Читать книгу El concepto de justicia en la filosofía de Epicuro - Jorge Fernando Navarro - Страница 6
Introducción
ОглавлениеDiógenes Laercio ofrece un testimonio valioso, Epikouros —según manifiesta el doxógrafo— era un nombre poco utilizado. El término evocaba el sentido de “aquel que va en ayuda de otro”; así, pues, indicaba que un hombre resultaba ser un aliado o un camarada.2 Platón, en la República, había presentado a los epíkouroi como aquellos jóvenes que se subordinaban a los verdaderos guardianes de la ciudad ideal que Sócrates diseñaba.3
Epicuro fue el nombre que recibió un filósofo ateniense que, sin embargo, había nacido al otro lado del Egeo, en la isla de Samos, el día 10 del mes de Gamelión del 341 a. C. Sus padres eran atenienses que habían emigrado cuando la isla fue recuperada por la pólis de Atenas y transformada en una colonia (cleruquía). Este origen insular lo convirtió más de una vez en objeto de burla, como las de Timón —que Diógenes Laercio refirió en X, 3—, quien lo escarnecía al llamarlo “el que viene de Samos, ese filósofo de la naturaleza, el hijo de un maestro de escuela”. Tal vez la referencia se deba a que, en la Antigüedad, se tenía a los habitantes de la isla como entregados a los placeres y faltos de carácter.
Epicuro decidió instalarse en Atenas hacia el 307-306 a.C. con el propósito de transmitir sus enseñanzas. Para ello compró una casa en las afueras de la ciudad, en la cual se concentraron rápidamente numerosos adeptos. Allí se encontraban reunidas, por entonces, las grandes escuelas filosóficas de la época; la de Epicuro se conoció como el Jardín por los huertos que se hallaban alrededor de la construcción central. La primera escuela filosófica en ser fundada, situada en los extramuros de la urbe ateniense, al noroeste, había sido la Academia de Platón; próxima a ella, se ubicó el Liceo de Aristóteles; en la zona este —siempre extramuros—, se construyó el Jardín (Kêpos); finalmente, los estoicos eligieron establecer el Pórtico intramuros, en las cercanías del ágora.4
Poco se sabe de la vida de Epicuro durante el período anterior a su llegada a Atenas. Solo se conoce que pasó un tiempo en Mitilene y Lámpsaco. De hecho, tal como lo atestiguan las cartas, estas comunidades jugaron un papel decisivo en la difusión del epicureísmo. Este se desarrolló a lo largo del período helenístico, tradicionalmente delimitado entre la muerte de Alejandro y la conquista romana, cuyo órgano cultural era la lengua griega bajo la forma de koiné o dialecto común. En aquel momento, la civilización griega había alcanzado a los pueblos mediterráneos y recibía, a su vez, fuertes influencias orientales. El vínculo entre civilización y pólis se vio debilitado, y ese proceso culminó con el ocaso de la autonomía de las ciudades-estado ante los imperios masivos de los sucesores de Alejandro. En el año 146, finalmente, Grecia quedó reducida a una provincia romana con el nombre de Achaea.
En estas circunstancias, como bien lo advirtió Víctor Goldschmidt (1986, pp.274-275), al verse privado de la pólis, que era el marco político natural del hombre griego, el individuo se vio, como nunca antes, expuesto a la experiencia de su soledad. La cuestión de la felicidad individual adquirió entonces una preponderancia inusitada. Así, las escuelas filosóficas de la época la asociaron con la naturaleza, el origen del cosmos y el universo mismo, que ofrecía una “réplica a la vez filosófica y religiosa del cosmopolitismo político”. Sin embargo, hubo que esperar a los romanos para que, tras recoger la herencia de Grecia, realizaran el proyecto de un imperio universal.
