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No cabe duda de que a principios del siglo XXI la familia se encuentra en crisis. Los síntomas son muchos, y no hay que repasarlos aquí, pues son de todos conocidos (y por muchos, en carne propia). En todo caso, quienes analizan esa crisis sugieren una variedad de causas. Según algunos, la crisis de la familia se debe a la pérdida de los antiguos valores morales que servían de base a la vida familiar. Si tal es el caso, lo que hay que hacer en respuesta a la crisis de la familia es volver a inculcarles a las nuevas generaciones los valores que para muchos son cuestión del pasado; valores como la fidelidad, la castidad, la responsabilidad, la obediencia, y otros más. Otras personas sugieren que la crisis tiene raíces sociales y económicas, que se remonta a la desaparición de la familia extensa, que ha sido sustituida ahora por la familia nuclear, que se limita a los padres y los hijos. Según esta explicación, lo que antaño le daba solidez a la familia nuclear era su apoyo en la familia extensa, y por tanto, según esta última, va perdiendo fuerza debido a la movilidad de las personas en la era industrial, también pierde fuerza la familia nuclear. Si tal es el caso, lo que hay que hacer en respuesta a la crisis de la familia es, o bien restaurar la antigua familia extensa —lo cual se hace muy difícil en el mundo contemporáneo— o bien buscar otras instituciones —quizá la congregación local— que puedan ofrecerle a la familia nuclear el contexto y el apoyo que ha perdido al desaparecer la familia extensa. Otras personas piensan que todo se debe al materialismo contemporáneo, cuando las gentes piensan que el éxito en la vida consiste en tener más cosas y ganar más dinero, y por tanto no queda tiempo que dedicarle a la labor de construir los lazos familiares. Si tal es el caso, lo que hace falta es reorganizar nuestras prioridades, estar dispuesto o dispuesta a ganar menos, y a tener menos, a fin de tener más tiempo y energía que dedicarle a la vida familiar.

No cabe duda de que todas estas explicaciones son parcialmente correctas. Pero quizá haya que ir más a lo profundo para encontrar las raíces de la crisis familiar; o al menos, para encontrar sus raíces a la luz de la visión cristiana de la vida y de sus propósitos. En el libro que ahora sale a la luz pública, el Dr. Jorge Maldonado señala muy acertadamente que la relación de pareja no llega a su culminación sino cuando pasa de las etapas románticas, y hasta de las de mayor intimidad, para llegar al momento en que su propósito es darse a los demás como pareja: darse juntos a los demás. Y, por extensión, lo mismo resulta de una familia saludable. Aunque en cierto sentido la familia tiene fines de protección mutua y de producción para sí misma, la familia verdaderamente saludable sabe que está ahí para contribuir algo al resto de la comunidad, a esa familia más extensa que es la humanidad.

Si llevamos todo esto al campo de la doctrina cristiana y la reflexión teológica, vemos que la idea misma de la familia, y sobre todo de su propósito, tiene sus raíces en nuestra visión de Dios. Así lo expresa un bello himno por el argentino Julián Zini, en el que tras cada estrofa se repite el estribillo: «Y es que Dios es Dios familia, Dios amor, Dios Trinidad. De tal palo tal astilla, somos su comunidad». Lo que este estribillo indica —junto a lo mejor de la tradición cristiana— es que Dios mismo existe en comunidad. Dios es único, y sólo uno; pero no es uno en aislamiento y soledad, sino que es uno de tal modo que aun en Dios mismo hay comunidad, hay comunicación, hay Padre, Hijo y Espíritu Santo.

El ser humano, hecho a imagen de este Dios trino, de este Dios comunidad, no puede ser verdaderamente humano sino en comunidad. Y esa comunidad básica en la cual nuestra humanidad se forja es, ante todo, la familia. La familia no es sencillamente el resultado de nuestra necesidad de apoyarnos mutuamente para encontrar alimento y abrigo. La familia no es solamente una unidad de producción. La familia, sobre todo, es el contexto en el cual nos formamos, y en el cual somos verdaderamente humanos. Es por ello que, aun en este mundo en el que la familia tradicional parece estar en crisis, las gentes buscan y crean otros módulos sociales que vienen a ser como su familia. El humano solitario y solo no es verdaderamente humano, de igual modo que nuestro Dios no es un dios solitario, sino un Dios comunidad. Esta es la base de la visión cristiana de la familia. Como bien dice el himno citado, «de tal palo tal astilla, somos su comunidad».

