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Prólogo

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Este libro, que nace de una genuina inquietud erudita –elaborado pacientemente, y confeccionado a partir de múltiples lecturas y perspectivas científicas en debate–, involucra en su indagación también a otro tipo de lector. Esta otra audiencia implícita, mucho más vasta, también podría preguntarse, con simple curiosidad humana, cómo sería posible –si lo fuera– fundamentar una filosofía para la cual sean compatibles (1) la reivindicación del impulso natural a una vida de placeres satisfechos, (2) la tendencia, por lo general menos espontánea, a la convivencia política con otros, pares, y (3) la afirmación de la justicia como virtud, con la renuncia altruista que esa afirmación comporta. Para esta última clase de lector, epicureísmo se identifica con un hedonismo sin matices, que difícilmente pueda justificar contemporáneamente su compromiso con el pensamiento de lo político, y vuelve problemático también el vínculo de esa visión hedonista con la virtud de la justicia. Esta lectura se explica por la preeminencia que han tenido en la historiografía del epicureísmo lecturas, como la ciceroniana, que han proyectado la imagen del individualismo epicúreo y, sobre todo, su lectura en clave apolítica. Habrá que decir también que para los lectores más agudos de Epicuro –entre ellos, el autor de este libro– algunas fórmulas que encontramos asociadas a su filosofía, como láthe biósas (“vive ocultamente”, que puede verse reflejada en Máximas Capitales XIV) o como oude politeúsesthai (“no participar en política”, referida por Diógenes Laercio), no son fáciles de comprender en el marco de un pensamiento propiamente político.

La argumentación que aquí se propone lleva a los lectores a descubrir en la teoría epicureísta de las pasiones el fundamento de su filosofía política; esto es, en las pasiones primarias, placer y dolor, y las secundarias, que son emociones políticas como la ambición, la cólera, el miedo, el odio, la envidia, el desprecio y el amor. Pero el eje de esta teoría está, indudablemente, en la caracterización que hace Epicuro del placer; esto es, la determinación precisa de qué lugar le cabe al placer entre los bienes para la buena vida, qué credenciales tiene para ser considerado el bien supremo. Ahora bien, este fue uno de los temas centrales del debate ético-político que plantearon las diferentes líneas filosóficas en Grecia entre fines del siglo V a.C. y comienzos del siglo IV a.C. La cuestión debía formar parte de las inquietudes de Sócrates y fue reformulada de modos diferentes por los intelectuales de su círculo. Es posible que, tal como aparece en los testimonios, el motivo central en Sócrates fuera el del autodominio (enkráteia) y desde allí la cuestión terminara por diseminarse en múltiples perspectivas éticas que de alguna manera u otra incluyen al placer.

Para el socrático Aristipo, que entendía al placer como bien supremo –y a la felicidad como una simple metáfora para referir a la colección de experiencias placenteras, particulares e inmediatas–, ser sabio consistía en advertir con precisión las dosis de placer y dolor que involucran las propias pasiones, asegurando así el relativo dominio de las propias tendencias y estados. En cambio, Antístenes, que consideraba al deseo erótico como una suerte de degeneración de la rectitud natural, negaba que el placer pudiera tener alguna función positiva en el autodominio. Antes que sentir placer, mera “distorsión de la satisfacción” de auténticas necesidades (la cita es del análisis de Claudia Mársico, en su traducción de los fragmentos), Antístenes prefería enloquecer.

Platón se aproxima a la cuestión del autodominio en la primera época: en el Cármides, la indagación sobre la sensatez, sophrosýne, va acompañada de algunas observaciones relevantes (aun en el nivel dramático, teatral de su aproximación) sobre lo placentero y lo deseable. El tratamiento del placer gana profundidad en diálogos como Gorgias y República, donde se ponen en relación explícitamente la dimensión psicológica y la ético-política del tema. Pero el análisis más detallado del placer (sus especies, su carácter psico-somático) está en el Filebo, diálogo tardío en el que Platón imagina a Sócrates discutiendo con el hedonista Protarco en qué medida el placer y el intelecto contribuyen a la vida buena y al bien superior. En un ensayo que tituló, con un guiño provocativo, “Epicurus the Platonist”, Marcelo Boeri explica, sobre una sólida base argumental, que la teoría de Epicuro “probablemente estaba reaccionando” a algunos desafíos planteados en el Filebo y que, “al elaborar algunos aspectos de su propia agenda hedonista”, el maestro del Jardín sigue muy atento “las críticas de Sócrates al hedonismo crudo”. Además de retomar del Filebo la importancia que tienen la memoria y la expectativa como factores que aumentan o producen placer, Epicuro –apunta Boeri– afirma “platónicamente” que la carne considera los límites del placer como ilimitados, mientras que la mente es capaz de calcular la meta y los límites para la buena vida.

