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Introducción

Decir que el ajedrez es tan solo un juego es lo mismo que afirmar que el corazón es tan solo un músculo. Existe un órgano encargado de bombear la sangre a todo el cuerpo, pero el corazón es también lo que sostiene la vida, da significado al amor y otorga sentido al coraje. Del mismo modo, el ajedrez es tan solo un tablero con sesenta y cuatro casillas, treinta y dos piezas y algunas reglas, pero también ha llegado a ser una metáfora de las grandes y pequeñas batallas humanas, así como un espejo encantado de la psique humana y un icono de lo profundo y lo difícil.

No se puede afirmar que en el ajedrez se encuentra el sentido de la vida, pero sí que proporciona las condiciones necesarias para una vi­­da significativa. Ya sea a través del trabajo, del amor o del arte, la vida comienza a tener más sentido cuando somos responsables de alguien o de algo. La responsabilidad no siempre es placentera o positiva, pero sin duda alguna es premeditada; añade significado y sentido a la vida y ayuda a responder la eterna pregunta que nos hacemos todos los seres humanos: ¿Qué debo hacer? Nuestra vida contiene muchas aristas, pero en última instancia está determinada por el secreto a voces de nuestra inevitable muerte. El ajedrez estimula el sentido de la vida porque se trata precisamente de un encuentro disfrazado con la muerte, y sentimos la responsabilidad de tener que seguir vivos jugada a jugada.

El ajedrez es una guerra sublimada en la que los jugadores están obligados a acabar con su rival, pero a diferencia del horror macabro de la guerra, la pomposidad marcial de este juego posibilita la experiencia de la liberación estética. Cada partida es una narración geométrica única cuyos protagonistas se esfuerzan al máximo por destruirse mutuamente, pero, aun así, la lógica que opera en el trasfondo de la partida permite a los jugadores sentir la belleza y la verdad. Cuanto más intensa sea la partida y más sublimes sean las ideas, mayor será la experiencia de poder y libertad que se experimenta.

No es casualidad que el ajedrez constituya en muchas ocasiones la piedra de toque para representar la tensión competitiva que define los negocios, el deporte y la política. Los tópicos de la planificación previa, el conocimiento del oponente, la elaboración de respuestas anticipadas y el sacrificio a largo plazo son asuntos totalmente familiares y relativos al simbolismo del ajedrez, incluso para aquellos que no han movido un peón en su vida.

La conexión entre la vida y el ajedrez suele reducirse casi en exclusiva a sus aplicaciones relativas al pensamiento estratégico. Sin embargo, se ha escrito muy poco acerca de cómo el ajedrez evoca e ilustra asuntos relativos a lo emocional y lo existencial. Hay mucho que decir, por ejemplo, sobre la angustia ante la derrota, la pérdida del estatus, el placer de ir más allá de nuestras propias limitaciones o la belleza sublime de una idea ganadora e inesperada.

Este libro es un acercamiento filosófico al ajedrez en cuanto que metáfora de la vida en su conjunto. La pregunta que guía mi investigación es muy sencilla: ¿Qué me ha enseñado el ajedrez acerca de la vida? Intento responder a esta cuestión a través de sesenta y cuatro retratos repartidos a lo largo de ocho capítulos. El hilo narrativo del libro transcurre desde la psique al mundo, pasando por la comunidad: abarca temas tales como el conocimiento, la competición, la educación, la cultura, la tecnología, la política o la estética, entre otros.

El psicoterapeuta Carl Rogers afirmó que lo más personal es también lo más universal, y en este libro me esfuerzo por ser personal en este sentido. Las ideas que siguen proceden de mi experiencia propia, que comienza con una dedicación completa al ajedrez cuando era un chico bastante confundido y que continúa cuando forjé una personalidad resiliente en la adolescencia gracias a este juego, consiguiendo el título de gran maestro con veintidós años. Después llegaron los viajes por todo el mundo como ajedrecista profesional, la enseñanza y la escritura a lo largo de mis veinte años y parte de los treinta, el título de campeón de Reino Unido en tres ocasiones y la competición regular con los mejores jugadores del mundo, para terminar haciendo algo que un gran maestro no suele hacer: un arduo pero maduro proceso de distanciamiento con respecto al juego para construir una vida profesional y familiar al margen del ajedrez.

En un ensayo en The New Yorker sobre el famoso match1 entre Bobby Fischer y Borís Spasky del año 1972, el polifacético George Steiner reflexiona acerca de la “profundidad trivial” que caracteriza al ajedrez y que constituye una de sus cualidades más curiosas. Steiner describe al ajedrez como un juego “totalmente insignificante pero enormemente profundo a la vez”. La misma descripción puede hacerse de otras actividades e incluso de la vida misma. Aun así, según Steiner, “no tenemos ninguna formulación lógico-filosófica para caracterizar esta amalgama tan extraña”.2

Como gran maestro de ajedrez que una vez vivió en exclusiva por y para este juego, y que ahora rememora aquella intensidad como padre y filósofo, he llegado a comprender bien esa “extraña amalgama” de insignificancia sumamente significativa o, si se prefiere, de insignificante profundidad. He aprendido que, precisamente porque el ajedrez es a la vez algo que en realidad no tiene mucha importancia y algo que importa enormemente, este juego es mucho más que un juego: es una puerta de entrada al enigma de la vida. Este libro gira en torno al desafío de llevar una vida buena en el contexto de este misterio.

El ajedrez ha sido testigo silencioso de la historia del ser humano desde hace mil quinientos años como mínimo, sufriendo cambios graduales a medida que el mundo se transformaba. No parece creíble la idea de que el juego surgió de repente, en un lugar y tiempo determinados. En el ajedrez convergieron diversas influencias y evolucionó hasta llegar a su forma actual.

Se conocen diversas historias alternativas acerca de juegos similares al ajedrez procedentes de China, Uzbekistán, Afganistán o incluso Irlanda, aunque la versión más aceptada es que el precursor del juego en su versión moderna surgió en el norte de la India en algún momento del periodo comprendido entre los años 531 y 539 d. C. Los historiadores consideran que el juego se inventó con el propósito específico de representar a los cuatro miembros del Ejército indio en aquel momento. La infantería (los peones), la caballería (los caballos), los carros de combate (las torres) y los elefantes (los alfiles) constituían las piezas de un juego denominado chaturanga, que en sánscrito clásico significa ‘compuesto por cuatro ejércitos’. Se añadían también el rey y su comandante en jefe (posteriormente la reina), y las fuerzas se distribuían unas frente a otras en un tablero escaqueado de sesenta y cuatro casillas. El juego evolucionó gracias a las influencias provenientes de Persia, Arabia y Europa, con sus consecuentes cambios en el nombre de las piezas y en sus movimientos. En 1640 se añade la regla del enroque y la versión moderna del juego se consolida definitivamente.

Desde entonces, durante casi cuatrocientos años, el ajedrez ha proliferado a lo largo y ancho del mundo, llegando a ser una parte integral de la civilización. La combinación de una herencia compartida, cierta profundidad atractiva, gran contenido estratégico y un notable encan­­to estético hacen del ajedrez algo más que un simple juego. Ser un ajedrecista no es ser un artista, un científico o un deportista en sentido estricto, sino más bien conocer la vida a través de una combinación singular de todas estas facetas culturales.