Pero hay más. Este Dios trino, este Dios familia, no existe solamente para sí mismo, para su comunidad trina, sino que se da por los demás. Si una de las doctrinas típicamente cristiana es ésta de la Trinidad, la otra es la de la encarnación. El Dios trino, el Dios familia, no se contenta con vivir en su cielo, aparte de su creación, mirándola desde fuera, sino que se introduce en la creación que sufre —se hace una de entre sus criaturas— para el bien de esa creación. El Dios familia no vive, como tantas de nuestras familias de hoy, apartado de las familias que le rodean, construyendo cercas y paredes para que no le molesten, sino que se da por la familia humana, y por las familias humanas.

Es por esto que, como claramente lo muestra Maldonado en este libro, la salud de la familia, si bien tiene sus dimensiones internas, es también cuestión de su apertura hacia fuera: hacia el Dios familia que la ha creado y que le muestra el camino, y hacia el resto de la familia humana. La familia, con todo y ser el principal núcleo social, no existe para sí misma. Ya lo muestra el Génesis, donde se habla de cómo una mujer al casarse pasa a ser parte de otra familia; es decir, cómo una familia contribuye elementos para formar otras. Y sobre todo lo muestra el evangelio, en el que el Hijo de Dios se hace nuestro hermano para que nosotros podamos ser también hijos e hijas de Dios, o donde la familia trina se abre para incluir a estas pobres y sufridas criaturas que somos los humanos. En cierto modo —como lo ha expresado el teólogo Karl Rahner—lo que sucede en la encarnación de Jesucristo, y en el hecho de venir a ser nosotros parte de su cuerpo, es que se nos abren las puertas del cielo, que se nos incluye en esa eterna familia que es la Trinidad.

Si tal es el caso, entonces la crisis de la familia tiene que ver, no sólo con la erosión de los valores o con las nuevas circunstancias económicas, sino también con nuestros intentos de ser familias, por así decir, «a puertas cerradas», donde, como se dice frecuentemente, nuestra casa es nuestro castillo, con todas las connotaciones defensivas de un castillo fortificado para que no entren los de fuera.

Es aquí que entra en juego el asesoramiento pastoral a la familia. Si el propósito de tal asesoramiento es fomentar la maturación de las familias, y si esa maturación lleva a una visión en la que la familia, con todo y ser núcleo de amor y de protección, es también fuente de dádivas hacia fuera, entonces lo «pastoral» en este asesoramiento es de importancia fundamental. Lo que el asesoramiento pastoral hace no es sencillamente ayudar a las familias a consolidarse dentro de sí, sino también ayudarlas a consolidarse en el servicio al resto de la familia humana, en ese «darse juntos a los demás» que según este libro es el más alto grado de maturación en la vida de la pareja y de la familia.

Es por ello que el presente libro será de gran valor para las pastoras y los pastores entre nuestro pueblo. Su propósito no es hacerles sicólogos aficionados o amateurs, dándoles algunas pistas acerca de cómo ofrecer terapia sicológica sin tener que saber mucho de sicología, sino que es más bien ayudarles a ver cómo su tarea pastoral—su tarea de conducir al rebaño a los verdes pastos del servicio a Dios y al prójimo— se manifiesta y se consolida en el asesoramiento a las familias, y cómo esto puede hacerse con integridad tanto sicológica como teológica.

Láncese, pues, el lector o lectora al estudio de este libro, que le será de gran utilidad en la tarea de ayudar a nuestras familias —y a esa gran familia que es la iglesia— a ser reflejo y testimonio del Dios de amor. ¡Y que ese Dios familia, Dios amor, Dios Trinidad bendiga su labor pastoral, y se manifieste en las vidas de cuanta familia esa labor pastoral llegue a tocar!

Justo L. González Decatur, Georgia Día de Navidad, 2003

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