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IDENTIDAD, IDENTIFICACIÓN Y ALIENACIÓN

El problema de la identidad nace de la necesidad que tiene el individuo de identificarse en su propia conciencia; y para ello atiende a lo que encuentra idéntico o permanente en sí mismo: lo que se mantiene a lo largo del tiempo y de los cambios que suceden en su existencia.

El yo genérico

¿Podemos encontrar esta identidad en las capacidades genéricas que hemos mencionado: la capacidad de comprender, de amar y de hacer? El hecho de ser genéricas, es decir: predicables de cualquier ser humano, ¿nos permiten identificarnos? Creemos que sí. Está claro que no nos permiten diferenciarnos de otros individuos como nosotros; sin embargo, posibilitan que mantengamos la noción de un yo personal a lo largo de todos los cambios que se producen en nuestra existencia.

Para diferenciarnos de otros individuos es necesario recurrir a nuestro cuerpo, a nuestra manera de pensar, a nuestra profesión y a toda una serie de factores que constituyen nuestra historia personal; pero lo cierto es que tanto nuestro cuerpo como nuestra manera de pensar, e incluso nuestra profesión, han experimentado repetidos cambios a lo largo de la existencia. A la comadrona que nos trajo al mundo le costaría mucho identificarnos ahora si tuviera como única referencia nuestro cuerpo. Pero el hecho es que nosotros mantenemos una noción de “yo” a largo de todos estos cambios físicos, ideológicos, profesionales, etc. Todo esto puede constituir “nuestra historia personal”, pero no es “Yo”. “Yo” soy, en todo caso, el propietario de esta historia, el protagonista de la misma; por eso la llamo “mía”. Pero eso hablo de “mi” historia, como algo distinto de “yo”.

Sin embargo, este “yo” no sirve para presentarnos a los demás. Si yo me presento diciendo: “yo soy yo”, seguramente que la respuesta que obtendré será: “yo también”. Lo cual es lógico, habida cuenta que estoy utilizando algo genérico para identificarme. Como veremos a continuación, utilizaré mi personalidad para diferenciarme de los demás. Pero si estoy hablando de “mi” personalidad es que esta personalidad es algo que tengo; es decir tampoco es “yo”. Un niño recién nacido, no tiene historia ni tiene personalidad y, sin embargo, ya es “yo”. Un adulto que por causa de una enfermedad mental ha perdido el control de su historia y de su personalidad, sigue siendo “yo”.

Y esta es la clave: yo soy el protagonista de esta historia; el que utiliza la personalidad para expresarse en este mundo. Soy la capacidad de pensar, amar y hacer, no lo que hago con estas capacidades. Lo que hago con ellas ya es un producto, es “mi” producto; pero yo no soy el producto sino la capacidad de generarlo. Por eso es incorrecto hablar de “mis capacidades”, precisamente porque son genéricas. Yo soy estas capacidades o funciones cognitivas, afectivas y energéticas, como cualquier otro ser humano; y las utilizo de una manera personal. Sus productos sí los puedo llamar míos, pero las capacidades las soy. De fuera me puede venir información, pero la capacidad de entenderla no me la puede dar nadie: la soy. De fuera me pueden venir propuestas de relación, pero la capacidad de amar no me la da nadie: la soy. De fuera me pueden llegar situaciones que requieren una respuesta de mi, pero la energía que posibilita esta respuesta es la vida que soy. El entorno puede incluso esclavizarme y obligarme a actuar, a pensar y a sentir de determinada manera; pero la inteligencia, el amor y la energía que pondré para materializar esta manera de pensar, sentir y hacer seguirá siendo “yo”, porque es justamente lo que yo soy.

Esto nos conduce a afirmar que nuestra identidad, lo que nunca cambia, lo que permanece inalterable a lo largo de mi existencia es la misma que la de todos los seres humanos que existen, han existido y existirán. Todos tenemos la misma identidad, pero cada uno de nosotros la percibe y la utiliza de una manera diferente, acorde con su individualidad. Considerado desde un punto de vista biológico, el ser humano es una especie social; pero tiene algo que la hace muy particular: cada individuo de la especie tiene la misma naturaleza, y por tanto el mismo valor, que la especie en su conjunto. El pensamiento, la moral y la técnica se divulgan, extienden y generalizan, pero, en su origen, son siempre individuales. Haber ignorado esta realidad explica el fracaso de todos los modelos socio-económicos que han intentado convertir al individuo en una mera célula de la sociedad.

“Yo”, en tanto que capacidad de ver, amar y hacer, soy el sujeto de mis pensamientos, sentimientos y actos. No soy nada metafísico, soy algo muy real. Aunque es posible que, a base de dar tanta importancia a los pensamientos, sentimientos y actos haya acabado por ignorarme a mí mismo. De esto hablaremos ampliamente. De momento basta con que tomemos conciencia de que ahí está nuestro principio: desde el momento en que nacemos, incluso antes de nacer, ya somos esta capacidad de constatar y describir nuestro entorno, de relacionarnos con él y de transformarlo. Somos esto antes de tener historia personal; y lo seguimos siendo a lo largo de ella.

El yo experiencia

Estas capacidades genéricas se actualizan constantemente en contacto con un entorno que las estimula. Las cosas, las personas o las situaciones que tengo que comprender, apoyar o transformar aparecen en el exterior; y esta actualización da lugar a la personalidad o yo-experiencia. La personalidad es el producto de un yo que se desarrolla en un entorno concreto y experimenta la realidad de una forma personal y única. Así como la identidad o yo genérico es común, la personalidad es individual y exclusiva. Esta es la razón por la cual resulta más adecuada para identificar a cada individuo y distinguirlo de los demás.