En sus conferencias Reith de la BBC del año 2006, el pianista y director Daniel Barenboim se refirió a la amplia resonancia de la música de una forma que también es aplicable al ajedrez:

¿Por qué la música es algo más que una cosa agradable y excitante que se escucha sin mayor importancia? Es cierto que, gracias a su poder absoluto y su elocuencia, constituye un recurso formidable para olvidarnos de nuestra existencia y

de los quehaceres de nuestro día a día. Por supuesto que es

así […], pero la música nos ofrece también algo más, si es que lo queremos aceptar, y es que mediante ella podemos aprender un sinfín de cosas acerca de nosotros mismos, de nuestra sociedad, del ser humano, de la política y de todo aquello que se nos ocurra. Tan solo puedo hablar de estos asuntos desde mi experiencia personal, pero debo decir que, más que aprender a cómo vivir con la música, he aprendido muchas cosas de la vida gracias a la música.

Lo que sostiene Barenboim no es que cierta composición musical evoque un sentimiento particular o algún aspecto de la vida, sino algo más profundo. La clave de la cita está en la frase “si es que lo queremos aceptar”. Cuando un fenómeno cultural como la música (o el ajedrez) evoluciona en paralelo a la sociedad, se carga de una significación implícita, del mismo modo en que el agua es implícita a los peces o el cielo a los pájaros. Estamos envueltos en patrones de significación que configuran nuestro sentido compartido de lo que importa y por qué importa; el ajedrez es uno de esos patrones. La relevancia del ajedrez es algo que se siente más que encontrarse, haciéndolo más resonante y generativo.

En Mitologías, un ensayo clásico de análisis cultural, Roland Barthes afirma que todo significado es conflictivo en cierto sentido. No es de extrañar entonces que cualquier instantánea de una lucha ajedrecista pueda resultar significativa incluso si no tenemos ni idea de lo que técnicamente está ocurriendo. En la vida estamos siempre atrapados en algún tipo de lucha; algunas veces para sobrevivir, otras veces por una cuestión de estatus, en otros momentos solo para volver a casa sanos y salvos y poder acostarnos y descansar tranquilamente. Todos estos conflictos nos definen; estructuran nuestra identidad, nuestras percepciones y prioridades. Tal y como el líder espiritual hindú Jiddu Krishnamurti dijo: “Observa atentamente la lucha en la que estás inmerso. Estás atrapado en ella. Eres ella”.

Cada partida de ajedrez es una secuencia de luchas de poder. El objetivo último es dar jaque mate, pero el camino para lograrlo implica el posicionamiento previo de nuestras piezas en el tablero, de tal modo que se incremente la fuerza agregada de nuestros propios recursos a la vez que se reduce la fuerza de nuestro oponente. Si logramos salir airosos en esta suerte de batalla por la supremacía posicional, nuestras piezas tendrán una fuerza superior y, gracias a ello, las combinaciones y las oportunidades tácticas comenzarán a aparecer. Por ejemplo, estaremos en disposición de ganar “material”, capturando un peón que previamente fue debilitado o atacando un caballo hasta que quede atrapado. A continuación, si todos los factores restantes están equilibrados, podemos usar la superioridad de nuestras fuerzas para superar al oponente, o simplemente cambiar piezas de tal modo que el bando que se quede sin ninguna de ellas no tenga más remedio que abandonar. Por regla general suele haber suficiente margen para convertir las ventajas estáticas en fuerzas dinámicas, pero, aun así, ambos jugadores saben que pueden caer en una inexorable espiral descendente en cualquier momento. Si esto ocurre, ajustarse a este nuevo contexto equivale a luchar contra nosotros mismos para reponer la fuerza de voluntad y la concentración, combatiendo ferozmente para mantener la calma y no perder la objetividad. No todos pueden lidiar de manera consistente con esta disonancia cognitiva. También, durante una partida de ajedrez se da una lucha subrepticia por el control psicológico entre ambos jugadores. Algunas veces se realizan algunas artimañas (llevar el pelo pintado de rosa chillón, utilizar gafas de sol, comer haciendo ruido o golpear fuertemente las piezas en el tablero), pero estas actitudes suelen distraer más al que las realiza que a su oponente, ya que un exceso de autoconciencia es más perjudicial para la concentración que la mera distracción. Aun así, intentamos imponer de manera silenciosa nuestra voluntad sobre el otro a través de las decisiones que tomamos (más o menos agresivas y ambiciosas) y la rapidez y confianza con que las llevamos a cabo.

En la lucha por el poder, los detalles importan. Las casillas críticas estratégicamente pueden enamorarnos porque determinan quién controla la posición; en algunas ocasiones ansiamos una determinada estructura de peones porque nos ayuda a clarificar los planes a seguir; podemos añorar que funcione una bella secuencia táctica, incluso cuando va en contra de la lógica de la posición, por muy alocada que parezca. La experiencia es intensa y cautivadora, pero está relacionada más con el sentido de emergencia que con esta misma. Pensar es algo que hacemos conscientemente, pero también es algo que sucede por sí mismo en algunas ocasiones. Cuando meditamos acerca de la posición que tenemos ante nosotros, las ideas se entrecruzan y llegan a configurar sistemas de armonía y sentido, pero entonces nos percatamos de un detalle prosaico y desagradable que lo echa todo por tierra, convirtiéndolos en un disparate. Aun así, las agrupaciones de ideas se reconstruyen de nuevo y sentimos que es el momento de tomar una decisión. Este torbellino de significaciones no ocurre efectivamente en el tablero, sino en el espacio liminar que se constituye entre nuestra mente y los mundos posibles sobre el tablero. Muchos de estos significados permanecen implícitos, y como mucho viven y mueren en el lapso de duración de la partida. Tal y como ocurre con la vida en ge­­neral, necesitamos filtrar las significaciones. Un exceso de sentido es peor aún que ningún sentido en absoluto.

El ajedrez está cargado de sentido para aquellos que lo practican, pero resulta muy complicado exponer todo lo que significa a un público general. Ya que ajedrez tiene un sentido fundamentalmente implícito, la relación entre el juego y la vida no se capta con paralelismos simplistas que lo expliciten –afirmaciones como que el ajedrez tiene que ver con el pensamiento proyectivo, el conocimiento del adversario o cosas parecidas–. En su lugar, de lo que se trata es de descubrir y filtrar, mediante la experiencia técnica y profesional, un conjunto de asociaciones codificadas, sutiles e integradas. La investigación, por tanto, tiene que ser profundamente personal. Digo esto como alguien que ha vivido con intensidad en dos mundos solapados, gustosamente perdido entre las sesenta y cuatro casillas, pero también buscándose a sí mismo en espacios más allá del tablero. Para mí, el puente que une estos dos mundos es la metáfora; el sentido metafórico del ajedrez ha sido la historia de mi vida.

