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Capítulo II

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Los días pasaban rápido.

Un domingo, durante un almuerzo cuando terminaba noviembre, Alejandro les recordó a sus padres el asunto del viaje.

Tantas vueltas por el permiso se debían a la supuesta inestabilidad emocional de Agustín, a causa de haber participado en pleno frente en las trincheras mismas durante la guerra; y aunque de todos modos Agustín ya estaba perfectamente recuperado, le había quedado la fama de loco.

A la mañana del día siguiente, lunes, don Ángel lo acercó en el auto hasta el colegio y le confirmó que le permitiría ausentarse en el verano; luego le siguió dando algunos consejos repetidos que Alejandro casi no escuchó porque ya tenía en su mente el viaje y nada más le interesaba.

Cuando descendió del auto, en la esquina del colegio, se encontró con Segovia, quien le había presentado a Natalia Glasinovich en el picnic del día del estudiante, asunto que terminó en una buena experiencia, aunque el resultado del momento no haya sido del todo satisfactorio pero sí excesivamente confuso y misterioso.

Aquel día del picnic todo había comenzado muy bien. La mañana estaba clara con un sol radiante que insinuaba la hermosa jornada que les tocaría disfrutar.

Alejandro había salido a la vereda de su casa, estaba sentado en el umbral y esperaba que lo pasaran a buscar; Felina había salido también, acompañando a su hijo.

Luego de unos minutos de espera llegaron los chicos.

El padre de Altube, que tenía un corralón de materiales, les había prestado el camión y el mayor de los hermanos conducía.

Se habían acomodado seis o siete chicos en la cabina y más de veinte en la caja.

Alejandro se trepó a la parte de atrás y a Felina le rodó una lágrima mientras el camión arrancaba entre fuertes gritos.

Los chicos la saludaron a Felina con grandes saltos, agitando los brazos y gritando; ella también levantó la mano con melancolía, un poco por su hijo pero más por el recuerdo de algún lejano día del estudiante.

Viajaron más de una hora hasta que llegaron a un predio cerca de Moreno, a orillas del Cascallares, donde habían acordado reunirse varios colegios.

Llegaron e inmediatamente salieron a caminar por el lugar para buscar donde instalarse y no tardaron mucho, el primer árbol desocupado les sirvió y allí establecieron la base.

Casi al medio día, Segovia se encontró con Elizabeth Méndez que había venido hacía poco tiempo de El Salvador y vivía justo enfrente de los Segovia, en el Barrio del Molino, y los dos se gustaban.

Elizabeth y Segovia querían quedarse a solas, pero ella estaba con su amiga Natalia Glasinovich; entonces lo buscaron a Alejandro para presentársela.

Les costó un poco encontrar al muchachito entre las miles de personas pero, al poco rato, lo vieron desde lejos y se acercaron a él. Hechas las presentaciones, se alejaron un poco de la multitud y luego, en cuanto pudieron, Elizabeth y Segovia desaparecieron entre los árboles.

Natalia y Alejandro quedaron solos. Caminaron un poco de un lado a otro, hablaban de a ratos y por momentos se quedaban callados. No coincidían en sus pensamientos pero, más o menos, se entendían. De todas maneras, ninguno de los dos había tratado de acercarse mucho al otro.

Natalia era muy hermosa, despierta e inteligente. Alejandro también tenía lo suyo. Normalmente deberían sentirse atraídos, pero algo no funcionaba. En realidad, las presentaciones, te presento a tal o cual, no dan buenos resultados.

-¿Qué te preocupa? –le preguntó Alejandro al verla distante.

-No, nada; es que nos usaron para quedarse a solas –contestó Natalia Glasinovich, distraídamente.

-A mí me parece bien.

-Está todo bien –dijo Natalia.

-Me alegro, pensé que estabas preocupada.

-En realidad si lo estoy –le dijo ella.

