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La era del té
ОглавлениеEl té era, hasta hace unos años, una bebida de la que presumían los ingleses y que aquí se usaba para apaciguar un desajuste intestinal. Pero las costumbres van cambiando y hoy el té ha experimentado un boom social que lo ha convertido en una bebida emblemática: es menos intensa que el café y menos inocua que el agua, posee esa medianía aceptada por todos, que es el signo inequívoco de estos tiempos.
La popularidad del té, de su naturaleza inofensiva, queda muy bien en esta época de honda corrección política, donde todos se esfuerzan por hacer lo que debe hacerse, y por decir y pensar aquello que cuenta con el consenso de la mayoría. Lo de hoy es no ofender, estar de acuerdo, comportarse todos de la misma forma, militar con discreción en esa masa que, por su volumen, no puede estar equivocada.
Pero tanta corrección va acabando con los matices y promoviendo un pensamiento único, que es también automático y acrítico, y que hace ver, por ejemplo, al que se bebe unas copas como un alcohólico, y como una mala madre a la que permite que sus hijos estén frente a la PlayStation más allá del tiempo que dictan las estadísticas. Del mismo modo empiezan a ser socialmente sospechosas las personas que no se hacen practicar regularmente la colonoscopia, o la mastografía, o las que no comen verdura suficiente, o no van al gimnasio y ni siquiera trotan por la acera en la mañana.
Como todos estamos permanentemente conectados a la misma nube de información, el pensamiento individual tiende a uniformarse; no queda espacio para la reflexión porque se nos da todo ya pensado. Es verdad que en todas las sociedades se ha tratado siempre de conducir a la grey, pero también es verdad que nunca en toda la historia de este mundo los ciudadanos habíamos estado tan expuestos a lo que debe decirse y hacerse.
Por ejemplo, la vida saludable, que hace unos años era una simple propuesta, una opción personal, se ha convertido, a estas alturas de la era del té, en la única alternativa socialmente aceptada. Quedan muy lejos aquellos tiempos en los que Ernest Hemingway escribía páginas monumentales de premio Nobel a fuerza de ron cubano, o que Eric Clapton echaba mano de la heroína para construir sus solos magistrales de guitarra. En unos cuantos años los escritores han pasado a ser hombres de chándal que trotan por las mañanas y comen frutas y cereales, y las estrellas de rock beben té y abrazan alguna disciplina espiritual.
El cambio ha sido radical, y lo normal sería pensar que ha sido para bien; después de todo Hemingway terminó pegándose un tiro en el paladar, y a todos nos queda muy claro que, a la larga, el té verde no tiene los efectos nocivos que tiene la heroína. Cultivar la salud es mejor que atentar contra ella pero, cuando la vida saludable empieza a convertirse en dogma, es momento de sentarse a reflexionar.
Hoy Hemingway no sería un enorme escritor, sino un borracho, y Eric Clapton un drogadicto; la incorrección de su vida privada terminaría minando, a ojos de su público macrobiótico, su talento artístico.
El orden ha sido subvertido: hace muy pocos años se quería la salud para vivir la vida y hoy, en la era del té, la vida se vive en función de la salud. Comienza a gestarse una suerte de psicosis: el buen ciudadano no bebe alcohol ni fuma, hace ejercicio, come frutas y verduras, no excede los 110 kilómetros por hora cuando conduce su automóvil, es decir, obedece las reglas, sigue al dedillo lo que le han dicho que debe hacer con la ilusión de que, si cumple, no puede pasarle nada malo, y si no, va irremediablemente a condenarse. Esto puede ser cierto o no, porque la vida es un torrente incontrolable, es fundamentalmente azar y caos y no puede proyectarse con semejante simpleza. Hay sobre todo alrededor de la vida saludable, y de la corrección política en general, una especie de sentimiento religioso, la idea de que se salva quien obedece y cumple con los mandamientos. Y aquí ya se percibe un tufillo a san Mateo, por aquella imagen idílica que proponía del paraíso, ese lugar donde «no habrá ya ni enfermedades, ni vejez, ni muerte».
Lo grave de la era del té es que en sus aguas tibias ha empezado a disolverse el espíritu que distinguía a Europa. El margen de libertad en que se mueve un ciudadano europeo es cada vez más estrecho; en aras del bienestar y la salud pública, se le ha quitado la oportunidad de demostrar que es un hombre respetuoso y civilizado; la policía lo vigila las 24 horas del día, hay cámaras de vídeo en todas las avenidas, va dejando constancia de sus actos y de sus movimientos con su teléfono y sus tarjetas de crédito y, cuando conduce, hay radares que controlan la velocidad de su coche y, cada vez con más asiduidad, se enfrenta con un retén policial que lo obliga a soplar en un aparato para comprobar que no ha bebido más alcohol del que está permitido beber. En lugar de concienciar a la gente, en Europa se ha optado por decirle lo que ha de hacer y por reprimirla si no lo hace, ha empezado a tratarse a las personas como si no fueran dignas de confianza, como si no supieran comportarse, se ha aplicado a la población una serie de medidas importadas de otros países que, antes de la era del té, nos parecían Estados policiales. ¿Qué mérito tiene ser un continente civilizado a este precio?
Imaginemos una sociedad donde finalmente ha triunfado, de manera hermética, la corrección, donde todas las personas hacen footing o van al gimnasio para procurarse un buen cuerpo y una excelente condición física, donde todos se alimentan de verduras, cereales, zumos, y manjares bioecológicos. Una sociedad en la que nadie bebe alcohol ni fuma tabaco (esto ya casi se consigue) u otras drogas. Un paraíso terrenal donde los radares de la autopista quedarían sin efecto porque nadie excede el límite de velocidad permitido, y, puesto que nadie bebe, también sobrarían los controles de alcoholemia. Un Shangri-La donde todos cada seis meses se practiquen los mismos exámenes médicos y eduquen a sus hijos de la misma forma, siguiendo las estadísticas que dicen que el niño no debe estar más de tantos minutos al día frente a una pantalla y que en su tiempo libre debe hacer tenis, o piano o karate o aprender inglés o chino, porque no hay peor incorrección que un niño holgando en casa, que un mocoso que no le saca réditos a su infancia por estar entregado a esa ociosidad de la que, antes de la era del té, salían los artistas y los filósofos.
A esta sociedad de impecable corrección, le faltarían contrapesos: la gente que disiente, la que reflexiona por sí misma, la que cuestiona lo que dice la mayoría y duda del pensamiento único, la gente que se brinca las normas porque, sin ese contrapeso, la vida pierde la tensión, se hace blanda, sosa, flácida; porque la cosa no es tan simple como obedecer y portarse bien, o hacer exclusivamente lo que nos dice la autoridad o nos dicta la corrección política; la civilización no está ahí, está en la tensión entre lo prohibido y lo permitido, entre lo correcto y lo incorrecto, en esa batalla que al final, en los países civilizados, se decanta a favor del bien común.