En muchos sentidos, le debo todo al ajedrez. Aprendí a jugar por la influencia de mi familia en Aberdeen, Escocia, cuando tenía cinco años. Mi madre me enseñó las reglas básicas y se aseguró de que las aprendiera bien. Siempre había un tablero de ajedrez en casa. Mi hermano Mark me ganaba convincentemente e incluso se regocijaba en la victoria –prefiero no recordarlo–. Mi abuelo Rae, mi tío Philip y mis dos tíos Michaels se ofrecían a jugar conmigo. Gracias a ellos supe que el ajedrez no era solo un juego entre otros, como el Scrabble o el Monopoly. En aquel momento no podía articular bien esta experiencia, pero notaba que el ajedrez tenía más de ritual que de juego, como si cada confrontación no fuera simplemente una actividad lúdica compartida, sino además un ritual cultural que realizar. Esta experiencia fue madurando a lo largo de los años. Con buenas dosis de apoyo y serendipia, el ajedrez llegó a ser una concepción: una práctica social fascinante caracterizada por rituales, palabras, sentimientos y personas que me hacía sentir que estaba creciendo.

Durante la semana de mi sexto cumpleaños se me diagnosticó una diabetes tipo 1. Una buena atención médica y el coraje de mi madre me sirvieron para sostener a lo largo de mi vida la convicción de que la diabetes era tan solo un fastidio que tenía que sobrellevar y no una enfermedad crónica o una incipiente patología. El ajedrez me proporcionaba un fuerte sentido de las reglas y las consecuencias, una suerte de mentalidad del “si esto, entonces aquello”, mientras que la diabetes, por su parte, era la viva encarnación del conocimiento. El ajedrez es bastante abstracto, pero un ataque de hipoglucemia, en el que los niveles de azúcar en sangre caen hasta el punto de tener dificultades para hablar y caminar, o que incluso lleva a perder la conciencia, no tiene nada de abstracto. No sé exactamente cuántas partidas habré perdido a lo largo de todos estos años debido a niveles altos de azúcar en sangre (que te dejan aletargado) o a bajos (que te llevan a perder la capacidad de concentración), pero lo cierto es que el hecho de ser diabético me hizo desarrollar formas de autoconocimiento que de otro modo habrían sido difíciles de adquirir. Por ejemplo, el tipo de introspección psicológica que se requiere para hacerse una idea aproximada de tu nivel de azúcar en sangre cuando no tienes un test a mano es muy parecida a esa especie de metacognición –un pensamiento acerca de otro pensamiento– que se necesita para aprender a tomar mejores decisiones, tanto fuera como dentro del tablero. No puedes conocer realmente tu mente hasta que no conoces tu cuerpo; se trata de partes de un mismo sistema que, a su vez, forma parte de otros sistemas más amplios. Solo prestando atención a la interacción entre cuerpo, mente y mundo podemos llegar a saber no tanto quién somos, sino qué somos. Nuestra mente está inmersa en diversos entornos, enraizada en la cultura del mundo que la rodea y extendida mediante tecnologías, pero sobre todas las cosas se trata de una mente encarnada en un cuerpo. Si tu corazón se para, tú te paras.

El ajedrez también me ofreció la posibilidad de explorar otros mundos idílicos más allá del mío y de valorar en qué medida los necesitamos. Tan solo era un niño de ocho años, pero gracias al ajedrez pude sentir la excitación vertiginosa de jugar en el mismo equipo de primaria que mi hermano, tres años mayor que yo. Un poco más adelante tuve la grata oportunidad de representar a mi ciudad y posteriormente a mi país. Estos mundos idílicos suelen entenderse como hobbies, pero el deseo profundo que nos lleva a ellos no se basa tanto en la actividad en cuestión, sino más bien en que nos proporciona un exilio periódico de nuestra vida ordinaria, acompañado de la promesa de un regreso a casa sanos y salvos.

Construir mi vida en torno al ajedrez, siendo tan solo un chico de diez años encantado con este juego, pospuso la confrontación con el hecho de que mi padre padecía algo denominado esquizofrenia y con que mi familia se iba al traste de manera gradual e inevitable. Crecí pensando que todo estaba bien. A nivel doméstico y financiero mi madre hacía todo un esfuerzo heroico para aparentar que las cosas iban sobre ruedas. Emocionalmente, todo parecía transcurrir con normalidad y, en mi caso, yo no era más que un niño pequeño que estaba lo suficientemente bien cuidado como para no pensar en otra cosa. Mi madre comenzó una nueva relación y nos llevó a mi hermano y a mí con ella a Whitton, Middlesex, justo en las afueras de Londres. Pero las cosas no salieron bien. La nueva figura paternal a la que supues­­tamente tenía que querer resultó ser una persona controladora, narcisis­­ta y dominante. No obstante, la parte positiva era que vivíamos en la misma calle que Richard James, un conocido profesor de ajedrez, autor del libro The Complete Chess Addict [El manual del perfecto adicto al ajedrez] y fundador del club de ajedrez para jóvenes de Richmond. Su librería de ajedrez fue la primera que tuve oportunidad de visitar, y fue él quien me enseñó, de manera decisiva, que el ajedrez era un juego que podía estudiarse. Desde entonces, este juego se convirtió no solo en algo que se hacía con otros, sino en un mundo que podía habitar a solas y darle sentido en mis propios términos. También en ese momento el ajedrez era algo que, como mínimo, no empeoraba las cosas.

Aun así, no era un chico feliz y me invadía la nostalgia. Regresé a Aberdeen y me fui a vivir con mi abuelo a un dúplex de una zona urbana rodeado por dos parques. Mi hermano siguió mis pasos unos meses más tarde y mi madre hizo lo mismo algún tiempo después, pero estoy convencido de que ese breve lapso que pasé en relativa soledad y autonomía fue esencial para la persona que llegué a ser. Coloqué el tablero y las piezas de madera pertenecientes a la familia encima de tres cajones de pino, a la altura de la ventana de mi habitación en el primer piso, con vistas al jardín de los vecinos. Durante varios años, me sentaba frente al tablero en una silla redonda de madera tapizada con un cuero de color rojo y tachuelas doradas. Nunca se me pasó por la cabeza pedir que me cambiasen los cajones por un escritorio, y no tenía espacio para meter las piernas, así que me sentaba en los laterales del tablero, con las rodillas apoyadas en la silla puesta del revés, o simplemente de pie. Ese era el lugar en el que comía copos de maíz y pasas de uva mientras le echaba un vistazo a alguna nueva variante de apertura y escuchaba álbumes de U2, con la esperanza de que mi cutis amaneciera sin granos al día siguiente. El ajedrez formó parte de mi habitación, de mi hogar y de mi crecimiento personal.

Ese mismo espacio pronto empezó a verse rodeado de libros de colecciones de partidas, manuales con ejercicios de táctica, tratados sobre finales de partida y estrategia y volúmenes de teoría de aperturas que, por decirlo de algún modo, leía con frecuencia. Reproducía el contenido de estos manuales en el tablero, sosteniendo el libro con la mano izquierda y utilizando la derecha para mover las piezas. Los ojos iban y venían del libro al tablero y viceversa, como si estuviese viendo un partido de tenis a cámara lenta en mi propia casa. Aquel discreto espacio de apenas un metro cuadrado cambió mi vida. Se trataba del es­­pacio donde yo “era bueno”.

Mi progresión en ajedrez me proporcionó una confianza intelectual que no habría logrado de otro modo. Más exactamente, le otorgó a un niño imprevisible de doce años la posibilidad de sanar sus heridas mediante la autonomía y la maestría; gracias a los resultados y las narrativas en torno a mi experiencia como ajedrecista pude controlar la situación y ser cada vez mejor en ello. En aquel momento, esta confianza no se tradujo en buenos resultados en el colegio, pero –mucho más importante– me dio la fuerza interior suficiente para no aceptar los términos que utilizaban mis profesores para definirme.

