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Introducción

De juristas a pintores

Cada día el mismo trayecto. Desde mi alojamiento en Via Crispi, casi enfrente de la que fuera villa de verano de Benedetto Croce, tomaba la dirección de Piedigrotta. A los pocos metros, torcía a la izquierda para enfilar la pronunciada pendiente de la Via dell’Arco Mirelli que, entre enormes esquelas (“E’ mancata all’affetto dei suoi cari Filomena Meoli, vedova Salemme...”) y ristras de ropa interior tendidas de uno a otro extremo, me conducía hacia la Riviera di Chiaia. Cada día los mismos cánticos procedentes del monasterio de las Carmelitas Descalzas, donde a esa hora de la mañana, la comunidad de religiosas celebraba la misa, siguiendo un modo particular de entender la clausura, con las puertas abiertas de par en par.

Ya en la riviera, tomaba el 140. A pesar de su desvencijado aspecto siempre me costó creer que aquéllos fueran los mismos tranvías desechados unas décadas antes en Barcelona. El trayecto, paralelo a la costa, entre viejos palacios y la Villa Comunale, el parque de recreo diseñado por Carlo Vanvitelli para Ferdiando IV en el último tercio del siglo XVIII, ofrecía una espectacular visión del golfo, con la imponente mole del Vesubio, siempre atento al discurrir de la agitada existencia que transcurría a sus pies.

Así que divisaba Castell dell’Ovo, la fortaleza medieval prodigiosamente engastada en un diminuto brazo de mar, sabía que había llegado mi parada. A través de las callejuelas del Borgo di Santa Lucia, el antiguo barrio de pescadores, ascendía la colina de Pizzofalcone, el monte Echia, donde se habían instalado los primeros pobladores de Parténope, con dirección a Piazza del Plebiscito. A los pies dejaba la dársena, cuya construcción a finales de la década de 1660 le había ocasionado tantas críticas al virrey Pedro Antonio de Aragón, ahora convertida en un puerto deportivo, escenario de la parásita existencia de los personajes de Ferito a Morte, la obra de Raffaele La Capria, sin duda uno de los momentos culminantes de la literatura napolitana del siglo XX.

Desde la plaza, enmarcada por el hemiciclo de treinta y ocho columnas que se abren desde la iglesia neoclásica de San Francesco di Paola, mi itinerario podía tomar diversas direcciones en función del objetivo de la jornada: la Biblioteca Nazionale, emplazada en una de las alas del palacio real, la Società Napoletana di Storia Patria, en el Maschio Angioino o, más allá, la Facoltà di Lettere en Via Mezzocanone donde encontraría a Giovanni Muto o el Istituto di Storia del Diritto e delle Istituzioni en Via Porta di Massa en el que, tan amablemente, Raffaele Ajello había puesto a mi disposición la nutrida biblioteca de textos legales napolitanos.

Discurrían los meses entre abril y julio de un año, ya lejano, de 1996. Por aquel entonces me encontraba hilvanando las últimas puntadas de mi estudio sobre los juristas catalanes del siglo XVII. Había viajado a Nápoles con la esperanza de encontrar nexos con i togati que, según había escrito Pierluigi Rovito, llegaron a organizar una verdadera Respublica dentro del sistema político del reino.

Ciertamente, desde las primeras conversaciones en su panorámica oficina de Castelnuovo, Giuseppe Galasso me había desengañando del empeño. Nápoles, me dijo, como muy bien acababa de estudiar Carlos J. Hernando, se había visto invadido por una ola castellanizadora durante el segundo cuarto del siglo XVI, coincidiendo con el gobierno del virrey Pedro de Toledo, que apenas había dejado vestigio alguno de los años en que los aragoneses impusieran su estilo.

Aun así, cada mañana recorría el mismo trayecto con la esperanza de encontrar alguna prueba que desmintiera lo que cada vez resultaba más evidente. Invariablemente, mi recorrido pasaba junto a la inmensa mole de ladrillo (más imponente todavía cuando se la divisaba desde el mar) del Palazzo Reale.

