Читать книгу En viaje a Way Point - Jorge Bericat - Страница 5
Capítulo I
ОглавлениеEn el corazón de la enmarañada selva sudamericana, la noche llegaba a su final y una tenue claridad comenzaba a despertarlo todo.
Entre los primeros sonidos, el sol se asomo detrás de los árboles añosos y comenzó a calentar el claro, mientras las sombras de los nobles quebrachos se estiraban en la tierra colorada esperando la llegada del hachero.
El rocío inició su rutina y levantándose despacio comenzó a formar pequeñas nubes de vapor que se diluían en el aire caliente.
La jornada había comenzado.
En el cielo, las nubes grises esparcidas sugerían una mañana agobiante de humedad y calor.
Al mediodía, el sol se proyectó con fuerza y comenzó a calentar también el predio poblado cerca del río, el lugar más fresco, donde se asentaban las viviendas y la estación.
Los animales sabían que en aquellas horas de calor eran superiores a los humanos.
La selva se sentía saturada de pequeños monos que se expresaban a la vez, excitados. Los tucanes observando desde los árboles más altos. Los loros en la barranca del río. Los papagayos mostrándose altivos, mientras los peligrosos felinos permanecían ocultos, en silencio, a la espera de su presa.
Los cuerpos atléticos traspiraban y las jovencitas siempre se sentían cerca del amor.
Los jóvenes alimentados a coco y a pescados de río, rebosantes, pletóricos y alegres esperaban el contacto de la piel.
Después del mediodía nadaban todos en la fresca corriente del Pilcomayo, ellos en un sector agitado donde mostraban sus virtudes físicas, malabares, saltos, y las chicas en el extremo de la orilla Oeste, donde los sauces lamían las aguas más calmas.
Los separaban treinta metros de aguas traicioneras, de remolinos y corrientes repentinas.
Entre el murmullo de los sauces se escuchaba el sonido placentero que llegaba desde el andén del ferrocarril a doscientos metros del río.
La locomotora temblaba suave.
El tren estaba amarrado al andén de la estación El Quebracho con su potente motor ronroneando acompasado, como un animal manso y domesticado ronronea a los pies de los niños de la casa.
Los nativos empleados de la empresa, apiñados como hormigas en la dulce fruta madura, lustraban los tres vagones de color plata puro que ya brillaban a tope. Era imposible obtener más brillo pero, como era su costumbre, seguirían lustrando hasta que el capataz de limpieza diera por finalizada la tarea. Ya sabían que por ese trabajito les darían de comer a todos con sus familias y sus perros, después de la partida del tren.
De pronto, se sintió un furioso ruido militar e inmediatamente el Cabo López, de mal humor como siempre, apareció en el andén al mando del pelotón de vigilancia entre órdenes confusas. Sus soldados, entrenados para la obediencia ciega, formaron dos filas paralelas impecables.
A los pocos segundos, raudamente y por el medio de la formación, más de cuarenta nativos cargadores avanzaron a paso rápido portando siete baúles marrones que depositaron en el interior de uno de los vagones plateados.
En total, embarcaron setenta kilogramos de oro 18 quilates.
Una vez despejado el sector del andén, disciplinadamente, los soldados rompieron la formación, subieron al vagón donde habían depositado el oro y tomaron su lugar en unos asientos adosados a los laterales internos.
Luego, un segundo pelotón ocupó el vagón plateado de atrás, un tercero se instaló en el de adelante y cerraron también sus puertas con un ruido seco.
Por último, el Cabo López subió al estribo y, desde allí, miró con su cara de siempre hacia todos lados en busca de posibles malhechores, a continuación ingresó al vagón del oro y las pulidas puertas se cerraron, herméticamente, desde adentro.
Dos horas más tarde, las barreras permitieron el acceso a la estación a los pocos pasajeros que viajarían en el tren, con sus maletas y sus ropas domingueras.
No faltaban los familiares, curiosos, amigos y conocidos del pueblo que venían a despedirlos.
El jefe de estación vestía su uniforme de Ferrocarrilescon exagerada pulcritud. Sus ropas perfectamente limpias y planchadas, la camisa impecablemente blanca, los zapatos que brillando negros contrastaban con el plateado de los botones de su chaqueta y sus finos bigotes alisados que le daban un aire de persona muy ordenada y metódica. Les dio la orden de embarcar y los pasajeros se acomodaron en sus asientos.
Todo se realizaba mediante órdenes, nada se improvisaba.