Hacia la época en la que se produjo la muerte de Epicuro, su nombre se encontraba ya envuelto en una serie de polémicas filosóficas y de detracciones propiciadas por discípulos que habían abandonado sus enseñanzas. Sin embargo, no menos cierto es que, por efecto del uso que los primeros discípulos habían hecho de este patronímico al impartirlo a sus hijos, habían logrado popularizar el nombre propio del Maestro, y su filosofía era ampliamente reconocida.5 Más aun, Diógenes de Enoanda, discípulo del siglo II d. C., quien inscribió las enseñanzas de Epicuro sobre las piedras de su casa, llegó a utilizar el verbo epikourein para designar la misión de la filosofía epicúrea: el anuncio de la felicidad dirigido a todos los hombres.6
Diógenes Laercio es la fuente privilegiada para la reconstrucción del pensamiento de Epicuro y de la primera generación de epicúreos. Resulta oportuno citar el incipit del Libro X de la Vida de los filósofos ilustres:7 “Epicuro escribió muchísimo (polygraphótatos) superó a todos en el número de libros; son cerca de trescientos rollos de papiros (kýlindroi)”.
Tal como se puede apreciar, Diógenes Laercio reconoce que Epicuro escribió “muchísimo”, pero además y, fundamentalmente, destaca que en toda su obra no se encuentran citas o paráfrasis de otros filósofos. Allí radica la razón por la cual considera que Epicuro es un verdadero autor. Otra de las precisiones que ofrece Diógenes Laercio es el título de los escritos del Maestro del Jardín (tà syggrámmata); aunque aclara inmediatamente que solo se trata de los mejores (tà béltista) de ellos y no de su totalidad.
Por último, transmite, de modo completo, cinco obras. En primer lugar, el Testamento (§16-§21) de Epicuro, que si bien no tiene en sí un valor filosófico ayuda a ubicar en contexto la obra. Luego deja el testimonio de tres epístolas doctrinales destinadas, respectivamente, a Heródoto (§35-§83), a Pítocles (§83-§116) y a Meneceo (§121-§135). Por último, el testimonio de Diógenes se corona con una serie de cuarenta Máxima Capitales (§139-§154).8
La primera de las epístolas, dirigida a Heródoto, trata de la phýsis epicúrea. Por ello, resulta ser un escrito fundamental, ya que muestra el sentido que tiene para el hombre llevar adelante una investigación sobre la naturaleza. Además, presenta argumentos contundentes que marcan las diferencias de fondo que se establecen entre la doctrina atomística epicúrea y la democrítea. Asimismo, presenta el esquema fundamental de su doctrina del conocimiento.
En segundo lugar, la Epístola a Pítocles expone, a la manera de un breve compendio, problemas de los fenómenos celestes y, más específicamente, aquellos que se refieren a lo fenómenos atmosféricos (tà metéora). Cabe señalar que, durante cierto tiempo, ya desde el epicureísmo romano, fue considerada una carta espuria. La crítica, sin embargo, ha logrado demostrar su autenticidad. El argumento probatorio sostiene que emerge, en esta carta, un aspecto cardinal de la metodología de la inferencia epicúrea, el método de las explicaciones múltiples.9
La carta por excelencia es la dirigida a Meneceo, puesto que determina la finalidad del sistema filosófico epicúreo. Allí se explicitan las razones por las cuales el placer es el fin connatural del hombre. El análisis de esta carta resulta imprescindible por facilitar una adecuada comprensión de la relación que los hombres establecen con los dioses; por su clasificación de los deseos; y por mostrar a la prudencia como culmen dentro del catálogo de virtudes que la filosofía griega había consagrado como tradicionales.
El ordenamiento propuesto por Diógenes Laercio se cierra con las cuarenta Máximas Capitales, cuyo eje es la presentación de la ética epicúrea en relación con los grandes tópicos de su filosofía: el tiempo, el placer, el cuerpo, el sentido del filosofar. Hacia el final, desde la Máxima Capital XXXI a la XXXVIII, se expone el núcleo del juicio de Epicuro sobre la justicia.
