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El Quito

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El día, caluroso y húmedo, había estado amenazando con lluvias y tormentas desde temprano, hasta que cerca de las cinco de la tarde el cielo se encapotó de nubes negras, ocultó la luz del sol y, entonces, el pueblo se oscureció por completo durante más de una hora. Cuando desde los vientos se prodigaron las pesadas nubes, en el oeste se apreciaron movimientos encontrados en lo alto de las capas que se desplazaban en diferentes sentidos.

Las de más arriba se estaban arremolinando peligrosamente sobre los sembradíos ya prontos a la cosecha.

—Nubes verdes —murmuró Granyeto, mientras escudriñaba el entramado de cúmulos.

—¡No! ¡Lo que nos faltaba! —respondió Tomás. Miraba el cielo. Estudiaba el viento. Trataba de no ver el color tan temido.

Granyeto arrebujó un cigarro, se lo ofreció a Tomás, y lió un segundo, le pasó la lengua, lo mojó en su boca, lo dio vuelta y estaba por darle un corte en una de las puntas cuando Tomás le acercó lumbre. Los agricultores dieron dos pitadas profundas y se escucharon dos truenos. Comenzaron a caer las primeras gotas.

Ellos se quedarían soportando, estoicos, hasta que ya empapados a más no poder, el frío los empujara a ir cediendo en sus pensamientos, y a regresar al interior del boliche del Manco Merlo. Todo lo que ocurría en el pueblo se debatía allí; asuntos de todo tipo, política, religión, temas laborales, legales, personales, infidelidades y noticias. Llovía con fuerza.

Por momentos el cielo volvía a oscurecer la tarde con más nubes negras.

A través de las ventanas se podían apreciar, además de los nudos anteriores, dos sentidos más de los vientos en lo alto, una tanda que venía de la cordillera y otra desde el sur.

Había mucha expectativa con el color de las nubes, porque cuando las que vienen desde la cordillera toman un tono verdoso, seguramente, traen piedras en sus entrañas y las descargarán sobre los sembradíos de fresco y desprotegido trigo, ya cercanos a la fecha de la cosecha.

Las tormentas que se presentan, que aparecen de golpe en una tarde cualquiera entre mediados y finales de primavera, suelen ser fatales. Devastan sembradíos enteros. Provocan pérdidas cuantiosas en las cosechas. Despiertan deseos de suicidio, ganas de llorar, miedo, desesperación, impotencia y, principalmente, ansiedad y estrés; aunque nadie se tome el trabajo de discernir entre una cosa y otra, ¿estrés?, ni nombrarlo en el boliche del Manco Merlo, que no le vengan con estrés porque los debates sobre los temas de la cabeza eran interminables.

«San Pedro manda las tormentas y él sabe perfectamente lo que hace, por algo es el ayudante de Dios» dijo Feliciano, que era uno de los parroquianos especialistas en temas religiosos.

Por suerte, de todos modos, esta tormenta no trajo piedras y fue benévola.

Cerca de las tres de la madrugada, la copiosa lluvia de octubre dio paso a disgregadas gotas esparcidas que caían sin ganas.

Unos minutos más tarde todo cesó completamente y las nubes desaparecieron como por arte de magia, para dejar un cielo traslúcido y diáfano cuajado de estrellas.

Al amanecer salió el sol muy limpio y ya estaba calentando un poco.

El tenue calor de la mañana dejaba escapar el perfume de la tierra húmeda y al mediodía ya estaban secas las pequeñas charcas del patio de la casona de Miroslav. Invadía el aroma a flores frescas recién cortadas.

La primavera dejaba ver sus brotes por doquier y el ambiente en el pueblo era de alegría, risas, chistes y saludos exagerados: «que cómo está usted, bien y usted, bien gracias». Las caras reflejaban la alegría en sus sonrisas claras, sinceras, de alegría pura, felicidad genuina. Granyeto miraba feliz a su familia que, despreocupados, comenzaban con sus cotidianas rutinas.

