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Advertencias sobre el Plan Lector1

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Han sido ustedes muy amables en invitarme a participar en este acontecimiento. Me honra alternar con creadores y críticos de jerarquía en literatura infantil y juvenil, aunque no dejo de sorprenderme. Soy un sencillo profesor primario, cuya relación con la lectura y la enseñanza es tan apasionada como escéptica. En medio de la epifanía que ha significado el Plan Lector en el Perú, para mis colegas encarno un aguafiestas. No me seducen los himnos ni las fanfarrias respecto a los programas de lectura en nuestro país, tengo claro que somos todavía un país gobernado por signos de barbarie, con una educación bastante desatendida y un concepto banalizado de la cultura. Por eso creo fervientemente en el compromiso del maestro, en su deber intelectual y vital, en su misión utópica de cambio.

Todo adulto sabe, o al menos sospecha, el grado de intervención que asume en el aprendizaje de las nuevas generaciones; la sociedad le ha conferido una autoridad educativa que por lo general le resulta ancha y ajena. En el caso de la escuela, nadie discute que los niños deben formarse a imagen y semejanza de lo que el maestro considera importante, aunque el cómo y el para qué no tengan respuestas convincentes. De este modo los niños no solo aprenden a leer el libro que el profesor provee, y la forma como lo provee, sino que aprenden a sumar números enteros, a maravillarse con la historia de las civilizaciones, a despertar una curiosidad por los insectos e incluso a correr detrás de una pelota en el patio de recreo. Estos primeros pasos constituyen un aprendizaje en el niño, quien busca integrar un conocimiento en su memoria para vincularlo luego a su propia vida. Y más tarde compartirlo con la vida de los demás, que es el sentido más elevado de nuestra realización. Esa es la experiencia del docente, porque «educar es educarse», según la venturosa frase del filósofo George Gadamer.

Pero qué ha pasado con nuestra educación. Si bien el Programa Nacional de Movilización por la Alfabetización (PRONAMA), adscrito al Ministerio de Educación, trabaja desde el 2006 en la disminución del analfabetismo en el Perú, no deja de ser intolerable que en una década de vanidad por nuestro desarrollo macroeconómico, alrededor de un millón y medio de peruanos mayores de quince años continúen segregados porque no saben leer ni escribir. Diversas fuentes ofrecen porcentajes de analfabetismo, a fin de informar en detalle índices de reducción en determinadas zonas del país o márgenes diferenciados entre hombres y mujeres —siempre las zonas rurales son las más golpeadas y las mujeres siguen siendo las principales marginadas—; no obstante, carecemos de indicadores referidos al «analfabetismo funcional», un problema que puede ser tan grave como la ignorancia, pues disimula el rostro social tras la máscara de la cultura escrita.

En su definición más simple, leer es «pasar la vista por lo escrito o impreso comprendiendo la significación de los caracteres empleados» —diccionario de la academia—, pero en una segunda acepción es entender la orientación de un texto e incluso de cualquier otro tipo de representación gráfica. Y en un tercer significado, sobre el cual rara vez se detienen los maestros y mucho menos las autoridades educativas, significa potenciar el sentido profundo de un texto literario. Conviene preguntarse si el texto leído es el tejido que el lector descifra ante sus ojos o supone un proceso más complejo y superior. Creo que el texto es, sobre todo, el tramado que el lector va construyendo en su memoria y sensibilidad mientras lee e, incluso, mucho tiempo después. Esa capacidad recreadora convierte a todo libro en un valioso instrumento de saber e imaginación.

Si esta premisa resulta persuasiva, cómo conseguir verdaderos lectores, no esclavizados a la escuela y capaces de enriquecer con su experiencia lo que el texto propone, cuando respiramos un aire educativo y cultural descompuesto. Es una fantasía: con unos cuantos libros no podremos transformar la sociedad, mientras nuestros agentes políticos no luchen por renovar los programas de enseñanza, mejorar la situación de los docentes y erradicar el concepto de cultura como espectáculo. Necesitamos planes de lectura que llamen la atención sobre nuestras condiciones de vida, a fin de cuestionarlas y resquebrajarlas. Ojalá los maestros tomaran conciencia de que la lectura escolar no germina en tierra baldía, salvo que les complazca la literatura infantil como subgénero artístico y la lectura como actividad subordinada a la escuela.