El ordenamiento temático, no obstante, no indica un orden de datación. En este sentido, los trabajos de reconstrucción de la obra mayor de Epicuro testimoniada por Diógenes Laercio (X, 27) —nos referimos al Perí phýseos, al cual, dada su complejidad, hemos resuelto dejar de lado en este trabajo— han permitido confrontar los escritos y lograr una probable fecha de producción de las epístolas. Así pues, si los primeros libros de los treinta y siete del Perí phýseos fueron, según Sedley, íntegramente escritos en su estancia en Lámpsaco —entre el 310-311 a.C y el 307-306 a.C—, se deduce que la Epístola a Heródoto tendría una datación aproximadamente simultánea o, a lo sumo, posterior al arribo de Epicuro a Atenas ya decidido a establecer allí su residencia —acontecimiento fechado en el 306 a.C.—.10 En relación con la Epístola a Pítocles, podemos afirmar, sin vacilación, que se escribió con posterioridad a la de Heródoto, puesto que, en su §85, se lee una referencia al “breve epítome [que hemos enviado] a Heródoto” (míkra epítome pròs Herodóton). Por ello, parece verosímil establecer como el momento de su composición una fecha entre el 306 y el 304 a.C. Finalmente, la datación de la Epístola a Meneceo aún permanece incierta; sin embargo, hay un consenso en ubicarla entre 296-295 a.C.
Retomemos ahora el centro de nuestras disquisiciones y recordemos que, en las Máximas Capitales XXXI a XXXVIII, Epicuro, al presentar de un modo global su idea de justicia, la define como el resultado de un pacto entre los hombres y, por ello, como algo que no existe por sí; pero allí mismo considera, también, que posee un fundamento natural. Se enfrenta, pues, sin ambages al conflicto entre naturaleza y convención, para el cual la tradición filosófica griega ya había ofrecido diferentes tipos de soluciones.
No existe una oposición verdadera entre naturaleza y convención en lo que respecta al concepto de justicia propuesto por Epicuro, y es con el fin de demostrarlo que dicha noción se inscribe aquí en el entramado de su canónica, su física y su ética. Para Epicuro, las nociones de phýsis y nómos no se presentan como contrapuestas y excluyentes, sino que operan más bien como dimensiones que logran articularse. Así, el carácter sólo aparente del conflicto queda en evidencia al abordar también otros conceptos, tales como los de utilidad y seguridad.
Las leyes de la vida en común sólo son convenciones para Epicuro, quien niega la posibilidad de una justicia absoluta y que sea la naturaleza el fundamento de ella. En las Máximas Capitales XXXI, sin embargo, afirma que la naturaleza es el fundamento de la justicia, la cual funciona como garante de que los hombres no se dañen los unos a los otros. De este modo, introduce el referido dilema entre phýsis y nómos que resulta necesario elucidar en virtud de establecer su verdadera dimensión.
En sus consideraciones sobre el origen de la justicia, el filósofo enfatiza que no se trata de un simple contrato iniciado por el compromiso de no causar ni recibir un daño, pero ello tampoco significa que la justicia exista en sí y por sí. Según Epicuro, se origina en el desarrollo de una disposición humana hacia lo útil; tal lo manifiestan los argumentos que demuestran que la utilidad o conveniencia en las relaciones recíprocas entre los hombres exige de la convención. Sin embargo, esta no resulta una negación pura y simple de la naturaleza, sino que, por el contrario, la presupone como garantía de la obtención del placer; dicho rol demanda una explicación de los alcances de la ética epicúrea en la medida en que se presenta como una ética de conformidad a la naturaleza.
Epicuro exhorta a cada hombre a considerar sus actos de modo tal que obren el fin (télos) último y connatural de la vida, que es el placer. Advierte, no obstante, que, aun cuando el placer es el bien primero, muchas veces resulta necesario no realizar ciertos placeres si de éstos se sigue un dolor mayor. Ciertamente, en el sistema filosófico epicúreo, el placer es entendido como ausencia de dolor en el cuerpo (aponía) y de turbación en el alma (ataraxía), mientras que la justicia actúa como garante de su consecución.
Ahora bien, Epicuro señala, en diversos contextos de su obra, que la naturaleza debe ser entendida como la totalidad de las cosas, pero, también, como aquello que constituye a cada una de ellas. Por lo tanto, el naturalismo epicúreo no se resuelve ni en un providencialismo finalista ni, menos aún, en un finalismo interno. En tal sentido, la gran tarea del hombre no puede consistir sino en hallar para sus actos un fin acorde a la naturaleza, aunque esta nunca prescriba normativamente lo que debe realizarse.