Cuando llegué a la adolescencia, el ajedrez jugó a favor de mi voluntad de aprender, a pesar de que sentía que el estudio en la escuela era irrelevante. Los exámenes nacionales comenzaron cuando tenía quince años, y el gusto que adquirí por la victoria disciplinada dio sus frutos, para sorpresa de mis profesores y amigos. Muchos de mis maestros me dijeron más de una vez aquello de que “si eres bueno al ajedrez, deberías ser bueno en esto”. Rechacé de lleno esa idea durante años, en parte debido a que se basa en un estereotipo, pero también y sobre todo porque implicaba que tenía que esforzarme más. No obstante, terminé por aceptar que quizá tenían razón. Recuerdo vivamente el momento en que metí el tablero debajo de mi cama y me puse a hacer los deberes del colegio, elaborando incluso un “cronograma de estudio”. Se trataba de una planificación semanal ambiciosa de todo lo que tenía que estudiar, que clavé en la pared de mi habitación. Esta práctica resultaba demasiado reglamentada para mí –una constricción de la libertad–, pero me sirvió para comenzar a aprender que las mejores formas de libertad implican la elección sabia de tus propias restricciones, considerándolas como propias.

Resultó evidente que tenía ciertas aptitudes académicas. Empecé a amar la lectura, el aprendizaje, el pensamiento, la escritura y la conversación. La confianza ganada mediante los logros ajedrecísticos favoreció, en general, el afán por la mayor claridad posible en el pensamiento, así como una disposición intelectual que posteriormente me llevaría a Oxford, Harvard y a sacar un doctorado, aunque no hubo nada que resultara inevitable en este desarrollo de los acontecimientos. No era un alumno especialmente aventajado y bien podría haber sido un chico inmaduro y a la deriva, desordenado en los estudios y que encontraba refugio en el ajedrez. También podría haber abandonado las dos cosas y dejarme llevar por el sexo, las drogas y el rock and roll. Esto puede parecer absurdo, pero es más o menos lo que le ocurrió a mi hermano, quien empezó a dar signos psicóticos en ese momento.

Madurar para convertirse en un adulto satisfecho depende en gran medida de la disciplina, pero también de la suerte. Como es bien sabido, Aldous Huxley escribió: “La experiencia no es lo que te sucede, sino lo que haces con lo que te sucede”. Esta afirmación es totalmente cierta, nuestra experiencia vital no se basa en la sucesión de acontecimientos, sino en una serie de oportunidades para crecer, tomando conciencia de lo que es significativo y lo que no. Unos lo hacen mejor que otros. Aun así, lo que ocurre en tu vida también es una cuestión de suerte, incluso antes de que puedas permitirte el lujo de elegir tu propio carácter. Tuve suerte de escapar de la enfermedad mental, de poder llevar una vida plena, y siento que el fundamento de todo esto fue una confluencia favorable de personas, lugares y prioridades que se dieron cita en mí en el momento oportuno y de la forma adecuada, cuando tenía más o menos dieciséis años. Gracias al ajedrez, y en aquel entonces a los buenos resultados en los exámenes, surgió cierta predisposición que resultó generativa: decidí estar menos definido por mis circunstancias y más capacitado para enfrentarme a ellas. Antes, yo era simplemente un adolescente que lo hacía bien en un tablero de ajedrez.

En la semana de mi dieciocho cumpleaños, mi abuelo materno falleció tras algunos meses de lucha contra un cáncer de vejiga. Se había trasladado a mi habitación para evitar los ruidos en la escalera y estar más cerca del baño, por lo que pudo pasar sus últimos días en el mismo lugar que ocuparon mi tablero de ajedrez y mis libros. Este hecho revela la forma en que el ajedrez me constituyó; fue parte del contexto en el que la vida cuenta su propia historia mientras yo cuento la mía. Mi abuelo vivió con nosotros durante años y cuidó de mí a solas durante meses, alimentándome con stovies (un variado surtido de sobras elevado a la categoría de delicadeza nacional escocesa, generalmente basado en patatas, cebollas, vegetales y salsa de ternera). Me llevaba a Aberdeen en el sillín de atrás de su motocicleta, una Honda de las más básicas. Su casco era de color azul y el mío era blanco, ese era el uniforme de nuestro minúsculo pelotón. Recuerdo el goce de sentir el soplo de flujos de conciencia fugaces, sentado en la parte trasera de la motocicleta y recreando no tanto posiciones de ajedrez, sino los espacios sociales en los que, quizá, tendría alguna conversación sobre ajedrez, compartiría la nueva jerga ajedrecística adquirida recientemen­te o mostraría alguna que otra idea de apertura. Me hacía bien sentir la sensación de aceptación y placer que se experimenta cuando somos vistos y escuchados por personas inteligentes, y además estaba todo en mi cabeza, bajo mi casco.

No puedo decir que el ajedrez me ayudara directamente a soportar la muerte de mi abuelo, pero en algunos momentos la certeza de que existía un mundo más allá de mi propia vida emocional me proporcionaba cierta estabilidad interior, en especial cuando la mayoría de las cosas estaban patas arriba. Recuerdo estar sentado al lado de mi hermano en el coche, camino del funeral; mi hermano, cadavérico, parecía sano, pero estaba totalmente desconectado. Había crecido muy alejado de todo y era cada vez más excéntrico (o al menos eso creíamos todos). Pero en cierto momento, Mark, quien fuera mi primer ídolo ajedrecístico, entre otras cosas, fue seleccionado para el programa de salud mental. Este programa, en teoría, tiene el objetivo de proteger a personas psicológicamente vulnerables tanto de sí mismas como de las personas que las rodean, pero ser “seleccionado” era el eufemismo de ser internado y medicado contra tu voluntad. Recuerdo mis visitas al centro psiquiátrico, que estaba tan solo a unos minutos de casa. En una de estas visitas logramos sortear la puerta electrónica y escaparnos afuera; fue lo más parecido que conozco a escapar de una prisión. Aunque no teníamos pensado ir a ningún lugar en concreto, y tan solo habían pasado dos minutos, llamaron inmediatamente a un coche de policía. Los oficiales insistieron en llevar a mi hermano dentro del coche, a pesar de rogarles que lo dejaran volver por su propio pie, aunque fuese por una cuestión de dignidad. Dijeron que tenían que cumplir la ley y había que trasladarlo en el coche por la seguridad de mi propio hermano. Me subí al coche con él, derrotado pero no humillado, y con la consolación de haber mantenido la moral siempre alta.

