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Pescador

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Mar del Plata seguía su ritmo tranquilo, como todos los inviernos. Aquella tarde de mediados de junio no sería la excepción. Estaba fría, lluviosa, y desde el amanecer se había puesto a soplar un viento constante del sur que golpeaba con fuerza y esparcía un silbido seco sobre el rojo de los tejados.

A través del vidrio húmedo del ventanal se podían vislumbrar las copas de los eucaliptus inclinados con fuerza inusitada dejando escapar las hojas más secas, y ellas volaban pensando, tal vez, o deseando ser golondrinas, soñando.

El televisor estaba encendido y por la pantalla desfilaban las panorámicas del temporal. El pescador cambió al canal local, Canal 8. Los villeros reclamaban porque se habían volado, literalmente, sus casillas; las cámaras mostraban las chapas y los cartones tirados y llevados por el viento que se entremezclaban con los perros y los niños jugando en la canilla de la esquina.

«¡Se van a enfermar esos chicos!» exclamó Teresina, la esposa del pescador, con su bebé en brazos. «Pon los dibujitos, me da frío mirar el noticiero».

Los fabelados se habían organizado, había líderes, tres como mínimo. Decían que el intendente les había dado casas a los de la Villa de Paso y que por qué no les daban también a ellos.

Reclamaban y a la vez estaban eufóricos, tal vez «pensaban», se habían dado cuenta de que este temporal les había traído suerte y que el gobierno les daría las casas tantas veces prometidas en vísperas de las elecciones.

Como al pasar, aprovecharon también para manifestar que el Plan no trabajes no alcanzaba para nada y una mujer eufórica trajo a colación que hacía mucho que no les aumentaban el Plan jefas y jefes de familia.

El asunto se estaba yendo de las manos cuando empezaron a tirar piedras.

—Tendría que ir el intendente —dijo Teresina.

El pescador apagó la tele y encendió la radio, música latina, FM, y se sentó en su sillón.

Teresina trajo el mate, se sentó a su lado, en silencio. Luego se acercó a él y le acarició el cabello, lo besó, se sentó en sus rodillas.

—Voy a acostar a la nena, se durmió —le dijo Teresina al oído.

—Me voy, amor —dijo el pescador—. Llegó la hora de partir.

—¿Con este día?

Igualmente, a pesar del clima, el pescador que conoce su oficio sabe que la zafra debe continuar aun contra viento y marea. Besó a su bebita suavemente para no despertarla, saludó a su mujer con un beso en la mejilla, ella se abrazó durante un momento refugiándose entre sus brazos fuertes y curtidos.

Él tomó con resolución sus petates y enfiló tranquilo hacia el puerto.

Hacía menos de una hora que había parado de llover y el cielo seguía encapotado, con las nubes viajando en direcciones encontradas sobre diferentes capas. Por momentos asomaba una tenue claridad que reflejaba el blanco plateado de las gaviotas locales cuando, en círculos, sobrevolaban como siempre el muelle de los silos.

El Greenville, más conocido en las tabernas y en las anécdotas como Grinvi; desafiante, altanero, con sus más de cincuenta años surcando agua salada, estaba alistado y pronto a zarpar. Solo faltaban llegar algunos tripulantes rezagados.

El viejo pesquero de altura, ganador de mil batallas en los temporales interminables del Atlántico Sur, se bamboleaba impaciente entre rolidos y cabeceos, tensando y lascando alternativamente los fuertes calabrotes de amarre.

La planchada se acercaba y se alejaba alternativamente al compás de los rolidos hasta casi tocar el cemento del muelle Deyacobi.

El Greenville albergaba veintidós mil kilogramos de hielo en escamas en su inmensa bodega, que serían los encargados de mantener el pescado fresco hasta regresar al puerto.

Sus cisternas de agua potable se habían llenado a rebosar con diecinueve mil litros para el viaje y los tanques de gasoil también llenos con sesenta mil litros.

El fresquero estaba preparado para una autonomía de catorce días en alta mar.

Sus cámaras para tal efecto también habían sido abarrotadas de víveres y bebidas de todo tipo para consumo de la tripulación.