En lo que respecta al estatuto ontológico de las comunidades sociales y al lugar que ocupan en el proceso de la naturaleza, el epicureísmo ha narrado en detalle su génesis e institución y ha descrito que se desarrollan y evolucionan por la capacidad adaptativa que el hombre ha cultivado. Es decir, el hombre no se opone a la naturaleza, sino que, por el contrario, aprende de ella por la experiencia y desarrolla así los medios adecuados para lograr su adaptación. En este marco, resulta atendible que, en relación con el problema central acerca de un fundamento natural y convencional del concepto de justicia, Epicuro argumente que la justicia no puede ser definida únicamente como una virtud que desarrolla el hombre replegado sobre sí para satisfacer su deseo de una vida feliz. Se trata, ante todo, de una virtud social, la cual se presenta como propia del hombre inserto en una determinada comunidad.
Se nos ha revelado, pues, que la justicia se da por convención en el seno de una comunidad, ya que el hombre no se encuentra separado y aislado, sino que reconoce a otros hombres. Por lo tanto, el logro de la virtud individual de justicia no se alcanzaría completamente si no fuese posible establecer una justicia convencional. Las argumentaciones epicúreas referidas a la justicia en tanto virtud individual y en tanto convencional están guiadas por el placer. Esto significa que el principio de que no se debe dañar al otro ni aceptar ser dañado por él se fundamenta en la reciprocidad existente entre los hombres, así como en la búsqueda del placer. Habrá que mostrar, sin embargo, que el acto de dañar a otros comporta un dolor a evitar, por lo cual se hace necesario, en primer término, extirpar el deseo de su realización. Aunque también deba tenerse en cuenta que el acto de dañar a otros lleva implícita la posibilidad del castigo.
Para Epicuro, es posible sostener que todo daño produce una perturbación del alma, y ello es, precisamente, lo que hay que desterrar para tener una vida feliz. Si perjudicar a los otros trae aparejada una serie de dolores que requieren ser suprimidos y si los hombres, no obstante ello, se han mostrado incapaces de no ocasionarse dolor unos a otros, entonces, la justicia convencional de una comunidad —expresada en sus leyes— resulta necesaria y beneficiosa por el potencial castigo derivado de su aplicación.
En este punto afloran, pues, los argumentos que le permiten a Epicuro confrontar su filosofía política con el conflicto entre phýsis y nómos. El filósofo considera que la justicia, en un primer momento, es el resultado de un proceso natural y que luego, en una etapa avanzada de la evolución, se establece convencionalmente, para concluir afirmando que, en el ámbito comunitario, la justicia convencional —garantizada por la naturaleza— se presenta como una ventajosa utilidad que favorece a todos los hombres.
Las corrientes interpretativas sobre la filosofía epicúrea —particularmente, desde los inicios del siglo XX— han adoptado, en general, una lógica binaria. La concepción epicúrea de la justicia ha sido insertada, en consecuencia, dentro de una matriz teórica restrictiva —o bien naturalista, o bien convencionalista—, ya que se la ha vinculado de modo directo con el conflicto entre phýsis y nómos analizado en detalle por la sofística.
Usener (1887) fue quien propuso en primer lugar, en su monumental obra Epicurea, una exégesis por la cual no se les reconocía a las Máximas Capitales sobre la justicia más que un papel secundario, dado que la filosofía epicúrea invitaba a vivir ocultamente (láthe biósas). Y fue la marcada impronta de esta interpretación la que llevó a Diels a atribuir erróneamente la autoría de las Máximas Capitales al discípulo del Jardín Hermarco, quien —tal como quedó testimoniado por Porfirio— se había interesado por los orígenes de la sociedad.