Comparto estos detalles para explicar que, de vuelta a casa, no es que me pusiera a jugar frenéticamente al ajedrez para recuperarme. El rol del ajedrez en la superación del trauma tiene más que ver con ser parte del escenario que parte de la trama. El ajedrez estaba siempre ahí del mismo modo en que un amigo te escucha o tu mascota te pres­­ta atención. Lo sentía como algo lo suficientemente válido y confia­­ble como para proporcionarme distracción y seguridad. No podía dialogar con el tablero acerca de mis emociones, pero sí que podía enfocar­­las y redirigirlas sin hacerle daño a nadie ni a mí mismo. Había mucho dolor que sublimar, pero aun así mi infancia no fue particularmente infeliz y el ajedrez nunca fue una suerte de salvación. Fue más bien una distracción pueril y una simple gratificación narcisista. Fue mi progresión en ajedrez la que marcó mi transición a la edad adulta de forma más o menos indolora. La impronta emocional que produce es parte del significado metafórico del ajedrez. Este juego no es solo un juego. Consolidado a lo largo de la historia y con una sabiduría acumulada durante siglos de experiencia humana, el ajedrez y sus símbolos pueden ofrecer a los jugadores aquello que necesiten en un momento determinado; un enfrentamiento con el que expresarse, descubrirse, crear y divertirse.

El ajedrez suele asociarse a la inteligencia debido a que hay que aplicar grandes dosis de lógica de cara a la resolución de los problemas complejos que se plantean, pero he llegado a la conclusión de que la fuerza del ajedrez como símbolo de inteligencia también descansa en el reconocimiento tácito de que las metáforas están en el corazón de la inteligencia creativa, y que el ajedrez, por su parte, es un tipo particular e importante de metáfora. Asociamos el ajedrez a la inteligencia no solo porque tengamos que pensar por adelantado varias jugadas, sino también porque su relación específica con la cultura revela nuestra relación mental con el mundo.

Cuando no hay manera de desbloquear las negociaciones políticas se dice que se encuentran en tablas por rey ahogado; los personajes que pasan inadvertidos en una película suelen llamarse peones; los comentaristas deportivos y los mismos deportistas suelen afirmar que el partido de tenis o de críquet que están comentando se parece a “una partida de ajedrez”. Cuando escucho metáforas ajedrecísticas como esta suelo quedarme perplejo, pero no tanto porque estas metáforas no sean funcionales, sino porque resultan bastante habituales sin saber muy bien por qué. Pensamos todo el tiempo utilizando metáforas, pero raramente somos conscientes de que estamos haciéndolo, ya que nuestra apreciación por ellas suele estar poco desarrollada. Aprendemos algo sobre las metáforas en el colegio vinculadas a las nociones de similitud y analogía, pero las metáforas son algo más que una simple comparación entre cosas distintas.

Entiendo la metáfora como un dispositivo creativo que usamos de manera más o menos consciente con el objetivo de elaborar significados mediante transformaciones contextuales, relaciones y perspectivas. La poetisa Mary Ruefle entiende la metáfora como “un intercam­­bio de energía, un evento que unifica el mundo en virtud de una premisa fundamental: que las cosas se conectan entre sí e intercambian su poder”. Las metáforas amplían el proceso de creación de sentido relacionando entre sí los aspectos objetivos y subjetivos del mundo. Estoy de acuerdo con el físico Robert Shaw cuando sostiene que “no vemos algo con claridad hasta que tenemos la metáfora exacta que nos permite percibirlo”. Un ejemplo famoso de metáfora es aquella anécdota de Einstein, quien con tan solo dieciséis años intuyó la esencia de su posterior teoría de la relatividad especial imaginándose a sí mismo persiguiendo a un rayo de luz. La metáfora no es tanto una comparación que tengamos que pensar, sino más bien una lente psicoactiva a través de la que vemos las cosas y elaboramos patrones con los que podemos dar forma a lo que sentimos y pensamos.3

Si las metáforas ayudan a revelar la vida, el ajedrez sirve para reve­­lar el rol del pensamiento metafórico; no es casualidad que el ajedrez juegue un papel importante como piedra de toque metafórica. Existen razones culturales e históricas bastante profundas para afirmar que el ajedrez y la condición humana casan perfectamente.4 El ajedrez es in­­ternacional y transcultural, reconocido y practicado en todo el mundo debido en gran medida a que representa numerosos elementos de la experiencia y el empeño humano: trabajo y juego, esperanzas y miedos, ciencia y arte, verdad y belleza, vida y muerte. El ajedrez es un símbolo, y como dijo el filósofo social norteamericano Norman O. Brown, “el simbolismo no es la captación de otro mundo, sino la transfi­­guración de este mundo”.

El ajedrez, por lo tanto, no encarna una sola metáfora, sino varias a la vez. De hecho, podemos considerarlo como una metametáfora. Igual que se dice que la Biblia no es un solo libro, sino más bien una biblioteca entera, y que la Ilíada no es una historia singular, sino varias a la vez, el ajedrez tiene la suficiente riqueza histórica, simbólica y psicológica como para ser un abundante recurso para las metáforas científicas, artísticas y competitivas. De hecho, en cierto sentido el ajedrez como metáfora tiene más realidad y resonancia que el juego en sí mismo. La gente está más familiarizada con lo que el juego representa en cuanto tropo cultural que con el significado que las jugadas de una partida pueden llegar a tener. Cuando la gente usa metafóricamente el ajedrez no está hablando del juego, sino de la metáfora que el juego representa. En términos de influencia y repercusión, la metáfora del ajedrez es más influyente que el juego del ajedrez, y en cierto sentido lo subsume en ella. El ajedrez nos revela que la metáfora es algunas veces la realidad preminente, o como mínimo un juguete existencial que permite a la mente y la realidad jugar entre sí disputando un enfrentamiento del que nadie puede predecir el resultado.5

Las metáforas importan porque le proporcionan una forma conceptual a la vida. Además, vivimos dentro de las dimensiones de estas formas conceptuales como si fueran reales. Los científicos cognitivos George Lakoff y Mark Johnson sugieren lo siguiente: “Nuestros sistemas conceptuales ordinarios, en términos de lo que pensamos y hacemos, son conceptuales por naturaleza”. La vida es realmente “un viaje”, las “grandes” cosas son las verdaderamente significativas y las ideas sofisticadas son realmente “profundas”. Todo este tipo de conceptualizaciones son reales porque las hacemos reales. Sirven para que nos demos cuenta del hecho de que somos libres, hasta cierto punto, para crear nuevas conceptualizaciones y, de hecho, esta puede que sea la única esperanza para un mundo genuinamente nuevo. Por eso el mitologista Joseph Campbell sostiene que “toda religión es verdadera si se la comprende metafóricamente, pero cuando se cierran en sus propias metáforas, interpretándolas de manera exclusiva, la cosa se vuelve problemática”.6

Las metáforas nos ayudan a percibir la verdad, la belleza y la bondad debido a que logran que nuestros pensamientos y sentimientos se fundamenten en cosas que van más allá de nuestro contexto actual. También sirven para sacar a relucir el trabajo interior, activando la imaginación y las asociaciones necesarias para elaborar nuestro propio sentido del “ajuste” entre la metáfora y la realidad a la que está vinculada. Podemos aprender a sentir la legitimidad de la metáfora a un nivel visceral, aumentando su tamaño en función de su adecuación. Aprovechamos las metáforas para ir contra aquello que ya conocemos, cuestionando su aparente fidelidad con respecto al mundo real.