El pescador trepó de un salto ágil la planchada y en unos pocos pasos llegó a la puerta estanca exterior del puente de mando. La abrió en un solo movimiento rápido y entró decidido al recinto.

—¿Está cerrado el puerto? —preguntó al pasar.

—No. ¡Está abierto! —le contestó fingiendo sorpresa por la pregunta, aunque amablemente como siempre, el segundo patrón, y los dos entablaron un pequeño diálogo con el capitán, que estaba concentrado en la computadora, trazando el rumbo hacia la zona de pesca. Hablaron al pasar, solo para charlar, escuchar sus voces.

Sabían perfectamente que esa tormenta no detendría al Greenville.

—Decía del puerto.

—¿Qué tiene el puerto? —preguntó, irónico, el capitán quien sabía que se estaba refiriendo a la tormenta y sabía también que era una conversación de paso, por decir algo, extraoficial.

—Con esta marejada en la boca, deberían cerrarlo. ¿Te fijaste cómo rompe en la escollera sur?

—No pasa nada, está amainando —le contestó el capitán y siguió con sus tareas. El pescador siguió también con su rutina. Saludó a ambos con una sonrisa y se marchó del puente de mando.

Se encaminó hacia su camarote, vistió sus ropas de fajina, e inmediatamente, el pescador ocupó su puesto como jefe de máquinas del viejo barco. A los pocos minutos llamó al puente e informó: «¡Listos para zarpar!».

Diez minutos más tarde comenzaron las maniobras y el buque se fue deslizando sobre la rada interior hasta desembocar en el embravecido mar abierto.

Las olas sobrepasaban el buque por varios metros. El viento estampaba la espuma sobre los cristales del puente y la visibilidad se hacía engorrosa, casi nula.

Las gaviotas plateadas los siguieron, acompañándolos hasta el anochecer.

Navegaron hacia el sur, y a la madrugada del tercer día comenzaron a prepararse para las tareas de pesca.

El tiempo había amainado un poco, no mucho, pero los demás buques estaban trabajando y ese detalle los decidió a preparar las maniobras.

Sobre el final de la madrugada, ya con las artes listas, antes del alba, llegaron a la zona de pesca propiamente dicha, donde el día anterior habían ubicado un cardumen importante de merluza hubbsi. Los buques que se encontraban en el lugar estaban alineándose para comenzar la faena. El Pesca de Greenville se acomodó también como pudo entre los buques y comenzó a alistar sus redes.

La tripulación ocupó sus puestos respectivos de trabajo ya acostumbrados y conocidos. Aunque cada cual sabe su tarea a la perfección, esperaron, en sus puestos, la orden del capitán para comenzar.

El Pesca comenzó a dirigir toda la maniobra desde el puente mientras el piloto presentaba el barco a barlovento.El primer pescador salió a la cubierta con sus marineros y tomaron sus lugares en la maniobra para arrojar las artes.

Dos marineros en el pescante de babor, dos más en el pescante de estribor, otros dos en la popa, tres sobre la banda de babor, dos en la proa, tres en el guinche, uno en el cabirón de babor, el segundo pescador en el cabirón de estribor y el grumete ayudando con los cabos.

El piloto aguantó el barco a barlovento y el pescador dio la orden al contramaestre: «¡Larga!». El primer pescador con sus marineros se movieron con velocidad y precisión en cada movimiento hasta que comenzaron a deslizar la red de pesquero convencional por estribor.

Si hubiera sido un pesquero de rampa, el Pesca lo presentaría de proa, pero el Greenville era un viejo convencional de la posguerra y maniobraba a barlovento; un tipo de maniobra muy riesgosa con malos tiempos, porque la marejada rompe la ola directamente sobre la cubierta, cuando el buque tipo convencional se presenta de costado para arrojar la red y la ola lo toma de lleno, de allí la precisión de la maniobra, no hay lugar para el error.

Este sistema se ha ido mejorando, primero con los pescantes a popa y luego con los buques ramperos, que arrojan la red por popa y de esa manera enfrentan la ola con la proa y es así mucho más seguro.

Pero la pesca en un convencional tiene el sabor de la verdadera pesca, de la aventura, de la historia de los antiguos barcos, del espíritu de los viejos pescadores que pasaron por su cubierta, del oficio de los marineros de cubierta, de la autoridad del contramaestre, de las enseñanzas del primer pescador, del ejemplo y la templanza del capitán, de la pericia del piloto, del instinto del Pesca, del oficio de los maquinistas.

