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INTRODUCCIÓN

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La característica que diferencia al ser humano de otras especies no es la inteligencia sino la conciencia de sí mismo, la evidencia de que es capaz de comprender, relacionarse y transformar su entorno. El instinto animal también es una manifestación de inteligencia, a veces más precisa que la inteligencia humana; pero los animales no tienen conciencia de ser inteligentes y no pueden emplear su inteligencia de un modo consciente y voluntario; no tienen la capacidad de investigar y comprender.

Esta capacidad de comprender del ser humano le lleva a preguntarse por su propia realidad, a ponerse a sí mismo como objeto de investigación; investiga lo que aparece en su conciencia e investiga la propia conciencia; se preocupa por conocer y manejar tanto lo que aparece en el “exterior” como sus fenómenos psicológicos ”internos”. En ambos casos, la capacidad de comprender convierte lo investigado en objeto y hace al investigador sujeto de este interés, en un proceso que resalta cada vez más la naturaleza de la conciencia en sí, dejando en un segundo plano sus contenidos.

Lo último que este proceso de objetivación asimila son las ideologías, que aparecen como maneras de pensar capaces de diseñar distintos universos personales que no dejan de ser, al fin y al cabo, productos de la mente. Esta objetivación de las ideologías destruye la discriminación entre creyentes de diferentes religiones así como la distinción, todavía más artificial, entre creyentes y no creyentes. Creencias e incredulidades se basan en ideas que defienden o niegan hipótesis experimentalmente no contrastadas. Sin embargo, detrás de estas afirmaciones y negaciones, encontramos siempre un ser con capacidad de pensar que cuestiona su realidad existencial y busca algo más sólido en lo que apoyarse.

El decepcionante resultado de las ideologías utópicas, que prometían una atmósfera social más acorde con la naturaleza y aspiraciones del ser humano, se ha utilizado para defender, sin rubor alguno, prácticas políticas fundadas en “intereses geoestratégicos o de Estado” que ningún individuo normal, en su sano juicio, se atrevería a protagonizar. Así que la pregunta: “¿qué estamos haciendo en este mundo?” es cada vez más frecuente y, desde luego, más pertinente. Toda persona consciente se la plantea, sea cual sea el ámbito cultural e ideológico en el que se mueve; creyentes y no creyentes. Porque no es una pregunta interesada en cuestiones místicas o en una presunta realidad trascendente después de la muerte física; todo lo contrario: la mayoría de las personas que se plantean este interrogante están interesadas por la vida antes de que la muerte los alcance; por la vida que están protagonizando ahora.

Y no habiendo encontrado una respuesta satisfactoria, ni en la religión tradicional ni en las ideologías de carácter utópico, dirigen su atención hacia el propio ser humano, en un nuevo humanismo que despunta. Este humanismo no es de carácter ideológico sino empírico; se sustenta en la conciencia de la dignidad del ser humano y de su potencial creativo. Reclama recuperar esta conciencia en tanto que sujeto, después de haberla sometido tanto tiempo y con resultados tan parcos, a los objetivos del desarrollismo económico. Reclama también que los productos de la mente se pongan a su servicio, en vez de exigirle que rinda pleitesía a la ciencia y a la técnica. Quiere ser él quien experimente su vida, no que la decidan en los laboratorios. Por eso este nuevo humanismo no se puede calificar de metafísico.

La célebre demostración cartesiana de la necesidad del yo, que culmina en la frase: “pienso luego existo” contempla, como argumento previo a esta conclusión, la posibilidad de que un genio maligno esté distorsionando nuestra mente con afirmaciones erróneas. Ahí es cuando Descartes afirma triunfalmente: suponer que un genio maligno pretende engañarme implica la existencia de alguien susceptible de ser engañado; piense lo que piense, el hecho de pensar demuestra que existo; y existo en tanto que capacidad de pensar. Pues bien, este nuevo humanismo pretende devolver la importancia a este sujeto que piensa, al tiempo que le anima a tomar conciencia de la profusión de “genios malignos” que, desde la familia y la escuela hasta la televisión, se empeñan en llenar su mente de contenidos que enturbian y mediatizan esta capacidad que supuestamente nos distingue de otras especies.

Dos siglos después de Descartes, la fenomenología ha ampliado esta definición del ser humano incorporando otras funciones de la conciencia. Ya no nos concebimos exclusivamente como capaces de pensar, sino también de amar y de transformar el mundo. Es una triple calidad de la naturaleza humana: intelectual, afectiva y práctica, que resalta la importancia de la experiencia. Porque comprender, amar y hacer carecen de sentido sin un estímulo externo que deba ser entendido, incluido y transformado. Este renovado interés del ser humano por sí mismo no pasa tanto por autodefinirse como por transformarse. O, mejor dicho, por desarrollarse de una forma plena, actualizando en su existencia personal todo lo que potencialmente es como ser genérico. Y claro, esto no se puede hacer de otra manera que de forma práctica.

Lo cierto es que, tal como marcha el mundo, tenemos muchas razones para sospechar que los “genios malignos” han conseguido desorientarnos bastante. Precisamente por eso necesitamos situarnos de nuevo en el “yo existo” para examinar desde allí las ideas que conforman nuestra mente; sobre todo aquellas que se refieren a nuestra propia realidad personal, rechazando las que veamos manifiestamente erróneas y recuperando la potestad de mirar el mundo y a nosotros mismos sin intermediarios.

Esta actividad tiene que ver con la indicación socrática del “conócete a ti mismo”, pero la complementa con otra que podría resumirse añadiendo: “y desmiente tus complejos”. No es la clásica invitación a examinar nuestra conciencia con sentimientos de culpa, ni a sustituir las ideas pesimistas que podamos albergar por otras maravillosas. Es la propuesta de ver lo que hay; mirando, no pensando ni interpretando. Es así de simple: ver lo que hay y redescubrir al que mira.

El método para hacerlo que presentamos en estas páginas se apoya en las directrices del psicólogo catalán Antonio Blay Fontcuberta (1920-1985); considerado por muchos como un maestro espiritual. Blay cuenta con una amplia obra escrita, especialmente destacable por su claridad. En ella resalta un concepto novedoso que sólo había sido apuntado por Gurdjieff: la noción de “personaje”. La noción de “personaje” sirve para examinar de una manera eficaz los contenidos de nuestra conciencia y distinguir en ella la influencia y las consecuencias de los “genios malignos”. Como explicaremos enseguida, el personaje es el resultado de la completa alienación del individuo a su entorno social, una alienación que puede ser observada, objetivada y trascendida. Este es el primer peldaño de una línea práctica que conduce a la autorrealización o conocimiento total de uno mismo.

La claridad de Antonio Blay deriva del hecho de estar describiendo su trayectoria personal en el reencuentro con el yo. El no hace filosofía, aunque emplea determinados conceptos para orientar esta experiencia en los demás, proporciona las claves que permiten reproducirla a cualquier persona interesada en ello. Describe el desarrollo que puede experimentar cualquier ser humano, por el hecho de serlo; desde la desorientación, la soledad y la impotencia hasta la evidencia palpable de su naturaleza genérica. Es un camino que se recorrer fase por fase; y la primera de ellas implica descubrir esta alienación y anularla.

El concepto de Personaje en la línea de Antonio Blay

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