Algún día les explicaría a sus hijos este asunto de las nubes negras, las verdes, los vientos; pero por el momento no hacía falta preocuparlos, para eso estaba él, para cuidar de todos, como así su amigo Tomás cuidaría los suyos. La abuela María le acercó un mate que Miroslav aceptó con una sonrisa.

Ella se había casado dos veces.

Su primer marido había muerto en forma inusitada y violenta en el paraje: La Estrella, cuando el traicionero antagonista, un tal Pichi, mediante un movimiento rápido, lo había sorprendido por la espalda y logró enterrarle una daga italiana de buen porte, que le atravesó el corazón desde atrás.

El muerto se llamaba Efraín, era carretero y, a raíz de sus continuas ausencias, María, aun después de lo acontecido, siempre lo pensaba de viaje al pobre finado.

Salvo por las imágenes del velorio que venían cada tanto a su memoria, él estaba de viaje.

El boliche La Estrella es un lugar muy mentado, que está a mitad de camino entre la ruta cuatro y la treinta y cinco, frente a la estancia Los patos, de Emérito Gonzáles.

Por allá las muertes a cuchillo siempre fueron moneda corriente, una nimiedad en su acepción de insignificancia.

De todos modos, a la abuela María le resultaba muy dolorosa la muerte de Efraín, su primer marido, su primer hombre, que aunque lo pensara de viaje en su fantasía, de hecho, la tumba estaba, el cajón estaba y por ende, el muerto estaba, ergo, era un asunto importante y el viaje era una realidad absolutamente subjetiva. Una imaginación, alucinación o delirio cuando se le presentaba en su alcoba en proyectos de seducción.

Su segundo marido, el Toto, había muerto de tristeza pocos meses después del accidente fatal en el que falleció su pequeño hijo, que había nacido mogólico.

El párroco, por amistad, había aceptado bautizar al niño; le pusieron de nombre Daniel Agustín, vivió muy poco, cruzaba la calle sin mirar, como bien tonto que era el pobre, hasta que un buen día pasó lo que tenía que pasar, un camión iba cargado de trigo con destino a la balanza y no atinó a frenar cuando vio sorpresivamente al muchachito y lo pasó por arriba, causándole la muerte instantánea.

«Tal vez sea mejor así, María» la consolaron sus amigas en el velorio.

A este segundo y último marido, el Toto, padre de Daniel Agustín, la abuela María no lo extrañaba tanto como al primero, como a Efraín, que le había dado a su querido hijo Miroslav, que ahora le había devuelto el mate con un: «Gracias mamá». Efraín, su amor, que estaba de viaje en su mente, acarreando leña desde San Marcelo a Parera.

Ella visitaba las tres tumbas cada primero de noviembre y el día siguiente, dos veces al año, el día de los muertos y el día de los santos, y siempre miraba atenta entre los pasillos del cementerio, por si algún viudo podía resultar de su agrado, y aunque le parecía un asunto difícil, no perdía la esperanza de conseguir otro marido, lindo y culto si fuera posible, cariñoso como Efraín.

La esperanza, ya se sabe, es lo último que se pierde, la ilusión.

—Me llegó una referencia —dijo la abuela María durante el almuerzo— es sobre un lío de amores de Ester.

—Está riquísimo —interrumpió Miroslav refiriéndose a la comida.

—Decía que no me sorprendió en lo más mínimo porque muy pocas personas tienen —la abuela María notó que nadie le estaba prestando atención, pero no se detuvo, hizo una pausa y continuó como si nada—: decía que muy pocas personas tienen la capacidad de enamorarse —enfatizó.

—¿De qué está hablando, María? —intervino su nuera.

—Del amor. Te decía que tardé muchos suspiros, desvelos, lágrimas en darme cuenta de ese detalle y creo que el amor es un don, aunque nos provoca sufrimientos.

—Alcánzame la ensalada, bebé, por favor —pidió el Negro interrumpiendo, aunque en realidad no estaba prestando atención a la conversación entre su madre y su abuela.

—Dame que te sirvo —le dijo Gracielita jugando a la mamá.