Lo confieso. Nunca llamó demasiado mi atención. Sabía que las salas de la biblioteca, aquel entrañable lugar donde los empleados apuraban sus cigarrillos en la sala de lectura y ninguna silla guardaba la proporción debida con la altura de las mesas, de modo que se pudiera trabajar con alguna comodidad, era el salón de baile del palacio. Más aún, llegué a pensar que si el resto del edificio era tan horroroso como lo que en ella podía verse, no merecería la pena el tiempo invertido en visitarlo. Y más, estando en una ciudad en la que, por muchas horas que dedicara, nunca conseguiría descubrir sino una pequeña parte de las fascinantes maravillas que ofrecía. fig. 0

Así llegó el final de mi primera estancia napolitana. El último día, después de haber conseguido cerrar las maletas y empaquetado las cajas con los libros, decidí dar mi último paseo por el centro, saborear un café más en Gambrinus y degustar una sfogliatela calda en Pintauro. Estaba seguro de que ese iba a ser mi último día en Nápoles, si no de toda mi vida, sí al menos durante mucho tiempo.


fig. 0 Nápoles, Palazzo Reale, fachada principal.

Casi sin proponérmelo me encontré dudando ante la verja del inmenso edificio de ladrillo rojo del que lo ignoraba casi todo. ¿Merecía la pena? Con escasa convicción adquirí mi entrada, crucé el cortile y encaré el apabullante escalón de mármol blanco, claramente concebido para impresionar a los visitantes, que conducía a la planta noble. Justo al final del mismo, a la derecha, se abría una sala de exagerados estucos y colores chillones con todo el aspecto de un teatro de conciertos. A continuación, una serie de estancias en enfilade recorrían, casi de un extremo a otro, la fachada principal. La verdad, con aquellos estridentes tafetanes cubriendo las paredes, los pesados cortinajes sobre las puertas pintadas de blanco y oro y su decadente mobiliario estilo imperio, todo me pareció bastante repulsivo. ¿Quién me iba a decir entonces que, con el tiempo, volvería a recorrer, física y mentalmente, tantas veces aquellas salas, y que llegaría a estar casi tan familiarizado con ellas como con las de mi propia casa? Pero, en aquel momento, mis sospechas se vieron confirmadas. No me había perdido mucho y estaba plenamente justificado haber pospuesto la visita hasta el último momento.

Sólo cuando al final del recorrido me encontré en una estancia de proporciones muy diferentes al resto, calificada por el escueto folleto de mano que me habían proporcionado a la entrada como Sala degli Ambasciatori, mi curiosidad comenzó a despertar. Estaba claro que las pinturas al fresco, compartimentadas en casetones, que cubrían toda la bóveda, pertenecían a una época distinta al mobiliario que la decoraba. Pero el escueto folleto parecía poco dispuesto a ayudarme. Esas pinturas, afirmaba, describían i fasti della Casa di Spagna. Pero, ¿a qué casa se referiría?

Mi interés fue en aumento al acceder a una pequeña pieza, casi contigua a la anterior, que por sus dimensiones daba a entender un uso de carácter privado. Las pinturas resultaban todavía más sorprendentes. Aquí, por fin, el folleto que tan pocos servicios me había dispensado hasta entonces, empezaba a ser algo más preciso: esas escenas, recién restauradas, habían sido pintadas por Battistello Caracciolo (no me importa reconocerlo, apenas sabía nada de él) y narraban la conquista del reino de Nápoles por el Gran Capitán. Ciertamente, para saber esto último no hacía falta consultar el folleto ya que la información había sido anotada por el propio pintor al pie de cada una de ellas de forma que todo el mundo pudiera leerla sin dificultad.

Sólo entonces, después de observarlas con algo más de detenimiento, caí en la cuenta de que al inicio del trayecto había atravesado otra sala decorada de forma similar, que en su momento me había pasado del todo desapercibida. Retrocedí. Efectivamente, la cubierta de esa habitación estaba organizada de forma semejante a la del Gran Capitán, con un tondo central circundado por cuatro escenas (una solución bastante habitual como llegué a saber más tarde) y narraba, como también podía deducirse de las leyendas situadas en la base de cada una de ellas, acontecimientos de la vida de un mismo personaje. Aunque, a diferencia de la anterior, su nombre no aparecía por ningún lado. Tiempo después llegué a saber que no era otro que Alfonso el Magnánimo, el primer monarca aragonés que había ocupado el trono napolitano.