Ahora y no antes, en ese momento, quien sabe los motivos, recordó haberla visto en otra oportunidad; fue cuando ella salía del colegio Normal, durante una tarde de lluvia. Habían ido a guarecerse al hall espacioso de la estación Lacroce; ahora la recordaba bien, pero no se lo dijo.

-No te rías, pero me gusta un chico y me agradaría encontrarlo –le dijo Natalia.

-¿Por qué habría de reírme?

-Hagamos una cosa –le propuso Natalia. Busquémoslo. Si no lo encontramos, prometo olvidarme de él.

-¿Para siempre? –le preguntó Alejandro, sonriendo.

-Solo por hoy –Natalia Glasinovich sonrió, mientras mostraba una dentadura perfecta.

Salieron a buscarlo entre los grupos bulliciosos. Anduvieron dando vueltas sin resultados hasta que por fin Natalia le dijo que ya no gustaba de ningún chico.

Él la miró detenidamente, le dio un beso en la mejilla y ella lo tomó de la mano.

-Ven, vamos con mis compañeros –le dijo Alejandro.

Fueron al grupo con sus compañeros que estaban sentados, riendo y contando chistes. Natalia trajo a sus amigas y todos pasaron una tarde maravillosa.

El día del estudiante finalizó bien. Regresaron a la noche y cada cual fue dejado en la puerta misma de su casa. Quedaron en ir a la cancha y de hecho fueron.

Se abrazaban afónicos con Segovia, mientras gritaban desde la popular y se iba la tarde del domingo.

Llegó el lunes y todo continuó, la rutina.

El profesor Sholten era titular de la cátedra de física en el colegio al que concurría Alejandro pero, además, también un especialista en parapsicología y habían entablado una relación de camaradería y amistad.

A veces lo acompañaba a la universidad y le hacía de ayudante, acarreaba los elementos propios que el profesor trasladaba siempre de un lugar a otro. Una vez fueron a La Chacarita para sacarle fotos a un supuesto espíritu perdido.

Sholten llegó excitadísimo, venía por Paseo Colón y no había posibilidades de estacionar. Alejandro lo estaban esperando sobre Brasil, justo en la esquina. Abrió la puerta del auto y lo apuró a que subiera, casi sin detenerse.

-¿Dónde está la chica? ¡Vamos! ¡No perdamos tiempo! –dijo Sholten.

-¿Qué chica? –preguntó Alejandro.

-La chica del picnic.

-Ni idea –dijo Alejandro, no la vi más.

-Tenemos que encontrarla. Veremos si la mente no me engaña –dijo el profesor, y comenzó un trayecto sinuoso por las calles de Barracas hasta que dio con un antiguo edificio de departamentos.

Lo guiaron entre pasillos hasta la habitación de Natalia Glasinovich.

-Hola –dijo Alejandro, mientras entraba sigilosamente y cerraba la puerta, y agregó: él es el profesor Sholten.

-¿Es médico? –preguntó Natalia.

-No. Es parapsicólogo, antropólogo, matemático, físico.

Sholten la saludó con un beso en la mejilla, apoyó la palma de su mano derecha sobre la frente afiebrada. A continuación pasaron unos minutos en silencio.

-Trata de visualizar. Con la percepción está la cura ¿Qué ves? –insistió el profesor.

-Nada. No veo nada –dijo Natalia.

-Tienes que concentrarte. Trata de verla –le indicó el profesor.

-La tengo –le dijo Natalia luego de unos minutos. La veo perfectamente.

-¿En qué lugar está?

-En Aguas, en el pueblo Aguas.

-¿Qué ves?

-Mi cuerpo, de frente, caminando por el pueblo –dijo Natalia.

El profesor maniobró despacio por los vericuetos ajustados del viejo barrio siempre atiborrado, hasta que logró desembocar en la avenida Almirante Brown.

Alejandro estaba asustado y pálido de una blancura extrema.

El profesor Sholten lo dejó en la puerta de casa y se marchó.