A los quince minutos se escucharon algunas pitadas, campanas y el tren se fue despegando despacio de la calurosa y húmeda estación El Quebracho.
Una media docena de perros seguían a una perrita en celo bajo el calor pegajoso, pesado y quieto, disfrutando el vacío que la partida del tren había dejado en la playa de la estación.
El pueblo aledaño, hacia el río, se llama Aguas. Del otro lado, al Sur, hay un asentamiento más cuyo nombre es Minería. Sus pobladores trabajan en la mina inglesa que produce gran parte del oro que se utiliza en el mundo.
Uno de los pasajeros del tren, en esa pesada tarde, es Ezequiel Díaz, pertenece al pueblo de Aguas y está emprendiendo un viaje por primera vez.
Es una experiencia que a él se le antoja fantástica, a pesar de la realidad objetiva y al pragmatismo reinante que lo aleja indefectiblemente de su fantasía.
El tren es real y por ende el viaje, la vida.
No está soñando.
Se pellizca el brazo izquierdo y sonríe.
A las pocas cuadras de la estación el tren dejó el claro, se internó en la vegetación cerrada y se perdió de vista completamente en un túnel que ocultó la luz del día por completo.
Luego de recorrer aquellos cinco kilómetros en la selva cerrada el tren salió a otro claro, al costado del río, donde viven los marginados, generalmente buscados por la justicia de algún lugar lejano.
Después, desde allí, el viaje se hacía normal. Ya no era tan cerrada la vegetación.
De vez en cuando aparecía alguna rama que no molestaba demasiado.
Aquella tarde, el tren ya salía del túnel y seguía tomando velocidad. La locomotora era una de las grandes con dos motores MW 3412.
La potencia tremenda se sentía y hacía que la locomotora se comportara liviana como una pluma. El maquinista de turno la sofrenaba para reducir la velocidad y no sobrepasar la velocidad crucero de 140 Kph
Cada vez que la frenaba suavemente, miraba los instrumentos mientras succionaba la bombilla del mate hasta hacerla vibrar entre sus labios gruesos.
Su socio, Caraciolo Caro, puede pensar durante el largo viaje. Le ceba otro mate, su mente discurre mientras mira caer el agua caliente sobre la yerba; circuitos le cierran en conclusiones abstractas viajando subjetivamente entre mate y mate.
El maquinista Mario Escuredo está a cargo y no puede darse el lujo de la distracción, debe tener la mente en las paralelas brillantes de luna, la vía, el carril. Por sobre todo, debe mantenerse en el carril, ergo, dentro de espacios y tiempos reales.
Las palabras de Mario son sencillas mientras conduce, asuntos ya sabidos, verdades de perogrullo, palabras que llamen a la sonrisa.
En cambio, en La Fraternidad, se puede profundizar, pensar fuerte entre los viejos colegas maquinistas cuando se reúnen a tomar algún café.
Si se encuentran en el bar Unión, que queda a unas pocas cuadras por El Bajo desde la Estación Retiro, frente al Viejo Almacén y frente al río, allí las palabras vuelan aún más lejos, despreocupadas, a veces regadas de buenos vinos que ellos mismos traen de las provincias. El malbec de Mendoza, el torrontés de La Rioja, el pinot noir de San Juan, el vino fresco y seco de Río Negro, a veces una bordelesa chica de cien litros que ha quedado en el vagón de carga gentileza de sus amigos de estación Carmensa que siempre están generando ese excedente.
Les espera por delante un viaje de más de treinta horas.
La pared verde oscura de la selva parece estática. Solo el ruido de los potentes motores y algún movimiento axial cada tanto, sugieren que el tren se mueve hacia delante, hacia Buenos Aires.
Los padres de Ezequiel están sentados frente a él, callados. Su madre, Liliana Ghizzoni, necesita tratarse en un hospital de la gran ciudad y piensan quedarse allí todo el tiempo que sea necesario para recuperar su buena salud.
El monte va quedando atrás mientras el tren continúa su carrera. Se comienzan a ver rutas, cemento, automóviles, personas.
La civilización comienza a aparecer, los rodea. Llegan a Santa Fe y es la primera parada, le agregan algunos vagones de pasajeros y continúan viaje hasta Rosario, allí además de vagones, agregan a la formación otra locomotora.
En la estación de San Nicolás hubo que agregar más vagones otra vez, para satisfacer la demanda de pasajeros.
Ya no habrá más paradas hasta Estación Retiro.
La puntualidad es uno de los mayores logros de la empresa Ferrocarriles y es un orgullo para todos sus empleados.