Luego, con la red en el agua, el piloto ordenó: «Despacio atrás» mediante el telégrafo, de sala de máquinas respondían a las órdenes, «Para, despacio adelante, toda».

Comenzaron a andar largando los portones, que son los encargados de llevar la red hasta el fondo, en este caso hasta una profundidad de ciento veinte brazas, y una vez verificada la abertura, el buque comenzó su marcha a cuatro nudos y la red se acomodó por la velocidad. La profundidad se iba indicando en la ecosonda.

Habían largado trescientas brazas de cable, a dos y medio respecto de la profundidad y llevaban siempre una velocidad de cuatro nudos con rumbo sur.

La red seguía en el fondo, avanzando a la velocidad del buque, atrapando merluzas en su camino.

El lance, que así se le llama a cada maniobra completa de arrastre, duró dos horas, y comenzaron a virar, que significa traer de nuevo a bordo las artes con sus peces. Las artes son todo el conjunto: red, cable, portones, grilletes, cabos. En ese lance primero pescaron doscientos cajones, lo que serían ocho mil kilos de merluza fresca.

Ese mismo día hicieron tres lances completos. Había una buena cantidad de merluzas en aquel cardumen o cardume, los gallegos le dicen cardume.

Alguien lo había encontrado, y luego vinieron todos los barcos, un amigo le avisa al otro y así hasta que aparece otro cardume. Tal vez el que lo encontró es un oscuro y desconocido segundo patrón que no figurará en la lista de pescadores estrellas descubridores de bancos de peces. Tal vez el rosarino Julio Depetris o el pampeano Stud.

Entre los Pescas estrellas, el más fue un tal Nicola; luego un tal Nacamura, japonés; luego un tal Nevile, belga, que se especializaba en la pesca de bacalao; otro japonés, Sato; el gallego, Landín. Entre los argentinos nativos quedó en el bronce Alberto Lukasewyk.

Muchos son los que hablan también de un fantasma que se aparece en las noches y guía a los pilotos durante las tormentas, y dicen que es el fantasma de Alberto Luksewyk, aunque todavía no ha muerto. Un misterio.

El Greenville realizó el último lance de la marea y recogió sus artes. En tres días habían completado la pesca. Y así mismo, con la cubierta llena, comenzaron la navegación de regreso mientras los marineros seguían encajonando el pescado en la bodega hasta que ya no quedó más espacio. Con ello terminaba la marea, que había sido rápida, un viaje relativamente corto, aunque no siempre es así, cuando la pesca no es tan abundante como lo había sido en esta aventura que siempre es diferente, cada travesía distinta a otra, cada día.

Al tercer día de la navegación, de regreso, ya se sentía el aire cargado de aromas conocidos de las costas bonaerenses y al oscurecer comenzó a verse desde lejos el reflejo de Mar del Plata. El radar ya lo indicaba, pero la vista no llegaba a discernir.

Faltando veinte millas se comenzó a ver una luminosidad como la del alba, aunque en menor escala, una cúpula de luz tenue, un crepúsculo, un arcoíris de un solo color, blanco pálido. A medida que el buque avanzaba todo iba tomando más claridad, el mar, el cielo, la ciudad, el barco.

Las gaviotas que siempre acompañan como perritos voladores, todas salieron a recibir el Greenville y a sobrevolarlo en círculos.

Era una noche clara, a diez millas, unos dieciocho kilómetros, ya se veía perfectamente la ciudad enmarcada por sus luces. Las escolleras asomaron en el horizonte de luz de luna y se veían claramente a simple vista.

En las noches oscuras, cuando las escolleras no se dejan ver, los pescadores se guían por cuatro señales principales: el faro de Punta Mogotes, la baliza de Cabo Corrientes, la baliza de la escollera sur y la baliza de la escollera norte. Con estas señales a la vista se toma la enfilación del canal. Para ingresar al puerto hay que hacerlo sobre un canal que no se ve, está en el cauce, en el fondo del mar. Tiene un ancho de cincuenta metros y en lugares se reduce a diez.