Alejandro, aunque había quedado intrigadísimo, no volvió a ver al profesor en mucho tiempo, ya que finalizaron las clases y pudo cumplir su deseo de pasar las vacaciones en la casa de Agustín.

Felina no quiso acompañarlos hasta la estación, prefirió despedir a su hijo desde el balcón; ya lo había abrazado varias veces esa misma mañana.

Tomaron Forest hasta Corrientes, don Ángel conducía despacio porque ese día tenía ganas de conversar. Pararon un largo rato en la barrera de Dorrego, siguieron por la misma Corrientes hasta el bajo y desde allí por Alem hasta la estación.

Cuando llegaron a Retiro intentaron estacionar cerca del andén, de acercarse lo más posible para evitar el acarreo de las valijas repletas.

Además de la bicicleta desarmada, llevaban muchos bultos y pequeños bolsos de mano.

Por fin pudieron entrar al sector de cargas con auto y todo.

Al instante vinieron los changarines. Uno de ellos quería mandarle la bici y otras cosas en el próximo tren, por carga, pero Alejandro quería tenerlas consigo. Don Ángel no participaba en la disputa y disfrutaba el momento observándolos discutir.

Después de un corto debate y un billete de veinte pesos, llevaron el bagaje en unos carros grandes y exagerados tirados a mano, y le hicieron espacio en un vagón destinado para encomiendas en el propio tren; y entonces cuando el muchacho vio despachadas todas las cajas, valijas y bolsos por fin se quedó tranquilo.

Faltaban cuarenta minutos para la partida.

Se encaminaron hacia el bar de la estación y se sentaron cerca de un gran ventanal que daba a la plaza. A través del vidrio podían observar los enmarañados movimientos de Buenos Aires, con su tránsito de locos entre colectivos, autos y camiones entretejidos en verdaderos nudos en las cercanías del puerto.

-Al final te saliste con la tuya –le dijo Don Ángel.

-Sí, por suerte.

Se escuchó la pitada del tren y esta los llevó nuevamente a la realidad del momento que estaban viviendo.

Se retiraron del bar para acercarse al andén y comenzaron su andar hacia la despedida caminando despacio hasta el vagón que le correspondía.

Mientras cruzaban las plataformas de embarque, el sol se filtraba a rayos, como cortando en pedazos a la estación, al tren y a las personas que corrían.

En los sectores de arribos locales había un gran amontonamiento de obreros que llegaban desde los alrededores.

Arribó un tren local y antes que se detuviera completamente, algunos saltaron al andén y comenzaron a correr. Su desesperación y apuro contrastaba con la tranquilidad de las personas que llegaban en los trenes del interior, de Corrientes, Tucumán, Salta, Santiago. Alejandro imaginó, cuando pasó la turba, otros condicionamientos y apuros, otros tiempos.

Toda aquella corrida lo llevó a una pequeña reflexión sobre lo rápido que pasa el tiempo. Miró a su padre y, desde su perspectiva, lo veía ya entrado en años, con sus canas, algunas arrugas en la cara, ya le faltaba algo del hermoso cabello que lucía en su juventud y había engordado unos kilos. Por más empeño que ponía no podía detener el avance inexorable del tiempo.

Cuando se acercaron a la puerta del vagón se notaba el vértigo de la partida inminente.

Don Ángel no le dio recomendaciones, al contrario de lo que su hijo esperaba. Solo lo abrazó largamente y le dijo, sonriendo, unas pocas palabras. Se dieron un beso y Alejandro subió rápidamente al tren.

Los ventiladores estaban funcionando y le daban al ambiente una temperatura muy agradable. Algunos chicos lloraban, dos o tres madres que trataban de acallarlos miraban a las demás.

El tren pitó, comenzó a moverse y se soltaron.

El padre, el hombre, quedó con su mano levantada mientras seguía con la mirada al tren que se alejaba con su hijo, para luego con su andar cansino regresar a su auto, a su Buenos Aires, a su casa y a su vida.

