Читать книгу El poder infinito de los cuerpos - Jonás Gómez - Страница 5

Nunca pregunté cómo empezó. Pudo haber sido después de una pelea o algo que pasó una noche en la que estaban todos borrachos, elevados por la espuma de la cerveza. Lo que sé es que después de esa noche el acto se repitió. Si alguien quiere sumarse al grupo tiene que pasar la prueba. Hoy es el turno de Marcos. Tiene 22, está rapado, usa una campera de cuero gastada, se lo ve demasiado flaco para plantarse frente a una correntada fuerte. Y adelante va su dentadura. Es ambiciosa, intenta ganar espacio en la boca y salir, exponerse entre un par de labios finos. Ahora se ajusta los cordones de las zapatillas blancas de lona, porque sabe que si se cae, si se engancha con los cordones, todo puede terminar mal. Así que se frena en la última baldosa y se asegura de que todo esté en orden.

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La admisión es simple: para entrar hay que correr hasta el final del paredón mientras los otros tiran botellas vacías. Y aunque hubo cabezas rajadas, hombros dislocados, pérdida de dientes, todos fueron accidentes. Nadie le apunta al que corre, los botellazos son para estimularlo a que siga corriendo, no queremos nada de flojera, nada de flacidéz. Pero Marcos no tiene miedo, está alerta, cargado de shots de adrenalina. Ver a los otros a diez o veinte pasos, especialmente al Chino, que tiene un ojo blanco porque en su admisión la botella se estrelló frente a la cara, y uno de los vidrios se clavó en la pupila, hace que Marcos tenga un recordatorio facial de lo que puede pasar si no se mueve rápido.

Pero el Chino no guarda rencor. Hasta parece orgulloso de la marca. Cuando alguien va a comprar al mercado, donde su papá es dueño, el Chino le enrostra su cicatriz. A veces hasta apoya los codos en el mostrador, después de cobrarle, y lo mira fijo, con ese ojo vacío de color.

En los últimos años el grupo creció, ahora somos más, más personas tirando botellas contra el paredón, más brazos formando el circuito de fusilamiento a vidrio. Y el único propósito de esta ceremonia es el ingreso. Quiero que quede claro: nunca hubo un plan. La gente fue llegando. Flacos y flacas del barrio, se acercaron por la gravedad del momento y eligieron quedarse. Imaginá a un grupo de personas tirando botellas mientras corrés desde una línea marcada con ladrillo. Te despierta, te hace sentir vivo. Es algo muy puro.

Ahora Marcos respira hondo. Ve la hilera de camperas oscuras, a diez o veinte pasos, todos rodeados por botellas. Nadie habla, todos están atentos, a la espera de lo que pasa. Todavía no se sabe cómo va a reaccionar, si va a correr o el miedo lo va a frenar en seco, para irse sin completar la iniciación. Algunos no pueden hacerlo, antes de salir se dan cuenta de que es una mala idea exponer el cuerpo a ese peligro, quizás piensan que los que sostienen las botellas pueden tener un rapto de miserabilidad y apuntar a la cabeza. Esos, los que se arrepintieron, no tienen una segunda oportunidad. Si quieren hablar, si se acercan buscando comprensión, se los deja hablando solos. No hay espacio para los que cobardean.

El Chino es el más viejo del grupo, creo que tiene 35. No es el jefe porque no hay jefes, pero es el mayor. Sigue usando la misma campera de cuero, y aunque se le ven mechones blancos tiene el mismo corte de pelo que trajo cuando lo conocimos. Un cambio mínimo. El pelo blanco y la cicatriz. Fuera de eso nada cambió demasiado, para él o para los otros. Seguimos en los mismos trabajos, cumplimos los mismos horarios y tenemos las mismas responsabilidades.

Isabel, que está en el grupo desde hace dos años, tiene un hijo de cuatro. Está juntada, vive en un departamento chico. Todos los meses paga el alquiler, siempre a tiempo, siempre en efectivo. Su hijo hace dibujos de dinosaurios que atacan edificios o aplastan autos. Los marcadores brillantes hacen toda la escena. Isabel guarda los dibujos en una carpeta. Lo más importante en su vida es el chico, pero cuando alguien quiere entrar al grupo, cuando alguien corre en la fábrica abandonada, ella le da un beso en la frente y su pareja se queda a cargo. No hay discusión posible, no hay debate, ella se pone el saco oscuro y se aleja del edificio.

Hoy la noche está despejada, así que Marcos puede ver todo, se ven los pedazos de vidrio en el suelo, que forman una línea recta y brillante, alimentada por decenas de botellazos. Los que están en la fila se ven borroneados por la oscuridad, los rasgos difusos, algún diente más blanco por la calcificación, un anillo o cadena alrededor del cuello. Y se escucha un murmullo, es un sonido entrecortado, que crece mientras las bocas se abren para formar una canción.

Marcos ya estuvo en otra noche de admisión, vio lo que pasaba y pensó que eso podía servirle para anticiparse. Sabe que el Chino tira las botellas formando una curva, sabe que Isabel apunta bajo, sabe que otros cierran los ojos antes de tirar, concentrados en el momento, como si fuera arquería zen. La primera vez que vino fue una noche de neblina, era el turno a Ana, que renguea desde su bautismo. Ella corrió hasta la mitad del paredón sin parar a ver cómo llegaban las botellas. Corrió rápido y con la espalda recta hasta que Isabel, eso creía Marcos, soltó una bendición. Por un momento Ana se quedó torcida, pero retomó el movimiento y siguió avanzando, hasta llegar al final. Nadie sabe si la lesión es definitiva o pasajera. Lo que se puede ver es que todavía camina raro. Marcos estaba en la esquina cuando pasó. Vio cómo rodeaban a Ana cuando terminó todo. Vio cómo la abrazaban y le daban la bienvenida. Y aunque estaba borracho entendió que lo que acababa de pasar era importante, pese a que no encontraba las palabras para describirlo. Se acercó despacio, sosteniendo su propia botella y se quedó ahí, esperando una explicación o una invitación, lo que llegara primero. Isabel fue la primera en verlo. Marcos tomaba del pico. Los demás fueron notando que estaba ahí, que era parte de la escena, aunque fuera un espectador casual. Se miraron entre ellos.

—Si querés podés venir en dos meses. Es el primer sábado del mes, a la noche, acá mismo.

Y ahora Marcos escucha el murmullo, el cántico bajo. Llega como un oleaje que lo impulsa a correr. Y eso hace. Da el primer paso y el aire le llena los oídos. Corre entre las botellas que estallan, entre las explosiones alrededor de su cuerpo, pero no frena, se mueve rápido. En un tramo, a mitad de la carrera, se echa para atrás. Si estuviera a unos pasos, como nosotros, podría ver la nebulosa de vidrios que se forma frente a su cara. Es una nube de caramelo filoso que se esparce, se mantiene ahí, por un momento, antes de caer a la vereda. Incluso, con todo eso al frente, la reacción de Marcos es de avance, impone su energía, se saca las astillas y sigue, manchas rojas en la cara y todo. Corre más. Siente los pulmones calientes, el aire quema mientras escucha las últimas bombas de vidrio antes de cruzar la línea de llegada.

Hay gritos y silbidos. Ya del otro lado Marcos siente el cuerpo vibrado. Camina, se mueve agitado porque el aire no alcanza. Respira con la boca abierta, va de un lado al otro, salta y exhala.

Después de que termina de soltar todo, después de que se libera de toda esa energía, nos acercamos y lo abrazamos. Ya es uno de los nuestros.

El poder infinito de los cuerpos

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