La recepción crítica que hace la filosofía de Epicuro de varios aspectos del tratamiento aristotélico del placer (así como de la philía, en sus tres especies: por interés, por utilidad y por sí misma) aparece reconsiderada y discutida en diversos tramos de la argumentación de este libro. Como se sabe, estos temas ocupan más de un quinto de la exposición de las Éticas, y aparecen allí entrelazados con la discusión de naturaleza política y también con la cuestión de la justicia en la pólis. Ocurre que algunas de las clases de philía –sobre todo la que se identifica con el placer, pero también la que es en vistas de la utilidad– son para Aristóteles genuinamente egoístas, y no altruistas, como se debería esperar de la condición del ciudadano justo. El análisis que lleva a cabo Fernando Navarro permite entender el valor de estos planteos para la filosofía de Epicuro y también, en contexto, para la Atenas en proceso de vertiginosa transformación en la que transcurrió una parte importante de su vida de maestro. Sabemos que la escuela del Jardín se fundó unos dieciséis años después de la partida de Aristóteles de la ciudad (que huía, tras la muerte de Alejandro Magno, de un movimiento anti-macedónico y de la amenaza de un proceso cruento). La Academia seguía en plena actividad, pero ya no estaban al frente los que habían sido discípulos directos de Platón. Pero sobre todo era el proyecto filosófico de la pólis como centro de la vida el que estaba en crisis terminal.

En la Epístola a Meneceo, Epicuro define el placer como principio y como fin de la vida bienaventurada (tou makaríos zên), pero este fin de la vida buena consiste, para el ser humano, en volverse autárquico, autosuficiente e invulnerable a los saltos de la fortuna por medio del placer. Ahora bien, Epicuro intentaba demostrar –como señala Pierre Aubenque, a cuya explicación Fernando acude, en un tramo central de su libro– que la justicia, entendida como virtud individual, se identifica con el placer, a contracorriente de la communis opinio, que la concibe destinada al beneficio de los demás. Al identificar a la virtud de la justicia con la ataraxia, al concebirla como virtud que es también capaz de “tranquilizar” con eficacia a quien la posee y la practica (porque es precisamente su contrario, la injusticia, la que provoca la turbación del alma), la noción epicúrea de justicia queda unida también a su singular teoría del placer. Que no es mero disfrute personal sino actividad que extirpa las opiniones equivocadas y las sustituye por estados mentales verdaderos y adecuados.

La investigación que da origen a este libro había mostrado, con sólidas herramientas de análisis de las fuentes y exhaustiva discusión de la literatura sobre el tema, que el concepto epicúreo de justicia no puede escindirse del entramado de la lógica, la física y la ética del maestro de Samos. Al confeccionar los capítulos que se ofrecen ahora, se parte entonces de esa trama compleja y, con delicadeza y generosidad, la argumentación va deshilvanando los motivos que han llevado tradicionalmente a una interpretación convencionalista o naturalista de la filosofía epicúrea. Justamente Fernando nos propone considerar el concepto de justicia subrayando la posición excéntrica que insinúa Epicuro respecto de la contraposición nómos - phýsis en la que se venía dirimiendo la cuestión desde finales del siglo V a.C. El análisis que propone no sólo se abre a la posibilidad de una reconstrucción global de la filosofía política epicúrea sino que permite reformular, a partir del eje naturaleza-convención, tanto su teoría física, como su gnoseología (con una lúcida revisión de la noción de prólepsis) y reconstruir su concepción acerca del origen del lenguaje. En cuanto a los aspectos específicamente políticos de la filosofía de Epicuro, la argumentación va, de los comienzos de la asociación humana, al estatuto de las leyes, el progreso de la historia y el papel de la prólepsis como criterio de lo justo.

A juicio de Lucrecio, Epicuro fue el primero “capaz de echar luz clara a partir de tanta oscuridad, iluminando los bienes de la vida” (De rerum natura 3.1-2), por eso –dice– él buscó dar a conocer su pensamiento, porque sólo a través de esa visión nocturna y penetrante sería posible alcanzar una vida tranquila y placentera. Lucrecio admite también que llegar a conocer y a poner en versos esa filosofía demandó esfuerzos e insomnios, pero lo hizo con un estímulo y una meta insuperables. Sus palabras, en el libro primero del gran poema de la naturaleza, podrían ilustrar muy bien el sentido de este libro: el propósito de su autor, la profundidad de su mirada, su actitud de sereno poeta de los argumentos, y la experiencia que espera a sus afortunados lectores:

Pero tu valía, pese a todo, y el gusto que espero

de tu grata amistad me anima a sobrellevar cualquier fatiga

y me arrastra a pasar en vela noches tranquilas,

buscando las palabras y los versos con que

poder abrirle por fin claras luces a tu mente

para que un día contemples en su hondura la realidad oculta.1

Ivana Costa

Universidad de Buenos Aires

El concepto de justicia en la filosofía de Epicuro

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