Un empresario inteligente, por ejemplo, puede realizarse preguntas como las siguientes: ¿A qué se parece más mi organización, a una máquina o a un organismo?, ¿y qué implicaciones tiene este asunto para las decisiones que tomamos? Si se trata de un organismo, ¿cómo podemos extenderla?, ¿somos vulnerables a infecciones? Y si se trata de una máquina, ¿qué tipo de combustible está utilizando?, ¿cómo puede desgastarse? En caso de que fuese, a la vez, un organismo y una máquina, ¿estaríamos hablando entonces de un cíborg? Y si no es el caso, ¿por qué no podría serlo? El empresario en cuestión podría seguir haciéndose preguntas como estas durante un buen rato. El tema no es tanto encontrar la respuesta exacta, sino más bien sentir que tu experiencia subjetiva de la metáfora es un buen comienzo para conectar con la retroalimentación objetiva que proviene del mundo. ¿Se ajustan una cosa y la otra?, ¿cómo funcionan?, ¿por qué siento que las cosas no van bien?

Permitiéndonos el planteamiento de cuestiones como estas, las metáforas nos echan una mano mucho más decisiva en los procesos cognitivos y emocionales que muchas otras formas de pensamiento, y nos basamos en ellas para darle sentido al mundo. No es tanto que la metáfora sea relevante como que, al menos, comprendamos nuestra relación con ella de la mejor manera posible. Nuestra cultura está llena de malas metáforas; como dijo la antropóloga Mary Catherine Bateson, “hay pocas cosas más tóxicas que una mala metáfora”. Muy pocas veces escuchamos a los políticos preguntarse acerca de por qué sostienen sus argumentos en ciertos términos metafóricos, unos que, por regla general, suelen oscurecer las cosas más que iluminarlas. En sus entrevistas, tampoco suelen sugerir metáforas alternativas de cara a elevar la discusión a un nuevo registro. Creo que una relación más reflexiva con la metáfora es crítica para la siguiente fase de nuestra evolución cultural; el ajedrez, por su parte, tiene algunas cosas que decirnos acerca de ello. Enriquecer y expandir nuestro número de imágenes y de ideas asociadas con el ajedrez, por tanto, puede ser algo importante a nivel social y cultural, e incluso a nivel político.7

Todo se encuentra interconectado hasta la médula, y lo mismo pasa con nuestras concepciones acerca de la metáfora, la mente y el ajedrez. El ajedrez suele usarse frecuentemente para ilustrar las capacidades del intelecto, pero la mente suele considerarse tácitamente como un ordenador o algo parecido, cosa con la que no tiene nada que ver. Aun así, nuestro lenguaje está lleno de este tipo de asociaciones implícitas. Como apunta el psicólogo Robert Epstein:

No almacenamos ni las palabras ni las reglas que nos dicen cómo manipularlas. No creamos representaciones de estímulos visuales, las almacenamos en el búfer de la memoria a corto plazo y después las trasladamos al disco duro de la memoria a largo plazo. No retenemos información, imágenes o palabras sacándolos de registros memorísticos. Los ordenadores hacen todo este tipo de cosas, pero los organismos no.8

Vivir en cuanto que organismo es una experiencia que los ordenadores no pueden tener. Sin embargo, debido a que nuestra mente no es una computadora, puede hacerse una idea de lo que podría ocurrir en caso de que lo fuese, llegando más lejos con el pensamiento y generando de este modo mejores metáforas sobre la naturaleza de la mente. Este tipo de inflexión metafórica es la clave de toda comprensión. Cuando pensamos no solo con metáforas, o a través de ellas, sino acerca de ellas, nos movemos más allá de las analogías convencionales y los marcos inconscientes, logrando formas de conocimiento más sutiles que definen mejor nuestra relación con la vida en su totalidad.

Por ejemplo, el ajedrez no es realmente como las matemáticas –las metáforas son algo más que los símiles–, pero las incluye y representa, hasta el punto de que el ajedrez suele usarse para ilustrar conceptos matemáticos como el crecimiento exponencial y el infinito. El ejemplo más conocido es aquella historia medieval del sabio a quien el rey, debido a los consejos recibidos, le ofreció lo que quisiera. El sabio, que en realidad era un personaje un tanto enrevesado, le dijo que le regalara un solo grano de arroz colocado en una de las esquinas del tablero, pero que fuese doblando la cantidad de granos repetidamente casilla a casilla. Para los no iniciados esto puede sonar a poco, o a lo sumo a un buen montón de arroz, pero la historia, en realidad, juega con las limitaciones de nuestras intuiciones. El proceso de doblaje repetitivo acaba por convertirse en 263. Esto significa que de 1 grano pasamos a 2, después a 4, 8, 16, 32, 64, 128 y así hasta llegar a 18.466.744.070.000.000.000. Si se colocasen todos estos granos de arroz en una fila, esta se extendería en torno a 96.560.640.000.000 kilómetros, la distancia que habría que recorrer en un viaje de ida y vuelta desde la Tierra hasta Alpha Centauri.

Y eso solo con granos de arroz. Cuando factorizamos las relaciones entre las distintas piezas del tablero, cada una con un movimiento diferente, los números rápidamente se escapan a nuestro control, y por ello el ajedrez funciona como metáfora de lo profundo. Se pueden realizar veinte posibles jugadas en el primer movimiento, y a cada una de ellas el rival puede responder con otras veinte alternativas. El número de posibilidades se incrementa de inmediato, en el momento en que las piezas empiezan a desplegarse y las variantes se hacen cada vez más largas. Suena un poco a exageración propia de agencia de publicidad, pero, en realidad, son posibles más partidas de ajedrez que átomos hay en el universo conocido (una partida es algo más que una mera posición, ya que las partidas incluyen una serie de posiciones dispuestas en diferentes secuencias). Aun así, el ajedrez no es infinito, pero sí una ilustración de la diferencia conceptual entre un número enorme y potencialmente indefinido de posibilidades que, aun así, está restringido teóricamente por reglas (por ejemplo, el jaque mate), límites definidos (un tablero de 8x8) y una idea matemática esotérica de una serie que nunca acaba. El ajedrez es, posiblemente, la cosa finita que más se parece al infinito.9

Esta inmensa cantidad de posibilidades que, aun así, no deja de ser finita, es lo que hace que el juego se perciba como inagotable y misterioso, más que algo que simplemente escapa a nuestras capacidades. Uno de mis momentos favoritos de La defensa, la célebre novela de Nabokov, es cuando el personaje principal, Luzhin, enciende una cerilla para prender un cigarrillo durante una partida decisiva. Está tan concentrado en la miríada de variantes que se olvida por completo de apagar la llama y termina quemándose. Nabokov escribe que, en ese momento, Luzhin experimentó “el horror total de la profundidad abismal del ajedrez”.

El juego, además de profundo, es oscuro. Tiene mucho sentido que justo antes de que el héroe más popular de las últimas décadas, Harry Potter, se enfrente a la quintaesencia del mal, Lord Voldemort, su obstáculo final sea un tablero de ajedrez, y tenga que jugar una partida en la que su más íntimo amigo, Ron, casi pierde la vida. El ajedrez suele estimular una verdad que tendemos a suprimir, esto es, que la vida es azarosa y que siempre estamos en peligro. El juego es divertido, pero no se trata de una diversión inocente, y es por ello por lo que usamos metáforas ajedrecísticas en situaciones tensas en las que hay mucho en juego.