—¿De qué detalle, María? —retomó Inés, la nuera, que no se perdía novela de Migré y se devoraba los Corín Tellado como caramelos.

—De la capacidad de enamorarse —dijo María mirándola a los ojos.

—¡Ah! —Inés introdujo un trocito pequeño de carne en su boca mientras pensaba.

—Sírveme a mí también, Gracielita, no tanto como al Negro —pidió Miroslav.

—Tú dime, papi.

—Está bien, gracias.

Era una cocina espaciosa, un recinto, tenía una ventana amplia, una puerta que daba al norte y dejaba entrar el sol a borbotones cuando pasaba el meridiano.

Era fácil saber la hora desde la cocina; los árboles hacían las veces de reloj solar, el granado con sus frutos maduros en febrero, el gualeguay unos metros más al fondo, el duraznero a quince grados al este de la puerta. Para poder ver su sombra había que salir al alero que bordeaba toda la casa del lado norte. Hacia el sur habían construido el frente con ventanas enrejadas al estilo colonial, con postigos y gruesas trancas de madera dura.

Cruzando la calle estaba la plaza. En la manzana siguiente se dejaban ver el Palacio de Justicia y la municipalidad a través de los pinos.

Sobre la misma calle hacia el oeste, la Sociedad Argentina y a continuación, la iglesia.

Un pueblo, todas casas muy similares, amplias. Una vida cómoda y sencilla. Un pueblo que vivía de las cosechas, un pueblo rural como muchos.

La mesa ocupaba el centro de la cocina, era maciza, de madera dura color marrón oscuro, rectangular, medía tres metros por uno veinte. Tenía las cuatro patas torneadas y sobre sus lados llevaba sendos refuerzos que se unían formando respeto debajo de la tabla.

Inés le colocaba un mantel de algodón puro, de color blanco; y la abuela María, por las tardes, lo sacaba del cajón, lo tenía a mano.Cuando comenzaba a bajar el sol, a la tardecita, se sentaba a bordar el mantel. Casi siempre, la mayoría de las veces, ubicaba su atelier sobre una de las ventanas del lado sur, en el living.

Cuando levantaba la vista veía la plaza y la gente, chicos jugando sin ningún problema dentro de un esquema de seguridad que daba el hecho de ser todos conocidos en el pueblo.

Ocasionalmente, alguna persona que pasaba caminando por la vereda la saludaba a María, que estaba bordando florcitas de madreselva, según ella, en cada rincón del mantel; aunque más parecían margaritas de un amarillo fuerte y no las campanitas blancas y violetas suaves con sus pistilos claros de la flor de madreselva.

«Ya son menos cuarto» comentó la abuela, como al descuido.

Los mellizos, Hugo y Carlos Alberto, apuraron sus manos, dejaron los cubiertos sobre el borde derecho del plato, los dos al unísono, movimientos duplicados, se levantaron de sus sillas, saludaron con una pequeña inclinación de cabeza, ni una palabra, ni un murmullo. Cualquier persona que los viera desde afuera pensaría que alguien los obligaba a mantener silencio o que eran mudos. Caminaron con pasos decididos hacia sus mochilas, sus guardapolvos. Las agujas en el reloj de pared indicaban la una menos doce. Ya estaban listos.

Además del sol, que indicaba la hora con su andar, en la cocina había un reloj de pared al cual Miroslav le daba cuerda todas las mañanas, ceremoniosamente.

Él se despertaba temprano, meditaba unos minutos, se levantaba, preparaba el mate y le cebaba a Inés en la cama. Charlaban durante media hora, hasta terminar la pava de un litro. Luego, Miroslav se retiraba a sus quehaceres en el campo. Su primera acción, después de los mates, era darle cuerda al reloj y lo hacía con placer.

Era un reloj apaisado, color amarillo con agujas y números negros. A la cuerda, que parecía una llave de color plateado, una vez utilizada, la guardaba celosamente, como un tesoro, en uno de los cajones laterales de la mesa central, la única, de la cocina. En otro cajón, el derecho, estaban los cubiertos perfectamente clasificados y alineados. En el cajón restante, el izquierdo, el mantel eterno de la abuela María; ni pensar en que otra persona aparte de ella se atrevería a retocar sus bordados.