Philippson (1910; 1983), por su parte, ha defendido la tesis de que es la phýsis (naturaleza) la que fija una generalidad a la cual también la justicia debe atenerse. Es por ello que define la virtud de la justicia como una disposición natural y se centra, además, en la Máxima Capital XXXI para justificar la traducción de la expresión katà phýsin como “según naturaleza”. Esta línea hermenéutica interpretó que el derecho y la justicia epicúreos se fundamentan, de modo unilateral, en la naturaleza y que ella constituye el único marco normativo y de universalización de todas las leyes y costumbres de la pólis. No se puede desconocer que el mérito de Philippson fue llamar la atención sobre el concepto de justicia, que era un tópico no considerado a la hora de abordar este problema respecto del epicureísmo. No obstante, la gran dificultad que presenta es la de argumentar sobre la existencia de un derecho natural que resulta ser congénere del proceso de constitución de la racionalidad.
Quizás la limitación más importante de esta línea hermenéutica sea la de haber desatendido el carácter convencional de la justicia epicúrea, lo cual condujo a que el problema central de la articulación entre la índole convencional y natural de la justicia quedara sin explicación. En efecto, nunca se problematizó la perspectiva epistemológica que Epicuro desarrolla a través del concepto de prólepsis para exponer su noción de justicia ni la complejidad del naturalismo epicúreo.
La convicción de que en la idea de naturaleza radica uno de los aspectos más ricos y complejos de su filosofía ha sustentado la presente indagación de los fragmentos en los cuales Epicuro define este concepto fundamental. Según el filósofo del Jardín, la relación de los hombres con la naturaleza se revela mediante la capacidad racional que perfecciona aquello que la naturaleza les ofrece. Además, desde un punto de vista ético, el hombre está llamado a ajustar sus acciones en dirección al placer, que constituye su “fin natural”. Sin embargo, la naturaleza no determina para el hombre normas de acción. En efecto, aun cuando el hombre desarrolla de manera singular su propia naturaleza, ésta procura armonizarse con la naturaleza total.
En el célebre Coloquio de la Association Budé de 1968, Müller —en abierta crítica a la postura de Philippson— discutía que se partiera de la contraposición entre phýsis y nómos, ya que —según su interpretación— se introducía un debate ajeno a la filosofía epicúrea. A su juicio, Epicuro había superado esta antítesis de modo creativo, puesto que, aun cuando se puede leer el vínculo que los hombres entablan con la naturaleza, no se puede deducir que el derecho y la justicia se deriven de forma directa de ella. Así, fue Müller (1983) uno de los primeros autores que reparó en la importancia del naturalismo epicúreo para la noción de justicia y en la necesidad de afirmar la concordia que se establece entre el hombre y la naturaleza. Aunque, por otra parte, fue en cierto grado inconsecuente con esta percepción, ya que concluyó que “para los atomistas no hay valores que puedan ser deducidos de un arreglo razonable del universo”.
Goldschmidt (1977) no aceptó las tesis precedentes, por lo cual profundizó la posición de Zeller (1909), quien había situado la definición epicúrea de justicia en continuidad con la antítesis sofística entre phýsis y nómos. En el exhaustivo trabajo de Goldschmidt, el concepto de justicia epicúreo no se establece a partir del análisis de su origen, sino que se reconstruye mediante la caracterización de las cualidades de la teoría del derecho epicúrea. Aunque el autor se manifiesta reticente a conceptuar la justicia epicúrea como convencionalista, destaca, no obstante, en su trabajo, la prioridad de lo convencional y su justificación sobre la base de la utilidad. Intenta explicar, así, que para Epicuro es imposible delimitar la justicia sin presuponer un esquema contractual capaz de establecer reglas de interés comunes. Por ello, no le otorga valor al concepto de naturaleza para fundamentar la noción de justicia y se detiene, en cambio, en el concepto de pacto (sýmbolon, Máxima Capital XXXI), término tan discutido entre los especialistas —como es sabido, puede significar signo, pacto o garantía—.
No poca razón le asiste a Goldschmidt al interpretar que las Máximas Capitales sobre la justicia se organizan como un todo cuya exposición se despliega mediante un procedimiento que va de lo general a lo particular; sin embargo, al sostener en su traducción que el “derecho es según su naturaleza”, afirma de manera contundente que “es y no puede ser sino positivo”. Este tipo de exégesis, a nuestro parecer, desdeña el lugar que la noción de naturaleza tiene en todos los aspectos de la filosofía epicúrea, tanto como su papel axial en el concepto de justicia.