El amor, por ejemplo, es una de esas situaciones tensas en la que nos jugamos mucho, o al menos puede ser así. Históricamente, varias obras de arte y de la literatura asocian el ajedrez con el amor cortesano y, por extensión, con el amor en general. Sin embargo, el ajedrez es una metáfora para el amor no solo porque los jugadores quieran estar juntos todo el tiempo posible, o porque quieran quitar las piezas de en medio y besarse en el tablero, aunque no sería un mal momento ni lugar para ello. La relación entre el ajedrez y el amor es mucho más oblicua.

El espíritu de Eros permea el juego en las formas del sufrimiento y la pasión que caracterizan el amor romántico, siempre no correspondido y sin consumarse plenamente. Durante una partida no estamos tan solo pensando delante del tablero, sino también en un estado de angustia de baja intensidad que, aun así, disfrutamos. Por otro lado, todo proceso de atención compartida en un proceso de creación conjunta siempre es íntimo y extraño. De hecho, la intimidad que sentimos mediante la atención compartida en estos momentos puede ser un motor emocional inconsciente que nos mantenga atentos a la partida. Más aún, el pensamiento ajedrecístico implica en algún sentido la compasión, porque de lo que se trata es de promover el orden en lugar del caos mediante una atención especial al significado de cada una de las piezas, de las casillas y las ideas que van surgiendo.10 El filósofo Martin Heidegger sostuvo que el cuidado era la característica principal del “ser en el mundo”, y una famosa investigación en gerontología refuerza esta idea; en un geriátrico, si todas las variables restantes son constantes, aquellos que se dedican a regar y cuidar las plantas suelen ser más longevos que los que no lo hacen.11 Al igual que el amor, el ajedrez gira en torno a la experiencia de la pasión, la intimidad y el cui­­dado, pero no en el sentido habitual que le damos a esos términos. El juego nos revela significados implícitos en la idea del amor mediante un giro de perspectiva y contexto.

El tema es que las metáforas no funcionan como meras comparaciones o traducciones, recreaciones o presentaciones. El biólogo teórico Diego Rasskin Gutman llevó este asunto más lejos todavía, al referirse al rol del oponente como una fuente de pensamientos, deseos y voluntad en conflicto con los nuestros. Examina cómo la mente humana ha evolucionado hasta su estado actual a través de complejas interacciones sociales, y destaca el papel para nada trivial del valor del ajedrez en estos contextos sociobiológicos: “¿Qué puede ser más humano que un estado de duda permanente en el que nos enfrentamos a los pensamientos y las acciones de nuestros semejantes?”.12

Gerald Abrahams, abogado, escritor y ajedrecista tardío, escribió que “gracias al ajedrez uno se da cuenta de que toda educación es, en última instancia, autoeducación”. Esta idea es bastante oportuna en nuestro mundo, tan basado en la transferencia de datos. El ajedrez se presta a los análisis cuantitativos y la información estructurada de diversas formas –por ejemplo, otorgando un valor numérico a las piezas, elaborando bases de datos con millones de partidas o computarizando y evaluando los resultados mediante un sistema internacional de rating–. Sin embargo, la experiencia de jugar una partida es más cualitativa que cuantitativa.

Como cualquier otro deporte o propósito competitivo, el ajedrez es un elaborado pretexto para la producción de narraciones. Con la excusa de las reglas, los puntos y los torneos se generan narrativas ex­­perienciales en las cuales uno mismo es codirector, autor y espectador. El ajedrez es educación en el sentido literal de “hacer brotar”, y autoe­­ducación porque nuestras historias acerca del juego emergen cuando somos nosotros los que lo jugamos, los que buscamos lograr nuestros objetivos, al igual que ocurre en la vida real. Las historias de ajedrez son nuestro propio quehacer y generalmente versan acerca de retos que pudimos superar o que no logramos conseguir. Todo jugador de ajedrez conoce de primera mano la experiencia de encontrarse con un amigo enojado que desesperadamente comparte con nosotros esa historia trágica tan conocida, aquello de que tenía la partida “com­­pletamente ganada”, pero entonces todo se torció y terminó perdiendo. Y también sabemos de jugadores de fuerte personalidad que reco­­nocen su responsabilidad de manera resoluta en lo relativo a sus errores, tan dolorosos como estos sean. Estas son las formas de crecer como jugador y como persona. Como dijo el psicólogo infantil Bruno Bettelheim, “crecemos, le encontramos sentido a la vida y estamos seguros de nosotros mismos mediante la comprensión y resolución de problemas por nuestros propios medios y no gracias a que otros nos lo expliquen”.13

El ajedrez, por tanto, nos ofrece una serie de significaciones valiosas de una forma en que la información, la explicación y el análisis racional no puede facilitarnos. Una partida de ajedrez raramente es algo dado, no es simplemente “data”. La historia solo se hace vital en el momento en que le damos sentido, y entonces se convierte en eso que algunos académicos denominan “capta”. El ajedrez me ha mostrado que necesitamos el lenguaje poco convencional del “capta” tanto como necesitamos la actual extensión exponencial del “data”. El filósofo de la educación Matthew Lipman lo dijo de la siguiente manera al referirse al aprendizaje de los niños, aunque es aplicable también en general:

Los significados de las cosas no pueden ser dispensados sin más. No se le pueden dar hechos al niño. El sentido tiene que ser adquirido; son ‘capta’, no ‘data’. Tenemos que aprender cómo establecer las condiciones y las oportunidades que permitan a los niños, en virtud de su curiosidad natural y su apetito de conocimiento, darles sentido a las cosas por sí mismos. […] Algo debemos hacer para que sea posible que los niños adquieran el significado de las cosas por sí mismos. No se harán con ese conocimiento tan solo aprendiendo contenidos adultos. Hay que enseñarlos a pensar y, particularmente, a pensar por sí mismos”.14

La clave de la distinción entre capta/data radica en que el poder del ajedrez descansa no tanto en las jugadas de las partidas, sino en nuestra relación con las narraciones que creamos a través de ellas. Una partida de ajedrez pocas veces es significativa en virtud de sus propios hechos, es decir, en cuanto que “data”. La historia empieza a ser significativa cuando le encontramos algún tipo de significado, y entonces pasa a ser “capta”. En palabras de quien posiblemente sea el mejor académico acerca del pensamiento narrativo, Jerome Bruner, el ajedrez subjuntiva la realidad, crea un mundo no solo por lo que es, sino por cómo puede ser o cómo podría haber sido. Este mundo no es un lugar particularmente confortable, pero sí muy estimulante. Es un lugar, dice Bruner, que “sostiene lo familiar y lo posible codo con codo”.15

A la luz de su poder metafórico, del rol del ajedrez como metametáfora, y de su capacidad para ilustrar que la educación es, en última instancia, autoeducación, la pregunta acerca de lo que el ajedrez puede enseñarnos de la vida merece alguna que otra respuesta. La estructura del libro reproduce la de un tablero de sesenta y cuatro casillas, dividido en ocho filas y ocho columnas y alternando casillas blancas y negras. El collage que sigue está estructurado en ocho capítulos con ocho apartados que siguen la secuencia del contraste temático, con antinomias y yuxtaposiciones: pensar y sentir, ganar y perder, aprender y olvidar, culturas y contraculturas, cíborgs y seres humanos, poder y amor, verdad y belleza, vida y muerte. Lo que el ajedrez me ha enseñado a mí, entre otras cosas, es que:

La concentración es libertad.

Lo realmente importante es lo que está en juego.

