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Lado B: La orgánica desempolvadora didáctica

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En La promesa (Leos Films - CMedia Films - Eficine 189, 90 minutos, 2018), inconcebible séptimo largometraje del mismo autor total Óscar Blancarte, ahora con resplandecientes locaciones sinaloenses en Los Mochis y El Fuerte y en la mágica ciudad poblana de Cholula para lograr el más equilibrado de sus filmes, el avispadísimo niño brillante aunque rebeldemente ateo muy por encima de sus determinismos regionales Leo (Alessio Valentini) vive en 1989 al lado de su decrépito abuelo exferrocarrilero en perpetua cacería ilusoria de un coyote matagallinas Amadeo (Rafael Inclán) y de su abandonada madre trabajadora mecánica de overol Marta (Lumi Cavazos), los tres en inicua espera del retorno vencedor del padre que se largó al extranjero a la búsqueda de mejores oportunidades, fuera de ese perdido pero magnífico pueblo de Recoveco cuyo entusiasta profe titular único Cruz (Mario Zaragoza con barbitas apodícticas), pese a que su adorada esposa Amanda (María Elena Quiñones) lo engaña de inocultable manera con el instructor de aerobics ( Jorge Celaya), ha logrado generar y mantener el inusitado interés libresco en una comunidad fanática de la literatura narrativa, gracias a las actividades dominicales del Club de Lectura “La Hojarasca” (en tácito homenaje al multicitado autor favorito del providente pedagogo: Gabriel García Márquez), en el transcurso de las cuales todos los lugareños, provistos de micrófono y altoparlantes para ser escuchados hasta el rincón más lejano, leen en voz alta y por riguroso turno clásicas obras literarias integrales, trátese de Cien años de soledad, Don Quijote de la Mancha o la Ilíada, porque “Con los libros podemos viajar, por eso fundamos el club”, contando con la participación infaltable de la afanosa funcionaria escolar Doña Jovita (Yosi Lugo), de su linda hija rubita ya enamorada sin esperanza del pequeño héroe María Julia (Valentina Nallino con grácil lunar en el labio derecho), del bonachón párroco Padre Alberto (Víctor Huggo Martín), del sabihondo musiquillo acordeonista propuesto como contertulio perfecto apodado Gardel en honor a su máximo ídolo de origen nebuloso (Alberto Lomnitz) y, sobre todo, del discapacitado bibliómano inquilino de un vagón repleto de libros a quien colectivamente sólo se le conoce como El Chueco (Alonso Echánove aguantando vara), mas sin embargo, como también en las cultísimas colectividades felices hace aire, preocupa a la progenitora del precoz Leo que, pese a ser amado de todos y por cada uno considerado la gran promesa pueblerina, el muchachito esté prefiriendo darse una formación autodidacta y, en efecto, pronto desertará por completo de la escuela, a la que faltaba de continuo para irse de pinta al arroyo con su amiguita María Julia a quien tiraba más traviesa que aviesamente al agua (“Prometo que algún día te haré lo mismo”), sin dejar de robarle algún beso en la boca, ni tampoco de frecuentar a su admirado exmaestro Cruz y a sus cuates Gardel y El Chueco en pos de conocimientos acumulados que, con el tiempo, tras haber conseguido consolar y reanimar puntualmente tanto al profe al fin abandonado por su esposa adúltera, como a su propia madre que ha recibido una carta donde el cónyuge ausente le comunica su definitivo casamiento con otra mujer, van a redundar en una auténtica e imparable cadena de éxitos: el éxito ganador del primer lugar en la Olimpiada del Conocimiento en la cabecera del estado que todo el Club de Lectura contempla por televisión y sorprende jubilosamente a la conductora (Mónica Dionne), el éxito por lo tanto de un envidiado premio consistente en la inmediata partida a España para continuar sus estudios (desde secundaria hasta profesionales) en la Universidad Complutense de Madrid, el éxito del afianzamiento como académico y escritor de un Leo adulto (Alejandro Cárdenas) que de pronto informa por carta de su estancia en Moscú rumbo a Estocolmo, el éxito esperado de los libros de Leo que inundan de ejemplares a los pueblerinos y sin necesidad de invocar a Dios conjuran al Demonio de todo Mal para satisfacción del cura Alberto, el éxito resonante mundial del lejano Leo cuyos ecos infunden suficiente ánimo a la comunidad de Recoveco para sobreponerse a los vientos de un huracán que la habrá devastado, el éxito clamoroso en el extranjero que hace obtener a Leo el Premio Nobel de Literatura y, last but not least, el éxito que se corona con el retorno triunfal por tren de Leo a Recoveco para reintegrarse como un humilde miembro más de la comunidad que lo vio nacer y formarse merced a ese egregio mentor bibliófilo ahora encorvado y encanecido Cruz que, luego de permitir generosamente el regreso de su contrita esposa Amanda, va a recibir el tributo agradecido del hombre famoso buen cumplidor de promesas Leo, mediante una dedicatoria impresa y un abrazo fervoroso a quien considera con socavadora emoción como su verdadero padre, al soltarle un “Decíamos ayer”, a semejanza de Fray Luis de León a sus alumnos al retornar de una prisión, porque, y aquí cita al maduro maestro ahora anciano: “Una casa sin libros es como un cuerpo sin alma”, para concordar con el agraciado y agradecido mínimo imperio resarcido por una orgánica desempolvadora didáctica.