La vieja discusión acerca de si en la existencia de cada individuo es más relevante la herencia o el entorno se resuelve de inmediato cuando se advierte que la herencia genética también es entorno: el primer entorno que encuentra la vida que se transmite a una nueva forma. Nadie elige el código genético que determinará su cuerpo físico, su carácter y sus inclinaciones; los genes le vienen impuestos por su entorno parental. Y sin embargo, el yo-experiencia no va a estar condicionado de manera absoluta por este código genético ni por las circunstancias en las que se desenvolverá su existencia, porque la respuesta a las mismas y el uso que el individuo hará de la herencia recibida sigue siendo algo que sólo él puede decidir. Esta decisión suya es justamente la aplicación de su capacidad genérica de ver, amar y hacer a sus circunstancias concretas, natales y ambientales, pasadas y presentes.

O sea, que el yo-experiencia que en un momento determinado ha desarrollado el individuo no basta para identificarlo; so pena de considerarlo un mero producto de unas circunstancias. En este momento es así, pero esto no determina cómo va a ser mañana y, por tanto, no lo define, sólo lo identifica socialmente.

Así que el yo-experiencia es el resultado, la materialización, del uso personal de la capacidad de ver, amar y hacer que realiza cada ser humano durante la existencia. Este uso le lleva a comprender determinados aspectos de la realidad que le rodea, a desarrollar una sensibilidad que le permite establecer una red de relaciones afectivas y sociales y a manejar determinadas habilidades que le permiten jugar un papel concreto en el ámbito colectivo en el que se desarrolla. El yo-experiencia es lo que yo he comprendido, integrado y realizado por mí mismo; es todo aquello que puedo llamar “mío”, incluyendo el cuerpo físico, el carácter psicológico y las inclinaciones que tengo. Desde el punto de vista del yo-experiencia, cada uno de nosotros es un ser único y exclusivo. El yo-experiencia es la razón suficiente de mi existencia; me identifica ante los demás y registra para mí mismo la actualización que he hecho del “yo” genérico y los resultados que esta actualización ha proporcionado. Lo que tienen en común estos actos y resultados es que han sido protagonizados por mí.

El yo público

Lógicamente, estos actos son percibidos por la gente que nos rodea. Y de ahí se deriva una tercera manera de ser identificados; en este caso por parte de los demás. No se trata de una identidad real sino de algo que se nos atribuye como, por ejemplo, el Documento Nacional de Identidad, que certifica nuestra “identidad” por medio de un número de ocho cifras que nos acompaña durante nuestra existencia. Si este número puede servir para identificarnos, tanto más lo hará toda la información que de nosotros puedan tener las instituciones y las personas con las que nos relacionamos. O sea que, a primera vista, parece que, a fin de mantener una clara identidad frente a los demás, deberíamos esforzarnos en transmitir la mayor información posible acerca de nuestro yo- experiencia. De hecho, esto es lo que deberíamos hacer siempre que nos encontramos con una persona amiga a la que llevamos tiempo sin ver.

Sin embargo en estos encuentros solemos proporcionar una información parcial con la intención de manipular la imagen que de nosotros tendrán los demás. Con este fin, tendemos a explicar aquellos acontecimientos que acrecientan nuestro prestigio ante terceros y pasamos rápidamente, o eludimos por completo, episodios de nuestra existencia que estimamos que no favorecerán esta imagen pública. Pero como alabarse uno mismo directamente no se considera de buen tono, existe una forma, supuestamente más objetiva, de promocionar la propia personalidad y consiste en mostrar todas las posesiones que constituyen un indicativo social de éxito personal: títulos académicos, relaciones importantes, bienes materiales, estatus laboral, etc.

En esta tercera vía de identificación, cada uno es lo que los demás piensan de él; o mejor dicho: lo que cada uno presume que los demás piensan de él, porque esta opinión no se suele expresar en voz alta. Razón de más para creer que la identidad de cada cual depende básicamente de los bienes materiales o inmateriales que pueda lucir, porque se supone que reflejan por sí mismos y de un modo objetivo la personalidad de su dueño. En cada lugar y momento hay una serie de bienes especialmente valorados por la sociedad, y la identidad personal puede determinarse por la mayor o menor posesión de estos bienes concretos. Así es como esta identidad acaba por depositarse en algo tan relativo como la marca de ropa, el modelo de automóvil que utilizamos, el lugar en el que veraneamos, el colegio en el que estudian nuestros hijos, etc. Pero también en el número de autores que hemos leído, el sacrificio que hemos hecho por nuestros seres queridos, o el grado de desarrollo espiritual que creemos haber alcanzado. Elegimos unas cosas u otra según el ámbito social en el que nos movemos y el predicamento que en él tienen estas distintas posesiones.

Lo paradójico es que creemos que estas cosas sirven para mostrar nuestra identidad cuando, en realidad, somos nosotros los que nos hemos identificado a priori con los objetos o circunstancias que cuentan con la aprobación de este entorno. Tal decisión nos convierte a nosotros mismos en cosa, fundando nuestra identidad en lo que tenemos; y, lo que es peor, en lo que no tenemos y consideramos indispensable. Así es como esta identificación se convierte en una verdadera alienación que consigue hacernos olvidar por completo nuestro “yo” genérico y nos sumerge en una desorientación que afectará toda nuestra vida. Porque alienarse, convertirse en cosa, no es una decisión que tome a conciencia un individuo consciente que decide “venderse” a cambio de un buen sueldo o un cargo público, sino algo que se nos inculca en nuestra mente desde la más tierna infancia; algo que no tiene nada que ver con nuestro yo genérico y que sólo sirve para cuestionar y devaluar nuestra personalidad o yo-experiencia. Esta manera anómala de identificarnos es lo que denominamos: personaje.

El concepto de Personaje en la línea de Antonio Blay

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