Читать книгу Lo que el 20 se llevó - Jorge Carrión - Страница 5

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18 de marzo de 2020:

Ha empezado a suicidarse gente en Italia a causa del virus físico y del virus mental. Las residencias de ancianos se han convertido en leprosarios y cementerios. Los crematorios de Madrid trabajan las veinticuatro horas del día. Después del colapso sanitario ya ha llegado el colapso del sistema funerario. Se habla poco de la muerte, menos todavía de lo que se habla en circunstancias normales, en estos días en que todos buscamos salientes del precipicio para agarrarnos a la esperanza y no caer en el abismo. Pero no tengo ninguna duda de que detrás de todos esos tuits, de todas esas fotos, de toda esa textura de pixeles que no para de crecer a nuestro alrededor hay muchísimo miedo, tanto miedo, demasiado miedo, un pánico que se difunde al mismo ritmo que lo hacen el patógeno y su sombra viral. En ese contexto, ante la imposibilidad de despedirte de tus difuntos en persona, de abrazar a quienes también te quisieron, las redes sociales se están convirtiendo también en tanatorios y en cementerios, en espacios de despedida y de duelo, en espejos de sombra donde buscar los abrazos que no llegan.

19 de marzo de 2020:

En las películas y las series de zombis nadie ha visto películas ni series de zombis. Eso fue lo primero que pensé el jueves 12 de marzo, después de recoger a mis hijos en el colegio, mientras esperábamos el bus número 6 hacia la cuarentena. En esas ficciones apocalípticas los protagonistas aprenden lentamente que la cabeza es el punto débil de los muertos vivientes o que no puedes tener compasión de ninguno de ellos, ni siquiera de ese que diez minutos antes era tu hermano pequeño o tu abuelita, porque ahora solamente quiere comerse tus vísceras, el muy glotón.

Al igual que esa ausencia en la biografía de los personajes es fundamental en el género zombi, ¿lo será de la condición humana la ausencia de relatos que nos hayan preparado para los grandes acontecimientos históricos? Que yo sepa no existían novelas sobre guerras mundiales antes de 1914 ni películas sobre atentados terroristas que derribaran rascacielos icónicos antes de 2001. He leído y he visto muchas ficciones post-apocalípticas, incluso escribí una: ninguna de ellas tramó una pandemia que en pocas semanas se volvía global y nos encerraba a todos.

Durante la primera semana de confinamiento, en que fui el único miembro de la familia que salió —a comprar y a tirar la basura—, sentí constantemente la derrota de la imaginación, de la literatura, de la lectura. El virus no era culpa de nadie, pensaba en bucle, pero sus consecuencias estarían siendo menores si la crónica o la ficción nos hubieran preparado para ello. Si hubiéramos leído y digerido los libros o los documentales sobre el ébola o la gripe aviar, cuando las epidemias dejaron de ser noticia. Si en vez de tanto zombi y tanto desastre espacial, hubieran circulado —por nuestras librerías y plataformas— narrativas sobre virus, contagios y colapsos de sistemas sanitarios.

No salí de la espiral hasta el jueves en el supermercado, cuando casi rompo a llorar ante la estantería vacía de desinfectantes. De pronto vi las mascarillas de los empleados, la distancia de seguridad que separaba a la gente en las colas, el compacto silencio, y me di cuenta de que me encontraba en la asepsia y el miedo de las tiendas de El cuento de la criada. Una ficha de dominó empujó a la otra: de golpe fui consciente de que no salimos de casa durante el fin de semana porque hemos leído, de que sabemos diferenciar los bulos de los hechos porque hemos leído, de que hemos sido capaces de organizar una rutina de actividades y lecturas en el encierro porque hemos leído, de que todas las personas que estábamos en el supermercado respetábamos los protocolos porque, aunque muchos ya no lean, todos hemos leído, de que nuestros enfermeros y nuestras médicas no serían quienes son sin nuestros profesores y profesoras, de que pese a las mezquindades de una minoría, el aplauso lo merecemos la gran mayoría. Y de que para todo eso sirve la lectura.