Mientras tanto, el tren seguía andando despacio.

A través de las ventanillas pasaban las calles transversales. Los autos se apretaban esperando en las barreras. Se escuchaban sonidos de campanillas, pitadas, bocinas. Las imágenes pasaban más rápido. Se cruzaron con otro convoy, que iba a gran velocidad en dirección a Retiro. Pasaron Estación Rivadavia, la Avenida General Paz, dejaron atrás la Capital Federal.

El tren tomaba velocidad de viaje.

Adentro del vagón los movimientos de valijas se habían calmado. Las puertas del fondo se abrían y cerraban continuamente por el ir y venir de la gente.

En los pasillos el tránsito aun continuaba, incansable, insufrible, molesto.

Alejandro miraba por la ventanilla hacia fuera y por momentos prestaba atención al movimiento interno del vagón con su vida propia e independiente.

Comenzaban a formarse grupos, algunos ya constituidos de antemano por familiares o amigos. Se escuchaban algunos comentarios en voz muy alta, otros moderados y algunos cuchicheando al oído.

El ambiente era de camaradería y buena onda, salvo por los impacientes que caminaban por el tren de punta a punta, de adelante hacia atrás y de atrás hacia delante, no había otra posibilidad de sentido, solo ir hasta el final y volver; con el pasar de las horas ya no se notaban, se habían hecho costumbre, estaba bien.

En el asiento contiguo al suyo viajaba una mujer joven, rubia, de pelo largo y lacio. Tenía lindos ojos claros, la sonrisa fácil, su dentadura era blanca, hermosa, y se mostraba entera cuando sonreía, casi permanentemente.

En el asiento del costado, a la misma altura, pasillo de por medio, viajaban tres personas: una mujer de unos cincuenta años, morocha, con algunas canas asomando de su tupida cabellera; a su lado estaba sentado un hombre de unos sesenta años, con poco pelo, canoso, de ojos claros, delgado y alto, aparentemente viajaban juntos, y del lado del pasillo, el tercer ocupante del asiento también era un hombre, de aproximadamente treinta y cinco años; estaba muy bien vestido de sport; llevaba puesto un saco color arena, camisa marrón claro, pantalón café, zapatos y cinturón también marrones; le caía un mechón rebelde de pelo castaño oscuro sobre su frente amplia.

El sonriente camarero se acercó por el pasillo del vagón, el hombre de sport pidió un café, Alejandro otro, el hombre mayor invitó a las damas y ambas aceptaron.

El pequeño movimiento del café sirvió para que surgiera una fluida conversación entre los cinco pasajeros.

Cuando se calmó un poco el cotorreo llegó el momento de las presentaciones.

Miriam Custa había viajado a Buenos Aires para visitar a su hija que recién se había casado y radicado en esa ciudad. Le había gustado mucho estar unos días con ella pero, como extrañaba mucho, también estaba muy contenta de regresar a su Libertad, a su casa.

El hombre mayor se presentó como Juan Viano, constructor.

La señora sentada al lado de Juan parecía ser su pareja, aunque no lo dijeron. Ella se presentó como Ana Olmo. Dijo que había aceptado la invitación para acompañarlo a Buenos Aires y aprovechó para comprarse algunas ropas y regalos. Se puso de pie, hurgó en el portaequipajes y sacó un bolso de mano para mostrarle a Miriam.

El hombre elegante se presentó como Capello Rodríguez, soltero, distribuidor de jugos de frutas de una conocida marca.

Alejandro se presentó también a todos y el viaje continuó placenteramente.

Ana terminó de mostrarle las compras a Miriam, luego cerró su bolso y lo dejó debajo de sus piernas.

Dado que comenzaban a entretejerse historias, Miriam Custa tomó la oportunidad para contar una. Comenzó diciendo que su hija una vez había viajado desde Buenos Aires, y que en el tren viajaban también, justamente, la hinchada de Central, y que uno de los hinchas había muerto.