Como toda experiencia entrañable, un trabajo responsable de lectura consiste en desarrollar el vínculo activo del sujeto con el texto. La manera como enseñamos a leer es sumamente importante. Tratemos de que el estudiante asuma, desde el principio, la lectura como un acto de felicidad y comunicación. Sería absurdo negar la trascendencia del libro en la vida de un niño y un adolescente, porque llega en momentos en que está construyendo su personalidad. Recordemos la primordial conquista de la escuela, cuando maestros y padres celebran que el niño, al final de su primera infancia, haya aprendido por fin a leer. Es un motivo de fiesta, muy justo, porque todos tienen claro lo largo y espinoso de ese aprendizaje y para qué sirve desentrañar esa mescolanza de letras. Los garabatos del inicio escolar se han convertido en sílabas y palabras con sentido, en una fuente de descubrimiento y regocijo; y no ha sido de milagro, sino alentado por el esfuerzo y el deseo.

Pero qué ocurre en adelante, sobre todo en los primeros años de secundaria. ¿Implica la lectura esa misma necesidad educativa? ¿Saber leer responde a un ánimo de querer leer? ¿Está el profesor en capacidad de contestar a sus alumnos para qué sirve leer? Tengo la impresión de que en la edad preadolescente la lectura atraviesa su punto crítico, su verdadera prueba de fuego. Mucho más expuesta a las tentaciones del medio y apremiada por una turbia libertad, la lectura rara vez encuentra en el hogar y en la escuela una cómplice resistencia. Ya no sacia una urgente curiosidad, ya no es lo reveladora que fue. Con qué vocación va a dirigir un joven su mirada al libro, cómo va a insertar el acto noble de un héroe de la ficción en su alma desorientada o desesperada, para qué va a ampliar su horizonte de contemplación y tolerancia si el mundo que lo rodea parece reñido con las bondades de la cultura. Y sobre todo del espíritu rebelde de la literatura.

En este periodo de tormento escolar y bajo muchos pretextos, incluso muy razonables, los educadores hemos declinado del poder de leer. No solo se desestima la lectura de los modos culturales más cercanos del adolescente: el cine, la música, el deporte, la historieta; cuyos contenidos y formas de acercamiento deberían estar presentes en los programas educativos y en las preocupaciones pedagógicas de los maestros. Sino que además la escuela secundaria descuida la lectura en su expresión más llana: la lectura informativa, que se comporta en las aulas como una mera gestión burocrática de acopio de datos sin sopesarlos ni discutirlos.2

En esas circunstancias la lectura literaria difícilmente encuentra explicación y menos justificación. De qué manera defender el acto de leer, que si bien es un camino de evasión, es sobre todo una herramienta de socialización. Tal vez uno de los más elevados del ser humano, pues significa antes que nada una defensa de la libertad, que nos permite conocer y reconocer nuestro mundo, pensar en sus límites y aspirar sus mejoras. Recuerdo una frase certera del escritor norteamericano John Steinbeck, premio Nobel de literatura 1962: «Es casi imposible leer algo bello sin sentir deseos de hacer algo bello».

Los padres de los adolescentes, sin embargo, se desentienden del ejercicio de la lectura. Ellos no leen —aunque aseguran haber leído bastante—, olvidaron por completo sus angustias juveniles y desvanecieron la alegría de aquellos papás orgullosos que fueron cuando sus hijos aprendieron a descifrar el alfabeto, apenas unos años atrás. Ahora, sin recuerdos y sin razones para comprar libros y compartirlos, los padres se refugian en la trinchera del enemigo. Mientras los maestros de escuela se empeñan en coger el rábano por las hojas: más atentos a la pronunciación y a la velocidad de la lectura, obsesionados por el bendito mensaje y machacones de los consabidos cuestionarios que buscan respuestas previsibles. La suma de tantos desatinos se expresa en las evaluaciones de lectura, cada vez más pragmáticas y uniformes, apremiadas por la masificación estudiantil y la ligereza social. Todos nosotros vivimos en carne propia una larga crisis de nuestra sociedad, en medio del desarrollo tumultuoso de los medios de comunicación y de un desquiciado sistema educativo.