La orgánica desempolvadora didáctica lleva una bien lograda candidez hasta sus últimas consecuencias deliberadas y desarmantes, imponiendo una prefabricada gracia muy insólita y el dominio de un cine dichosamente idílico que no teme a lo pueril, como si todo estuviera marcado por el hipotético estado de gracia de un antiquísimo libro de texto escolar que estuviese animándose y renovando en cualesquiera aspectos, menos en sus contenidos, en sus flujos e influjos sustanciales, rechazando otras influencias adultas o animosidades posibles, una actitud remozadora de la “novedad de la patria” (Ramón López Velarde) en la patria chica como segura vía de acceso a la “intimidad más desierta” (Carlos Pellicer) que sería “indispensable al peso de cada fruto y a la fecundidad de cada caricia” ( Jaime Torres Bodet), porque cree en la frescura ingenua elevada al absurdo hasta de la glotonería icónica (esos inaugurales pósters luego ubicuos de Carlos Fuentes y García Márquez o Ernest Hemingway y Jules Verne o Mario Vargas Llosa y demás), porque al parecer “Aquí no suceden cosas / de mayor trascendencia que las rosas” (Pellicer de nuevo), porque está conjuntando los mil esquemáticos incidentes unidimensionales y de otra manera inertes de su guion certeramente inerme, porque está aprovechando la luminosidad de los talentos presentes que ha puesto en juego para validar ese mismo juego y su aparente carencia de pretensiones conflictivas: la diáfana fotografía del veteranísimo excuequero Arturo de la Rosa y Jorge Suárez Coellar, la música desenfadada de Jesús Monarrez plena de imitaciones rústicas de canciones populares (“Lo recuerdo como un mago / del camino...”), el vestuario de Cynthia López y el maquillaje de Priscila Vianey de Villalobos que envejecen sin piedad a los personajes adultos en la recta final, la ecuánime dirección de arte de Carlos Maciel que alía realismo y artificio en dosis equivalentes, la expositiva edición sintetizadora de Gabriel Orozco López y un expurgadísimo marco de referencias místico-cinematográficas civiles como si el cine nacional empezara y acabara en el donaire de algunas emulaciones añejas de El joven Juárez (Emilio Gómez Muriel, 1954) haciéndose eco prematuro al idealizado mundo hipotético del conmovedor maestro fílmico por excelencia lacrimógena de un Simitrio (Gómez Muriel, 1960) interpretado por un envejecido recio grandote José Elías Moreno (el socarrón Pancho Villa ideal en una decena de ficciones revolucionarias) vuelto borreguno en el insuperable rol estelar bienhechor.