“Muchos integrantes de la barra brava, principalmente los de menor categoría o los que recién se inician, viajan en el techo de los vagones, esto ocurre, generalmente, cuando el tren va muy lleno, cuando tienen mucha droga y alcohol en el cuerpo, o simplemente cuando están demasiado excitados porque su equipo ganó”.

Miriam hizo una pequeña pausa y luego al ver que le prestaban atención, continuó con más soltura:

“El muchacho que murió venía viajando en el techo del primer vagón y miraba hacia la cola del tren. El viento golpeaba con fuerza en su espalda. Por su euforia, se olvidó que venía viajando en el techo de un tren. En un descuido se puso de pie; levantaba las manos mientras cantaba la marcha del día, con tanta mala suerte, que fue decapitado por un indicador de señales. Le avisaron al maquinista y paró la formación lo más aprisa que pudo, el tren se fue deteniendo entre chirridos y olores de freno mientras se corría la voz entre la gente. Los pasajeros bajaron y comenzaron a buscar entre los pastizales. Por fin, luego de dos horas, encontraron el cuerpo a un costado de la vía, a más de un kilómetro desde donde había parado, bastante alejado del cartel, que era el lugar donde fueron a buscar primero; luego vino la policía y el tren partió. Hasta ese momento, la cabeza del muchacho, no había aparecido aun.”

Con la conversación se pasaron las horas y el viaje continuaba muy agradable. Más tarde, fueron al comedor, se acomodaron en una mesa grande en el ala derecha. Ana se sentó del lado de la ventanilla, Miriam frente a ella, Capello y Juan Viano frente a frente y Alejandro quedó del lado del pasillo.

Inmediatamente se presentaron dos camareros y le ofrecieron la carta a Ana, ella a su vez se la alcanzó a Juan, que por empezar pidió un vino torrontés.

Cuando uno de los mozos se alejó en busca de la bebida, Miriam comenzó a leer las sugerencias del chef en voz alta y Capello dijo que prefería la comida sencilla.

Al llegar nuevamente al vagón, Alejandro les confió que él estaba escribiendo algo sencillo con respecto a la juventud y la vida, aunque ni él mismo lo entendía por lo confuso de su propia redacción.

En el acto se interesaron todos y quisieron saber.

Entonces les mostró unas hojas, que tenía a mano, donde daba su punto de vista sobre el relativismo y la imposibilidad de que existan verdades absolutas entre experiencia y años vividos.

Explicaba allí, con detalles y pruebas aparentemente contundentes, que el hombre tiene su máximo potencial entre los diecinueve y los veinticinco años y, que a partir de allí, decae más de lo que logra compensar con los conocimientos adquiridos en el transcurso de su vida. Era un poco más confuso pero al leerlo impactaba y daba la sensación de que no admitía reproches.

Luego, al verlos tan entusiasmados y atentos les contó que para lograr lo que él llamaba el pico a la edad de veinte años, comenzaría a viajar por el mundo a partir de los dieciséis y que no regresaría hasta haberse cansado de andar.

En la realidad, a los veintiuno y con unos pocos pesos que había podido juntar se marchó. Estaba estudiando, pero pensaba terminar sus estudios al regresar, si volvía, y se fue.

Su primera parada la hizo en Santos, luego siguió hasta Fortaleza y después a Belem do Pará, en Brasil. Antes de salir de ese maravilloso país estuvo unos días demás, enamorado, en Itaquí, un pueblito costero en el estado de San Luis de Marañao.

Allí vivió unos días hermosos, llenos de sol, de amigos.

Se integró a una familia del lugar que alquilaba cabañas en las playas de arena blanca y pura. Era una madre joven con dos hijos adolescentes.