¿Quién había encargado estas pinturas? ¿En qué circunstancias fueron realizadas? ¿Con qué objetivos? ¿Por qué, como resultaría lógico, sus promotores no aparecían retratados por ningún lado? ¿Podían ser consideradas como parte de un mismo programa? ¿Había alguna relación entre los temas que mostraban y la actividad asignada a cada sala? ¿Por qué unas estaban decoradas y otras no o, mejor dicho, lo estaban, pero con pinturas que, incluso un profano en la materia como yo, podía percibir que correspondían a una época muy posterior? Y, ¿por qué la información que se proporcionaba a los visitantes era tan imprecisa? Pero ya era demasiado tarde para plantear estas cuestiones. Mi estancia en Nápoles tocaba a su fin y, además, debía acabar de redactar un libro sobre el papel de los juristas en el agitado clima político de Cataluña durante las décadas anteriores a la revuelta de 1640.

Ya de regreso en Barcelona, estas cuestiones emergieron de nuevo en una conversación con Fernando Sánchez Marcos. “Podrías hacer un multimedia que propusiera un recorrido por esas salas de modo que te permitiera explicar el sentido de las pinturas en el contexto del proyecto constructivo del palacio”, recuerdo que me sugirió. Pero por entonces tenía que acabar mi libro sobre los juristas que, afortunadamente, se encontraba ya en su fase final.

No fue hasta el verano siguiente, de 1997, cuando, una vez concluido el dichoso libro, la idea de regresar sobre las misteriosas pinturas volvió a pedir paso. En el mes de septiembre tuve la fortuna de participar en uno de los encuentros más interesantes a los que nunca he asistido, la I conferencia internacional “Hacia un nuevo humanismo”, celebrada en Córdoba, con el objeto de glosar las aportaciones a la cultura española de los hispanistas anglo-norteamericanos. Volví a saludar a John Elliott, al que una generación de historiadores españoles y portugueses le estaremos siempre agradecidos, no solamente por sus libros, sino también por la posibilidad que nos ofreció de participar en el curso que había organizado en Santander durante el verano de 1991. Conocí a Jonathan Brown, que para mí era, por aquel entonces, principalmente, el co-autor de Un palacio para el rey. El Buen Retiro y la corte de Felipe IV. Y volví a encontrarme con Richard Kagan, que por aquellos años se encontraba trabajando en su estudio sobre las imágenes urbanas del mundo hispánico. Fue en ese punto cuando concertamos una estancia mía en la Universidad Johns Hopkins para la primavera siguiente. Mi objetivo consistía en darle un giro a la orientación de las investigaciones realizadas hasta ese momento. Después de años dedicados al estudio de las relaciones políticas y la historia institucional en la Cataluña de la Edad Moderna, sentía la necesidad de plantearme otro tipo de preguntas. Y la de cómo el arte había sido utilizado para transmitir determinadas visiones políticas me parecía un buen complemento de las que hasta entonces había afrontado sobre la función del derecho en la creación de las identidades colectivas.

De resultas de las horas pasadas en la biblioteca de JHU redacté un texto sobre el encuentro de los historiadores con las imágenes que me permitió disponer de un mapa en el que transitar. Ahora debía pasar a la investigación empírica. Y eso exigía regresar a Nápoles.

A través de Mauro Scarpelli, con quien había compartido alojamiento en la primavera de 1996, conocí a Attilio Antonelli. Una bendición. Desde su oficina de la Soprintendenza per i Beni Architettonici ed il Paesaggio di Napoli e Provincia, situada en el mismo Palazzo Reale, casi podían divisarse las salas donde se encontraban las pinturas. Para colmo de la fortuna, él mismo llevaba tiempo planteándose interrogantes similares a los que yo trataba ahora de responder. Pocos investigadores como Attilio están tan dispuestos a poner a disposición de sus colegas la información recopilada. Ahora sé que sin su ayuda este trabajo difícilmente hubiera abandonado el dique seco. Me puso en relación con los estudios de Adele Fiadino sobre la arquitectura del edificio, me ayudó a localizar a los autores de la época que se habían referido a él y me proporcionó reproducciones de las pinturas que, aunque de calidad modesta, me permitieron trabajar desde Barcelona, algo muy importante teniendo en cuenta que, casi con la única excepción de las de la sala dedicada a Gonzalo Fernández de Córdoba, nunca habían sido publicadas.