Una pitada larga se dejó escuchar a las cuatro de la tarde, y entre las dos máquinas arrastraban sin mucho esfuerzo a los diecinueve vagones.
A la izquierda el Río de la Plata, a la derecha el estadio de los Miyos, El Monumental, del emblemático Club Atlético River Plate.
En el otro extremo de la ciudad, el barrio de La Boca con su mágica Bombonera.
Cruzando el Riachuelo: La Academia, El Racing Club de Avellaneda, alguna vez campeón del mundo con aquel golazo del Chango Cárdenas.
Mientras duró la pitada, el convoy dejó atrás la frontera divisoria entre la provincia y la ciudad de Buenos Aires. Faltaban veinte minutos más para que el tren llegara a la estación terminal.
Mario disminuyó la velocidad y a las cuatro y veinte detuvo definitivamente la formación en Estación Retiro, Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
Alejandro se había levantado temprano esa mañana, salió con tiempo de sobra de su casa, tomó el colectivo 93, que hace el recorrido Munro – Avellaneda, descendió en la Avenida Leandro N. Alem, desde allí siguió a pie hasta la calle Florida, entró a El Reloj a tomar un café, a hacer tiempo; leyó las páginas deportivas del diario, hojeó sin mucha atención las de espectáculos, luego fue caminando hasta Estación Retiro y se sentó en uno de los bancos del andén seis. Eran las cuatro de la tarde y el tren no había llegado. Faltaban veinte minutos, según el horario.
Habían quedado de acuerdo, cuando hablaron por radio, que Ezequiel y sus padres esperarían hasta que bajaran todos los pasajeros para que de esa manera no se perdieran en el hormiguero humano del andén.
Así fue, cuando quedó despejado casi totalmente el sector, los tres pasajeros bajaron cautelosamente del tren y pisaron el suelo de Buenos Aires.
Eran las cuatro y treinta y cinco según el reloj en la torre de la plaza de los ingleses. Pisaban el suelo de Buenos Aires, ciudad cosmopolita, una de las más grandes ciudades del mundo.
A Ezequiel le dio un escalofrío y se le erizó la piel.
Alejandro los reconoció y acudió en su ayuda.
Se repartieron besos, saludos, abrazos, comentarios, risas, preguntas.
Liliana sugirió que tomaran un taxi, se sentía bien.
Cuando llegaron a la casa, Alejandro abrió la puerta de calle y los invitó a pasar, sus padres no estaban.
Era una casa de familia de clase media, típica del Buenos Aires de principios del siglo XX, de aquellas que aún se ven en los barrios. Había sido reciclada en los setenta con esmero y con el buen gusto de no cambiar nada del original. Tenía sus balcones floridos con macetas bien cuidadas, escalones de mármol limpio y en la puerta cancel cortinas blancas bordadas al croché. La entrada principal, de hierro forjado, pintada en negro mate, daba a la Avenida Álvarez Thomas, casi esquina Plaza. Álvarez Thomas 1795.
Alejandro y Ezequiel compartían un dormitorio con un amplio balcón que daba a la calle Plaza y Allí, en el fresco balcón, se sentaban a la noche, luego de cenar, a charlar de diversos temas.
A esa hora ya no circulaban autos ni colectivos, de vez en cuando pasaba algún transeúnte solitario o alguna pareja y ellos ponían la música despacio, solo un poco más que un susurro en la noche silenciosa del barrio porteño.
En algún momento, sin darse cuenta, Ezequiel y Alejandro se quedaron dormidos y cuando despertaron con el sol de la mañana, seguían en los sillones de mimbre del balcón.
Alejandro entró al dormitorio, miró la hora en la radio que tenía sobre su mesa de luz. Ya había que comenzar el nuevo día.
Recogió los elementos para el colegio, revisó su agenda para corroborar el horario de materias de la mañana, tomó sus cosas y salió.
Bajó casi corriendo por la escalera que lleva a la planta baja y se encontró con don Ángel, que estaba leyendo el periódico mientras desayunaba.
Se sirvió un café y tomó unas galletitas, mientras comía algunas guardaba otras en el bolsillo de su saco.
Enjuagó el pocillo ya vacío, le dio un beso a su padre a modo de saludo y salió hacia la puerta.
-Te llevo, si quieres.
-Bueno, y conversamos un rato –contestó Alejandro con una sonrisa.
El colegio quedaba a quince cuadras, estaría solo esos minutos en el auto con su padre, y Alejandro no dejaría pasar esta oportunidad para hablar de las vacaciones que tenía planeadas.