Tres cajones, llave de dar cuerda, mantel y cubiertos.

Luego de la ceremonia de la cuerda, apagaba el calentador Primus que ya había cumplido su función diaria de calentar la pava para el mate, prendía a continuación la cocina a leña y allí quedaría encendida hasta que se retiraban todos a dormir, cerca de las doce de la noche.

En el tiempo intermedio, luego de almorzar, María, Inés y Miroslav que ya había regresado de las tareas rurales, dormían la siesta. María en su habitación, sola, pensando en sus dos maridos.

Los niños disfrutaban aquellos momentos de paz para sus menesteres, generalmente distintos cada día.

—Buen provecho —dijo Gracielita y se retiró de la mesa.

—Gracias —respondieron todos.

Pasaron unos minutos y regresó con una gomita rosa para el pelo.

—Dame —le dijo el Negro.

Gracielita se la dio y se sentó sobre las rodillas fuertes del muchacho. El Negro recorrió el lacio cabello color madera de su hermana.

Mientras se lo ataba tirante, sintió su perfume de niña mimada y como al pasar le acarició el cuello con sus dedos ágiles de aprendiz de mago. Ella le dio un pellizco en el muslo derecho y se levantó inmediatamente, como impulsada por un resorte.

Sin perder totalmente la compostura, se dio vuelta y lo miró con sus ojos almendras, profundos, sonrió mostrando los dientes blancos, perlas, los labios rosados húmedos entreabiertos.

La niña se repuso y en cinco segundos retomó su buen humor.

—Somos hermanos, tarado, no te olvides —le dijo al oído.

—Por eso te quiero.

Gracielita le dijo una palabra muy fuerte y estuvo a punto de propinarle una bofetada.

—No se peleen chicos —sugirió Inés.

—¡Qué palabrota nena! —la reprendió la abuela María.

—Estamos jugando, abu. —Sonrió Gracielita, ya completamente repuesta.

La aguja del reloj corrió un punto, menos nueve. Los chicos saludaron a sus padres, a la abuela y salieron para ir a la escuela. Menos cinco. El reloj seguía corriendo, el tiempo seguía inexorable como siempre.

No bien salieron a la calle, decenas de figuras, compañeritos enfundados en sus guardapolvos blancos se dejaban ver por doquier. La diagonal de la plaza era una aglomeración de figuras blancas que se movían en la misma dirección.

Los mellizos caminaban por la vereda de la calle lateral de la plaza, iban juntos charlando, en otro mundo.

El tontito, antes del accidente, los seguía y les hacía burlas desde lejos. Pasaba frenéticamente su dedo índice de su mano derecha frente a su boca llena de risa, imitando el tic nervioso de Hugo; esa era su mayor diversión. Gracielita esperó en la esquina donde la diagonal tomaba forma de capullo blanco, unos pasos antes de dejar la plaza. Se encontró con sus amigas, se saludaron con besitos suaves y siguieron viaje entre desenfrenado cotorreo.

El Negro caminó directo a la escuela, sin esperar a nadie, solo. De todos modos, antes de entrar se encontró con todos sus amigos. No era tanto lo que había caminado, solamente dos cuadras y media hacia el oeste.

En el pueblo todo era cerca. Hacia un lugar distante, ya fuera el cementerio, el matadero, el basurero, a lo sumo habría que caminar diez cuadras.

No había nada más lejano, más alejado. Si lo hubiera, ya no pertenecería al pueblo.

Sería, en cambio, otra cosa, otro pueblo, un campo, un establecimiento ganadero, una escuela rural. Sujetos, sustantivos ajenos no pertenecientes al pueblo, un prostíbulo en lo de Álvarez, otra cosa.