Juntos, dedicamos mucho tiempo a recorrer las diversas estancias del palacio y a aventurar hipótesis. ¿Quién era el monarca que protagonizaba los acontecimientos descritos en la Sala degli Ambasciatori (aunque entonces ya sabía que, en realidad, esa era una designación introducida muy posteriormente para calificar lo que inicialmente había sido una galería)? ¿Fernando el Católico? ¿Ferrante I de Aragón? ¿los dos? ¿Por qué en ese mismo lugar había recuadros dedicados a la reina Mariana de Austria, difíciles de encajar, tanto por el tema que trataban como por su estilo, con el resto? ¿Qué relación podía haber entre los escudos heráldicos que se encontraban en las esquinas de la sala del Gran Capitán y la historia que en ella se narraba? ¿Qué habría debajo de la capa de pinturas del siglo XVIII que a todas luces recubría otra anterior? ¿Cuál debería ser la sala dedicada a la memoria del duque de Alba, desaparecida con el tiempo y en la que, según los cronistas locales, se había desmayado Masaniello durante la revuelta de 1647?

Sólo en un punto las intuiciones de Attilio Antonelli resultaron no ser del todo ajustadas a la realidad. Su convencimiento de que el Archivo General de Simancas y la Biblioteca Nacional de Madrid custodiaban la respuesta a estas y otras cuestiones acabó en una completa frustración. O, al menos, hasta ahora he sido incapaz de encontrarla. A diferencia de otros palacios oficiales construidos o remodelados por la Monarquía Católica durante la primera mitad del Seiscientos, como el del Buen Retiro y el Pardo en Madrid o el de Coudenberg en Bruselas, éste parecía haber emergido en un clima de absoluto silencio documental. Un silencio roto tan sólo por algunas noticias sueltas en los textos de escritores napolitanos coetáneos como Giulio Cesare Capaccio, Antonio Bulifon, Carlo Celano o Antonio Parrino que, por otro lado, como resultaba obvio, se dedicaron a copiarse entre sí. Sólo el Archivo Ducal de Alba, en el que todo fueron facilidades por parte de José Manuel Calderón, tuvo alguna conmiseración de mí y me proporcionó noticias indirectas, aunque muy insuficientes, sobre el mecenazgo ejercido en este edificio por los dos condes de Lemos que pasaron por Nápoles y el V duque de Alba. Ante este panorama, ¿qué otra cosa podía hacer sino observar una y otra vez las pinturas para tratar de extraer a partir de ellas la máxima información posible? ¿Podría llegar a construir un argumento explicativo basado casi exclusivamente en las informaciones proporcionadas por las propias imágenes? Desde luego, no parecía existir otra salida. Y merecía la pena intentarlo.

Ciertamente, en los últimos años se había producido una intensa reflexión sobre las posibilidades documentales de las imágenes en la investigación de los historiadores. Todavía no había sido publicado Eyewitnessing, el libro de Peter Burke que tan útiles servicios ha prestado a todos los que han tratado de aventurarse por estos procelosos vericuetos. Pero disponía, eso sí, de un buen número de consideraciones que señalaban alternativas a seguir. Unas, herederas de la teoría de la deconstrucción, ponían el énfasis en la verbalidad de los artefactos visuales que podían ser considerados como textos capaces de formar tropos e hilvanar un discurso iconográfico, clasificable según sus mecanismos de significación, que el historiador debería desentrañar a fin de obtener información sobre el entorno en que fueron creados, algo que requería una familiarización previa con los métodos de la semiótica; otras apelaban, con distintas variantes, a lo que Roger Chartier había calificado como la restitución, esto es, la recreación del marco cultural, aunque algunos preferirían hablar de la cultura visual, en el que estas imágenes fueron creadas y, sobre todo, recibidas por sus contemporáneos. La teoría de la recepción, que los historiadores del arte habían tomado prestada de la crítica textual de Hans Robert Jauss, se convertía así en un instrumento heurístico de la máxima importancia. Unas y otras aceptaban la advertencia de Ernst Gombrich sobre el riesgo de la sobreinterpretación, es decir, la tendencia desmesurada a descubrir supuestos mensajes simbólicos tras la epidermis de las pinturas; una tentación casi inevitable cuando no hay nada más a lo que agarrarse. Vaya por delante: no estoy completamente seguro de haber sido siempre capaz de superarla.