Nuestro sistema educativo ha demostrado irresponsabilidad para denunciar los graves problemas culturales que soporta y advertir las deficiencias de comprensión lectora en nuestros estudiantes. Es un tramado cuyas fibras comprometen al Estado. No quisiera extenderme en asuntos vinculados a las altas esferas del poder, porque me obligaría a explicar que fueron las casas editoriales extranjeras las que iniciaron las campañas en favor de la lectura de niños y jóvenes y no el Estado peruano; que son estas empresas multinacionales que, con indudable experiencia en ese campo y grandes expectativas comerciales, difunden lo mejor de la producción literaria; que su poder mediático y económico es inalcanzable para los niveles de nuestras editoriales y de la capacidad del Estado y que sin embargo trabajan independientemente del Ministerio de Educación, salvo para las licitaciones. Una autonomía discutible que concuerda con los postulados neoliberales, pero que debería reconsiderarse en el campo de la educación. Lo que importa ahora es insistir en la necesidad de que los docentes, a pesar del maltrato social y económico, comprendan que leer no es solo un ejercicio para incrementar el vocabulario y exhibir una mayor cultura general, sino un arma de resistencia contra la animalidad y una auténtica conquista humana.

Maestros y maestras entréguense a la lectura. Estudien y batallen en sus aulas. La lectura es una de nuestras actividades que menos admite ideologías banales y que más justifica la materialidad de lo imaginario. No se lee a partir de la nada. El libro es un objeto tangible pleno de fantasía y cuestionamiento. Tan concreto, filosófico y político que en Argentina y Chile, hace algunas décadas, la dictadura militar incineró libros infantiles con la misma intensidad que ahora se leen con provecho. Ocurrió también en el Perú, donde se quemó la primera novela de Mario Vargas Llosa. En el patio del Colegio Militar Leoncio Prado, hacia mediados del sesenta, varios rimeros de La ciudad y los perros fueron convertidos en cenizas por órdenes castrenses. Con estos y muchos otros ejemplos, ¿podemos hablar acaso de la inocencia de los libros infantiles y juveniles?

A pesar de las cicatrices y algunos desalientos, es justo decir que en nuestro país vivimos ráfagas de esperanza: la vuelta a la democracia, una importante producción cultural de iniciativa privada, un proceso de consolidación de la industria editorial, una inquietud por la lectura escolar. Rachas de esperanza que requieren del concurso decisivo del magisterio. No perdamos de vista que la institución escolar recién inicia este trayecto del Plan Lector. La mayoría de docentes desconoce la extensión y profundidad del campo de la literatura infantil y juvenil; para muchos es todavía un género sin la envergadura de la llamada «gran literatura», para otros es un instrumento ancilar de la enseñanza y para casi todos es una posibilidad abordada con timidez, sin la pasión ni el riesgo que debe animar toda tarea educativa.

Todavía la literatura infantil suele verse como una actividad ingenua y despreocupada —algunos de nuestros autores son responsables—; reducida a una historia sencilla, que no toca temas controversiales y donde solo importa la moraleja. Si no es, en otros casos, solo la mirada enternecida que se posa en el diseño del libro o en los álbumes ilustrados. ¿Por qué va a ser fácil escribir o ilustrar un libro para niños? ¿Alguien cree, a estas alturas, en la poca información que reciben los chicos y en su complaciente candor? Si consideramos que el género infantil y juvenil merece un verdadero estatuto, para transmitirlo y orientar a nuestros alumnos es preciso conocer bien la teoría literaria y a los mejores representantes de su creación.

Esta capacidad no se improvisa, queridos maestros y maestras. Tampoco responde a una doctrina. Nuestra tarea es una difícil aventura de búsqueda. Explorar el campo de la literatura infantil y juvenil implica interesarse por la lingüística y la psicología, la estética y la pedagogía; asimismo, estar atento al buen cine y al teatro, no desairar los dibujos animados ni las historietas, tener el oído dispuesto a la música y los giros coloquiales, mancharse con el barro de nuestra realidad. Un educador comprometido debe andar estos caminos, porque, como leí alguna vez de un pedagogo francés: «Las personas sin inquietudes no pueden comportarse como buenos educadores». Solo una preparación a conciencia podrá llevarnos a saber, al menos a intuir, cuándo estamos frente a un buen libro infantil o juvenil. No hay recetas, el filtro más confiable de evaluación será nuestro propio discernimiento. Habremos comprendido que leer es cultivar la inteligencia y la sensibilidad, aprender a comunicarnos y a querer más al prójimo. Difícil concebir una pedagogía de la lectura que no se inscriba con estos postulados.

Un placer ausente

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