La orgánica desempolvadora didáctica juega así a fondo el juego de la elementalidad, una elementalidad falsamente espontánea pero buena recuperadora estruendosa de una frescura callada, una elementalidad libresca y poslibresca de amor loco a los libros (como toda proporción guardada lo era en terrenos europeos cosmopolitas una cinta excepcional tipo La librería / De libros, amores y otros males de Isabel Coixet, 2017) pero sabedor del poder de los libros para hacer mejores a sus lectores (“No porque tus obras contengan lecciones, sino porque son una lección”: J. M. Coetzee en Siete cuentos morales) y aspirante a la elementalidad trascendida aunque inmanente de alguna de las Odas elementales de Pablo Neruda, una elementalidad socarrona jamás aviesa ni castrada que se transmuta en el obsequio de un ejemplar en francés La vuelta al mundo en 80 días a Leo que será recompensado lustros después al profe con el regalo de una supuesta primera edición de la misma novela hallada en París, pero también: en el coqueteo descarado del profe de aerobics a sus alumnas de bañador negro bailoteando acompasadas en la travesía de un puente colgante, en el doloroso espionaje de Leo a los amantes adúlteros en el bosque intempestivo de Les Mistons (François Truffaut, 1957), en los campo-contracampos de imperturbables close ups sonrientes dígase lo que se diga (“Inútil como tu padre”), en las intempestivas sangronadas salpicantes más que chispeantes (“¿Por qué no nos saltamos unas páginas y lo dejamos en Ochenta años de soledad?”) de la melodramática galería de antimelodramáticos personajes sin villano posible pese a las secuencias dolientes (“El profe Cruz está muy malo, tienes que ir a verlo” / “Pero mire nada más, profe, qué cochinero” / “Vamos, profe, a la escuela”), en la belleza ignota u olvidada del antiguo tren multicolor llegando a la estación de adobe, en las nobles claridades entrando deslumbrantes por la inconmovible ventana a los desnudos interiores habitados o no pero siempre monocromáticos (azulotes, amarillentos), en la súbita comprensión del persistente pero deteriorado abuelo cascarrabias tras la lectura tirada en la cama de El viejo y el mar bajo la luz de un foco pelón, en la amistad soterradamente romántica de El Chueco con Gardel afianzada tras la impresión de una ficticia acta de nacimiento del inmarcesible ídolo ¿nacido en Toulouse o en Argentina o en Uruguay?, en las cartas leídas en grupo para alimentar de noticias a toda la comunidad con sus avances y mantenimiento de las promesas concertadas (“Leo ya tuvo su primer día en la Universidad”), en la fotogenia pueblerina del último rayo acompañando a una rememorable rememorada efigie femenina alejándose por la solitaria vía férrea, en la multitud de hojas de papel volando por las calles maldeshechas y por el río fangoso tras el azote de una tormenta devastadora más bien poética, en el magno tormento diminuto del ser de criaturas gloriosas (el profe, la madre, el abuelo con permanente rifle anticoyotes, Leo, María Julia, los insidiosos compadres insignes El Chueco-Gardel y los compadres ), o séase, en suma, en esa vertiginosa imaginería relumbrante, sin deshacer ni agraviar por supuesto a los estados alucinatorios de una esencialmente múltiple y posmoderna ficción de ficciones fuera de todos los códigos todavía en uso.

La orgánica desempolvadora didáctica se mueve entonces de manera desarmante entre la idealización ñoña y la egregia creación de un equilibrado universo aparte de existencia puramente cinematográfica hasta el hartazgo, entre el cruce de promesas que hace el maestro (“Eras mi mejor alumno y lo volverás a ser, te lo prometo”) y la que se hace al maestro (“Yo sí regresaré, no como otros, se lo prometo”) como representantes de la conciencia del pueblo y su evolución ascendente (“Si Dios existiera, no habría tantas injusticias en el mundo”, espeta el niño Leo al cura que le contesta en automático un “Las injusticias las hacen los hombres”, para replicarle ipso facto: “¡Epa!, Dios creó a los hombres”) y generadora de un primitivo proyecto crítico (“Escribiré cuentos para decir que hay políticos que nos tienen en el hambre y la miseria”), porque de lo que primordial y primorosamente se trata es de exaltar en exclusiva las figuras del maestro y del discípulo en complementarios planos y niveles visuales y conceptuosos (“Lo admirable en este oficio es hacer que amanezca el día en los rostros”: Jean-Louis Bory en Mi mitad de naranja), según los dictados de los grandes humanistas latinoamericanos (“Es la educación primaria la que civiliza y desenvuelve la moral de los pueblos. Son las escuelas la base de la civilización”: Domingo Faustino Sarmiento en Facundo, civilización y barbarie) y universales ancestrales (“El espíritu infantil no es un vaso que tengamos que llenar, sino un hogar que debemos calentar”: Plutarco en Vidas paralelas), aunque deba cumplirse con la paradoja educacional lúcidamente señalada por Hanna Arendt: “Es precisamente para preservar lo que hay de nuevo y revolucionario en cada niño que la educación debe ser conservadora” (en La crisis de la cultura), para plasmar las ansias aurorales y las añoranzas crepusculares de una película a su modo autoficcional, filmada por un niño sinaloense de 10 años que apenas cumple 69 y que de seguro se prometió a sí mismo en la infancia regresar a su pueblito querido, o acaso jamás dejó de residir dentro de él, en su fuero interno, porque debía asumirse como un alter ego del cineasta / literato famoso que regresaba al imaginario pueblito de Cinema Paradiso (Giuseppe Tornatore, 1988) hasta con la presencia viva de una Lumi Cavazos que pasó de ser novia eterna a inmortal madre abnegada, como la búsqueda de una alegría y una dicha bobas que no ha dejado de hacer la película misma.

Y la orgánica desempolvadora didáctica culmina con el aventón de la adulta madre soltera perdonada María Julia (Marisol Chiquete aún con grácil lunar en el labio) al adulto Leo para que éste acabe chapoteando en un sucio charco como le había prometido desde niña, pues siendo él mismo una promesa más que cumplida y pronto a cumplir su promesa de matrimonio al ofrecerle de rodillas a su hermosa novia infantil un enorme anillo de bodas, ésa era la mejor manera de probarle que no era el único gran pagador de promesas.

La orgánica del cine mexicano

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