Quería pasar todo el verano en Aguas, en la casa de su abuelo. Ya se había comunicado por correo con Agustín, pero aun no le habían confirmado nada sus padres.
Don Ángel lo escuchó en silencio, sin darle una respuesta por el momento, ya que, según dijo, hablaría del asunto con su esposa, doña Pilar Felina Navarro, a quién todos llaman Felina, la madre del muchacho.
Aquella tarde fueron al hospital a ver a Liliana y se encontraron con la sorpresa de que la señora ya se había levantado de la cama.
Tenía todo preparado y estaba ansiosa restregándose las manos. Faltaba solamente que llegara el médico y le diera el alta definitiva.
Con la llegada de las visitas se calmó un poco y a los pocos minutos comenzaron con Felina, las dos a charlar de modas hasta que llegó el galeno.
Unos días más tarde, unos pocos, que pasaron muy rápido para todos, Ezequiel y sus padres regresaron a su Quebracho.
Liliana se había curado.
La última noche antes de la partida no fue como las demás.
-¡No es para tanto! –dijo Ezequiel, rompiendo el silencio ¿Vas a ir en el verano?
-¡Espero que sí!
-Nos vemos allá entonces –agregó Ezequiel, mientras preparaba su valija.
Al día siguiente Alejandro no fue al colegio y los acompañó hasta la estación Retiro.
El tren partió y cuando se perdió de vista, él abandonó lentamente el andén y fue a caminar con su melancolía por San Telmo.
Al pasar por una de las infinitas librerías del viejo barrio, le afloró una sonrisa. Entró y revisó la mesa de saldos, le alcanzó el poco dinero que llevaba y pudo comprar un libro para mandarle a Ezequiel.
-¿Por qué está tan barato este, que es de un autor tan importante?
-Es usado.
-Pero está como nuevo.
-Se ve que no lo han leído –le dijo el librero, mientras revisaba el libro.
-¿Y cómo ocurre eso? ¿Los compran y no los leen? –preguntó Alejandro.
-Sí. Así es, tal cual. Compran en la feria del libro, pero después de leer dos páginas no pueden continuar con la lectura.
-¿Será por la publicidad? –preguntó Alejandro, volvió a preguntar. Ya llevaba unas cuantas preguntas. El librero lo miró sobre sus gafas.
-¡Nadie sabe el motivo! Pero la feria del libro se llena de gente todos los años y salen con sus bolsas. Un misterio –repitió el librero- y siguió murmurando mientras le cobraba.
Alejandro tomó su libro, saludó y se retiró.
Cuando llegó a su casa ya era de noche.
El profesor Sholten lo había estado esperando desde temprano, en ese momento estaba charlando con su madre y Alejandro se les unió. Al poco rato, ella se retiró a la cocina y comenzó a preparar la cena.
-Tengo algo que contarte –le dijo el profesor- es referente a los navegantes galácticos.
-Usted no se anda con chiquitas, profe –le dijo Alejandro, con una sonrisa.
-Presta atención. En el antiguo Egipto se encontraron datos no comprobados de la llegada de estos navegantes galácticos. Eran casi como nosotros, pero estaban tratados genéticamente con animales, principalmente con los que saben situarse y pueden predecir el futuro. Se sabe que se anticipan a los terremotos.
El profesor se tomó un pequeño respiro y empinó su pocillo de café ya vacío y frío.
-¿Usted me está hablando de la mitología griega? –preguntó Alejandro.
-¡No entendiste nada! ¡De Egipto!
-Está bien ¿Y qué pasó? Los egipcios también eran griegos. Cleopatra era griega, de la dinastía Tolomeo –dijo Alejandro.
-¡Cuántas horas podríamos hablar de Cleopatra!, pero no es ese el tema que estamos tratando ahora –dijo el profesor.
-Lo escucho, profe –dijo Alejandro.
-Los navegantes galácticos fueron eliminados. No se sabe bien el motivo. Hemos encontrado indicios de que tuvieron descendencia con las personas que vivían aquí en la tierra, y que esas mutaciones genéticas aparecen cada tanto. Aunque muy reducidas.
-¿Entonces qué hacemos? ¿Nos vamos a Egipto?
-¡No! ¡Ojalá! Si tuviera tiempo y dinero.
-¡Vamos a ir algún día! –le dijo Alejandro, para levantarle el ánimo.
-Quédese a cenar, profesor –interrumpió Felina- y la charla tomó otro camino, otros temas más sencillos, rutinarios, qué calor, qué día húmedo el de hoy.