A favor de una lectura convencionalista y en contra de una legitimación naturalista, se ha pronunciado de modo enfático Vander Waerdt (1987); el argumento principal con el cual sustenta esta posición subraya que, para Epicuro, las diferentes normas responden a las conveniencias de una comunidad en relación con una época determinada en la cual surgen. Precisamente, lo útil de una comunidad, según Vander Waerdt, es el fundamento de la justicia, el cual no tiene ninguna base en la naturaleza. De lo expuesto se concluye que no hay en Epicuro ningún derecho natural ni universal. Asimismo, hay otra razón de peso que brinda el autor. Este señala que, para el epicureísmo, el hombre no es por naturaleza un animal político, y que, por lo tanto, no construye sus comunidades por naturaleza, y menos aún sería capaz de legitimar la justicia con estos argumentos.
Una línea exegética opuesta a las anteriores se encuentra representada por Long (2006) y Alberti (1995), quienes argumentaron la necesidad de apreciar el valor del naturalismo epicúreo. Atribuyen a Epicuro una especie de naturalismo jurídico, dado que afirman la existencia de una justicia natural prelegislativa, la cual se continuaría en una justicia jurídicamente instituida. Sin embargo, tales afirmaciones comportan una disminución del valor convencional del concepto de justicia epicúreo que es innegable en los argumentos del filósofo.
En el marco de la renovación de los estudios sobre el epicureísmo que ha tenido lugar en los últimos años, el camino hermenéutico seguido por Morel (2000a; 2009) nos ha permitido examinar, bajo una nueva luz, la articulación entre naturalismo y convencionalismo. Para el especialista francés, toda la filosofía de Epicuro podría interpretarse como un naturalismo racional, de manera tal que naturaleza y razón se verían despojadas de su carácter antagónico. Además, si hay una noción capaz de patentizar la superación epicúrea de la antinomia entre phýsis y nómos, esa es, para Morel, la de justicia.
Por nuestra parte, sostenemos que la singularidad de este concepto epicúreo radica en definir lo justo mediante la correlación entre el naturalismo y el convencionalismo. Por ello, procuramos explicar que es natural que, en su vida comunitaria, los seres humanos requieran de la justicia, y afirmamos que, de manera concomitante, el contenido de dicha justicia está dado por el acuerdo convencional entre ellos. El núcleo de nuestra exposición se apoya en el análisis de las ocho Máximas Capitales que se refieren a la justicia; y, de manera complementaria, se abordan aspectos de la Epístola Meneceo y la Epístola a Heródoto —en las cuales se encuentran las únicas exposiciones originales y sistemáticas de la ética y la filosofía de la naturaleza epicúreas—. Además, se examinan los escritos doxográficos de Aecio y, en especial, el Libro X de la Vida de los filósofos ilustres, de Diógenes Laercio, porque constituyen una fuente decisiva de información sobre el epicureísmo.
Una idea generalizada ha mostrado al epicureísmo como una escuela cuya filosofía, desde su fundación y por más de tres siglos, se mantuvo fijada a una doctrina monolítica y dogmática. Lo cierto es, sin embargo, que en ella se encuentran matices y diferencias de la mayor significación en cuanto a aspectos fundamentales del sistema. Por esta razón, solo en virtud de la necesidad de ampliar determinados tópicos —como la génesis de las sociedades; o profundizar sobre el segundo criterio de verdad, la prólepsis—, se apeló al epicureísmo posterior. Examinamos el punto de vista de los continuadores inmediatos luego de la muerte de Epicuro, Hermarco y Polístrato; y a filósofos epicúreos que no mantuvieron un contacto directo con el maestro, como Filodemo de Gadara y Diógenes de Enoanda. Igualmente, recurrimos a la obra del poeta romano Lucrecio. Es sabido, por último, que el epicureísmo encontró una lectura aguda, y a la vez polémica, en tres autores a los que también invocaremos: los académicos Cicerón y Plutarco y el escéptico Sexto Empírico.