El canal llega hasta bien adentro del puerto. Hasta unos pocos metros del muelle. Siempre se debe prestar mayor atención a la boca, que es el sector entre las puntas de las escolleras sur y norte. Justo a esa altura, doscientos metros mar adentro, se forma un banco de arena que produce un oleaje muy peligroso cuando hay vientos fuertes. Ingresaron al puerto de Mar del Plata y amarraron el Greenville en el muelle de los silos.

Entonces, para el pescador terminó, por este viaje, la lucha contra la naturaleza caprichosa y casi enfermiza del Atlántico Sur.

También puede ser, tal vez, una comunión, una correspondencia, una dependencia de salir al mar y no una lucha, aunque él no lo sabe con certeza o quizá sea una necesidad del espíritu del pescador, siempre tan esquivo de seguir su propio destino. Él ya no quiere ahondar en el asunto. Solo desea asentar sus pasos sobre tierra firme, caminar hasta a su casa, llegar a los brazos de su mujer que lo espera ansiosa. Escapar, entonces, a la distracción y a la entropía de sus pensamientos abstractos. Desear, entrar de lleno, en un solo golpe, a la realidad que lo supera, aunque igualmente enfrenta. Una vez con el buque amarrado el pescador no sale ya a pasear por los vericuetos de su fértil imaginación.

Ahora ha pisado tierra y el bravo mar del sur ha quedado fuera del puerto, más allá de las escolleras y del horizonte azul encrespado en espera, tal vez, de algún día devorarlo.

El pescador, hoy que ha llegado, más que otra cosa en el mundo, además de los brazos de su mujer, prefiere estar con su niña. Mimarla, malcriarla.

Lejos, muy adentro suyo una voz le dice que desde su posible muerte, tal vez, podrá cuidarla mejor, pero ¿quién lo sabe?, ¿quién volvió de la marea de las parcas? Nadie que se sepa con certeza absoluta, nadie que pueda contar algo del otro lado, algún conocido que le diga a uno, aunque sea una sarta de mentiras, pero que haya cruzado el Aqueronte, que después de haber visitado el Hades, cuente a su regreso una aventura, alguien que haya vuelto de la muerte, nadie.

La tierra se mueve enloquecida, solo a él le parece. Es una larga sensación incontrolable. Conoce que la provocan los días continuados de mal tiempo, de navegar olas inciertas impredecibles. La tierra se le mueve como se mueve y bambolea el barco, se agita en una realidad que continúa subjetivamente de la misma forma. Rolidos virtuales, cabeceos imaginarios, sueños increíbles. Mente, en definitiva, nada.

La inmensidad del mar se encarga, cotidianamente, de regresar al pescador a la nimiedad más pequeña.

Él quiere ir enseguida a su casa, donde Teresina cuida a su niña más que a su propia vida porque la ama y, ese detalle fortuito, hace, tal vez, que él ame también a la mujer o le agradezca, eternamente. Ha llegado. Todos duermen.

Mejor que duerman, así puede encontrarse de nuevo con su amiga del alma, su propia niñez, que pasó, pero está adentro, en algún lugar de su cuerpo, del alma o de su corazón; la que en ocasiones trata de salir a jugar, desesperada y, otras veces, vuelve a esconderse, espantada por la realidad del tiempo inexorable y sarcástico. La cara de su infancia que ya pasó le dice a gritos que se esfuma, que no existe.

La infancia retorna a esconderse como un niño. Con la expectativa propia de su fuerza, y allí queda feliz, remanida, en espera de ser encontrada por el pescador en alguna otra noche de soledad. La niña sueña profundo. Por momentos, entre una respiración y otra, succiona rítmicamente su chupete rosa. Teresina vela por ella y está entre dormida, alerta al menor murmullo.

Lo mira, ve que el pescador ha llegado. Cierra los ojos tranquila y se entrega a un sueño más profundo. Aunque solo por dos días, la mujer extraña descansará, quedará en segundo plano, al igual que el mar para el pescador. Solo por dos días, lo que se demora en alistar nuevamente el Greenville para otra marea. Él besó mansamente las mejillas de su esposa y acarició el pelo suave de la bebé con sus rudas manos.

Pescador y otras historias

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