Pero, desde luego, esta clase de consideraciones nunca resultaron tan prácticas como el ejemplo de los pioneros que, asumiendo el riesgo, habían desbrozado el bosque y abierto la senda para que otros pudieran transitarla. Este libro hubiera sido muy distinto sin tres lecturas que, en momentos diferentes de su elaboración, actuaron como verdaderos libros de cabecera: La Pesquisa sobre Piero de Carlo Ginzburg, The Embarrassment of Riches de Simon Schama y, claro está, Un palacio para el rey, que tanta influencia ha tenido entre los historiadores de mi generación que nos hemos interesado por el papel de las artes en las tareas de gobierno.

Aun con todo, a lo largo del texto he tenido que recurrir, con más frecuencia de la que hubiera deseado, a expresiones condicionales del estilo del “podría”, “podría haber sido”, “debería”, “es probable que” o el especulativo “tal vez”. Mi estrategia ha consistido en aventurar las hipótesis más plausibles a partir del contexto y la comparación, confiando en que los virreyes de Nápoles hubieran seguido pautas de actuación semejantes a las de otros gobernantes de su tiempo, fuera en el marco de la propia monarquía como, más aún, en el de las señorías y repúblicas italianas que tanto llegaron a admirar.

Quizá por todo ello, he tenido ocasión de contraer un número tan elevado de deudas de gratitud. Durante mucho tiempo, todos aquellos que aspiren a conocer mejor las prácticas culturales de los gobernantes españoles en Nápoles estarán en deuda con Carlos J. Hernando. Sus múltiples estudios sobre el tema, desde su libro de referencia sobre el virrey Pedro de Toledo, han supuesto un cambio de perspectiva y una ampliación de los horizontes. Las conversaciones con Isabel Enciso en la cafetería de la Biblioteca Nacional de Madrid, mientras ella ultimaba su investigación sobre el virreinato napolitano del VII conde de Lemos y yo consumía las horas en la frustrante indagación de inexistentes indicios, me permitieron descubrir a uno de los personajes decisivos en la configuración del edificio y, supuestamente, también de las pinturas.

A lo largo de un proceso tan prolongado de gestación, este libro ha sufrido no pocas caídas del caballo en el camino de Damasco. La cena en la Fonda del Senyor Parellada con Piero Boccardo, que había venido a Barcelona para empaquetar el Ecce Homo de Caravaggio, exhibido en la magnífica exposición celebrada en el MNAC, fue decisiva para empreder la pista de la trama genovesa. El descubrimiento de la serie de retratos de los virreyes del Perú durante una visita al Museo Nacional de Antropología, Arqueología e Historia en Lima, me ayudó a comprender el sentido de un tipo de galerías que, en Nápoles como en la mayor parte de los virreinatos de la Monarquía Católica, habían desparecido con el tiempo. Le estoy agradecido a Víctor Velezmoro por haberme facilitado algunas de las referencias que tan útiles me han sido para su interpretación.

Las conversaciones con Vincenzo Pacelli, sin duda uno de los mejores conocedores de la pintura napolitana del Seiscientos, me permitió situar el trabajo de Belisario Corenzio y Battistello Caracciolo, los dos principales pintores que trabajaron en el palacio, en el contexto de las prácticas decorativas en la ciudad. Gracias a las facilidades que me proporcionaron los responsables del Archivo del Monte Manso, y a la colaboración inestimable de Laura Palumbo, pude consultar el único testimonio escrito que hasta el presente ha podido ser localizado del proceso seguido para la elaboración de algunos de estos frescos. Monseñor Justo Mullor, por aquel entonces presidente de la Pontificia Academia Eclesiástica, la Escuela Diplomática del Vaticano, me llevó de la mano hasta la Sala Regia de los Palacios Apostólicos, algo que para mí significó no solamente la oportunidad de contemplar unas pinturas directamente emparentadas con las del palacio napolitano, sino también (él sabe los motivos) una vivencia irrepetible. Con Diana Carrió recorrimos diversos palacios en Florencia y Génova y dedicamos no pocas horas a aventurar el posible sentido de sus pinturas. Gracias a sus dotes de persuasión, en esta última ciudad logramos franquear la entrada de varios edificios que, por su uso privado, no se encuentran abiertos a los visitantes. Mi agradecimiento en este punto se dirige especialmente a los propietarios de Villa Paradiso, la antigua residencia de los Saluzzo con su magnífico salón y las dos loggias adyacentes en las que Lazzaro Tavarone evocó algunas de las gestas militares de la monarquía de España.