Para la reconstrucción de las nociones fundamentales de la filosofía epicúrea que atañen especialmente al objeto de nuestras indagaciones,11 parte de la tarea ha consistido en delimitar el campo semántico conformado por estos conceptos: justicia (dikaiosýne), lo justo (tò díkaion), naturaleza (phýsis), ley (nómos), pacto (sýmbolon), placer (hedoné), imperturbabilidad del alma (ataraxía), no dolor en el cuerpo (aponía), anticipación (prólepsis), límite (hóros); con el mismo propósito, hemos trazado las líneas internas de vinculación entre dichas nociones.
Un primer problema versa sobre el carácter sistemático de la filosofía epicúrea, es decir, partimos de la idea de que todo concepto tiene una explicación y desarrollo dentro de la tripartición de la filosofía en física, canónica y ética. En segundo término, el análisis de los fragmentos epicúreos se focalizó en la ambivalencia que recorre toda su filosofía. Dicha ambivalencia alcanza una intensidad crítica en lo relativo a la determinación del tipo de hedonismo postulado por Epicuro; es decir, al tratar de distinguir si nos encontramos ante un hedonismo psicológico o ético.
Por otra parte, con vistas a establecer que, efectivamente, en el concepto epicúreo de la justicia se articulan de modo coherente elementos naturalistas y convencionalistas, hemos diseñado nuestro trabajo en dos partes.
La primera de ellas, se centra en el naturalismo epicúreo. Allí nos proponemos establecer las correlaciones existentes entre las tesis de la canónica, la física y la ética de Epicuro, porque todas sus consideraciones referidas al concepto de lo justo encuentran su fundamento en la ética. No debe olvidarse que se trata de una ética hedonista, mínima, racional, naturalista y teleológica. Por ello, habrá que mostrar que el hombre tiene la capacidad de investigar la naturaleza (physiología), y sólo ese estudio le descubre que ella se presenta sin intenciones ni valores. Es decir que, a diferencia de lo propuesto por otras escuelas filosóficas, la naturaleza, tal como la entiende el epicureísmo, no ofrece ninguna forma de normatividad. En esta parte, cobra especial significado el método inferencial como fundamento de la singularidad de la ética epicúrea; dicho método surge de la unión entre la intuición natural del placer y el sobrio razonamiento.
En la segunda parte, nos abocamos al análisis de cada una de las ocho Máximas Capitales que conforman la serie referida a la justicia. Pensamos que el marco adecuado de comprensión de cada una de ellas es la reflexión que Epicuro y sus seguidores efectúan sobre la génesis de la sociedad humana, el punto de vista político de la justicia y el valor ético-político que tiene para el sabio la obediencia a las leyes. Nuestra propuesta intenta alejarse de la lectura canónica, que establece un orden de derivación por el cual el hedonismo individualista y el utilitarismo tendrían, como efecto inmediato, el apoliticismo epicúreo. Por el contrario, entendemos que, a partir de los fragmentos, es viable interpretar que se trata de hedonismo ético, esto es, de una filosofía del límite, la cual expone una profunda reflexión política.
Desde un punto de vista epistémico, la prólepsis —segundo criterio de verdad— ha sido explicada en su función lógica y psicológica, pero no se ha reparado en su capacidad metodológica. En este sentido, hemos intentado exponer que estas Máximas Capitales que definen lo justo adoptan como modelo a la prólepsis, la cual se desempeña allí como un esquema conceptual que limita la posibilidad de las variaciones. Es decir que la prólepsis de lo justo funciona como un criterio de inferencia. Asimismo, en esta línea epistémica, apelamos a la teoría de los relativos del epicureísmo, la cual amplía las condiciones ontológicas de inteligibilidad de la justicia, puesto que permite afirmar que no es el resultado de una ficción derivada de un convenio subjetivo y relativista, sino el corolario de un acuerdo mutuo entre los hombres que garantiza la seguridad para el desarrollo de la vida de cada uno de ellos.
Así, queda a la vista que, en el caso específico de la justicia, la naturaleza no confronta con la convención. De modo tal que estas nociones no resultan excluyentes entre sí, sino que se articulan. Ello recibe plena confirmación a la luz del sistema filosófico general, el cual incluye —como ya se recordó— la canónica, la física y la ética.