La escuela era, sin lugar a dudas, el edificio más hermoso del pueblo, el más grande, el mejor. Lo habían construido en dos plantas con paredes de treinta y cimientos profundos. La puerta de entrada, enorme, de doble hoja color gris. Sus ventanales vitrados con marcos de madera dura, también, de color gris. Las paredes bien pintadas de amarillo suave.La escuela ocupaba un predio de dos hectáreas que había sido donado por alguien ya fallecido, del que nadie se acordaba el nombre, un tal Cabeto Alonso.

Para llegar al edificio central no existía otra manera más que caminar cuarenta metros entre jardines perfectamente cuidados, tratando de no tocar las rosas, los jazmines, los gladiolos que desbordaban a veces hacia el caminito. Había senderos tapizados en ladrillos que formaban imitaciones de figuras rupestres.

Todos los caminos del jardín llevaban hacia una pequeña plazoleta circular, en cuyo centro estaba el mástil de la bandera. Se izaba a las ocho y se arriaba a las cinco de la tarde. Una vez cruzada la plazoleta se llegaba a la entrada principal. Desde allí todo era silencio, en la puerta las bocas se cerraban automáticamente y las pequeñas mentes se abrían dispuestas.

No bien entraban, a la izquierda estaba la secretaría y la escalera que daba a la planta alta. A la derecha, la dirección, lugar sagrado. Una vez traspasada esa zona de alto riesgo uno podía distenderse. El patio cubierto, dieciséis columnas sostenían el techo altísimo, inalcanzable. Sobre la pared sur del patio cubierto se podían ver varias puertas grises, amplias, altas.

Desde allí se llegaba a los lugares de enseñanza, las aulas.

En la construcción se había priorizado la luz natural, y a tal efecto construyeron los amplios ventanales, altos, que dejaban entrar la luz. No era necesario encender las lamparitas eléctricas, no hacía falta. El escenario para las funciones de teatro los días festivos estaba sobre la pared oeste del patio cubierto.

A cada costado del escenario, dos puertas daban al jardín de invierno y más allá estaba el patio trasero, un huerto donde se experimentaba con cultivos. Se estudiaba biología y botánica en dos aulas instaladas allí, entre los árboles.

Había dos patios destinados para recreos; uno del lado norte del edificio principal y otro del lado sur. El del norte eran ocupados por las niñas y el del sur por los niños.

El tema de los varones y las mujeres separados en los recreos era un tema muy debatido en el bar del Manco Merlo, sobre el cual nunca hubo un acuerdo.

A la campana con su soporte labrado la habían adosado a la glorieta del patio trasero, en la columna que da al este. Desde allí se escuchaba con claridad cuando los niños absortos en sus juegos se olvidaban del resto del mundo y solo quedaba un pequeño espacio para el sonido de la campana.

Parecía un día cualquiera, pero no. Era el día del cumpleaños de Ramiro. Él estaba distraído. Pensaba en la reunión que tendría más tarde con sus amigos. Justo ese día, a la maestra se le ocurrió tomar una prueba sencilla:

—¡Julián! ¿Los libertos? —preguntó por lo bajo.

—¿Qué?

—No entendí. ¿Qué son?

—Esclavos, esclavos que compraron su libertad —le contestó Julián, en voz baja, pero la seño lo escuchó con su oído fino.

—Ramiro, pregúntame a mí. Para eso estoy.

—Sí. Pero como es una prueba, ya está señorita Virginia, no había entendido lo de los libertos.

—¿Alguien más no entendió? —Silencio.

—Hoy es mi cumple —dijo Ramiro, luego de unos minutos.

—¿Cuántos años?

—Trece, señorita.

—¿Haces fiestita? —preguntó la maestra mientras recorría los bancos mirando las hojas.

—Sí. Los invité a todos.

—¿A todos? —Ya estaba atrás de Ramiro.

—A todo el curso —aclaró el Negro, desde la última fila; la seño lo ignoró.

«No le demos pasto a las fieras», pensó.

—¡Ah! Feliz cumple —le dijo a Ramiro haciendo caso omiso del comentario. Virginia le tiró la oreja 1, 2, 3, hasta 13 y le dio un beso.

—Todo un hombre —agregó Mirna en tono irónico.

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