Fue una inesperada sorpresa que mientras visitaba con Ángel Rivas la exposición “La Almoneda del Siglo” en el Museo del Prado aparecieran sus comisarios, John Elliott y Jonathan Brown, permitiéndome, una vez más, beneficiarme de su reputada maestría en el difícil arte de descifrar el sentido oculto de las imágenes. Como lo fue igualmente la posibilidad que nos ofreció Gabriele Finaldi de recorrer y discutir, en compañía de un selecto grupo de especialistas, “El palacio del Rey Planeta”, la muestra que, también en el Prado, trató de reconstruir el desaparecido ambiente del palacio del Buen Retiro y su famoso Salón de Reinos. Sin las facilidades que Ms Stans Elders me proporcionó durante mis diversas estancias en la Radboud Universiteit de Nimega, donde buena parte de este libro ha sido escrito, mi trabajo hubiera avanzado todavía más lentamente de lo que lo ha hecho. A través de su inseparable cámara fotográfica Laura Ladera me hizo ver, cuando pensaba que ya lo había visto todo, que Nápoles es, en realidad, inaprensible. Por su parte, Joana Fraga puso a prueba su habilidad y su paciencia al recopilar y tratar un buen número de las imágenes que acompañan al texto.

Este libro se ha podido beneficiar también, y no poco, de la posibilidad de discutir mis hipótesis en diversos foros. Ante todo, deseo agradecer a los estudiantes que participaron en el curso de doctorado sobre Iconografía y Propaganda en la Europa Moderna su resistencia a aceptar todo lo que les decía; ello me ayudó a constatar que muchas de mis afirmaciones eran conjeturas escasamente fundadas. Las diversas intervenciones de los participantes y los debates posteriores en el encuentro La Historia Imaginada, así como su generosidad para reflejarlas por escrito en el volumen publicado meses más tarde, me ayudaron a matizar algunas de mis consideraciones acerca del carácter propagandístico de las pinturas que estudiaba. María José del Río y Richard Kagan aceptaron el plazo tan breve de tiempo que les di para leer la primera versión de este libro. Sus útiles comentarios han contribuido sin duda a mejorarlo. Para ellos reservo un agradecimiento especial.

Cualquiera que tenga oportunidad de recorrer las largas galerías y las espaciosas estancias de los Palacios Apostólicos en el Vaticano, las residencias urbanas de algunas de las principales familias italianas del momento, en ciudades como Turín, Génova o Florencia, o villas campestres como la de Caprarola, fácilmente podrá concluir que esta clase de pinturas fue el resultado de un sistema de producción casi industrial. Quizá por ello, muchos historiadores del arte han tendido a tratarlas como una manifestación menor. Y, desde luego, las de Nápoles no son una excepción. Aunque haremos bien en no menospreciarlas, su principal interés no radica en su aspecto formal sino en su valor como testimonio de una manera muy precisa de entender la historia puesta al servicio de objetivos políticos concretos. En este sentido, el trabajo de los artistas italianos sirvió a los intereses de la monarquía de España casi en la misma medida que pudo haberlo hecho el de los esforzados mineros de los yacimientos americanos. Proporcionó el instrumento de comunicación adecuado para expresar los argumentos destinados a legitimar su posición hegemónica: la mirada italiana.

En su poema Al ver los mármoles Elgin, John Keats dejó dicho cuan indescifrable es la belleza del arte antiguo para el espíritu moderno, separado de ella por “el agitado océano” del Tiempo. A lo largo de este libro he tratado de restituir la mirada de los diversos espectadores que contemplaron las pinturas que cubrían las bóvedas del palacio de los virreyes de Nápoles, especialmente la de sus promotores. Confío que el océano del Tiempo no haya deformado excesivamente la mía.

Barcelona, Nimega y Nápoles, mayo de 2009

La mirada italiana

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