La señora tenía una sobrina muy hermosa, Terezina, con la cual Alejandro vivió su primera experiencia amorosa fuerte; había tenido amores pero nunca de esa manera, salvo el caso de Natalia Glasinovich que era un amor puro y por ende él lo separaba de todo lo demás.

Terezina se enamoró perdidamente, de tal forma que a Alejandro le resultaba imposible hacerla entrar en razón. Aunque era muy joven, ya vivía sola, como se acostumbra en el norte de Brasil, donde las muchachas se van muy jóvenes de las casa de sus padres a vivir su vida, generalmente solas. Y se lo había llevado a su casa.

Estaba todo bien hasta que Alejandro le dijo que tenía que marcharse; allí se presentó el problema, le explicaba que tenía que seguir con su viaje, que debía continuar con su objetivo; le quería hacer entender su punto de vista pero no había forma de lograr que Terezina se calmara.

Cuando llegó el momento de partir, de ninguna manera ella lo dejaría, no quería comprender que Alejandro tenía programado el viaje y no lo postergaría por ningún asunto, ni por amor ni por ninguna otra causa.

Terezina hizo un escándalo, amenazó con suicidarse y actuó otras escenas del tipo violento, hasta que comenzaron a salir los vecinos y lograron calmarla un poco.

Lo había encerrado en la pequeña casa y daba vueltas alrededor.

Gritaba, lloraba y, por momentos, lo insultaba con las palabras más insólitas que le venían a la boca.

Por fin, entre los vecinos y algunas amigas que se habían acercado por el escándalo, lograron calmarla.

Abrieron la puerta de la casa y Alejandro pudo salir, entonces la abrazó fuertemente contra su pecho y de a poco fueron parando sus llantos. Mientras se abrazaba a él suspiraba profundamente. Alejandro no le hablaba, le acariciaba su pelo y la besaba en la frente suavemente, así, poco a poco, se fue tranquilizando.

Él sacó sus bolsos de la casa y comenzó a caminar, acompañado por todos los amigos de Terezina y algunos curiosos hacia el muelle donde se encontraba, amarrado y ya pronto a zarpar, el buque en el cual continuaría su viaje.

El “Greenville” llevaba pasajeros y carga.

Había entrado en Itaquí procedente de Buenos Aires y Alejandro embarcó para seguir su viaje, en este caso rumbo al Norte.

Algunos de los vecinos le subieron las pertenencias al buque, ya que él seguía abrazado a Terezina. La besó en los labios y luego corrió por la planchada del barco y saltó sobre la cubierta.

-No se corre en los barcos, patricio –le dijo un viejo marinero.

Alejandro intuía que se estaba portando mal con Terezina pero, en su deseo, tenía la esperanza de que al finalizar el viaje volverían a encontrarse y esta vez para estar juntos todo el tiempo.

Por la parte de Natalia Glasinovich no se hacía ilusiones porque su tía la había llevado a vivir a Europa, con todo lo que ello suponía.

Soltaron amarras y la sirena del barco los ensordeció por un momento.

Le parecía que su corazón se partía de dolor y dejó rodar sus lágrimas mientras Terezina con su mano levantada se hacía cada vez más pequeña en el precario muelle de Itaquí.

El buque se fue alejando por las aguas marrones de las rías enturbiadas por el propio andar del navío. Hasta que entró de lleno y en un instante al mar abierto y entonces el agradable color verde azulado del Atlántico Tropical reemplazó al marrón.

Su tristeza fue menguando con los días y de a poco trató de dejar de pensar en Terezina y a concentrarse en el viaje.

A los pocos días, mientras desde la cubierta del carguero miraba las estrellas y el firmamento, el cocinero le ofreció trabajo de pelapapas; trabajo que Alejandro aceptó, mirando al hombre detenidamente y sorprendido.

Le había contestado, sin dudarlo: ¡Acepto!

Alejandro no sabía nada de esto nueve años antes de que pasara, cuando les contaba a sus compañeros del tren, sobre sus deseos de viajar por el mundo.

En viaje a Way Point

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