indagación, en sus diversas variantes y concreciones. En la universidad, el proceso de enseñanza y aprendizaje debe contemplar tanto las llamadas lecciones magistrales como el sistema tutorial para el seguimiento de los procesos de descubrimiento, pasando por la utilización de diversas técnicas de grupo y la iniciación en la investigación científica.
Es necesario, lógicamente, distinguir entre las estrategias didácticas expositivas y las de descubrimiento (Hernández, 1986). Las primeras destacan el proceso de enseñanza y ponen énfasis en el papel del profesor como transmisor de una información estructurada y que ha de reproducirse. Las segundas, por el contrario, destacan el proceso de aprendizaje y enfatizan el rol del estudiante como sujeto activo. Es esencial en ellas la valoración de la formación o de los hábitos de trabajo intelectual, con la intención de que la información sea buscada y organizada por el estudiante y, posteriormente, pueda usarla, bien para aplicarla, bien para elaborar nueva información.
Con respecto a las estrategias didácticas expositivas, hay que romper la perversa dinámica de la simple transmisión unidireccional del profesor a los estudiantes. Es necesario propiciar la participación de éstos últimos, como ya hemos dicho antes. Pero obviamente, entre la llamada clase activa y la llamada clase magistral hay un amplio margen de maniobra. Entre el taller de historia y la lección convencional hay un espacio que permite organizar la docencia de manera más provechosa para todos.
Y es desde estas convicciones desde las que hemos elaborado este libro, convencidos de que su existencia abrirá un espacio nuevo a la relación entre los estudiantes y la asignatura, un espacio que favorecerá la ubicación de aquéllos y enmarcará de manera más provechosa las explicaciones del profesor.
Hemos estructurado el contenido del libro en cinco capítulos que obedecen a una ordenación cronológica, desde «Los procesos de las diversas independencias americanas», el primero, a «De la Alianza para el Progreso a la democratización y la desmilitarización», el último. Pero el contenido de los capítulos responde, más bien, a una orientación problematizadora y, además, los hemos desarrollado intercalando los análisis relativos a Estados Unidos y a América Latina de manera que se facilita la comprensión de la evolución histórica continental. Nuestra intención, claramente definida desde el inicio del trabajo, era huir de aquello que es tan habitual en los libros de historia de América: una colección de breves o no tan breves historias nacionales de sus países.
En el primer capítulo, «Los procesos de las diversas independencias americanas», además de abordar los procesos de los dos grandes bloques geopolíticos continentales, Estados Unidos e Iberoamérica, remontándonos a las raíces de las diversas emancipaciones, dedicamos nuestra atención a los casos singulares. Por esto analizamos la independencia desde arriba (Brasil), la independencia desde abajo (Haití), y los casos de los territorios caribeños no ibéricos, así como la especificidad canadiense.
Hemos titulado el segundo capítulo «La consolidación y la reconstrucción: problemas de los diversos estados americanos», y en él nos centramos en los efectos de la liberación nacional de las respectivas metrópolis, como son la fragmentación y el caudillismo en la América hispana; o la expansión hacia el oeste y sus consecuencias –entre ellas, la guerra civil–, en el caso de los Estados Unidos. Después de esto, atendemos a un problema continental del período que, además de enfrentar al norte anglosajón con el sur hispano (Estados Unidos contra México), enfrenta a las diversas repúblicas latinoamericanas durante décadas: las guerras de frontera. También en este capítulo abordamos dos grandes cuestiones de la América de buena parte del siglo xix: la esclavitud y la cuestión indígena.
El tercer capítulo es el titulado «La época oligárquica en América Latina. Los orígenes de la hegemonía de Estados Unidos». Es aquél en el que, con respecto a la parte meridional del continente, después de tratar desde parámetros teóricos aquello que la historiografía ha bautizado como la época oligárquica, analizamos con profundidad los casos de Chile y Argentina, y hacemos una comparación entre los dos procesos que ejemplifican la teoría explicada anteriormente. Esta primera parte del capítulo se completa con el estudio de uno de los casos más interesantes de superación del Estado oligárquico: la Revolución mexicana, que puso fin al porfiriato. La segunda mitad de este capítulo está dedicada a los Estados Unidos posteriores a la guerra civil, y en él incidimos especialmente en los factores de orden interno y externo que conducirán a este país a convertirse en la máxima potencia del hemisferio. El bloque, el tercero del libro, finaliza con el análisis de los efectos de la Primera Guerra Mundial, tanto sobre Estados Unidos como sobre América Latina.