20 de marzo de 2020:

Amazon, Netflix y YouTube han bajado la calidad de sus emisiones en Europa. Se trata de una estrategia de la Comisión Europea, que pidió a los consejeros delegados de las plataformas que eliminen temporalmente la alta definición, para de ese modo no colapsar el sistema de las telecomunicaciones. En nombre del estado de alerta o de alarma o de emergencia, también se empiezan a controlar los teléfonos móviles y los desplazamientos en coche o a pie. Nos vamos a acostumbrar a todas esas devaluaciones.

21 de marzo de 2020:

Como cada sábado y cada domingo desde que nos conocimos, Marilena y yo leemos los diarios en papel mientras desayunamos. Babelia publica hoy un texto histórico de Yan Lianke, el discurso que dirigió hace poco a sus estudiantes de creación literaria de Hong Kong, donde leemos: “Espero que, en un futuro previsible y no muy lejano, cuando este país comience a anunciar a los cuatro vientos con toda fanfarria y épica su victoria en la guerra contra la epidemia, no nos convirtamos en esos escritores que entonan cantos vacíos, sino únicamente en personas honestas y con memoria. Deseo que, cuando se ponga en escena la gran representación, no seamos los actores que recitan sobre las tablas, ni la comparsa que acompaña a la función; en su lugar, espero que permanezcamos alejados del escenario como personas débiles e impotentes que contemplan el espectáculo en silencio con ojos llorosos. Si nuestro talento, valor y determinación no nos convierten en escritores como Fang Fang, que nuestra sombra ni nuestra voz se encuentren al menos entre quienes la envidian y se mofan de ella. Cuando al cabo regrese la tranquilidad y no podamos, en medio de cantos de sirena, lanzar en voz alta nuestras dudas sobre la aparición y propagación de este coronavirus, los susurros servirán como muestra de consciencia y valentía. Escribir poesía después de Auschwitz es un acto de barbarie, pero guardar silencio y olvidar son barbaries aún más terribles. Si no podemos actuar como el médico Li Wenliang que dio la voz de alarma, seamos al menos aquellos que escuchan la llamada de alarma”.

22 de marzo de 1912:

Antes de su entrada del diario de este día, Franz Kafka escribe entre paréntesis: “En los últimos días he escrito fechas falsas”.

23 de marzo de 2020:

Tras la primera noche de insomnio llamé a Jaime y le dije que quería que me ayudara a coordinar un taller de crónica y de ensayo por WhatsApp, porque era un momento histórico para el periodismo iberoamericano, porque el trabajo me ayudaría a sobrellevar el encierro y porque el dinero no nos vendría mal. Pero enseguida la fiebre alta, los problemas para respirar, el cansancio, el dolor de cabeza, la cama necesaria, el Covid-19 en el cuerpo de Jaime, Jaime en la ambulancia y Jaime en una silla durante horas y Jaime, al final, en la cama del hospital.

En nuestro mundo de pantallas, la enfermedad no es real hasta que se realiza en el cuerpo de un amigo, de un pariente, de un compañero de trabajo, de un vecino. Pero entonces entramos en un bucle, porque aunque viva en nuestro barrio no podemos visitarlo ni ayudarlo, nos relacionamos con él igualmente a través de pantallas. Un bucle que se parece bastante a la locura. En los audios que les envío a los alumnos de Buenos Aires, Lima o Guayaquil, sobre la enfermedad y sus metáforas o sobre la generosidad como rasgo principal del periodismo, les hablo de Jaime, porque la medicina y la literatura comparten la genética de la fe en el poder de la palabra, supongo.

23 de marzo de 2020:

La oms ha afirmado que “la pandemia se está acelerando”.

Lo que el 20 se llevó

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