Nuestras respuestas automáticas requieren el mayor de los cuidados.

El escapismo es una trampa.

Los algoritmos son nuestros titiriteros.

Tenemos que hacer las paces con nuestros conflictos.

Hay otro mundo, pero se encuentra en este mundo.

La felicidad no es lo más importante.

Estas enseñanzas, debidamente destiladas, han surgido a raíz de treinta y cinco años de una relación con el ajedrez que aún perdura. Durante casi la mitad de mi infancia, el ajedrez fue el elemento central para saber quién era yo y qué era el mundo. Amé el juego con todo el dolor y la extenuación que se siente cuando uno se enamora. He amado el ajedrez del mismo modo en que un niño ama a aquel que lo protege, como un joven ama a una chica que representa el amor en sí mismo, co­­mo un joven adulto ama su recién estrenada autonomía y su lugar en la comunidad, como un estudiante ama a sus profesores, como un amigo ama a sus amigos, como un padre ama a sus hijos. No sé exactamente cómo amo el ajedrez, pero sin duda es de todas estas formas, y de alguna más.

1 N. del T.: Un match en ajedrez es un enfrentamiento entre dos jugadores al mejor de un número determinado de partidas acordado de antemano. También, en otras ocasiones, gana el encuentro quien logre antes un número de victorias. El título de campeón del mundo suele otorgarse al ganador de un match entre el vigente campeón y un aspirante o retador.

2 STEINTER, George (28 de octubre de 1972): “Fields of Force”, The New Yorker.

3 LAKOFF, George y JOHNSON, Mark (2003): Metaphors We Live By, Chicago, University of Chicago Press; BATESON, Mary Catherine (1991): Our Own Metaphor, Washington, Smithsonian Institute Press.

4 Hay un amplio abanico de libros acerca de la relación entre ajedrez y vida para un público no especializado. Los trabajos más recientes son los siguientes: DESJARLAIS, Robert (2012): Counterplay: Aan Anthropologist at the Chessboard, California, University of California Press; MOSS, Stephen (2016): The Rookie: An Odyssey Through Chees (and Life), Londres, Bloomsbury; SHENK, David (2008): The Immortal Game, Londres, Souvenir Press; HOFFMAN, Paul (2007): The King’s Gambit: A Son, a Father, and the Worls’s Most Dangerous Game, Nueva York, Hyperion; SHAHADE, Jenifer (2005): Chess Bitch: Women in the Ultimate Intellectual Sport, Los Ángeles, Siles Press; DONNER, Jan Hein (2007): The King: Chess Pieces, Ámsterdam, New in Chess.

5 RASSKIN GUTMAN, Diego (2009): Chess Metaphors: Artificial Intelligence and the Human Mind, Massachusetts, MIT Press.

6 TACEY, David (2015): Religion as Metaphor: Beyond Literal Belief, Nueva Jersey, Transaction Publishers.

7 Además de reflexionar sobre la resonancia cultural del ajedrez, gran parte de mi comprensión de la metáfora fue desarrollada mientras trabajaba para la RSA con el filósofo y psiquiatra Iain McGilchrist. Hice el esfuerzo de entender la relevancia práctica y política de su investigación acerca de la lateralidad hemisférica, esto es, la diferencia en la forma en que perciben y comprenden el mundo nuestros respectivos hemisferios derecho e izquierdo; no tanto lo que hacen, sino cómo son. Por ejemplo, determinar en qué se parecen y cómo todas las diferencias entre ambos configuran la historia y la cultura. Se trata de una tesis bastante arriesgada, pero argumentada de manera brillante y profunda, por lo que ha sido aclamada por la crítica. Muchos críticos suelen afirmar que la relación entre las diferencias hemisféricas en el cerebro y los cambios culturales es tan solo metafórica, pero a medida que se considera más seriamente la relación entre mente y mundo, empieza a ser cada vez más difícil separar las metáforas acerca de la realidad de metáforas reales. Para más detalles, véase MCGILCHRIST, Iain (2009): The Master and his Emissary, Hampshire, Yale University Press. También, ROWSON, Jonathan y MCGILCHRIST, Iain (2013): “Divided Brain, Divided World: Why the best part of us struggles to be heard”, Londres, RSA. Disponible en https://www.thersa.org/globalassets/pdfs/blogs/rsa-divided-brain-divided-world.pdf [consultado el 25/02/21].

8 EPSTEIN, Robert (18 de mayo de 2016): “The Empty Brain”, Aeon Magazine (web). Disponible en https://aeon.co/essays/your-brain-does-not-process-information-and-it-is-not-a-computer [consultado el 25/02/21].

9 La comparación es entre permutaciones y elementos y existen formulaciones matemáticas para aproximarse a los números exactos en cada caso. El número de Shannon, que recibe este nombre en honor al matemático norteamericano Claude Shannon, representa la cantidad posible de partidas de ajedrez que pueden jugarse. Se estima que está en torno a 10120, mientras que el número de átomos conocidos del universo está en torno a 1080. Cuando los números son tan grandes, nuestra incapacidad para viajar más rápido que la velocidad de la luz se convierte en un impedimento para contar el número de átomos en el universo, del mismo modo que la regla de las cincuenta jugadas dificulta el número de posibles partidas. Parece que no es descabellado pensar que existen más partidas de ajedrez que átomos desconocidos en el universo, una cifra doscientas cincuenta veces más grande que el universo observable, aunque esto no puede ser ratificado con seguridad. Agradezco a Daniel Johnston, matemático y ajedrecista estadounidense, por ayudarme en este asunto.

10 La idea de crear y restituir el orden como forma de compasión se la debo a David Brazier:

Cuando estamos preocupados por nosotros mismos, somos literalmente incapaces de ver lo que pasa a nuestro alrededor. La terapia no debería reforzar nuestra obsesión por los asuntos internos. A su debido tiempo, el paciente debe comenzar a darse cuenta de que las situaciones que ocurren a su alrededor lo necesitan. Las plantas tienen que regarse, hay que limpiar las habitaciones y tenemos que lavar la ropa. Todas estas acciones son actos de compasión, aunque el receptor de estos actos no sea necesariamente un ser vivo. A medida que el paciente abre sus ojos a lo que le rodea, deja de quedar atrapado en sus aversiones. Cuanto más se entregue a una actividad constructiva, más efímero será el dominio de los sentimientos.

BRAZIER, David (2001): Zen Therapy: A Buddhist Approach to Psychotherapy, Londres, Robinson, p. 197.

11 LANGER, Ellen (2009): Counter Clockwise: Mindful Health and the Power of Possibility, Nueva York, Ballantine Books [primer capítulo].

12 RASSKIN GUTMAN, Diego (2009): Chess Metaphor: Artificial Intelligence and the Human Mind, Massachusetts, MIT Press.

13 BETTELHEIM, Bruno (1976): The Uses of Enchantment: The Meaning and Importance of Fairy Tales, Londres, Penguin Books, p. 18.

14 LIPMAN, Matthew; SHARP, Ann y OSCANYAN, Frederik S. (1980): Philosophy in the Classroom, Filadelfia, Temple University Press, p. 13 [2.ª edición].

15 BRUNER, Jerome (2002): Making Stories: Law, Literature, Life, Cambridge (MA), Londres, Harvard University Press.

Las jugadas que importan

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