De esta manera, y con estos precedentes, nos situamos en el capítulo cuarto, que hemos titulado «América entre la guerra y la revolución: de la Primera Guerra Mundial al período de J. F. Kennedy». En él atendemos a la evolución de los movimientos obreros en América Latina, y después pasamos al análisis de lo que significó la crisis de 1929 en el continente. En el caso de Estados Unidos, trabajamos dos grandes problemas del período, contextualizados en la evolución histórica del país entre la década de los treinta y la de los sesenta: del New Deal de Roosevelt a la Nueva Frontera de Kennedy. En el caso de América Latina, nos centramos en dos de los temas más trascendentales de estas décadas: el populismo (con especial atención al concepto como categoría teórica y al caso por antonomasia: el peronismo) y el desarrollismo.
Finalmente, abordamos el último capítulo, el quinto, el más extenso de los que conforman el libro. Lo hemos titulado «De la Alianza para el Progreso a la democratización y la desmilitarización». Este capítulo arranca con la Revolución cubana y los efectos que provocó, especialmente en la izquierda latinoamericana, prestando atención a la respuesta norteamericana ante la nueva coyuntura continental abierta tras la victoria de Fidel Castro y la pronta satelización soviética de la isla caribeña. Los nuevos horizontes abiertos desde 1959 se plasmarán en experiencias paradigmáticas, como el proceso abierto con la iniciativa que conocemos como la «vía chilena hacia el socialismo», comandada por Salvador Allende, que, junto con otros procesos continentales en un contexto de Guerra Fría determinado por el conflicto Este-Oeste, generalizará la aplicación de la «Doctrina de Seguridad Nacional» que abocará a América Latina al terrible período de las dictaduras militares. A partir de este punto abordamos el análisis del militarismo latinoamericano desde una perspectiva teórica y, posteriormente, nos adentramos en la revisión de dos modelos de dictadura militar como son la argentina y la brasileña. Dedicamos también unas páginas al análisis de la Revolución sandinista, y la relación directa con la administración norteamericana –comandada por Ronald Reagan– nos abre el camino para hacer un repaso a la evolución política –en clave interna y externa– de los Estados Unidos durante la época que va desde la presidencia de Johnson a la de Clinton. El capítulo se cierra con cinco problemas de alcance continental, por sus implicaciones, como son los dedicados a lo que los economistas de la cepal denominaron la «Década Perdida» y, también en clave económica y financiera, los procesos de integración regional. Obviamente, no podían faltar unas páginas dedicadas a la problemática de la violación de los derechos humanos, tema que abordamos en primer lugar desde planteamientos teóricos, para pasar después a revisar tres casos concretos: Guatemala, Chile y Argentina. Los otros dos problemas trabajados son los relativos a la lucha armada durante la década de los ochenta y los noventa, con dos casos de muy distinta configuración, objetivos y significación: Sendero Luminoso y el Ejército Zapatista de Liberación Nacional; y, finalmente, dedicamos nuestras páginas a la explicación de los procesos de democratización política que han ido consolidándose durante los últimos años en el continente, centrándonos en el análisis particularizado de dos de los casos más relevantes: el de México y el de Chile.
El lector encontrará en las páginas finales, además de todas las referencias a la bibliografía citada en el texto de este volumen, una extensa cronología y dos cuadros en los que, siguiendo el esquema de la obra, pueden distinguirse los principales acontecimientos de la historia contemporánea de América. Si estos cuadros permiten al lector situarse cronológicamente, los mapas que incluimos facilitarán la ubicación geográfica.
En esta primera edición en castellano hemos añadido un posfacio al texto original en catalán. Se trata de unas breves páginas que atienden a la evolución última de algunos procesos que habían quedado abiertos al cerrar la edición catalana, y de la reflexión ante algunos acontecimientos de orden mundial entre los que destaca el atentado terrorista del 11 de septiembre de 2001.
Los autores queremos hacer explícita nuestra satisfacción por la publicación del resultado de la colaboración de las tres universidades, la de Valencia, la de Alicante y la de las islas Baleares. Además, estamos seguros de que los vínculos que ahora hemos establecido o consolidado serán la semilla de futuras y todavía más intensas iniciativas para favorecer la docencia y la investigación sobre la historia contemporánea de América realizadas en nuestra tierra.
Igualmente queremos dejar constancia de nuestra gratitud hacia numerosas personas que nos han ayudado de una u otra forma. Varios colegas y amigos han leído, cuando menos parcialmente, los originales de la obra y nos han aportado ideas o, directamente, nos han aconsejado ampliaciones o matizaciones en el texto. Alberto Aggio, Gonzalo Cáceres, Leonardo Curzio y Alfredo Riquelme; sin embargo, no tienen la menor responsabilidad en los desaciertos, las omisiones o los vacíos que el lector pueda encontrar en la obra. Otras personas nos han ayudado de diversas maneras: María José Alemany, Jaume Coll, Irene Cortés, Margalida Flors, Antoni Furió, Isabel Luján, Anaclet Pons, Guillermo Quintás, Ismael Saz, Sebastià Serra, Salvador Signes; a todos ellos les damos las gracias.